Optimismo democrático
La democracia es una promesa que contiene una tensión entre, por un lado, la sedimentación histórica, la construcción de un nuevo modo de convivencia colectiva, y por otro, la flexibilidad potencial del mismo, flexibilidad que excede largamente a aquella sedimentación. Los modos reales de constitución de la democracia no equivalen a lo que esa democracia puede generar. Es decir, la democracia moderna es a la vez una forma de construcción del poder político y la inminencia de formas inéditas, todavía no planteadas o realizadas.
Al restringir la democracia a sus figuras modernas dejo de lado una representación más amplia que nos conduciría al menos hasta la polis griega. Es una vía interesante pero no del todo insoslayable. Como veremos, la modernidad involucra temas que si no eliminan la posibilidad de trazar un arco temporal más amplio, requieren una delimitación a los tiempos del pasaje del Antiguo Régimen a la modernidad, esto es, a las formas sociales que asociamos al capitalismo. Para situarlo históricamente, esto involucra a Europa entre los siglos 17 y 19, y a América Latina todo a lo largo del siglo 19.
La teoría política ha desarrollado el tema democrático en dos caminos usualmente separados. Se trata de una visión optimista y otra pesimista que aquí abordaré en lo que concierne a las concepciones ofrecidas desde la izquierda.
La versión teórica optimista sobre la democracia subraya su carácter incorpóreo, revelación de la enorme distancia que la separa del Antiguo Régimen político en que el cuerpo del rey proveía la garantía del lazo entre lo contingente de un mando superior perecedero y la voluntad divina que lo sancionaba. ¿Cómo sucedía que el poder era eterno si el rey moría? De algún modo que los teólogos se devanaban los sesos por justificar, por el cuerpo del rey concreto circulaba el mandato divino que se suponía había encarnado en la línea dinástica. La revolución antimonárquica, que durante largos decenios fue equivalente de revolución democrática, buscó eliminar ese “fundamento” para hallar otro. Como suele ocurrir, las cosas ocurrieron sin que sus actores poseyeran una claridad intelectual de lo que hacían.
Por eso, la voluntad colectiva, preteóricamente democrática, de terminar con la soberanía monárquica para inaugurar la soberanía democrática, requirió en célebres casos la muerte del rey y varios siglos atrás su decapitación (a Carlos I en la Revolución Inglesa del siglo 17, a Luis XVI en la Revolución Francesa del siglo 18; en cambio se fusiló a Nicolás II en la Revolución Rusa del siglo 20). Es que se trataba de alguna manera también de matar a dios, o en todo caso a la intervención de dios en los asuntos políticos.
Lo que la revolución antimonárquica entrañaba era también un enigma: ¿cuál será desde entonces el fundamento de la autoridad política y, sobre todo, de su legitimidad? Sabemos que fue “el pueblo”, compuesto por individuos o grupos, más o menos compacto de acuerdo a diversas culturas políticas. En todos los casos, incluso en el del populismo que reclama la unidad indivisa del pueblo bueno, es un sujeto político incierto: no hay certeza de dónde está, de qué es.
Por eso las democracias requieren validaciones recurrentes. Ninguna legitimidad es definitiva. Necesita la reafirmación cíclica. En esa incertidumbre se organizan las diferentes opciones de la política democrática. ¿Cuál es el lugar del individuo y sus derechos? ¿Hasta dónde reconocer la autoridad estatal y qué límites estipular a su acción? ¿Es necesaria una personalidad vigorosa para contener las fuerzas disgregadoras propias de la política moderna? Estas son solo algunas de las innumerables interrogaciones que caracterizan a la incertidumbre democrática.
La incertidumbre tiene un reverso. Pues si su carácter y alcances, por fuerza, nunca son del todo precisos, tampoco lo es el contenido que admite. Una democracia política es necesariamente abierta.
Esto se observa claramente en el orden de los derechos adquiridos, que jamás clausuran la serie de exigencias planteables. De los derechos civiles a los económicos, de los económicos a los políticos, de los políticos a los sociales, de éstos a los sexuales e identitarios, a los de salud, vivienda, acceso a la comunicación y la informática, e incluso a los ecológicos, el ámbito de la extensión de derechos es por definición móvil. El alcance de los mismos se dirime justamente en la práctica de la política democrática. La democracia es entonces lo que la práctica de la democracia define en las disputas políticas. La política es así la pugna por establecer, siempre de manera tentativa y revisable, las formas de la democracia, o lo que es lo mismo, sus límites y sus alcances.
La ya extensa historia de la tradición liberal-democrática ha argumentado desde el siglo 19 sobre las virtudes de la democracia como régimen abierto. El nombre de Benjamin Constant fue uno de los más relevantes en la forja de una justificación optimista de la democracia moderna. Karl Popper fue un nombre importante en tiempos de naciente Guerra Fría. Tres décadas más tarde John Rawls le proveyó hasta fines del siglo 20 una elaboración filosófica, por cierto, dando cuenta de las enormes modificaciones planteadas por el proceso histórico ocurrido desde las revoluciones inglesa y francesa que seguían siendo el trasfondo del pensamiento de Constant. Paso raudamente por estas versiones optimistas de la democracia para avanzar hacia las que me interesa destacar en mi razonamiento.
En efecto, la revalorización de la democracia moderna fue un rasgo de la autocrítica de cierta izquierda postmarxista en los tramos finales del siglo pasado, y su estela todavía se extiende a la presente centuria. El carácter vacío y precario de la democracia fue reconocido por Claude Lefort y Ernesto Laclau como paso intermedio hacia una impugnación de las políticas revolucionarias de la izquierda. Es que para ellos, con matices en los que no puedo entrar aquí, las izquierdas radicales para las que la revolución socialista quebraba la falsedad de una democracia burguesa puesta al servicio de las clases dominantes, poseían una comprensión deficiente de las “formas” democráticas. La misma distinción entre formas y contenidos obedecía a una deficiente ontología de la política, que en rigor residía en el fundamento socio-económico proclamado desde Marx. En efecto, para las izquierdas la democracia era un conjunto de formas representativas de un contenido de dominio de clase.
La crítica revolucionaria de la democracia en la izquierda no solo simplificaba las aperturas inherentes a la democracia moderna sino que, sobre todo, pavimentaba el camino hacia un resultado de las defensas de los derechos particulares propios de las reivindicaciones democráticas: el totalitarismo como un sustituto definitivo para las incertidumbres democráticas, sea que condujera a la voluntad del partido o del líder indiscutible. Para estos pensadores tanto el fascismo como el socialismo revolucionario constituían intentos de suturar las fracturas propias de la democracia, sea en el fascismo a través de la “raza superior” o en el socialismo a través de una “sociedad sin clases” que involucraba el fin de la política en la figura de la “administración de las cosas” de un paraíso postpolítico.
Como alternativa, este tipo de pensamientos de crítica de la ruptura revolucionaria vista como ilusión palingenésica y negadora del carácter inacabable de lo real avanzó hacia una valorización de la democracia moderna. Contribuyó a lo que he denominado la visión optimista. Esta mirada pondera las indeterminaciones de la democracia para una potencialidad política de su enriquecimiento y expansión. Eso, que izquierdas como las anarquistas o marxistas estarían sistemáticamente imposibilitadas de percibir, habilita el camino hacia una izquierda democrática. No es difícil concluir que para este punto de vista las izquierdas fueron hasta entonces (y si persisten en sus verdades endebles son y serán), salvo contadas excepciones, antidemocráticas. Ello obedeció a razones teóricas antes que personales o contingentes. Por ende se debería proceder a una reforma intelectual y moral de las izquierdas. La democracia moderna se constituye entonces en el horizonte insuperable de una acción política de izquierda, en la exacta medida en que ya no es un horizonte dado de una vez y para siempre sino en la promesa de ulteriores ampliaciones, en la innovación de lo que se entiende propiamente por democracia. Es lo que se denominó la “radicalización” de la democracia, que los autores mencionados alguna vez comenzaron a pensar como una autocrítica en el seno del marxismo y luego como postmarxismo, a veces incluso con líneas de definido antimarxismo.
El antimarxismo contiene una polémica refutación del “economicismo” atribuido a Marx y al marxismo, por cuanto ese error conduciría a unificar dos terrenos autónomos, regidos por dinámicas específicas. El marxismo y el socialismo revolucionario serían “reduccionistas” porque no reconocerían las “autonomías relativas” de la política y la economía. Veremos luego las críticas que se le pueden dirigir a este weberianismo que postula ámbitos independientes de una realidad entonces desagregada, escindida.
Con todo, la crítica de Lefort y Laclau contra el marxismo y el socialismo revolucionario brinda una imagen insuficiente de la novedad que atribuyeron a las incertidumbres democráticas como vías de una recomposición de la política de izquierda. En ese sentido no me interesa enfatizar sus renuncias a convicciones previas (algo que constituye un derecho, el de cambiar de ideas). En cambio, prefiero valorar la aspiración a reformar a la izquierda incapaz de percibir las fisuras inherentes a la democracia moderna en las que, una vez cerrado el ciclo soviético, es inexorable pensar y practicar la reconstrucción de una política de izquierda. A la vez, esta visión optimista debe olvidar sistemáticamente los aciertos de la visión pesimista.
Al respecto quisiera subrayar que la mirada optimista se hace en rigor incomunicable con una impugnación de las dimensiones sistemáticamente dominadoras de la democracia, incluidas sus porosidades y amplitudes.
Pesimismo democrático
El socialismo tuvo una relación ambigua con el orden democrático moderno. Esto lo diferencia del anarquismo, para el que en la medida en que las formas democráticas están sustentadas en un aparato estatal (garante de derecho, de juridicidad), aquél orden es por esencia autoritario.
Para reducir el campo de la discusión al socialismo que tuvo mayor difusión en el siglo 20, el de corte marxista, la cuestión democrática fue decisiva en sus primeras formulaciones. Por ejemplo, en El manifiesto del partido comunista, es decir a principios de 1848, las demandas democráticas que debía llevar adelante una revolución burguesa que continuara las transformaciones inauguradas por la Revolución Francesa emergían como un momento necesario, anunciador de una mutación ulterior que sería acometida por el partido comunista, que entonces no era una organización separada sino el conjunto de los explotados.
Como fuera, la revolución socialista era una heredera de la revolución “democrática” impulsada por la burguesía. Los propios Engels y Marx hacia 1850, y luego el conjunto de los socialistas revolucionarios, con Lenin y Rosa Luxemburgo a la cabeza, admitieron que la hipótesis de 1848 era errada. Puesto que la burguesía estaba interesada en mantener sus ganancias, le era indiferente qué régimen político imperara mientras respetara sus ansias de ganancia. El pacto de la burguesía alemana con los terratenientes Junkers y el acceso de Luis Napoleón Bonaparte al poder en Francia parecía confirmar esa tendencia.
Hacia el 1900, y esto se impuso con mayor vigor desde 1917, se produjo una escisión definitiva entre el socialismo reformista (que continuaba con la idea de que la democracia burguesa era más compleja de lo que los “revolucionarios” creían) y el socialismo revolucionario. Para éste la democracia era propiamente “capitalista”, un artilugio de legitimación y producción de consenso, que ocultaba su cara represiva presta a emerger cuando se plantearan desafíos abiertos al dominio burgués. Así Lenin pudo decir que el Estado capitalista era un “comité central de los intereses de la clase burguesa”. Por lo tanto, ninguna política de construcción democrática en el seno de la democracia moderna debía ser otra cosa que una tribuna de denuncia contra ese mismo sistema.
Esta visión pesimista de la democracia subrayó la funcionalidad de la legitimación periódica de las elecciones y la parafernalia parlamentaria como velos que ocultaban mal un dominio de clase. Para el socialismo revolucionario la democracia era una grafía cerrada, cuyas brechas en todo caso debían ser utilizadas para combatir las lógicas represivas. Ejemplos propios del derecho de sesgo liberal eran las demandas contra la represión de activistas sindicales o políticos, o la apelación a los derechos humanos para contener las decisiones violentas estatales. La confianza en que la actuación en las tramas institucionales democráticas quedaba para las ilusiones de los reformistas tenía como fondo la creencia de que la auténtica política de izquierda se realizada en la constitución de una fuerza revolucionaria. Toda otra activación, fuera la parlamentaria, la cultural o la sindical, encontraba su verdad en esa autenticidad sin contacto real, orgánico, con la democracia. Esto no significa que el ideal revolucionario fuera antidemocrático. Por el contrario, obedecía a la proclamación de otra concepción de la democracia, ya no enmascaradora del dominio burgués: la democracia socialista.
Sería erróneo simplificar las razones de esta visión pesimista de la democracia. En primer lugar porque en ella operaba un balance del desarrollo histórico del orden democrático después de 1848 (y en América Latina, con sus comprensibles desfasajes generados por su condición postcolonial, después de 1930).
Hoy tendemos a atribuirle a la democracia una trayectoria evolutiva. Así, de los derechos económicos se transitó a los políticos y luego a los sociales. El sociólogo T. H. Marshall formalizó tal ilusión. Pero tal sendero es equívoco. Si la democracia moderna se amplió hacia el reconocimiento de los derechos sociales en el siglo veinte lo hizo bajo la presión de los movimientos revolucionarios. Entonces, la ampliación de la democracia, la flexibilidad proclamada por Lefort y Laclau, fue en buena medida una respuesta defensiva para neutralizar el peligro atribuido primero a la “cuestión social” y luego a la revolución comunista. No otro es el encuadre del “Estado de Bienestar” y otras figuras integracionistas tales como las que en América Latina impulsaron los populismos. A lo largo de todo el siglo 19 y los comienzos del siglo 20 los impulsos reformistas de la democracia fueron extremadamente débiles. En ese sentido, había buenas razones para ser pesimistas. Salvo por supuesto, y eso hay que celebrarlo, ante los derechos individuales que no ponen en cuestión la propiedad ni la riqueza y que pueden ser demandados: el de la libre elección sexual y el reconocimiento estatal, el del aborto libre, legal y gratuito, entre otros, que aquí no quisiera en modo alguno devaluar.
En segundo lugar, y de manera más profunda, hay otra fundamentación de la concepción pesimista que no es neutralizada por las miradas optimistas: la especialización entre el plano de una política democrática como gestión del poder estatal (incluyendo los poderes legislativo y ejecutivo) y el plano de las relaciones económicas. En otras palabras, el que la democracia se mantenga en un orden independiente de las relaciones de propiedad. Aun en otra formulación, que la mayor igualdad formal en la democracia puede coexistir sin problemas con la mayor desigualdad económico-social. En la misma dirección, la democracia difumina la dominación con su formalismo. Incluso si se admite que las reclamaciones de derecho individual son importantes, las mismas se preservan a una higiénica distancia de cuestionar radicalmente toda concentración de la riqueza. Es decir que la flexibilidad democrática alcanza una frontera última en la erosión del derecho burgués de propiedad. En verdad allí se revelaría como muy inflexible.
Esto se verificaría en la historia concreta de figuras democráticas en las que una vez cuestionada, incluso moderadamente, la distribución burguesa de la renta, fueron desencadenados movimientos autoritarios de indudable fondo burgués. Fue lo que ocurrió en América Latina con los gobiernos populistas que, sin poner en debate las relaciones capitalistas de propiedad, tensionaron las relaciones entre las clases. No es que pusieran en cuestión la existencia misma de las clases, la propiedad privada ni la explotación. Por el contrario, buscaron construir un capitalismo más fuerte, más autocentrado con un mercado interno industrial complejo y un mayor consenso entre la clase obrera y, en rigor, aspiraron a tornar un poco menos injusta una realidad injusta. Esa pretensión fue arrasada en nombre de la república y la democracia. No fue difícil observar que ese nombre ocultaba mal las razones sociales y culturales que venían a poner orden en una realidad que las fuerzas golpistas consideraban inmodificable. En efecto, las dictaduras militares mal podían reclamar su carácter democrático.
En suma, la historia real demostraba que la democracia era bastante menos plástica de lo que esperarían las concepciones optimistas.
Un aspecto ulterior conspira contra las posibilidades de ir conquistando, para decirlo con las palabras de Antonio Gramsci, esa red de trincheras y casamatas en que el Estado se difunde en la geografía de la sociedad civil. Es la pedagogía que la realidad del imperio mercantil impone como fantasmagoría de cosas con movimiento propio, algunas de las cuales son los propios individuos humanos. Esa fantasmagoría no es falsa, es real. Es el “fetichismo de la mercancía” donde, en lo real, los objetos regulados por la lógica capitalista gobiernan a los seres humanos. El capitalismo, siendo muy concreto, es metafísico. Lo concreto-metafísico es la conquista ideológica más extraordinaria del orden estrafalario del capitalismo.
La dominación de la lógica capitalista sobre los individuos y las clases se realiza de manera objetiva (esto quiere decir que no hay un grupo conspiración de capitalistas manipulando al resto), carente de una conexión sistémica entre política y economía. Es que el Estado cumple las funciones dirigidas a garantizar las condiciones de reproducción del capitalismo, justamente porque ésta no se realiza automáticamente. En efecto, tanto en la “realización” del valor de la mercancía en el acto de la compra/venta como en la conexión entre diversos capitales (en distintas ramas de la producción), el capitalismo avanza a través de imperfecciones generalizadas. El Estado provee recursos, también contingentes e imperfectos, para subsanar las restricciones de la maquinaria capitalista: construye vías férreas, represas hidráulicas y centrales nucleares para facilitar la producción, reprime y reivindica a la clase trabajadora para adaptarla a las necesidades productivas, averigua inversiones nacionales y extranjeras, cimienta consenso a través de subsidios, aumentos salariales, discursos nacionalistas.
Sucede que el Estado es sitio de la democracia no porque sea un órgano inerme del capital sino porque no lo es, porque en la sociedad capitalista en lugar de una fusión entre poder económico y poder político (algo propio del Antiguo Régimen, donde política y economía no eran “campos” con lógicas autónomas), se produce una escisión entre ambos, lo que crea la ficción real de su independencia relativa. Entonces una puede actuar sobre la otra, pero no hay una relación directa.
La verdad de la visión optimista consiste en que tanto la dimensión económica como la política pueden ser vistas como accesibles a reformas progresivas desde el orden parlamentario. Pero, contra-argumenta la razón pesimista, hay algo que no puede ser puesto en cuestión por la mayor flexibilidad democrática: las relaciones de producción que conducen al enriquecimiento de una minoría en detrimento de las mayorías trabajadoras. Las fuentes de la ONU y el FMI están de acuerdo con respecto de las cifras de una polarización entre los muy ricos y los muy pobres. Es que el fondo fundamental del obstáculo consiste en que justamente así se justifica la separación entre quienes se dedican “profesionalmente” a la política y quienes, en un mundo aparte, dirimen cómo utilizan la fuerza de trabajo (manual y/o intelectual) o pugnan por un mejor pago por los servicios prestados.
La visión pesimista de la democracia moderna conduce a mostrar que esta deriva en la especialización de la política como práctica particular, en la medida en que se halla emancipada de las relaciones sociales de producción, es decir de la propiedad burguesa, es ella misma un resultado de la dominación social. Dicho en otros términos, que aquello que la visión optimista celebra como la vaciedad y flexibilidad de la democracia es un problema, porque eso es posible solo dentro de los términos de la dominación capitalista, esto es, la intangibilidad de los derechos de propiedad sobre los medios de producción.
Hay que admitir, sin embargo, que la concepción pesimista no deriva necesariamente en una exterioridad hacia las prácticas propias de la democracia capitalista. Mi hipótesis al respecto es que la universalización del proceso revolucionario ruso de 1917 a todas las situaciones condujo a una prevalencia del modelo de revolución sin mediaciones institucional-democráticas, modelo inadecuado para situaciones muy distintas como las vigentes en Europa y en América.
Así las cosas, no hay ninguna razón lógica por la cual la intervención socialista en la democracia constituya una concesión y una derrota ante la ilusión de una fractura entre economía y política. Si ilusión democrática “objetiva” y real, si está dada en los hechos y una actitud materialista consiste en que toda política se hace en el terreno del Otro, esto no tendría por qué obstar la militancia en el terreno burgués (autónomo) de la política en la medida en que conduzca hacia la acumulación política en una estrategia no inmediatista de transformación revolucionaria.
En efecto, la política transformadora puede ingresar al orden de una crítica radical de la sociedad capitalista si se abandona la noción de una revolución como evento catastrófico y no accesible a una construcción estratégica.
Creo que debemos admitir que la izquierda se inclinó a imaginar aquella idea de revolución como la única pensable, es decir, que lo impensable era lo pensable. La “crisis” devino así condición de posibilidad del pensamiento. Por eso esa izquierda supo (y suele) diseñar escenarios de derrumbes inevitables del capitalismo, marcos de “crisis, guerras y revoluciones”, muchas veces existentes solo en las necesidades imaginativas de la voluntad política, pero incomprensibles por las mayorías que cualquier opción de izquierda debería interpelar.
Me parece claro que la noción de revolución en la izquierda radical sigue siendo pre-gramsciana. Es decir, continúa matrizada por una idea simplificada de la revolución de 1917 y, sobre todo, atenazada en la creencia de que es posible y viable universalizarla sin desmedro de los requerimientos situados de toda acción política viable.
En efecto, la revolución abismal como quiebre inaudito entre pasado y futuro, donde el presente de la acción es un clímax de efervescencia sublime, no plantea puentes de construcción en el mediano plazo ni una temporalidad más prolongada donde sea posible construir una voluntad popular con posibilidades de devenir mayorías. Y, sobre todo, donde la acción revolucionaria coadyuve a la constitución de una nueva cultura política anticapitalista en la cual las reivindicaciones democráticas sean ingredientes de un deseo colectivo que supere las restricciones sistémicas de una democracia basada –según hemos visto– en la separación de economía y política. Las debilidades de ese imaginario revolucionario son evidentes.
Más allá del optimismo y del pesimismo
Llegados a este punto, es claro que la bifurcación entre las dos actitudes hacia la democracia nos conducen a un camino sin salida. La versión optimista porque para justificar su, a mi juicio correcta, advertencia contra la reducción sistémica o clasista de las posibilidades brindadas por la democracia (que desde luego no denominan “capitalista” porque eso entrañaría referirla a un fondo “económico” y empobrecerla), acepta como un hecho incontrovertible la escisión propiamente burguesa entre política y economía. En otros términos, adopta como una conquista histórica lo que es un logro sistémico de la burguesía, a saber, que el Estado no interfiera en la acumulación de riqueza. La versión pesimista también nos lleva a un callejón sin salida porque no solo se priva de desplegar una estrategia más sofisticada para poseer una política de acción en la democracia con la perspectiva de una acumulación política de mediano plazo, sino porque subyace en su actitud la adhesión a una concepción imaginaria de la revolución. Así, torna a la revolución un ideal de pocos, lo que constituye un fracaso ejemplar y el pago de un peaje demasiado oneroso.
Pienso que las actitudes optimistas y pesimistas de la democracia pesan como el plomo sobre el cerebro de nosotras y nosotros, quienes vivimos en el marco en apariencia incuestionable del dominio capitalista, de la sucesión de gobiernos semiprogresistas y semiregresivos. La izquierda se debe un debate explícito y teóricamente articulado sobre la democracia, de sus condiciones históricas, de sus potencialidades y de sus restricciones para la reconstrucción de una izquierda radical, democrática y socialista. El capitalismo no es destino, y como ya se ha dicho, todo lo que existe merece perecer.
Aceptar las exigencias de un “largo plazo” para reconstruir la izquierda y el movimiento social de una clase trabajadora cada vez más amplia, pero distinta al imaginario de un sujeto condenado a adquirir una autoconciencia socialista, es algo bien diferente a una actitud derrotista y resignada. Constituye una spinoziana asunción del materialismo en política.
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