Desgarros
Siempre hubo migrantes, gente que busca algo mejor o gente que huye de lo peor. Siempre. Siempre dejar atrás un mundo ha sido un desgarro para toda la vida. Este desgarro era particularmente profundo cuando no había cómo comunicarse, cuando las cartas eran la única vía, las que tardaban -además- meses para encontrar su destino.
Baste una anécdota de 1893 para ilustrar esta tragedia. Un año antes, Merched, con 16 años, había partido desde Beirut hacia Buenos Aires para “hacer la América”. Atrás había quedado su esposa, Acibe, de 13 años, embarazada recientemente. De esa unión nacería una niña, Marian, quien junto a su madre, en casa de los abuelos maternos, esperaría el llamado de Merched para viajar a su encuentro. La llamada llegó, apenas unos meses después del nacimiento.
Los abuelos desesperaron; sabían que ya nunca verían ni a su hija ni a su nieta, criada en su casa hasta entonces. Las acompañaron al puerto y, en el momento en que Acibe subía a bordo, un último abrazo a la bebé sirvió para que salieran corriendo con ella y se perdieran de vista. Acibe viajó, puérpera y desamparada, cruzando el mar. En su relato, el viaje duró meses, prueba quizás de su larga tortura. En el puerto la esperaba un marido, expectante por conocer a su hija, ignorante de lo sucedido. Desde luego y de acuerdo al lugar femenino en la época y en su cultura, fue casi repudiada por él. Un dolor tras otro y la certeza de nunca más ver ni saber nada de su nena. De hecho, así continuó la historia hasta que Marian pudo empezar a escribir a su padre, en árabe, relación que continuó hasta que Merched murió, en 1960. Así fue que supieron de su vida. La llegada de muchos hijos e hijas no pudo nunca limpiar las miradas de ambos de una pena tan grande. La muerte del padre marcó el fin de ese contacto epistolar único.
Este relato descubre el aspecto íntimo del desgarro y su carácter de crueldad. Amores y odios desplegados y vidas marcadas por ese quiebre para siempre. Es la intimidad de un movimiento migratorio del que muchas veces se resalta su cara exterior, de inserción exitosa en el nuevo mundo, de mejora en la posición económica, de progreso cultural en relación con orígenes, por ejemplo, en los que la rigidez religiosa afectaba la vida cotidiana. Estos inmigrantes, en esa época, eran bien recibidos, encontraban modos de labrarse el futuro, prosperaban. Sin embargo, nada curaba las heridas del desprendimiento, siempre más o menos brutal, como en esta historia.
Desde esas épocas hasta hoy, el lugar de los migrantes se ha modificado. Hay algo que horroriza en lo que ahora sucede con la gente que se desplaza desde latitudes similares a las que vieron partir a Merched y Acibe, por ejemplo. Sabemos que se van porque huyen de la guerra. Sabemos que están dispuestos a morir en el intento y que miles terminan así, los niños son –de nuevo- los más afectados (1). Sabemos que los que podrían recibirlos los dejan morir en el mar. Hay otras referencias, en este mismo número de la Revista, que detallan mejor el drama del Mediterráneo. Quiero señalar, tan sólo, que el progreso del capitalismo nos ha llevado a un momento en que ya no es necesaria la gente, tampoco el trabajo. El dinero se multiplica sin cesar, fruto de finanzas incomprensibles que casi se autogestionan en movimientos que maneja la tecnología, y se reparte entre muy pocos. Algunas tareas, despreciadas por los locales, pueden aún ser desempeñadas por seres considerados inferiores que las aceptan. El resto de los inmigrantes sobra: se ahogan en el mar o se hacinan en centros de reclutamiento y campamentos infrahumanos. Este nuevo holocausto sucede sin que el mundo civilizado le dedique su atención, salvo cuando alguna imagen del horror logra difusión y empatía, pero todo es fugaz. Estamos muy apurados como para detener el ritmo y hacer algo que sacuda esta situación. Algunos lo logran y son los que se juegan para salvar a los náufragos, como la capitana Carola Rackete (2). Pero su acto se vuelve apenas un estremecimiento en una calma de tolerancia y ceguera.
La otra migración
En estos últimos años, asistimos -en Argentina y en otros países del Tercer Mundo, agregada a los movimientos migratorios entre países- a lo que sería una migración no ya geográfica sino social, no ya buscada sino forzada. El empobrecimiento generalizado ha ocasionado desplazamientos significativos dentro de las clases sociales, movimiento que las medias y bajas acusan en mayor proporción. Así, el descenso del valor de los salarios, la desocupación y el encarecimiento brutal de alimentos y servicios generó movimientos que dejaron su huella en los hábitos y proyectos de estos sectores. El abandono de la medicina prepaga para recurrir al hospital público, la salida de los niños de la escuela privada para ingresar a la del estado, el abandono de costumbres disfrutables como las salidas, el cine y otras, etc. son algunos de los datos del desplazamiento que se produce en el interior de las clases medias acomodadas.
Hay peores pérdidas en clases menos favorecidas. Los alquileres se les volvieron inaccesibles y muchos volvieron a vivir con parientes, tomaron préstamos impagables, etc. También están los que ya estaban en condiciones de exclusión y terminaron viviendo en la calle, fuera de toda posibilidad de reinserción. Estos movimientos, de arriba hacia abajo, por describirlos de algún modo, repercuten en el abarrotamiento en los hospitales, ya descuidados desde hace años, y en la falta de vacantes en las escuelas. Se multiplican los comedores barriales, los centros de trueque, los recursos horizontales de las barriadas. Asimismo, está la cara más oscura: los chicos que quedan sin amarre familiar y son atrapados por el narco, el que sí puede ofrecerles un lugar y un futuro. Esta realidad desoladora también sucede, como la del Mediterráneo, bajo miradas tolerantes que naturalizan el espectáculo de los que buscan en la basura su comida.
Nuestra incidencia
Estos desplazamientos producen altos costos subjetivos. Podemos registrar algunos en las consultas de nuestros pacientes. Su impacto es tal porque implica un reacomodamiento, una mudanza perdidosa que baliza un tobogán sin final a la vista, a no ser el de las peores imágenes de los excluidos. Este referente temido está siempre presente, ese otro desplazado que no soy yo, aunque no sea necesariamente el mismo para cada clase social.
Los que están en mejor posición, que caen desde más alto, son los que peor toleran la adaptación. Se aferran a determinados rasgos para seguir manteniéndose en pie. Así, no dejan de frecuentar determinados lugares, siguen vistiendo marcas prestigiosas, yendo a vacacionar a determinados sitios, incluso cuando les cuesta otro tipo de sacrificios: los que transcurren en la intimidad de la casa, restricciones con la comida o los servicios, por ejemplo. Es el costo que están dispuestos a pagar para no ser vistos en esa caída. Ser visto como, pertenecer a, por la vía de portar los rasgos emblemáticos, es privilegiado por encima de cualquier otro beneficio. Algunos desplazamientos son paradigmáticos: mientras los que se han caído de todo mapa comen de la basura; los que no se resignan a cambiar de lugar bajan una app a su celular y compran comida sobrante, de carísimos restaurantes, a mitad de precio.
Las clases media media y media baja tienen otras expectativas, generalmente vinculadas con mantener la vivienda, con el futuro, con los hijos, con acceder -en lo posible- a niveles de consumo suficiente en el supermercado y posibilidad de sostener la atención médica y la educación. Son rasgos que no les están garantizados tan fácilmente y a los que dan prioridad. Todo lo relacionado con tiempo libre, vacaciones o disfrutes varios cae. La vivienda no siempre puede mantenerse, los más jóvenes vuelven con sus padres. Hasta el desplazamiento por la ciudad se vuelve un gasto a considerar en cada ocasión. En estos casos, el peso más significativo está en la amenaza, en lo que pueden seguir perdiendo, en la imagen que les vuelve del lado de los verdaderos excluidos, siempre antes vistos como extraños y lejanos. En todos los casos, los vínculos familiares se resienten.
Cuando un paciente llega con su queja, en el inicio de un tratamiento o cuando surge, como psicoanalistas intentamos operar para que haya una implicación subjetiva. O sea, buscamos el modo en que el sujeto pueda averiguar qué es lo que él tiene que ver con el mal que lo aqueja. Esta operación es necesaria porque es sobre esa porción sobre la que podremos trabajar. Es el aislamiento de aquello que, de entrada oculto para sí, ha dejado al sujeto amarrado a un goce que le es desconocido en la misma situación de la que se queja. En las situaciones que acabamos de describir, respecto de las migraciones sociales, las quejas de los sujetos, sin embargo, aparecen hoy con frecuencia dirigidas contra ellos mismos. Están, en su mayoría, convencidos de que han hecho muy mal las cosas, de que no han podido lograr sus propósitos, mantener su status e incluso crecer. Esta observación no desmiente lo que aparece como particularidad en estos cambios y que podemos encontrar -en el límite- en los que fracasan al triunfar. No es, sin embargo, el rasgo que nos interesa destacar aquí, sino el que designa al sujeto como fracasado a pesar de evidencias en contrario.
En esta época prevalece una ideología, acerca de la posibilidad de progreso, que fomenta la posición culposa deficitaria: cada uno debe ser el artífice exclusivo de lo que le sucede. Cada uno está en igual posición para acceder a las metas que plantea el ideal de consumo y disfrute instantáneo, en consonancia con un superyó bien desprendido de su cara normativa, que promueve como horizonte el gozar sin límites. Es el reino del individuo, el que supuestamente se autoproduce sin que los lazos pesen, sin que el Estado cuente, sin que las políticas influyan.
La globalización, los polos de poder en ella, impone la universalización del modo de ser: el éxito, consumir, viajar, disponer de mucho dinero. Cada vez, esa operación provoca más rechazo hacia el otro de la exclusión, el que con su sola existencia me muestra lo más evitado y despreciado de mí, lo que no entra en el molde ofrecido por lo social. Ese otro que genera odio, al que se culpa por todos sus males, cuando no por los de todos, debe ser eliminado de algún modo: las aguas del Mediterráneo, el gatillo fácil, el linchamiento, ¿quemarlos vivos, filmar y viralizar la escena? (3), la ceguera y la naturalización… hay variaciones.
En 1967, Lacan advirtió a los psicoanalistas acerca de los efectos del capitalismo, el malestar en la cultura y sus consecuencias. Previó que la instalación de esta universalización, de ese para todos tiránico produciría efectos segregatorios brutales que llegó a denominar como “campo de concentración”. Su descripción futurista es hoy una foto ajustada de la realidad:
“Abreviemos diciendo que lo que vimos emerger para nuestro horror, hablando del holocausto, representa la reacción de precursores con relación a lo que se irá desarrollando como consecuencia del reordenamiento de las organizaciones sociales por la ciencia y, principalmente de la universalización que introduce en ellas. Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación.” (4)
En nuestra intervención corremos el riesgo de incidir en la misma dirección que la fuerza generadora de nuestro actual malestar en la cultura. Me refiero tanto a la posibilidad de subsumir el padecimiento subjetivo en una causa social generalizada como a negarnos a su consideración e insistir con una búsqueda de implicación que redoble el sufrimiento. Este delicado equilibrio, desde luego, es a considerar en cada caso. Pero incluso podríamos pensar que, para que el sujeto pueda dirigirse hacia la particularidad que lo involucra, la repetición, el modo singular en que fue atravesado por esta debacle y lo que hizo con ello, es preciso admitir su inserción en un medio y en unas condiciones que lo superan. Es necesario partir de esta admisión, ayudar a su reconocimiento para que la posición frente a esas condiciones sea de rescate de sus posibilidades, desde un lugar que incluya su lugar entre otros.
|