Resulta
habitual en los tiempos que corren (quizás,
justamente, porque corren) que escuchemos hablar de
las nuevas tecnologías, sus impactos en la
subjetividad, en las costumbres, en las configuraciones
vinculares. Muchas veces, la superposición
de varios de estos niveles resulta más un amontonamiento
de planos y de descripción de efectos, que
una clarificación del alcance de fenómenos
que aún no comprendemos del todo. O, también,
que tienen una complejidad que hace difícil
el abordaje.
Por eso, este texto no tiene intención clarificadora.
Es más bien la aproximación a dos momentos
clínicos que intentan cercar una idea: la de
la coexistencia de dos mundos aún paralelos
en ámbitos cercanos (como un mismo consultorio,
una misma aula, una misma ciudad, etc.), y aún
más: mundos coexistentes en un mismo sujeto.
Un mundo de la cultura letrada, con organizadores
modernos (para esquematizar: el valor de la letra
escrita, de la institución escolar, del eje
territorial nacional, de la institución familiar,
religiosa o política). Otro, el mundo de lo
fluido, de las identidades fractales, de lo posmoderno
en todas sus formas, con el estandarte de las nuevas
tecnologías. Es tanto a veces el impacto de
este último universo, con sus consecuencias
de asombro y nostalgia, que muchas veces puede hacernos
pensar que se trata de una condición de época
que, si bien quizás la es, hace olvidar la
existencia de extendidos “bolsones de modernidad”
que conviven con nosotros, y dentro de muchísimos
sujetos.
Dos episodios clínicos
Dos pacientes. Ambos episodios tienen lugar en el
mismo contexto, en el mismo encuadre de tratamiento:
plan médico obligatorio brindado por una obra
social sindical (es decir, la cobertura de salud garantizada
al trabajador y su familia). Por este mismo encuadre,
y por la característica de la demanda de ambos
pacientes, se trata de intervenciones de corto plazo
(digamos 5 meses).
El primero, que podemos hacer corresponder al segundo
de los “universos” descriptos más
arriba, es un adolescente de 17 años; Leandro,
que consulta por motivos difusos, sin síntomas
podría decirse; sólo refiere al principio
que “llora de noche”. Sin embargo, no
por esa ausencia sintomática se trata de una
estructuración lograda. La madre sólo
aparece en el primer encuentro (el padre nunca), luego
por diferentes razones -que sería largo explicar-
no vuelve a concurrir. El chico, luego de algunos
rodeos en las primeras entrevistas, centra su principal
preocupación en un “juego” que
desarrolla por Internet: asumir una identidad otra,
sexual y genéricamente ambigua, con un nombre
con el cual chatea con desconocidos, que luego conoce
para contactos homosexuales inestables.
Lo llamativo es que los contactos o vínculos
que concreta en la realidad externa tienen poca duración
o profundidad, mientras que los que se desarrollan
en la red tienen más duración y contenido.
Este joven, en la red, se desenvuelve con un nombre
inventado (no puede revelarse aquí) que condensa,
en un neologismo que para él no tiene sentido,
una especie de nombre propio con un adjetivo que hace
referencia a duplicidad o ambivalencia (después
comprendo que en la red no es un nombre original).
Predominaba, en este chico, la duplicidad también
entre una cultura externa “moderna” (escuela,
lecturas, familia tradicional, etc.) y este despliegue
entre exploratorio y potencialmente actuador, en los
contextos virtuales. La intervención se limita
a brindar un espacio para que despliegue este material
íntimo y tome conciencia de algunos riesgos.
Ana no lee
El otro episodio clínico: se trata de Ana,
una niña de 9 años. Está cursando
primer grado de la escuela primaria por tercera vez.
Cuando ingresa en atención psicológica
por sugerencia de la escuela, a los dos meses comienza
a cumplir con los contenidos mínimos de este
primer año escolar. Según informa la
escuela, luego de estos primeros meses de tratamiento,
se encuentra en una etapa “silábica –
alfabética”, muy próxima a la
alfabetización. Ha logrado llegar a los rudimentos
de la lectura y la escritura, según la escuela,
“con esfuerzo y dedicación” (significaciones
modernas si las hay, junto a la cultura escrita).
En el consultorio, al comienzo prácticamente
no hablaba; pasados los primeros meses hay un despliegue
interesante, trabajo simbólico mediante. Podríamos
inferir que evidentemente contaba con potencial, muy
inhibido u obstaculizado por diferentes circunstancias,
de otro modo no se hubiera podido trabajar en un progreso
tan rápido.
Sus dificultades con el mundo de la palabra, si bien
contenían aspectos que podemos situar como
más estructurales, también tenían
algo del efecto de no ser mirada como sujeto: apenas
esto se produce, algo importante se destraba. Algo,
también, de la subjetividad social está
en juego: sus padres son bolivianos (sus abuelos están
en Bolivia, los padres han migrado), y todos portan
un estilo cultural de hablar poco y con parsimonia,
elementos culturales que en la escuela, en años
anteriores, podrían haber sido confundidos
con pasividad o trastorno.
Pasado un corto tiempo de trabajo, Ana no sólo
mejora en cuanto a los motivos de consulta, sino que
incluso se despliega bastante en el consultorio y
“usa” el espacio para vehiculizar significaciones
propias, con un buen uso del lenguaje: así
es como trae significaciones sociales importantes,
como que el padre – albañil - “trabaja
construyendo las casas de las Madres de Plaza de Mayo”,
o que a ella le gusta mirar por la tele “los
Simpsons, y los Capusottos” (referencia a programa
cómico argentino del actor Diego Capusotto,
mostrando así una apropiación lúdica
del mundo social). La intervención con ella,
tuvo buenos efectos.
Estos dos pacientes, inmersos en estos dos mundos,
fueron atendidos en el mismo encuadre, como fue dicho,
y pertenecen al mismo mundo socioeconómico.
Lo que me interesa aportar con estos episodios, no
es tanto su valor clínico (para eso se necesitaría
desarrollarlos más) ni tampoco brindar una
solución a la discusión sobre la virtualidad.
Por otro lado, habría aquí dos niveles
en juego que deben distinguirse: el de la estructuración
del aparato psíquico, y el de construcción
de la subjetividad (niveles que distinguiera Silvia
Bleichmar y que por cierto ordenan la observación).
Es importante señalarlo porque de lo contrario
puede haber una confusión de planos: por ejemplo,
la que lleva a pensar que la subjetividad de época
(sintetizando, la natividad digital) puede ser productora
per se de psicopatología. Y esto, sabemos,
no es necesariamente así, ya que nos encontramos
de continuo con niños y adolescentes que manejan
ambas “culturas”, y otros que no manejan
ninguna, o una sola. El primer episodio clínico
nos ilustra sobre esto; y el segundo aún no,
pero podría hacerlo en el futuro: nada indica
que una niña con estos problemas en el plano
de la lengua no pueda, por un lado como lo hizo, recuperarse
de ellos, como por otro, ser plena ciudadana digital.
Este episodio es anterior en el tiempo al plan “Conectar
– igualdad” (plan del gobierno argentino
que otorga una computadora personal con conexión
a Internet a todos los alumnos y docentes de escuelas
públicas del país). Ana y su episodio
clínico, son anteriores a este plan, cronológicamente
y por la edad de ella. Pero podríamos prever
que con la estructuración psíquica necesaria,
Ana maneje ambos mundos: el de la cultura escrita
y el de la cultura digital.
Me interesa, de algún modo, señalar
u observar el fenómeno de esta “coexistencia”
de ese mundo nuevo, con los bolsones modernos. Coexistencia
que aún nos hará trabajar y pensar mucho,
seguramente.
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