“Como
podría el psicoanálisis olvidar
alguna vez el hecho clave que lo funda: que comenzamos
nuestra vida mirando a una mujer para desearla
(cualquiera sea nuestro sexo), que este deseo
nunca puede ser eliminado y, lo que es más
importante aún, que sin este deseo nunca
nos volveríamos seres humanos y hasta no
podríamos siquiera simplemente sobrevivir”. |
Cornelius Castoriadis |
Esa
El deseo por una
mujer nos hace humanos. Antes que eso: es el deseo
de esa mujer lo que abre el circuito deseante humano.
Pero –ciertamente- es el desear a esa mujer
lo que deja una huella imperecedera. Llegado al mundo
humano, el primer paso para formar parte de él
es crear, para el infans,
un deseo por esa mujer en el interior de cuyo psiquesoma
ha estado durante 9 meses. Y seguirá estando
en un estado que también es fusional hasta
que descubra – no sin dolor, pero ciertamente
(posición depresiva, Melanie Klein) con un
dolor estructurante - que no colma el deseo de esa
mujer. Es en la presencia de esos deseos, en ese encuentro
de cuerpos y miradas, que se creará eso que
Freud llamó una locura pasajera: el enamoramiento.
Hay un ombligo de todo enamoramiento - en esa zona
indiscernible, inexplicable, irracional, loca - que
nos liga a esa zona prehistórica, al mismo
tiempo inolvidable, del enamoramiento de esa mujer.
De esa mujer/madre que seduce para hacerse desear.
Ese encuentro de cuerpos y deseos deja la marca de
la fusión, de un sentimiento oceánico
-de un modo de la comunicación- producido por
la locura materna, dirá André Green.
Sobre todo, deja la marca del afecto. En ese encuentro
con ese deseo puede observarse claramente que, gracias
al afecto, se funda la inscripción, y que el
afecto es, al mismo tiempo, matriz de simbolización
(ver: Soma,
cuerpo, psiquis: entramados y desencuentros, por Cristina
Dayeh). El afecto es una creación que el
aparato psíquico realiza a partir de la pulsión,
es uno de los embajadores de ésta, una puesta
en figuración: el afecto como representante
de la pulsión tanto como la representación.
Representantes representacionales y afectivos. El
afecto no es “lo que se siente”: lo que
se siente es la traducción que el Yo hace de
la dimensión afectiva-fundacional de la psique,
que hace que la representación quede fijada
y no entre en una errancia desestructurante.
En ese encuentro originario se despliega lo que Fernando
Ulloa denominara el primer dispositivo de socialización:
la ternura, que hace a la especificidad de ese deseo.
“La ternura es el primer elemento que hace del
sujeto, sujeto social, porque es un dispositivo social.
Esta coartación crea, en cierta forma, una
precaria condición de sublimación en
la madre, no en el niño, y esta sublimación
se traduce en dos cosas: en la empatía, donde
la madre sabe por qué llora el niño
y garantiza el suministro, y en el miramiento, palabra
que yo he tomado del castellano antiguo. Miramiento
es mirar, con interés amoroso, a aquel que
habiendo salido de las entrañas es sujeto ajeno”
[1].
La mujer-madre despliega la ternura en medio de su
locura materna.
Puede apreciarse que el encuentro, la presencia, precede
a toda ausencia posible. La
presencia funda al aparato psíquico, la pérdida-ausencia,
pone en marcha su complejización. Complejización
como consecuencia de la búsqueda de retorno
a ese estado originario. Ya no se trata tanto de la
pérdida de un objeto, sino de pensar a la psique
como su propio objeto perdido: más aún,
a la psique como el deseo de un estado perdido que
intentará recuperarse.
Teorías sexuales culturales
Ese encuentro se da en un momento en el que no hay
diferenciación sexual, no hay ni femenino ni
masculino. No hay más, ni menos, mejor ni peor,
falta ni completud. El llamado orden fálico
no está presente en la psique del infans.
Sin embargo, se instalará en algún momento
una teoría sexual infantil: las mujeres han
perdido el pene que alguna vez o nunca tuvieron -y
la madre será señalada como la culpable-.
Los varones pueden perderlo. Y será investido
de valor fálico. Esto es importante: si valor
fálico y pene coinciden, también pueden
dejar de hacerlo. Bien podría tratarse dicha
coincidencia de un accidente de nuestro histórico-social.
Que también hace que entre en relación
simbólica todo aquello que ocupe un lugar fálico.
Lo fálico se opone a la castración.
Es fálico o castrado.
A esta altura del camino del Psicoanálisis
es necesario revisar si esa teoría sexual infantil
-que significa a la diferencia
sexual anatómica como una falta- responde
a una especie de teoría sexual cultural, derivada
en este caso del orden patriarcal de sexuación
que dice que los hombres tienen algo que las mujeres
no tienen. Pero el pensamiento más pedestre,
sin embargo, podría sostener que las mujeres
también
tienen algo que los hombres no tienen: y en su anatomía.
Pero, ciertamente, en muchas culturas el carácter
externo de los genitales masculinos genera la idea
de que ellos tienen
algo que ellas
no. Ahora bien, aun siendo así, falta dar un
paso. Y es el que conduce a la díada fálico/castrado
que -si bien, si la tomamos seriamente, abarca tanto
la sexualidad femenina como la masculina- en nuestra
cultura señala a la mujer como la que está
en falta (ese continente negro de Freud) y al hombre
como aquel que tiene lo que a ella le falta. ¿El
hombre es un continente blanco, traslúcido,
sin dobleces?
Sería bueno considerar que -lo que anida en
el fondo de toda esta cuestión- si de completud
o no castración se trata, lo es de ese estado
de encuentro, de fusión absoluta. Pero -avatares
de la forma que ha tomado el mundo simbólico-
el abandono de ese mundo oceánico, que irá
dividiendo las aguas de la sexualidad, hará
que quede significado como más, o completo
o no castrado, el que tiene pene (y, a partir de allí,
su angustia -neurótica- será porque
puede perderlo), y como menos quien no lo posee. La
mujer -ese negro del mundo, como alguna vez dijera/cantara
Yoko Ono- queda significada como la que no tiene.
La cultura le ofrece una supuesta ecuación
simbólica “natural”: podrá
tenerlo a través de un hijo. En
realidad, lo que la mujer puede (volver) a tener es
un regreso a ese estado originario fusional: algo
que el hombre no puede. Claro que, por este
camino, llegaríamos a la conclusión
de que es la mujer la que no está castrada
(por poder volver a ese estado) y el anatómicamente
macho es el que lo está… todo un problema
para el Psicoanálisis.
Es un problema porque este razonamiento afectaría
zonas de conceptualización que tienen un nivel
de certeza importante. Subrayo lo de certeza, que
Piera Aulagnier se ha ocupado fecundamente de oponer
al saber. La certeza es un modo del pensamiento no
afectado por la castración; el saber implica
que hay una marca de la castración a nivel
del pensamiento. Un pensamiento que se considera no-todo,
provisorio, fragmentario, ligado a una verdad que
será parcial, transitoria, pero que lo es.
Que diría: no hay una “incompleta”
mujer, o un “bebé” que la rescate
de su incompletud, sino más bien una incompletud
ontológica, una finitud escrita en el psiquesoma
humano, más allá de las diferencias
sexuales anatómicas, que se instala al salir
de la fusión originaria. Ante la misma se erigen
diversos espejismos – sociales y teóricos
- para tranquilizarnos y producir la creencia de una
completud posible.
La inexistencia de las mujeres
Avanzando un poco más: el orden patriarcal
de organización social deja a las mujeres sin
representaciones adecuadas para significarse en un
lugar que no sea en relación al del hombre.
Por lo menos así
dicen. Es decir: la mujer es lo otro del hombre.
Otro que ha estado significado negativamente durante
siglos. Esto le llevó a sostener a Lacan que
La Mujer no existe.
Faltaría aclarar: en nuestro orden de sexuación
(creado socialmente) no tiene representación
propia, debe representarse en relación al hombre,
poseedor del pene, que es lo que está significado
fálicamente. La ecuación simbólica
completa podría rezar: (estado originario de
reposo)=pecho=heces=regalo=dinero=pene=bebé,
en múltiples interconexiones y variaciones.
Los últimos dos términos corresponden
al camino mediante el que una mujer llega a su posición
heterosexual. El primer término no tiene inscripción,
y todos los demás son como intentos de traducir
una lengua perdida. El
camino que pasa por las heces huele a ecuación
afectada por el modo capitalista de producción.
Ahora bien, si la mujer no existe, si es un continente
negro, muchos mitos, leyendas y creaciones populares,
así como ciertos estilos (la mujer fatal),
aluden a lo inquietante y peligroso de ésta:
probablemente descendientes de esa teoría sexual
infantil (¿?) de la vagina dentada. Así,
tenemos el mito de Lilith, la primera mujer de Adán,
que se separa de éste por un altercado. Hecha
de barro y estiércol, es la primera que se
rebela ante Dios, es condenada al destierro y a copular
con demonios pariendo cien de ellos por día.
Vuelve del destierro como la serpiente que convence
a Eva. Es la que goza más allá de lo
que el hombre puede concebir, y retorna con susurros,
en los oídos de las mujeres, y en poluciones
nocturnas en los hombres. Naturaleza corruptora de
la mujer, que podrá regresar a obtener lo que
le fue quitado. Lo que le fue adjudicado a las mujeres
(estar castradas) regresa ominosamente, amedrentando
a los hombres.
Volviendo a la cuestión de la falta: esto
hace a las diferentes máscaras que las mujeres
deben adoptar para intentar encubrir dicha supuesta
falta; a su modo de seducir, de exhibir su cuerpo,
de establecer un lazo con el hombre. Pero visto esto
desde la perspectiva de que ambos están castrados,
podemos hallar también las máscaras
que los hombres utilizan para encubrir su falta. Lo
que se intenta encubrir es que ambos están
en falta por no poder poseer ambos sexos; falta la
completud de origen, en ese estado de fusión
con la madre, perdida para siempre.
Las diferencias sexuales anatómicas
La conformación anatómica de la mujer
no le alcanza para garantizar su sexualidad femenina.
Así como tampoco la conformación anatómica
del macho lo transforma de por sí en hombre.
El poder parir, el ciclo de ovulación, el desarrollo
de sus pechos, la capacidad de amamantar, por lo tanto,
no conducen necesariamente de la hembra a la mujer,
así como el pene no conduce automáticamente
al hombre. No hay relación sexual, sostenía
Lacan y Freud sostuvo que somos originariamente bisexuales.
Cuando un hombre y una mujer se encuentran, ¿quiénes
se encuentran? Pueden ser dos personas con la misma
conformación anatómica. También
pueden travestirse, o ser intersexuales, o haber transformado
su conformación anatómica, “milagros”
de la cirugía mediante, de la mano de una ciencia
que intenta demostrar que la castración no
existe.
Algo es cierto en todo esto: la sexualidad es un
camino de transformaciones, se deviene hombre o mujer.
Y este camino tiene una tendencia a autonomizarse
tanto respecto de lo biológico como del discurso
sobre la sexualidad y el género. Es decir:
una sociedad no puede decidir sobre la sexualidad
de cada sujeto. Tampoco su conformación anatómica
coincide necesariamente con su sexualidad y, una vez
adquirida ésta, se advertirá que el
género socialmente instituido tiene indudable
presencia, pero sujeta a variaciones notables. Se
trate de una mujer, de un hombre, sean heterosexuales,
homosexuales, transexuales, intersexuales… La
rebelión producida por el psiquismo humano,
su indetenible tendencia a la transformación/metabolización,
sea de lo que viene del cuerpo como de la cultura,
hace que no sea sencilla la tarea de sexuación,
tanto como la de encarnar tal o cual género:
no hay un orden lineal, la psique
humana es un laberinto en el que ingresan y se transforman
el cuerpo y la sociedad.
¡Mujeres!: falta y completud
Entonces, en nuestra sociedad, la mujer es vista
-y ella así suele sentirse- como a quien algo
le falta, ligada al vacío, a lo incompleto.
Volviendo al principio de este trabajo: en realidad
en la mujer quedaría alojado aquello previo
al orden cultural y que se le resiste: la relación
de fusión con la madre, esa dimensión
semiótica según Julia Kristeva. Y esto
tiene una dimensión sumamente inquietante.
Lugar de pasión, insistentemente repudiado
por nuestra cultura, en el que es necesario que venga
con prontitud la función paterna a poner orden.
Lo femenino es el desorden: lo femenino alojado tanto
en hombre como en mujeres, que tendrán al mismo
objeto de deseo en su origen.
El estado de encuentro de deseo con la madre se recupera
de muchas formas, mortíferas o creativas, como
las experiencias místicas, la locura, la pasión,
la creación artística. Hay quienes dicen
que la recuperación de esa dimensión
(semiótica, para Kristeva) podría hacer
dar por tierra con el orden patriarcal. Quién
sabe.
Lo que sí se sabe, y se escucha en los consultorios,
es que hay mujeres que están acosadas por la
culpabilidad que les produce su sentirse en falta,
lo que las lleva a ser sumisas, o –por el contrario-
a querer desafiar al hombre. Y la relación
con otras mujeres suele ser de pelea, como con la
madre, por haberla ésta privado -supuestamente-
de ser completa o valiosa. Y también están
quienes se sienten -la mayoría- obligadas a
atravesar la maternidad. Porque la ecuación
también dice: mujer-madre-lo bueno. Pueden
pagar un alto precio por no serlo. ¿Pero será
solamente por no cumplir con un ideal socialmente
instituido?
Sin embargo, y conjuntamente con todo lo anterior,
a lo largo del siglo XX, pero siendo claramente manifiesto
en las últimas décadas -a consecuencia
de la lucha de las mujeres por re-presentarse ante
los otros- se produjo una alteración notable
y radical en su subjetividad y en su psique (afectando
sus registros identificatorios y pulsionales); esto
“Se ha efectuado de manera colectiva, anónima,
cotidiana por las mismas mujeres, sin que ellas se
representaran explícitamente las finalidades;
(en todo este tiempo) durante las 24 horas del día,
en casa, en el trabajo, en la cocina, en la cama,
en la calle, ante los niños, ante el marido”
[2].
Lo que no les ha impedido seguir transitando con ese
deseo que nos permite sobrevivir y devenir humanos.
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