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Clínica

“Sentidos” en la Clínica

Por Diego Venturini.

diegoventurini@elpsicoanalitico.com.ar


El enigma de la percepción nos lleva a preguntarnos acerca de su funcionamiento y la diversidad de lecturas posibilitadoras de “sentidos” en la en la clínica actual.


La percepción, siempre ha sido un enigma, ha funcionado como objetivador/objetivante y/o como decodificador subjetivante. Aun así, históricamente nos ha permitido conectarnos al mundo, pero ¿a cuál?

Así como los sentidos adquirieron una importancia fundamental para el empirismo, hoy nos encontramos revalorizándolos, en algunas de sus manifestaciones conscientes, al recordar momentos de nuestra vida pre-pandémica en los que las situaciones de contacto físico eran habituales, por el simple hecho de haberlos perdido.

No nos volveremos parte del empirismo furioso y tampoco seremos parte del fanatismo cognitivista cartesiano.

Pero ¿por qué?

Nadar en las aguas de la memoria subjetiva, que todo lo descentra -interferida por los fantasmas de cada quién- o inmiscuirse en la sutileza abismal y fragmentaria de las sensaciones -resignificadas por esos fantasmas constructores de la realidad, la identidad, etc.- es una búsqueda innata del equilibrio. Un equilibrio en sí imposible -por la dinámica heracliteana de la constitución psíquica- pero a la vez tan simple como estructural. Una estructura que nació para usarse aislándonos del mundo en su misma búsqueda. Asimilando y acomodando lo asimilado. Armando y desarmando los ladrillos de la identidad. Rompiendo y creando, a la vez, el caos de la esencia vital, destilada en un licor por momentos opaco, agridulce y/o multicolor.

No hay sentido que el relato pueda equiparar. Y menos aún el de la angustia. Pero ¿cómo se describe ésta sin sentirla?

Viñetas del pan/demonium

Al comenzar el A.S.P.O. Carlos había decidido no continuar el análisis y esperar hasta que pudiese realizarse de manera presencial. Luego de un impasse de un mes, y no muy convencido de los dispositivos de comunicación, retomó su tratamiento con la condición de que fuera telefónico. Hace tiempo que no lo veo, sólo escucho su voz a través del teléfono.

Luego de una trabajosa elaboración en análisis, Carlos logra separarse de su ex y -en pandemia- se muda a una casa que le prestaron. Reconoce, después de muchos años, que no sabe estar solo y que sus ideas transmisibles sobre la soledad eran supuestos morales que pierden toda su significación previa en apenas 3 días. Se angustia. Le duele la pérdida. No duerme. No para de pensar. Quiere anestesiarse, pero sabe que no es el camino. Está en un nuevo proceso de elaboración.

Mientras, su ex contrae Covid-19 y él debe regresar al que hasta hace poco fue su hogar familiar para cuidarla y cuidar a sus hijos y no poner en riesgo a los demás familiares mayores cercanos. La responsabilidad y la obligación vuelven a agobiarlo y se angustia aún más, pero logra permanecer separado, incluso después de estar en su ex hogar durante esos 15 días. En ese tiempo, por primera vez en años, dejo de almorzar los domingos con su madre de 78 años, con quien ya venía almorzando durante la pandemia, pese a la vigencia del A.S.P.O. Luego de este paréntesis se sigue preguntando -hasta hoy- acerca de la dinámica automática de la obligación de almorzar todos los domingos con la madre.  

 Federico, un púber autista de 12 años, toma el teléfono celular y mira la pantalla. Lo hace tan de cerca que lo único que puedo verle son sus ojos, parte de la nariz y la frente. Paradojas de estos tiempos en los que lo otrora repetitivo y perseverante se recodifica y transforma. Su mirada, antes sintomáticamente esquiva, es lo poco que tengo hoy para vincularme con él y su mundo. Estamos conectándonos por celular con la mirada. Si alguien me lo contaba hace 7 meses, no lo hubiera creído. Federico habla y sus ecolalias me remontan a su historia, a nuestra historia de trabajo analítico. Paulatinamente, logro que mire algunas cosas mientras va repitiendo esas frases que ya son parte de un código compartido: “¿Llueve mañana?”, insiste, “Diego: ¿llueve mañana?, ¿cierto que llueve mañana?», “¿Te parece Fede?” Y en tono de conclusión siempre dice: “Mañana llueve”. Cincuenta veces, en cada sesión, desde hace varios años esa frase nos conectó a la música que está detrás de la letra y fue la llave que nos permitió hablar indirectamente de otras cosas y la que hoy nos permite mirarnos a través de la pantalla.

En una sesión, desde mi celular le muestro el monitor de mi computadora. Allí él puede ver que hay un gráfico estructurado en pequeños cuadrados. Es el Song Maker, un programa que permite tocar cada pequeño cuadrado y que aparezca un color y -lo más importante- un sonido de la escala musical.  Federico va nombrando colores, yo los voy marcando y cada uno suena: Do, Fa, So, Mi, etc. Imprevistamente, me doy cuenta que la forma que va tomando el dibujo se parece a su nombre. Entonces lo escribo y, con cada color, suena una nota musical. Pienso, para mis adentros, que el Song Maker es maravilloso y gratuito pero la transferencia lo es más aún. La música es maravillosa. Al rato lee el dibujo que se formó en los cuadrados y exclama: “Fede dice, dice Fede. ¡Diego! Dice Fede. ¿Llueve mañana? ¿Mañana llueve?…”. Le doy play al programa y Fede escucha cómo suena su nombre en notas musicales. Y la magia del Song Maker hace que suene su nombre retraducido a música por el programa. Fede se queda en silencio. Baja el celular a la altura de la barbilla y puedo ver su sonrisa. Al haber elegido el piano como instrumento y agregarle un ritmo de batería electrónica suena como un tema de jazz. Fede escucha y sonríe, solo dice: “Dale, dale, ¿querés escuchar más música?”. Repite varias veces la melodía y dice: “¿Te gusta la música? ¿De nuevo la música?”. Se acerca el padre y pregunta qué es esa música. Le explico lo que estamos haciendo y nos dice: “Suena a jazz modern”. El padre es seguidor de Pat Metheny, nos cuenta. Le digo: “Suena a Fede”. Cerramos la sesión y le envío por WhatsApp el audio de la música. Fede pide escucharlo regularmente en su casa durante un mes. En ese período, al iniciar nuestras sesiones, no dice más: “¿Llueve mañana?, Diego ¿llueve mañana?” dice: “¿Te gustó la música?” Y -cambiando el tono- se responde afirmativamente: “Te gustó la música”.

Julian tiene 17 años. Inicio el tratamiento en marzo. Apenas lo vi una vez personalmente antes de la primera cuarentena. En esa oportunidad, me contó que hasta diciembre se llamaba Juliana. Pero que ya no puede seguir usando ese nombre que denota -dice- una historia compleja, entre otras cosas. Llega la pandemia e iniciamos las sesiones por videollamada, pero siempre le pasaba algo a la cámara: no funcionaba, se apagaba o se veía oscuro. Le pregunto cómo prefiere continuar y dice que de manera telefónica, sólo llamadas de voz. Está claro que quiere continuar sin miradas que apunten a su cuerpo. La posibilidad de anular la mirada del otro es algo que de manera presencial no hubiese aparecido como una opción. Aunque su consulta no es precisamente por ese tema (el cuerpo o el cambio de nombre), según dice.

Le angustia la sociedad, el mundo hipócrita, patriarcal y horrible en que vivimos. No quiere sentir los horrores del mundo familiar, ni el del mundo de sus amigos. No quiere salir. Dice que tampoco habría a dónde salir si uno se cuida. Sumado a eso, tampoco acepta salir de la habitación para conectarse a un Zoom de la escuela o a llamadas grupales y/o individuales de sus amigues. Bordeando el tema de su nombre y de su cuerpo, hablamos por teléfono de línea de otros temas: su familia de origen, el hartazgo por el encierro, el futuro. Y, mientras hablamos, dibuja. Personas, personajes, cuerpos. Cuenta sus múltiples sueños y algunas pesadillas. Son intensos y angustiantes y hablan de lo que no habla. En proceso hace unos días, me dice: “Creo que tengo que hablar más de mi cuerpo y de cómo me siento con él. Y eso no lo he hecho nunca, ni cuando me llamaba Juliana».

Actualidad virtual de la arqueología freudiana

Buscar pieza por pieza, desentrañar algún misterio, bucear en aguas turbulentas, sin certezas. No nos dejó un camino fácil Dr. Freud. Pero su legado nos permite encontrar regularidades en los síntomas y preguntas estructurales acerca del funcionamiento psíquico en la angustia y -sobre todo- en la percepción de la misma. La caída de un empirismo elementalista no implica la necesariedad de un cognitivismo fanático. La percepción está en jaque. Un virus la ha infectado. Los sentidos en pausa ya no la alimentarán de la misma manera. Al menos por un tiempo. Estamos desarrollando un antivirus para salvarla, pero inevitablemente, se recodificará o se transfigurará.

Mientras tanto, en estas nuevas condiciones, seguimos trabajando, asimilando y acomodando, pensando y creando… 

La vigencia de un método se prueba en su funcionamiento. La peste del siglo XXI nos ha permitido -una vez más- ponerlo a prueba. Y puesto a andar, ya sea por video llamada, teléfono o chat, el dispositivo analítico muestra su vigencia y sigue orientando el camino de posibles transfiguraciones de la vida anímica.  La interpretación, la resistencia, la abstinencia, la asociación libre, la sexualidad y, principalmente, la transferencia, siguen vigentes como siempre, saltando cualquier valla que se le interponga. Si el virus es un recodificador universal, el psicoanálisis no le va en saga. Aún hoy, a 125/27 años de su nacimiento, nos permite sostener las indispensables regularidades de la ciencia y las necesarias sensibilidades y sutilezas del arte. Arte y ciencia. Ciencia y arte. Los sentidos se difuminan entre las escuchas y las diversidades vivenciales. La percepción se dobla como un junco y la apercepción gana espacio y quiere dar un sentido, un nuevo sentido -y parcialmente lo logra- pero será por un rato hasta que la aparición de la próxima angustia nos vuelva a conectar con lo real.

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