Adolescencias, cambios vertiginosos y posibilidades de tramitación psíquica con otros (*)

Calibrar los efectos y los alcances de los cambios vertiginosos que afectan nuestras subjetividades nos invita a sostener una actitud reflexiva y de diálogo permanente.

 

Dr. Francisco Ghisiglieri
Becario Postdoctoral IIPsi (UNC/CONICET). Docente de grado (UCC) y posgrado (APCVC).Socio Activo APCVC
[email protected]
Lic.Virginia Grosso
Docente de Grado (UES21) y Posgrado (UCC y APCVC). Socia Activa APCVC
[email protected]

 

 

La vertiginosidad de los cambios que afectan nuestras subjetividades nos confrontan con un escenario de crisis y profundas transformaciones que, en muchos momentos, se vuelve difícil de comprender y conceptualizar. La pandemia provocada por la propagación del virus SARS-Cov-2, y las medidas de confinamiento social que se tomaron en consecuencia, se inscribieron en un contexto de crisis socio-económica, al que agravaron, y de digitalización de la vida cotidiana, al que aceleraron. Calibrar los efectos y los alcances de estas transformaciones en curso nos invita a sostener una actitud reflexiva y de diálogo permanente. Incluir en este debate las problemáticas y miradas juveniles resulta más que significativo, tanto por su particular participación en dichas transformaciones como por su carácter de “espejo de la sociedad” (referido por diferentes autores).

Compartimos la idea de que la perspectiva vincular permite reconsiderar al psicoanálisis tradicional, el cual, por momentos, se mantiene fosilizado, repitiendo más que elaborando. Estamos en una época donde la clínica nos interpela y el sufrimiento social se reconfigura, lo cual nos exigen estar más alertas que nunca para reflexionar de otra manera; repensar nuestros conceptos -que sirven para algunas situaciones pero no para otras-, jerarquizar el presente y, en términos de Puget, contraponer a una lógica de fidelidad a los orígenes, una fidelidad al acontecimiento (Puget, 2015).

En esta dirección, es importante destacar que los estudios psicoanalíticos en general, y de las adolescencias y juventudes en particular, se han descentrando cada vez más del eje normal-patológico, para explorar los vínculos existentes con las producciones intersubjetivas y socio-culturales (Viñar, 2013). Como plantea Gutman (2006), en la adolescencia se constituye una nueva categoría del nosotros, se juega la necesidad de pertenecer, de ser reconocidos por los otros, ser con, reconociendo la alteridad del otro.

Ahora bien, qué sucede cuándo los trabajos psíquicos propios de este momento vital se dan en un tiempo social de cambios frenéticos, cuando el tiempo para el trabajo de metabolización psíquica escasea. Si estas preguntas tenían plena vigencia en el siglo pasado, hoy son ineludibles. Marcelo Viñar (2013) plantea al respecto que la experiencia del tiempo actual estalla la temporalidad historizante (idea que retoma de Pierre Nora), y hace que el presente no se articule a un pasado y un futuro, sino que se constituya en un tiempo presente perpetuo: “Hoy los síntomas tienen poca cabida en el espacio mental” (Viñar, p. 31), y en lugar de novelizarse, de constituirse en una narrativa sobre el sufrimiento, son actuados, sin posibilidad de ser interrogados. Jose Santamaria (2020) plantea, en esta dirección, que “la incapacidad de generar metáforas, que en los jóvenes todavía es un poder en gestación, hace de sus cuerpos una metáfora andante. Y lo más difícil: que lo que les sale, ya sea canchero o violento, no es una verdad sobre el otro sino una aproximación a ellos mismos. A veces un pedido de auxilio, el camino angustiante y torpe y lleno de pozos que es hacerse entender.”

En estos tiempos excepcionales y transitorios como los que vivimos, sostener los espacios educativos, terapéuticos, entre otros, implicó inventar, muchas veces de manera forzada y apresurada, formas novedosas de continuar haciendo lazo y sostener las tareas que nos convocaban, con un encuadre desconocido e inédito. Jose Santamarina (2020) hace una descripción de una clase en momentos de virtualidad que nos parece interesante compartir, por la capacidad de evocar una cantidad de cuestiones que se podían desplegar en estas instancias:

… Algunos perdieron la conexión y pidieron que repitiera lo anterior, uno hizo una pregunta larga y después se dio cuenta de que estaba silenciado, varios apagaron la cámara para escuchar mejor. En las cámaras prendidas también pasaron cosas: alguien, en alguna casa, le gritó a alguno que se sacara los auriculares y no gritara, una madre entró a acomodar ropa en el placard de atrás, un gato pasó por delante de la pantalla. En los últimos veinte minutos se activó el chat del costado. Uno me agradeció mucho y avisó que tenía que dejarle la computadora a la hermana, otro pidió perdón porque se iba a entrenar, otro puso varias manitos amarillas de saludo, varios se fueron sin decir nada. Los que iban quedando se agrandaban para llenar la pantalla, como hace la aplicación por defecto, y entre las caras y los fondos negros el cuadro estaba siempre completo, como si los caídos pudieran olvidarse así de rápido…

El “show debió continuar”, como pudimos. Las herramientas tecnológicas estuvieron al servicio de ello. Sin embargo, un sabor amargo por aquello que no sucedió y debió haber sucedido persiste. Esto se plasma, por ejemplo, en un debate presente en los ámbitos educativos: la cuestión del “tiempo perdido”. ¿Qué hacemos con lo que no fue? Los aprendizajes, las experiencias que no sucedieron en determinado momento, ¿se pueden recuperar? ¿Qué es lo que “hay que recuperar”? ¿Cómo podríamos hacerlo? Son preguntas que no se resuelven fácilmente, y que no son ajenas a las experiencias que tenemos en otros espacios de trabajo: el viaje de estudio que no se hizo, la vida universitaria que no se tuvo, las prácticas pre profesionales que se cerraron, la colación que se hizo virtual, los boliches que no se conocieron, los amoríos que no sucedieron (tanto), etc.

Una pregunta por lo que no fue, que muchas veces desplaza otra pregunta que, tal vez, debería ser la central: ¿con la experiencia que sí tuvimos, qué hacemos? Con el malestar de la pandemia, y con el malestar sobrante (Bleichmar, 2009) producido por el modo en que la enfrentamos: con los descuidos y desconsideraciones desde las instituciones a cargo, con los autoritarismos y la falta de mecanismos de participación ciudadana sobre las estrategias a desplegar; con las muertes que no se pudieron duelar y con las vidas que no se pudieron proteger; con los temores, con los dramas familiares y con las violencias, con las ausencias y con los excesos de presencia.

Son preguntas que consideramos necesario sostener y transitar de manera colectiva. En especial, por la reacción “maníaca” que primó y prima en muchos espacios. Decía un joven universitario: “Los profes pensaban que (durante el aislamiento) estabas al pedo en tu casa, entonces te daban más tareas: hacete 6 trabajitos prácticos, y ya que estás, mirate esta serie que tiene 10 episodios…”

Hoy nos encontramos con situaciones complejas e incluso contradictorias. Vemos desplegarse un fenómeno sumamente novedoso: una serie de movilizaciones en relación a la vuelta a la presencialidad y los ensayos de entornos “híbridos”, que desbordan los cuerpos en forma de ansiedades, en preguntas acerca del encuentro con el otro, con el espacio; una joven universitaria planteaba: “pienso en ir al aula y me da cosa… esas cámaras que estarán apuntando, mirando todo lo que hago”. En algunos contextos, encontrarse se convirtió en un trabajo que implica salirse de la pantalla para (¿volver a?) estar cuerpo presente.

Junto con ello, vemos que, en algunos casos, la crisis parece estar representando la posibilidad de re-calibrar su vida, sus trabajos, sus lugares de residencia, sus vínculos (véase, por ejemplo, el fenómeno de la “gran renuncia” en algunos países); en otros casos, sus efectos son francamente devastadores. El detenimiento de la vida social en este momento vital en el que resulta de tal importancia, provoca frustración, enojo, ensimismamiento, e incluso, en algunos casos, cuando los apuntalamientos propios del grupo primario eran escasos, desestructuraciones psíquicas graves. Las exigencias del entorno y las propias parecen, aún, más desmedidas que antes de la pandemia, en un contexto que se percibe como hostil y frustrante, que no esperanza, en tiempos en los que la posibilidad de proyectar el Yo hacia un futuro (Aulagnier, 1977) resulta indispensable.

Ante este tiempo de cambios vertiginosos, Viñar plantea, en términos de interrogante más que de aseveración, si “un cierto equilibrio, entre estabilidad y transformación, entre la repetición estructurante y la perlaboración, se opone al ritmo sin aliento de digerir una sobreestimulación de efectos inciertos” (p. 32). Los dispositivos grupales, en tanto instancia de palabra compartida, toman especial relevancia en esta tarea, ya que ayudan a instalar una demora, un interrogante y, en el mejor de los casos, la emergencia de un pensamiento nuevo. En este contexto, destacamos desde nuestra experiencia el potencial de los dispositivos grupales como herramienta de sostén de las angustias y vaivenes de un transitar incierto.

Como sostienen diferentes autores, los dispositivos grupales de reflexión resultan dispositivos sumamente pertinentes para situaciones de crisis, por el apuntalamiento psíquico que posibilita transitar las incertidumbres y potenciar distintas maneras de afrontar el malestar y crear condiciones de posibilidad para lidiar de un modo más saludable con los desafíos que se les imponen. Promueven que los enojos y frustraciones, que de a momentos parecen inundar la escena vincular a modo de queja, no logren atentar contra las posibilidades de articulación de alianzas potenciadoras (Moscona y Matus, 2020), constituyéndose “en un espacio transicional que favorece la circulación de los efectos de encuentro y la complejización vincular en una red de sostén virtual” (Selvatici, 1996).

Para cerrar, quisiéramos compartir un fragmento de una crónica producida en un grupo de reflexión con jóvenes universitarios por la observadora participante, una polifonía que entrama los sentires de ese encuentro:

Buscar caminos de transformación, potenciador de posibilidades y trabajo de límites. Aprovechar la experiencia. La vida sorprende y cuanta más flexibilidad, más cabeza para pensar y cuerpo para vibrar. Practicar en las prácticas, como parece que es la vida, un punto entre lo que queremos y lo que el mundo tiene para ofrecer, donde el grupo tiene protagonismo en la experiencia de estar con otros. Transformamos para obtener capacidad de aquello que deseamos, enfrentando la adversidad. Elegir incluye pérdidas y, al mismo tiempo, tomar lo que elegimos. El otro me pasa el dato… y juntos nos cocinamos a fuego lento (para no salir tan crudos) con el calor que otorga el grupo, en el entre, confiando, siendo, sosteniéndonos.

(*) Fragmento del trabajo presentado el 3 de diciembre del 2022 en las XXXIII Jornada de la AAPPG “Afectaciones de la subjetividad.. Virtualidad, vínculos y transformaciones de nuestra clínica” bajo el título: “Pandemia y dispositivos grupales. Reflexiones a partir de nuestras experiencias de trabajo con jóvenes en tiempos de cambios vertiginosos”

Bibliografía:

Aulagnier, Piera (1977/2007). La violencia de la interpretación. Del pictograma al enunciado. Amorrortu.

Bleichmar, S. (2009). Acerca del malestar sobrante. En La subjetividad en riesgo Buenos Aires, Topía, 29-34

Moscona, S. y Matus, S. (Comps.) (2020). Alianza entre pares. Fraternidades, colectivos abiertos, tramas sociales. Ediciones Conjunto.

Gutman, J.. (2006) Abordaje vincular en la clínica con adolescentes. Publicaciones de las Áreas y Departamentos de APdeBA, 41-50.

Santamarina, J (2020) Ni uno menos. La Agenda revista. https://laagenda.tumblr.com/post/626433527554228224/ni-uno-menos

Selvatici, M. (1996). El grupo de reflexión : espacio de desnaturalización y puesta en crisis. Revista de las Configuraciones Vinculares, 19, 177-188

Viñar. M. (2015). Mundos adolescentes y vértigo civilizatorio. Buenos Aires: Noveduc

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