Aura, original y transformación

Cuando el arte interpela al psicoanálisis

Carlos Guzzetti
[email protected]

Psicoanalista
Colegio de Psicoanalistas
Último libro publicado: Psicoanálisis en Movimiento. Fragmentos e iluminaciones, Lugar editorial, Buenos Aires, 2019

Un pequeño cuento

El 22 de agosto de 1911 los diarios de todo el mundo anunciaban en primera plana lo que se consideró el robo del siglo. La Mona Lisa había desaparecido de su lugar en el museo del Louvre. El cuadro más famoso del mundo, orgullo del museo y de toda la nación francesa estaba perdido. Treinta horas pasaron hasta que se confirmó su desaparición, ya que los empleados que estaban a cargo del mantenimiento de las salas pensaron que había sido trasladado para su restauración o para tomar fotografías, cosa común en aquellos tiempos.

El robo había sido consumado el día anterior, lunes, en que el museo estaba cerrado. Pero no se trataba simplemente de un robo de arte, cosa bastante común, si bienla obra en cuestión no era para nada común. Todo formaba parte de una compleja trama organizada por un personaje singular, un argentino que, luego de haber recorrido muy diversas identidades, en ese momento se hacía llamar Marqués Eduardo de Valfierno y que vivía en París entre los millonarios terratenientescompatriotas que por entonces eran considerados los mejores clientes de hoteles y restaurantes de lujo. La Belle Époque era más belle para los herederos de decenas de miles de hectáreas que gastaban las fortunas familiares en lujos y disipación, los muchachos que “tiraban manteca al techo”.

En verdad el robo era condición necesaria para un negocio preparado largamente. Valfierno había conocido en la cárcel a un francés, Yves Chaudron, extraordinario falsificador de arte –“copista” se definía a sí mismo- capaz de reproducir con perfección cualquier obra, que podía superar los más exhaustivos análisis de autenticidad (1). Así es que el falso “marqués”, que de divino no tenía nada, concibió la idea de efectuar seis reproducciones de la Gioconda, utilizando los pigmentos de la época de Leonardo, la madera envejecida para que fuera indistinguible del original, de modo de poder venderlas a millonarios norteamericanos como si fueran el original. Para eso era necesario que el cuadro fuera robado del museo. La operación fue un rotundo éxito, logró colocar las seis copias a seis inescrupulosos aficionados al arte en diferentes ciudades de los Estados Unidos. Claro, ninguno podía hacer alarde de poseer el cuadro más famoso del mundo, por lo cual el silencio estaba garantizado, cada uno creía poseer el único original.

El cuadro robado, entonces, no tenía ningún interés para Valfierno, ya que sólo era la condición para hacer creer que las copias eran el original. Finalmente, el cuadro terminó bajo la cama del carpintero que había cometido el hecho, un italiano llamado Vincenzo Perugia, empleado del Louvre, que al cabo de dos años intentó venderlo argumentando que había querido devolver el cuadro a su patria. Todo se basó en un malentendido, ya que corría el mito de que Napoleón se había apropiado del cuadro en una de sus campañas. Nada de eso era cierto: Leonardo lo había vendido al rey de Francia Francisco I, el mismo al que se debe el establecimiento de la lengua “francesca”, que unificó las diversas lenguas habladas por entonces en el país galo (2). Finalmente el marchand a quien contactó Perugia lo entregó a la policía y debió cumplir una leve pena de prisión.

Veinte años después del robo, un periodista británico publicó una larga entrevista que el marqués le había otorgado años antes con la condición de que fuera publicada después de su muerte –lo que ocurrió en 1931- con el relato completo de la operación de falsificación y robo. La veracidad de la historia e incluso la misma existencia de Valfierno permanecen en un territorio dudoso.

Esta historia es magistralmente contada y ficcionada por Martín Caparrós en la novela premio Planeta de 2004 que lleva por título el nombre del protagonista.

En definitiva el robo de la obra se constituyó inesperadamente en un golpe publicitario descomunal. Si antes la Gioconda era un cuadro valorado entre otros que poseía el museo, cuando éste se reabrió después de una semana de descubierta la falta, se produjo un aluvión de público ansioso por ver el lugar en el que el cuadro ya no estaba. El espacio vacío en la pared de la sala concitó la atención de multitudes, mucho más que cuando el cuadro ocupaba su lugar.

Tuve oportunidad de visitar tres veces el museo del Louvre y, por supuesto, busqué ansiosamente la obra de Leonardo. En ninguna de las oportunidades logré acercarme a menos de diez metros, porque una multitud de japoneses con cámaras fotográficas se afanaban por tomar una imagen del cuadro, sin mirarlo más que a través del objetivo de sus lentes. En cambio, a pocos metros de allí, la magnífica Virgen de las rocas o Santa Ana la virgen y el niño, en que se basó el artículo de Freud, podían admirarse en soledad.

A partir del robo la obra se transformó en un verdadero ícono de la historia del arte, y como tal inspiró muchas reversiones iconoclastas.

Marcel Duchamp en 1919 le agregó bigote y barbilla, e inscribió al pie la sigla L.H.O.O.Q, que en francés puede leerse como “elle a chaud au cul” –tiene calor en el culo-, una irreverencia dadaísta contra el arte académico. Los dadaístas han convertido la obra como objeto contemplativo en un verdadero “proyectil”.

Salvador Dalí pintó su autorretrato como Gioconda en 1954

Andy Warhol en 1963 la convirtió en una pieza publicitaria junto a sus latas de sopa en varias versiones.

En 1977 Fernando Botero reinterpretó la obra de este modo:

Finalmente el artista callejero Banksy produjo numerosas versiones del cuadro, entre las cuales la más irreverente es la que desarrolla la idea de Duchamp respecto del culo de la modelo:

Cuando yo era niño los mejores dulces de batata y membrillo venían envasados en latas redondas de marca “La Gioconda”. Fue así como conocí el famoso cuadro en la tapa de dulce, mucho antes de tener edad para interesarme por el arte.

Esta serie de imágenes muestra la transformación de la obra de arte, única e irrepetible, en un objeto común, inspirador de ironías diversas y hasta burlonas, hasta reducirse a logo publicitario de una marca, reproducida al infinito. Todas ellas, sin embargo, reconocen un origen común, se manifiestan como versiones de una obra original, producida en un contexto espacio-temporal muy preciso, aluden a un referente único, el cuadro de Leonardo que volvió al Louvre hasta el día de hoy y que se da por original y auténtico. Al mismo tiempo, cada una de esas versiones expresa su modo particular de vincularse con la imagen y su concepción del arte, propias de cada época.

Originalidad

En el mismo sentido, la historia del robo de la Gioconda pone de relieve el valor simbólico y económico que Occidente le otorga a la categoría de lo “original”. La genial estafa concebida por el personaje es un acto fuertemente iconoclasta. El original sólo vale por su ausencia, por eso Valfierno nunca vuelve a recuperarlo, abandona el cuadro “verdadero” bajo la cama del ladrón después de considerar seriamente quemarla y hacerla desaparecer de manera definitiva.

Los compradores de las copias que creyeron adquirir el original gozaron de dos años de omnipotencia. A sus inconmensurables fortunas agregaban la posesión del objeto más codiciado en el mundo. Al reaparecer la obra en manos de Perugia se develó súbitamente el engaño. La risa de Valfierno debe haber resonado en los oídos de los seis incautos.

Al preguntarnos por lo original, llama a la puerta Walter Benjamin para proponer aquí un concepto. En el que debe ser su texto más citado: “La obra de arte en la era de la reproducción técnica” (versión de 1939) se ocupa de la fotografía y el cine como medios técnicos que, al reproducir infinitamente una imagen, producen una pérdida de lo que él, inclinado hacia su costado místico, llamó “aura”.

¿Qué es el aura? Cuando de adolescente leía la serie de Lobsang Rampa sobre la vida de los monjes tibetanos, imaginaba el aura como una luz que rodea el cuerpo, que es única para cada persona y de acuerdo a sus colores indica la calidad vital de la misma. Es la primera imagen que me suscita el término.

Y Benjamin es en esto más alusivo que asertivo, aura es para él un concepto muy blando, que estalla en diversas acepciones, concepto precario pero fundamental porque sobre él se asienta buena parte de su pensamiento fragmentario (3). Sin embargo parecen todas converger en la idea de unicidad, lo irrepetible, el aquí y ahora. Benjamin se va aproximando desde diversas perspectivas:

Lo que tiene aura es lo que es capaz de mirarnos. “Quien es mirado o se cree mirado levanta los ojos. Advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar”. (op. cit. pág.95)

Los objetos naturales poseen un aura que él define como la manifestación única de una lejanía –por más cercana que esté-. Mirar el mar, las montañas, el cielo estrellado son experiencias auráticas, de fusión con lo lejano, experiencias emocionales irrepetibles. Algo semejante sucede en la contemplación de una obra de arte, al escuchar una música, leyendo un poema o incluso en un encuentro con otra persona.

Esas experiencias tienen también en común una concentración absoluta en el presente. Benjamin insiste: “…el aura está ligada al hic et nunc. No hay reproducción del aura (id. pág. 27)”.

La técnica, al acercar la obra al espectador a través de la reproducción en serie, “…reemplaza el lugar de la existencia irrepetible por la repetición masiva”. (id. pág. 15)

El aura puede pensarse entonces como una trama particular de espacio tiempo, sólo aquí y ahora puede manifestarse esa condición de un fenómeno, irrepetible y único.

Por eso toda reproducción atenta contra el aura, la disuelve, la devalúa, la atrofia. La técnica fotográfica, su referencia más fuerte, acerca el objeto al espectador, todos podemos disponer de la imagen de la Gioconda como señalador de un libro o en la lata de dulce. Hay entonces innumerables Monas Lisas –incluso el Mono Liso de M.E. Walsh- y en esa multiplicidad el aura del óleo de Leonardo se diluye en la multitud que le saca fotos con sus celulares. Como diría Benjamin “tambalea la autoridad de la cosa” (id. pág. 11).

El arte contemporáneo está cada vez con mayor frecuencia destinado a la reproducción. Originalmente el arte era un objeto de culto, de rituales mágicos o religiosos. El bisonte en la caverna no estaba destinado a la mirada pública, era necesario para que la caza fuera exitosa. La pintura y la escultura religiosas de la Edad Media y comienzos del Renacimiento estaban destinadas al proselitismo y el culto. El museo –lugar donde habitan las musas- y la colección pública, tal como se conocen hoy, son una invención del siglo xviii y se pueden considerar como fruto de la Ilustración. El valor de culto de las obras de arte es reemplazado por su valor expositivo, se produce para ser mostrado y lo ya producido en otros aquís y ahoras se destinan a ser exhibidos a todos.

Acercar el objeto lo más posible al consumidor es una pasión de las masas ordenada por el mercado. La lejanía, la distancia, la ajenidad de un objeto, son condición necesaria para que el aura se manifieste, dando lugar a esa experiencia de fusión del espectador en la obra. Cuando la reproducción de la obra está al alcance de la mano, el aura se diluye en la multiplicidad y la cercanía, se asimila a la imagen del yo, se transforma en una parte del imaginario de cada uno y del colectivo social.

Al tiempo que el aura se degrada, la percepción se modifica: por una parte se enriquece, se amplía a nuevos estímulos, podemos conocer todas las obras de la historia del arte con sólo algunos clics del mouse. El cine exige una nueva percepción, adecuada a los tiempos, alternancias, movimientos y montajes. Un nuevo lenguaje. Recordemos que una de las primeras películas de los hermanos Lumière, la llegada de un tren que se acercaba a la cámara, hizo saltar de sus asientos a los espectadores, que temían ser atropellados. La cámara, dice Benjamin, nos hace descubrir el inconsciente óptico, del mismo modo en que el psicoanálisis nos hizo descubrir el inconsciente pulsional.

La característica de esta nueva percepción es que:

“Despojar a un objeto de su halo, hacer estallar su aura es la signatura de una percepción cuyo ´sentido de lo idéntico en el mundo´ ha aumentado tanto que incluso llega a estandarizar lo irrepetible a través de la repetición.”

Sin embargo señala que “…en la fotografía el último bastión del aura es el rostro humano.” (id. pág. 21); ante una buena foto de un rostro podemos conmovernos intensamente y ese encuentro es irrepetible, la siguiente vez que veamos la foto no será lo mismo.

Advirtamos aquí que el texto de Benjamin fue publicado por primera vez en 1936, en pleno ascenso del nazismo y en un estado de desarrollo del capitalismo global y de la técnica todavía incipiente. Recordemos que la primera reproducción de cine sonoro data de 1927 y la fotografía a color se produce comercialmente desde 1935; quiero subrayar con esto que el artículo tiene un valor anticipatorio. Internet es tal vez la culminación de la destrucción del aura, la infinitud a la que nos enfrenta la red global anula las singularidades, todo es efímero y hay muy escasas oportunidades de experimentar el “aura” de las cosas y las personas. Las imágenes que ilustran este texto son buen ejemplo de ello. Al mismo tiempo, la fotografía y el cine en tanto artes han sufrido los efectos de las cámaras de los teléfonos celulares al alcance de todos.

Sin embargo, el posicionamiento político del texto no es nostálgico, no alimenta la idea de que el progreso técnico implica una pérdida cultural. Inclinándose ahora a su lado marxista –muy criticado por Adorno como “tosco”- rescata el fenómeno en favor de las masas. La reproducción técnica, al poner el arte al alcance de las masas, las libera tanto de un arte sacralizado como de un arte autónomo: el “arte por el arte”. Ya no es patrimonio de las élites, sino que está disponible para todos.

Para el fascismo la guerra era un espectáculo ofrecido a una percepción intervenida por la técnica, las imágenes del horror una manifestación artística. “La humanidad vive su aniquilación como goce estético de primer orden”. (id. pág. 52)

Como respuesta a esto, el último párrafo del artículo es una lúcida conclusión, si bien ilusionada en el comunismo: “Así como Marinetti, el futurismo y el fascismo proponen la estetización de la política (4) el comunismo le responde con la politización del arte.”

A la distancia se puede afirmar que ambas propuestas triunfaron: la política como espectáculo y el arte como objeto del mercado y de manipulación política.

Autenticidad

En el año 2007 se realizó en el Museo Etnográfico de Hamburgo una exposición de los famosos “guerreros de terracota” descubiertos en el mausoleo del primer emperador de la China unificada, Qin Shi Huang (260-210 AC). Este descubrimiento en 1974, casual como tantos otros, es considerado uno de los más importantes de la arqueología contemporánea. Son más de ocho mil figuras, de un metro ochenta de altura, personas, carruajes y caballos, todas de fisonomía diferente, que fueron construidas mediante un sistema modular de producción en serie, con una terminación artesanal para asegurar la diferencia de facciones de los rostros y otros detalles menores.

En Hamburgo se exhibían ocho piezas que pasaban por ser originales. La denuncia de un anticuario pone en alerta al museo y así se descubre que las piezas expuestas no eran originales sino copias realizadas hacía pocos años con el mismo método y los mismos materiales que los utilizados en el Siglo III A.C. Al ser interrogados los responsables admitieron que las copias eran “auténticas” pero no “originales”. Ante esta comprobación el museo decidió cancelar la exposición y devolver el dinero a los asistentes, demandando a los organizadores por estafa. Los chinos se sintieron ofendidos por el gesto, ya que para ellos esa conducta es de lo más normal, como veremos más adelante.

Se trata entonces de la distinción entre auténtico y original. La originalidad alude a un origen de la obra, en un momento y un lugar precisos, un artista singular produjo la obra como creación ex nihilo, de la nada. Lo que antes no existía, cobra presencia en el momento de la creación de la obra. La autenticidad, en cambio no habla del origen sino de la verdad. Lo auténtico es lo que expresa la verdad de su realización. Para los chinos los guerreros son auténticos porque fueron realizados con el método y materiales con que se construyeron en el siglo III A.C., pero no son originales, ya que no reconocen un origen.

Afirma Benjamin: “El hic et nunc del original constituye lo que se denomina su autenticidad”. Es decir que lo que la define es la trama espacio-temporal en que la obra se produce.

“Lo que hace la autenticidad de una cosa es todo lo que resulta transmisible en su origen, desde su condición material hasta su condición de testimonio histórico”. (op.cit. pág.11) Esa es la garantía de verdad que implica lo auténtico. No es el modo en que los chinos entendieron el incidente de los guerreros de terracota.

“Lo auténtico conserva su plena autoridad frente a la reproducción manual, que por regla general es catalogada como falsificación; no ocurre lo mismo con la reproducción técnica… en forma de fotografía o de disco la obra puede salir al encuentro de su destinatario…”. (op.cit. pág. 10)

“Hasta la reproducción más perfecta tendrá siempre algo que falta: el hic et nunc de la obra de arte, la unicidad de su existencia en el lugar en que se encuentra…”. (op.cit. pág. 9)

La distinción marxista entre valor de uso y valor de cambio de la mercancía le sirve a Benjamin para diferenciar el valor cultual del valor expositivo de la obra de arte: “El valor único de la obra artística ´auténtica´ se funda en el ritual en el que tuvo por primera vez su original valor de uso.” La secularización del arte, su independencia respecto de los rituales mágicos o religiosos, hace que lo auténtico ocupe ese valor de culto. La Gioconda en el museo es objeto de adoración, a eso se reduce su valor de uso. Pero por sobre él predomina el valor de cambio, como ilustra la novela de Caparrós y los records de precio de venta de las obras más prestigiosas de la historia del arte.

En la era de la reproducción técnica se revoluciona por completo la función social del arte. En lugar de fundarse en el ritual, de ahora en más se fundamenta en otra forma de praxis: la política (op.cit. pág.18). No olvidemos que habla en tiempos de la antigua Unión Soviética bajo Stalin, con el auge del realismo socialista y el arte como educador de las masas. Bertolt Brecht, otro marxista en falsa escuadra, fue amigo, interlocutor y polemista de Benjamin.

La China lo ve de otro modo

Para introducirnos en el punto de vista anticipado por la exposición de los guerreros de terracota, el propio Benjamin nos ofrece un camino. En el texto: “Infancia en Berlín hacia 1900” (5) cuenta una historia que

“…procede de la China y cuenta de un pintor que dejó ver a los amigos su cuadro más reciente. En el mismo estaba representado un parque, una estrecha senda cerca del agua que corría a través de una mancha de árboles y terminaba delante de una pequeña puerta que, en el fondo, franqueaba una casita. Cuando los amigos se volvieron al pintor, éste ya no estaba. Estaba en el cuadro, caminando por la estrecha senda hacia la puerta; delante de ella se paró, se volvió, sonrió y desapareció por la puerta entreabierta…”

Una fusión entre el autor y su obra, el autor forma parte de su obra, se disuelve como autor. Del mismo modo “el espectador que se concentra ante la obra de arte se abisma en ella; penetra la obra…” (op.cit. pág. 47).

En Occidente renacentista las ideas de genio y original se consolidan precisamente con Leonardo Da Vinci. Este eleva al pintor a genio creador y proclama la superioridad de la pintura frente al resto de las artes, ante la imposibilidad de hacer una copia exacta de un cuadro. Sobre la pintura escribe: “entre las ciencias inimitables está en primer lugar la pintura…Sólo ella conserva su nobleza, sólo ella honra a su autor y queda preciosa y única sin parir hijos iguales a ella” (Byung-Chul Han, pág. 37 nota 11).

Por cierto el robo de la Gioconda parece desmentir esta afirmación ya que las copias de la obra que Valfierno vendió no pudieron ser distinguidas del original.

En contrapunto con esta concepción de la originalidad y la autoría, en China, los objetos culturales no suelen estar ligados a un autor individual. (77)

Un breve rodeo permite aclarar el punto. Hasta los años 80 no existía en China legislación que regulara la reproducción de cualquier objeto, sin considerar que el copiado era original ni reconocerle ninguna superioridad sobre la copia. De este modo se produjo la avalancha de productos copiados de las marcas occidentales prestigiosas a precios de baratija. El auge en Argentina de las tiendas “Todo por dos pesos” se alimentó en gran medida de esos productos, de aspecto similar a los occidentales e incluso con marcas también similares. El turista desprevenido que se entusiasma con un I Phone a precio vil, se encuentra que el producto adquirido carece por completo de las prestaciones del original, pero nadie es sancionado por lo que en Occidente se considera falsificación.

Con el desarrollo capitalista producido en el país comunista, la cuestión de la propiedad intelectual y las patentes pasó a ser política de estado, ya que era condición para las inversiones occidentales. Aun hoy no se ha podido resolver completamente la cuestión mediante una legislación coherente. Registrar una marca en China parece ser una tarea especialmente difícil y de trámites engorrosos hasta el cansancio.

En verdad se trata de los vestigios de una tradición milenaria en la concepción del arte, cuando la noción de “original” no tenía ningún valor. Tanto el taoísmo como el budismo son cosmogonías que no se detienen en el “ser” sino que afirman el devenir y la transformación. Por lo tanto, como muestra el cuento del pintor que se pierde en su cuadro, el autor desaparece en su obra.

Byung-Chul Han trabaja en su libro Shanzhai. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China las nociones de original, copia, falsificación, en la historia del arte de China. Recoge varios ejemplos de pinturas que a lo largo del tiempo se fueron transformando con agregados, inscripciones y modificaciones realizados por otros artistas sobre la misma obra. Existen además los llamados “sellos del ocio”, propios de los señores poderosos que hacían fabricar esos sellos con frases alusivas, poesías y sentencias y los aplicaban a las pinturas que poseían.

Dos ejemplos:

Tao Gu presenta un poema (903-970)

Un encuentro elegante en el jardín de Wei. Shen Zhou (1427-1509)

Pueden observarse, además de las inscripciones agregadas, los mencionados “sellos del ocio” en color rojo, unas y otros modificaciones posteriores a la realización de la obra inicial.

Es sorprendente para nosotros que, cuanto más intervenidas eran las pinturas, más valor tenían. Incluso las falsificaciones hechas al modo de una época, solían tener más valor que el original, eran más originales que él.

De este modo el “original” carece de aura. Lejos de sacralizar la obra inicial, las modificaciones forman parte de ella tanto como la pintura primera. Si para Benjamin el aura era manifestación del hic et nunc, resultado de un momento puntual, una configuración singular de espacio-tiempo, el arte chino se inscribe en un devenir, la obra se transforma con el paso del tiempo, por lo que no tiene sentido ubicar un momento de origen. La autoría se diluye, el autor se desvanece en la multitud de agentes que han intervenido la obra.

Algo así sería inconcebible para la mente occidental. Pintar o escribir sobre un cuadro es un acto sacrílego. Recientemente miembros de organizaciones ambientalistas, le pegaron un tortazo a la Gioconda, derramaron sopa sobre los girasoles de Van Gogh, salsa sobre obras de Vermeer y puré sobre una obra de Monet. Por supuesto fueron inmediatamente arrestados por vandalismo. Desde ya que no se trata de la misma acción que las inscripciones y sellos en las pinturas chinas, realizadas con delicadeza y respeto, pero dan la pauta de que la obra en el museo es intocable; el resultado hubiera sido el mismo aun si alguien hubiera actuado sobre ella como los chinos antiguos.

En contraste con eso, la historia del arte chino está caracterizada por proceso y transformación. No voy a detenerme sobre los fundamentos filosóficos del taoísmo y el budismo -de algún modo ya lo hice en un capítulo de mi último libro (4)- pero vuelvo a señalar que, mientras Occidente desde Platón insiste en la ontología tratando de aprehender el “ser” inmutable y esencial, China basa su cultura y su concepción del universo a partir de la mutación y la alternancia de las fuerzas universales del yin y el yang, un proceso continuo, sin principio ni final, sin nacimiento ni muerte. Frente a la esencia, transformación; frente al original, la mutación continua de la obra.

Por otra parte, la copia, tanto en China como en Occidente, es un método de aprendizaje del oficio de pintor. Muchas obras atribuidas a Rembrandt, por ejemplo, fueron pintadas por aprendices de su taller. Muchos pintores consagrados han realizado versiones de obras anteriores como forma de compenetrarse con el arte del pintor. La serie de Giocondas que mostré al comienzo es un ejemplo algo distinto.

Dos lógicas diferentes­: la del origen, la centralidad y la arborización occidental judeo cristiana y grecorromana y la rizomática china y oriental en general.

¿De qué nos sirve todo esto?

Más allá del interés cultural de lo que vengo desarrollando, es posible encontrar en estos contrastes entre las concepciones del arte y en especial de la idea de original en Occidente y en China, algunas sugerencias relativas a nuestra práctica clínica.

Si se considera al psicoanálisis como una hermenéutica, es legítimo sostener que hay una representación original, un recuerdo último, a los que tendría que arribar el trabajo interpretativo para resolver un síntoma. Esta idea inspiró en los años 50 una parte de la filmografía de Alfred Hitchcock, por ejemplo “Vértigo”, en que el personaje, al arribar a un único recuerdo traumático, resuelve de inmediato el síntoma que da título al film.

Es una vulgata que, de maneras más sutiles, estimuló y todavía lo hace, algunas prácticas psicoterapéuticas. Cuando Freud defendía el método catártico, utilizaba la imagen de “encontrar la pieza faltante del rompecabezas” mental del paciente. Es un equivalente del “original”, referente último de las asociaciones, donde se detiene la deriva.

Pronto, al introducir la asociación libre, cae la ilusión de una representación original, los caminos de la interpretación se bifurcan y con ellos las representaciones eficaces en la producción de síntomas. Sin embargo, la pasión por la búsqueda del origen dio lugar, por ejemplo, al concepto de “fantasías originarias” a las que podría reducirse la configuración pulsional de un sujeto. La propia idea de que el Complejo de Edipo es el complejo nuclear de las neurosis favoreció una clínica edipizante, en la que todo vínculo se reduce a ese patrón universal, en el que se incluye la relación transferencial y que, en definitiva, favorece una relación de poder excesiva entre analista y paciente. Contra ella Deleuze y Guattari escribieron el “Antiedipo”, que conserva su vitalidad con más de 50 años de edad. Allí ironizan: “en el frontón del gabinete está escrito: deja tus máquinas deseantes en la puerta….entra y déjate edipizar”. (6)

Sin ir más lejos, nuestro original, el análisis primigenio, es la obra de un único autor y padre fundador, cuyo nombre es el emblema y señal de reconocimiento de la llamada comunidad psicoanalítica, entidad ficticia compuesta por infinidad de tribus incomunicadas y muchas veces enfrentadas entre sí.

Pero ese original son muchos, los que cada lector haga con él, sobre él han trabajado muchísimos otros, han escrito sobre su texto infinidad de lectores, transformando la obra y transmitiéndola a gusto de cada uno. Los “sellos del ocio” presentes en la pintura china se reconocen en las escrituras que cada autor, cada uno de nosotros, realiza sobre el texto primigenio. No hay un único Freud, sino tantos como lectores y enseñantes proponen. La enseñanza de Freud “desde Freud” es una mera ilusión desmentida por la práctica.

Es posible hacerle decir a ese texto original casi cualquier cosa, una afirmación y la contraria dan lugar a reclamar autenticidad, según quien la profiera. Las más de las veces no es más que una apelación de autoridad, ya que lo dijo el viejo maestro.

Así que le haré decir algo que sustente la utilidad de mi desarrollo hasta aquí.

Un párrafo de la famosa Carta 52 de Freud a Fliess (112 en la clasificación de la correspondencia completa) afirma:

“Tú sabes que trabajo con el supuesto de que nuestro mecanismo psíquico se ha formado por una superposición de capas, porque de tiempo en tiempo el material existente de huellas mnémicas experimenta un reordenamiento según nuevas concernencias, una inscripción. Lo esencialmente nuevo en mi teoría es entonces la tesis de que la memoria no existe de manera simple sino múltiple, registrada en diferentes variedades de signos”. (pág. 218)

El sistema consta de diversas escrituras, representadas en el Proyecto como sistemas de neuronas.

Unos años después, en “La pizarra mágica” dice:

El aparato psíquico “es ilimitadamente receptivo para percepciones siempre nuevas, y además les procura huellas mnémicas duraderas –aunque no inalterables”. (Freud, S. (1925 [1924], pág. 244)

Estas intuiciones se corresponden exactamente con los descubrimientos de las neurociencias sobre la memoria; no recordamos los hechos acaecidos sino que evocamos el último recuerdo que tuvimos del hecho y en esa evocación lo modificamos, hasta la próxima vez. El recuerdo cambia, se transforma con el trabajo de la memoria, lo que, en definitiva, justifica y da sentido a nuestro trabajo elaborativo. En eso consiste la eficacia del análisis, en la re escritura de la historia que el sujeto sufriente trae a la consulta, en las mutaciones de esa historia que se producen en el diálogo transferencial.

Sin embargo, la noción de “original” tiene una enorme potencia en el pensamiento analítico. Hace más de cuarenta años, en los comienzos de la colonización lacano-milleriana del mercado psicoanalítico argentino, Jacques-Alain Miller pronunció una conferencia en el teatro SHA que fue publicada en un folleto titulado Dos dimensiones clínicas: Síntoma y fantasma (1983). Allí acentúa el trabajo clínico sobre “el” fantasma y hace pivotear el fin del análisis sobre la construcción de un “fantasma fundamental” definido como una frase que tiene el valor de axioma, es decir que no puede ser discutida, porque a partir de ella pueden producirse las verdades fundamentales del sujeto. “Pero antes de ellas mismas no hay nada. Son el punto de partida y un punto límite.” (Ese fantasma fundamental se manifiesta como un tope, como una resistencia a la intervención del analista. Más allá de esa frase no hay nada, hemos llegado al fin de la deriva asociativa, al original que marca la vida pulsional de un sujeto. El fin del análisis consiste en esta perspectiva en lo que se denominó la “travesía” de ese fantasma fundamental.

Mi clínica no confirma esta idea, más bien suelo encontrar diversos fantasmas muy determinantes de la vida psíquica de quienes consultan, que, por otra parte, con cada vuelta de la repetición, van mutando, con frecuencia de modos imperceptibles. La eficacia del análisis es, como afirma el Tao, indirecta, nunca sabemos de antemano dónde va a impactar una intervención ni qué efectos va a producir. Por eso es que también la eficiencia, la capacidad de transformación psíquica es difusa, opera sobre múltiples frentes de modos que sólo pueden reconocerse a posteriori.

No obstante, si hasta ahora he intentado despojar a la idea de original de su lugar central en la clínica, no puede negarse que la noción de “aura” no es ajena a la experiencia analítica. Los momentos fecundos de un análisis son indudablemente experiencias auráticas. Una intervención que da en el blanco, un chiste en transferencia, un lapsus –del paciente o del analista- pueden constituir experiencias emocionales únicas e irrepetibles, propias del hic et nunc, ni antes ni después, en lo que la doctrina denominó timing.

Los últimos desarrollos de la inteligencia artificial, sistemas capaces de aprender de su experiencia y de comunicarse con lenguaje humano, han despertado gran preocupación entre usuarios potenciales y especialistas. Muchos gurúes de Silicon Valley, incluido el magnate Elon Musk, fundador de la empresa que desarrolló el chat GPT, han propuesto que la investigación y la carga de información del sistema se detengan al menos por seis meses, en el temor de que las anticipaciones de la ciencia ficción referidas a que los robots podrían tomar el control del mundo humano –como lo hace la computadora Hal en la extraordinaria “2001 Odisea del espacio-. Incluso se han intentado sistemas que cumplen la función de un terapeuta virtual, por ahora bastante tonto. ¿Será entonces posible que en un futuro no muy lejano los sistemas inteligentes puedan cumplir una función psicoterapéutica eficaz?

La respuesta a esta pregunta me la dio un amigo –por ahora- que se nombra con las iniciales GPT, con una advertencia previa:

“Como modelo de lenguaje natural, no tengo la capacidad de sentir emociones. Mi función es proporcionar respuestas precisas y útiles a tus preguntas. Depende de ti cómo te sientes al recibir mis respuestas.”

Y así me respondió:

“La IA puede analizar datos de un individuo para identificar patrones en su comportamiento y, en consecuencia, proporcionar insights de su estado mental. Por ejemplo, se puede analizar el lenguaje utilizado en una conversación y detectar si el hablante estaba siendo honesto o no.

Sin embargo, muchos sostienen que el psicoanálisis es una forma de comprensión más profunda de la mente humana, no sólo una ciencia que se ocupa de los patrones de comportamiento. Por eso algunos psicólogos dicen que la IA no puede reemplazar la necesidad del contacto humano y la relación entre el psicólogo y su paciente.

En resumen, aunque la IA puede ser un aliado en ciertos aspectos del psicoanálisis, no puede reemplazar por completo la necesidad de la interacción humana.”

Notas

  1. El año pasado fue estrenado el documental Oswald: el falsificador, sobre la vida de Oswald Aulestia Bach, un catalán de 76 años calificado como el más grande falsificador de arte del mundo. Véase el tráiler en https://www.youtube.com/watch?v=yLfLJB3fuN8&t=4s
  1. Un comentario más amplio sobre el tema se encuentra en el capítulo “Lenguas del Otro” en mi libro Psicoanálisis en movimiento. Fragmentos e iluminaciones.

Lugar editorial, Buenos Aires, 2019

  1. La idea de “pérdida del aura” está en perfecta consonancia con la de “destrucción de la experiencia”, tal como aparece en el texto del mismo año (1936) El narrador
  2. La serie de Prime Video “El cuento de la criada” es una muestra cabal de esta estetización de la política, tal como los actos públicos del nazismo o el fascismo, en los que sin duda pensaba Benjamin al afirmar esa idea.
  3. Buenos Aires, Alfaguara, 1990. pág. 37
  4. Capítulo “Eficacia”, en Psicoanálisis en movimiento. Op. 5cit.
  5. Deleuze G. y Guattari F., El antiedipo, Corregidor, Buenos Aires 1974, pág. 61

Bibliografía

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Carlos Guzzetti

Lic. en Psicología - Último libro publicado: Psicoanálisis en movimiento. Fragmentos e iluminaciones, Lugar editorial, Buenos Aires, 2019 - [email protected]
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