Por Serena Sottile – serenasottile@elpsicoanalitico.com.ar
Serena Sottile entrevista a Jaime Fernández Miranda psicólogo U.N.R. (Universidad Nacional de Rosario, Argentina) y Magíster en psicoanálisis por la Université Paris VII (tesis bajo la dirección de Jacques André). Director de la Maestría en Clínica Psicoanalítica con Niños, Facultad de Psicología – U.N.R. Autor de “El trabajo de lo ficcional. Problemáticas actuales en clínica psicoanalítica con niños (Letra viva, 2019) y de “Una vuelta en torno al autismo en psicoanálisis” (Letra viva,2021).
¿Qué diferencia existe entre neuro diversidad y neuro divergencia?
Más allá de las diferencias entre uno y otro término, que las hay, lo interesante es ver qué tienen en común. Por un lado, y más allá del alivio que produzcan estos términos a muchos padres -lo cual me parece ser importante- su uso por parte de profesionales no deja de ser un eufemismo, ya que quienes sostienen la idea de la neurodivergencia o la de neurodiversidad nunca reniegan de la categoría de TEA, trastorno del espectro autista, es decir, del autismo como trastorno, como disorder.
Y, por otro lado, con el uso generalizado de estos términos, ¿no se hace de la diversidad un asunto neurológico? ¿No se neurologiza la diferencia? Creo que ambos términos acaban por abonar una concepción del hombre cada vez más extendida, cada vez más presente en la forma en que los sujetos contemporáneos se perciben a sí mismos y a los otros, una suerte de antropología cultural según la cual todo lo que nos sucede, todo lo que nos aqueja remite exclusivamente a un proceso del sistema nervioso y halla su causa en la genética.
Ante las dificultades de un niño, por ejemplo, ya cada vez menos adultos se preguntan “¿qué le sucede?” (como pasaba hace dos décadas) y cada vez más la pregunta es: “¿qué tiene? ¿Qué trastorno tiene?”. Y es cada vez más habitual recibir pacientes adultos que se sienten condenados a su sufrimiento por una condición genética inmodificable que afecta el funcionamiento de su sistema nervioso, y con los cuales hay que hacer todo un trabajo para incluir su sufrimiento en su vida psíquica, para que puedan preguntarse qué tiene que ver con ellos aquello que los aqueja.
¿Qué opinión te merece la exposición de niños en los medios que manifiestan ser neuro divergentes?
Me parece que hay una romantización del autismo que se condice mal con lo que vemos en nuestra práctica y con lo que leemos en las autobiografías de sujetos que, presuntamente, han salido de un estado autista profundo de la primera infancia; a mí, el que más me gusta de estos relatos de experiencias en primera persona, es el de Donna Williams, (“Alguien en algún lugar” y “Nadie en ningún lugar”), que fue el primero en publicarse, mucho antes de que al autismo fuera un boom editorial y estuviera en el centro del debate público. En el segundo de estos textos, Donna Williams utiliza una expresión hermosa y terrible, muy precisa, para nominar el padecimiento en el autismo, especialmente en el llamado autismo de Kanner, que para mí es el autismo por antonomasia, el autismo en sentido estricto. La expresión de Williams es “infierno sensorial”, que es lo que vemos en nuestros pacientes, ese tormento en que el exterior, el otro humano, impredecible, sin patrón fijo, irrumpe por los oídos, por los ojos, por los poros de la piel, y fuerza al niño a estar todo el tiempo erigiendo un borde que lo separe y lo diferencie del otro, un borde que evite que lo otro irrumpa e inunde su espacio.
Esta es la función que cumple aquello que Frances Tustin llamaba actividades autosensibles, la necesidad de producirse sensaciones controladas en el cuerpo -pienso yo, para erigir una periferia sensible que resguarde al niño del otro. También la repetición al infinito de lo mismo, siempre idéntico, la seriación o clasificación de objetos en la periferia del cuerpo que resguarda al niño del otro humano que se mueve sin un patrón fijo, y que por ende le resulta impredecible, invasivo, terrorífico. O en otros niños, que suelen ser ubicados dentro del espectro del autismo, en este caso autismo tipo Asperger (aunque para mí se trate de una forma de esquizofrenia infantil, que mucho antes de que todo esto estuviera en la agenda, en 1929, fue descripta por Melanie Klein con notable precisión), vemos que la necesidad de protegerse del otro es paralela a la necesidad, también imperiosa, de enlazarse con el otro, de entrar en contacto con el otro. Escuchamos a diario el dolor profundo y desgarrador de estos niños o adolescentes (diagnosticados con TEA) que quieren hacer amigos y no saben cómo, que quieren relacionarse con los demás y no hallan la forma. Con esto quiero decir que la romantización del autismo, sea en su banalización en los medios de comunicación como en el uso de eufemismos, se asienta sobre el borramiento del padecimiento específico del autismo, es decir, se funda sobre el silenciamiento de la voz del niño.
¿Por qué se sigue confundiendo psicosis infantil con autismo?
Sucede que la historia es larga y no empieza ni con la invención del TEA por parte de la Asociación Psiquiátrica Americana, ni tampoco con el gran interés que ha suscitado el autismo en el psicoanálisis francés en los últimos años, especialmente por parte de autores ligados a la AMP. Aunque tanto unos como otros se presenten a sí mismos como el lugar de un comienzo absoluto que no es tal. La irrupción del autismo en la psicopatología infantil, a partir de los trabajos de Leo Kanner en 1943, produjo una conmoción en el campo de las psicosis infantiles que, a partir del impulso inicial dado por Klein en 1939/1930, había alcanzado un considerable desarrollo en psicoanálisis. Ahora bien, antes de caer en facilismos, es importante observar que Kanner era un psiquiatra muy atravesado por la indagación psicoanalítica, y que en muchos de sus trabajos reniega de la neurologización del autismo al que, en su clásico Tratado de psiquiatría infantil, ubica además dentro del campo de la esquizofrenia infantil. Resulta obvio que el autismo de Kanner halla fuertes resonancias en la esquizofrenia infantil (que es muy diferente de la esquizofrenia del adulto) y que está marcada por la iteración, la estereotipia, la desafectación, la mecanización de los actos y de la palabra (la consabida literalidad del habla en la esquizofrenia infantil, que no es otra cosa que la apuesta a un lenguaje maquínico donde cada cosa dice lo que dice, donde no hay lugar para el malentendido, un lenguaje que intenta abolir el terrorífico malentendido aboliendo al sujeto de la enunciación). Por eso, desde siempre existió la discusión acerca de si al autismo es o no es una psicosis infantil como las otras (esquizofrenia infantil, psicosis simbiótica o confusional, etc.). Ahora, fijate que los partidarios, dentro del psicoanálisis, de una separación tajante, estructural, entre autismo y psicosis infantil, parecen no poder hablar de autismo sin referir a la psicosis, como si asumieran solapadamente el íntimo parentesco que existe entre ambos. Y, del otro lado, aquellos autores que incluyen el autismo dentro del vasto (y a veces informe) campo de las psicosis infantiles, le otorgan siempre al autismo un tratamiento especial y por separado dentro de las psicosis, como si asumieran la disyunción que existe entre este y aquellas. El punto, creo yo, es que entre autismo y psicosis infantiles hay cierta continuidad que hace, por ejemplo, que muchos autismos de la primera infancia deriven en dominancias esquizofrénicas (mal que les pese a algunos analistas franceses, esto sucede habitualmente). Y, al mismo tiempo, entre ambos hay una ruptura que está signada, para mí, por la aparición del juego y del habla. El jugar en las psicosis (aunque se trate de un jugar estereotipado o estallado) indica una ruptura profunda respecto de la lógica autosensible que marca el uso de los objetos en el autismo. Y la decisión de hablar en las psicosis infantiles, la decisión de dirigirse al otro como un sujeto que puede responder o no, supone un cambio profundo en el estatuto que el niño le concede al otro, es bien diferente de esa forma de cosificación del otro, estrictamente autista, que consiste en tomar la mano del otro para dirigirla, como si se tratara de una brazo mecánico, hacia el objeto anhelado. Claro que para plantear que entre dos formaciones clínicas existe, al mismo tiempo, una continuidad y una disyunción, hay que replantear una psicopatología rígida y pobre basada en tres y sólo tres estructuras clínicas, que se excluyen radicalmente entre sí y en cuyo interior reina una armonía perfecta entre sus elementos. Una psicopatología en el fondo psiquiátrica, porque se funda en la sustancialización de sus categorías (generales) en que se incluyen armónicamente los sujetos (singulares)… cuando el único estatuto que podemos otorgarle a las categorías diagnósticas en una psicopatología psicoanalítica es el de modelos teóricos que nos permiten leer e intervenir en los casos, siempre singulares, sin superponerse ni confundirse con ellos.
¿La ampliación del espectro autista favorece la visibilización de algo que estaba solapado?
No, en lo absoluto. Muy por el contrario, creo que por todo esto que señalé respondiendo a tu pregunta anterior, el espectro autista fagocitó a las psicosis infantiles y, con ello, invisibilizó la especificidad de su padecimiento y de su clínica.
¿Tiene el Psicoanálisis algo para hacer y decir con relación al autismo?
Yo creo que el terreno en que el psicoanálisis debiera hacer pie en el debate sobre al autismo es el de la eficacia transformadora de su clínica. Recibimos niños cada vez más pequeños (menores de dos años y medio) con sospechas de autismo o aún con un diagnóstico de autismo realizado a través de un test de ADOS. El punto es que cuando el niño es muy pequeño los mecanismos autísticos, estando presentes, aún no se han cristalizado como modos estables de relacionarse con el otro y con el propio cuerpo ni como un modo estable de organización del psiquismo. Por este motivo, la plasticidad psíquica del niño es enorme, la permeabilidad del niño a la intervención del analista y a la modificación de la posición de sus padres es máxima. Y, en la inmensa mayoría de los niños con los que he trabajado en estos últimos años y de los casos que he supervisado (me refiero a niños menores a dos años o dos años y medio con diagnóstico de autismo), digo, en la gran mayoría de estos casos, que son muchos, la intervención psicoanalítica temprana ha logrado evitar una deriva autística. Creo que el debate, actualmente, pasa por el diagnóstico temprano y las intervenciones tempranas, es ahí, en la eficacia transformadora extraordinaria de las intervenciones psicoanalíticas en niños muy pequeños, que podemos discutir tanto con la hipótesis genética del autismo (¿cómo un cuadro genético podría modificarse con psicoterapia temprana?), que es terrible porque cronifica al niño, como con las técnicas cognitivo-conductuales que tratan al niño como un mecanismo descompuesto profundizando aún más los rasgos autísticos. Por supuesto, esto nos invita a deconstruir muchas formas con que el dogmatismo que hegemoniza el campo psicoanalítico desde hace al menos cuarenta años ha pensado tanto la constitución del psiquismo en los orígenes como la función del otro en este proceso (esto último es particularmente importante, porque la teoría de las funciones parentales ha derivado, a causa sus propias inconsistencias, en una moral de la buena parentalidad que ha alejado, con razón, a muchos padres de las intervenciones culpabilizantes del psicoanalista).