Apuntes sobre transferencia, contratransferencia e intersubjetividad
Por Carlos Guzzetti
Psicólogo/Psicoanalistal/Colegio de Psicoanalistas www.coldepsicoanalistas.com.ar
Libros publicados:
“Qué cura en el psicoanálisis”, Ed. Letra Viva
“Psicoanálisis en movimiento. Fragmentos e iluminaciones”, Lugar Editorial
Muchas veces, viejas polémicas cobran actualidad. El “recodificador universal” (Bifo) que es la pandemia ha conmovido también nuestro modo de trabajar y nos ha hecho interrogar conceptos y nociones que orientan nuestro oficio. La interrupción obligada de los rituales habituales del dispositivo en los comienzos del 2020 se reveló fecunda y ahora, cuando las medidas restrictivas de la circulación prácticamente han desaparecido, se conservan en buena medida y se han incorporado a una nueva rutina. Me refiero a que la virtualidad de los encuentros se combina con algunos encuentros presenciales, conformando un dispositivo flexible y variable, elástico diría Ferenczi. Esta conmoción de las premisas técnicas instaladas desde hace décadas nos hizo preguntarnos otra vez por los pliegues del campo transferencial, en qué medida la abstinencia y la neutralidad prescriptas por la doctrina se han visto conmovidas. Hemos leído y escrito mucho sobre la cuestión, no voy a hacer ahora el repaso de las múltiples ponencias que en estos dos años y pico se han hecho sobre el tema.
Mi generación, definida no tanto por la edad sino, sobre todo, por las preguntas y problemas compartidos, se formó en la convicción de que había una teoría correcta y las demás falsas. Monoteístas convencidos, casi siempre ateos, adoptamos la teoría que más nos simpatizaba con pasión. Así fue en la política, donde aprendimos el arte de la polémica, a pensar en contra, a argumentar hasta el fin sin que nuestras creencias se conmovieran, en la convicción de que en la disputatio radicaba la búsqueda de la verdad.
Así me pasó en la adolescencia con la filosofía: interpretando de manera simplista la afirmación de Marx de que (así la recuerdo) “los filósofos han intentado comprender el mundo, nosotros tenemos la misión de transformarlo”, dejé pasar en ese momento las lecturas de filósofos decisivos como Nietzsche, Sartre o Heidegger, y ni hablar de los marxistas heterodoxos como Gramsci o Benjamin, lo que sólo pude hacer años después, una vez liberado de semejante dogmatismo.
Con el impulso de esa práctica de lectura, encaré a Freud y luego a Lacan, creyendo sin dudar que en sus textos habría de develarse una verdad fundamental. Reinaba por entonces en Buenos Aires, en pleno auge del estructuralismo, un modo de lectura talmúdica, que se detenía en cada detalle, en cada metáfora y concepto, que necesariamente debían aplicarse a la comprensión de la clínica. Proliferó así cierta literatura psicoanalítica “ilustrativa” en la que el caso era una demostración de las teorías, un verdadero lecho de Procusto. El estilo confrontativo de los Escritos y los seminarios de Lacan contribuyó a generar ese pensamiento único. Frecuentemente la teoría se convirtió en un catecismo y una moral, tal vez sea ese el destino de toda teoría que se pretende universal. Conocí a alguien que confesaba sin pudor no leer otra cosa que Lacan y sus referencias.
Gracias a Dios, la experiencia hospitalaria destruyó prontamente esas certezas e instaló preguntas que desbordaban ampliamente el saber adquirido. Tal vez no habíamos leído lo suficiente como para intervenir del modo correcto en situaciones clínicas no previstas. Así crecía un Superyó analítico despiadado, que reducía en muchos casos a los practicantes a la parálisis y el mutismo, amenazados de “excomunión”.
Muchos empezamos a leer otros autores, a encontrar otras líneas de fuga teóricas y clínicas, a entregarnos a la experiencia del caso por caso, y a darnos cuenta de que toda perspectiva teórica ilumina sólo un sector de la experiencia, dejando en penumbras otros y que lo fragmentario se impone sobre todo intento de totalización. El subtítulo de mi libro es, por eso, “Fragmentos e iluminaciones”. Digo esto para situar mi transferencia a la teoría.
Se trata aquí de poner a conversar tres conceptos canónicos: transferencia, contra transferencia, intersubjetividad.
Me interesa poner en valor el hecho de que analizante y analista son personas reales, cuerpos vibrátiles, al decir de Suely Rolnik, que no se ajustan a ningún molde teórico ni pueden eludir las consecuencias que eso conlleva. Mucho de lo que se ha dicho sobre la transferencia atiende a los aspectos formales de esa relación tan sobre determinada, ya sea que clasifiquen los diversos tipos de transferencia (neurótica, psicótica, invertida) como los intentos de formalización algebraica en particular por Lacan. Freud definía a la transferencia como el campo donde se desarrolla una “neurosis artificial”, la construcción de un espacio delimitado, que permita eludir las ocasiones de goce del vínculo.
Una colega y amiga, Radmila Zygouris, escribió un artículo muy inspirador titulado “El vínculo inédito” (Zygouris, 2005). Allí distingue entre transferencia y vínculo. Define a la transferencia como el mapa que trabaja sobre un territorio que denomina vínculo, el territorio de las múltiples percepciones, afectos y sensibilidades que componen la relación entre dos cuerpos vivos. Bifo Berardi denomina a este encuentro humano, pleno de sensaciones y malentendidos, propios de la humanidad viviente, “conjuntividad”. Desde esta perspectiva, el dispositivo analítico trabaja sobre las transferencias, las diversas escenas en las que se repiten imagos infantiles, pulsiones parciales, afectos y pensamientos susceptibles de interpretación o construcción, es decir de la enunciación de un saber sobre el sufrimiento psíquico del analizante. Cuando, como decía Lacan, el elefante entra en el cercado, cuando el caballo trota en el picadero.
El vínculo, en cambio, es lo no analizable de la relación, la compleja red de sensibilidades que se activan en el contacto con otro humano, las afinidades o rechazos producidos en el encuentro, que en buena medida son inconscientes pero eficaces. El dispositivo es el artificio que instituye un vínculo entre personas que, muchas veces, en la vida en sociedad jamás se hubieran relacionado. Y cuando ese vínculo se pone a trabajar se lo llama transferencia. En términos de la tópica lacaniana diríamos que la transferencia se despliega en los registros simbólico/imaginario mientras el vínculo es lo real de la relación.
Ciertamente, esta distinción es meramente teórica ya que -en la práctica- las dos dimensiones son indiscernibles. La abstinencia del analista a jugar en el plano del vínculo es lo que posibilita el trabajo, lo que evita pasajes al acto tanto de uno como de otro participante. El amor en juego entre ambos participantes por lo general no se expresa en acciones, aunque a veces la asimetría y el poder que conlleva hayan dado lugar a abusos económicos, sexuales o éticos (recordemos el caso Amílcar Lobo en Brasil).
Pero eso no significa desconocer esa dimensión de la escena de la cura. Allí se hace lugar el estilo personal tanto del paciente como del analista, el tono de voz, la gestualidad, el lenguaje corporal, el vestir, la disposición al humor, el modo de hablar, en fin la dimensión estética del encuentro. Hay pacientes de los que podríamos ser amigos, otros que no. Los hay sumisos o rebeldes, amables o antipáticos.
Lo que la autora llama vínculo es esa singular combinación de estilos que configura la dimensión real del encuentro. En una relación transferencial la verdad del sujeto se pone de manifiesto. Tanto la del paciente como la del analista. Eso no significa que el analista esté allí siempre como sujeto, pero a veces sí. Las intervenciones que surgen como lapsus, las interpretaciones que sorprenden al analista, las inesperadas, provienen de ese terreno en que la subjetividad se impone sobre el marco controlado del dispositivo. En la transferencia se juega un amor que, como todo amor, se promete eterno, pero que está destinado a terminar, a separarse. Pero muchas veces queda un vínculo entre analista y paciente, profesional o amistoso, otras tanto uno como otro desaparecen de la vida y los pensamientos, no queda vínculo. Otras veces, lo que parece haber sido una terminación, se convierte en una nueva demanda de análisis, en un caso, 30 años después de haber compartido, analizante y analista, algunos años de la juventud.
En un capítulo de mi libro, ante la pregunta por la dimensión real de la transferencia rescaté la noción de “presencia real” que tan bien trabaja George Steiner. Digo allí:
“Lacan se ha referido en algunas oportunidades al lugar del analista en la transferencia mediante el sintagma “presencia real”, al que le otorga dignidad de significante (Lacan, J, 1961 [2003]).
El término tiene su origen en el misterio de la eucaristía. La hostia, en efecto, no representa la carne de Cristo, sino que es esa misma carne, presencia real del Redentor. La noción opera en el límite del sistema significante, el misterio excede a la representación, “amenaza todo el sistema significante”. Así definida, esa presencia real opera como un llamado al deseo. Los fantasmas darán cuenta de cómo es “reducida, rasgada, triturada en el mecanismo del deseo”. Debe por eso ser situada en otro registro diferente del imaginario.
¿Cómo pensar entonces esa “presencia real”, del analista y también del analizante, que opera más allá de toda imagen, y que excede los marcos de la libre asociación y la atención flotante? Momentos de detención, quizás, pero sin duda oportunidades de escritura de una nueva historia transferencial.
La dimensión ética de esa experiencia ya forma parte de la doctrina y ha sido muy estudiada por diversos autores. La pregunta por la materialidad de la “presencia real”, por la dimensión de goce que implica el vínculo analítico, tanto para el analizante como para el analista, me llevó a considerarla como experiencia estética. Creo que este punto de vista puede ofrecer algunas iluminaciones valiosas.” (Guzzetti, C., 2019)
Con el auge de la virtualidad hay algunas dimensiones de ese estilo personal que no pueden apreciarse. Antes subía junto con el/la paciente en el ascensor pequeño del edificio de mi consultorio, y se imponía entonces la presencia de los cuerpos vibrátiles, en el contacto de la mano o de la mejilla en el saludo, la forma de caminar. Allí se refleja una verdad del sujeto, sobre todo si los participantes intentan presentar su mejor perfil, o lo que suponen el más indicado a la situación.
Recuerdo aquí un libro del que olvidé título y autor, que contaba que en una fiesta del ambiente psicoanalítico de Nueva York o Chicago varios colegas llevaban el mismo saco que él había comprado especialmente para esa fiesta. Todos ellos, entonces, disfrazados de analistas prestigiosos. Un paciente decía de un antiguo terapeuta de pareja que había consultado, que más que psicólogo de pareja parecía cajero de banco, “con gemelos corbata y chaleco”. Son estilos… Además, están las implicaciones de ambos participantes, su filiación política, religiosa, transferencial con maestros o teorías.
Respecto de la implicación subjetiva del analista se abren, a mi entender, dos líneas opuestas de pensamiento. Tomo como paradigma de la primera algunas afirmaciones de Donald Meltzer:
“Para que tenga lugar esta búsqueda de la verdad sobre la mente del paciente, es necesario que el encuadre reduzca al mínimo las interferencias en el desarrollo y elaboración de su transferencia, tales como las que podrían ser causadas por la intrusión de realidades externas en el encuadre. El sentido común predeciría que esto es imposible en lo que hace a la edad, sexo, aspecto y carácter del analista. Pero afortunadamente el análisis no está sujeto al sentido común y encuentra que el impulso que surge del paciente hacia la resolución de sus conflictos actuará al margen de todas estas realidades externas, si es que no le son impuestas con demasiada fuerza” (Meltzer, D., 1976, p. 21)
“Cada analista debe idear para sí mismo un estilo simple de trabajo analítico, en los arreglos de horarios y de pago, en el consultorio, en su ropa, en sus modos de expresión y comportamiento”. (Id. P. 19)
Se trata de eliminar en lo posible la realidad externa y la presencia real del otro, tal como la defino, es una realidad externa al campo transferencial. José Bleger en su distinción entre encuadre y proceso se ubica en esta línea. El encuadre fijo y el proceso como variable. Los “Estudios sobre técnica psicoanalítica” de Heinrich Racker, comparten esa posición.
Lacan polemiza desde el principio de su obra con esta perspectiva. Sacude el encuadre proponiendo una duración variable de las sesiones, lo que escandaliza al establishment y a la larga determina su “excomunión” de la IPA. A la altura de su Seminario 11 define al deseo del analistacomo el deseo de establecer la máxima distancia entre el objeto y el ideal, una reducción algebraica que deja de lado los deseos del analista. La curiosidad infantil que todos conservamos en nuestra disposición a la escucha, el goce de sumergirse en las palabras del otro, que pueden ser apasionantes, tediosas, somníferas o despertadoras, la ambición económica, las condiciones eróticas, son determinantes en el modo en que esa función abstracta se encarna en cada tratamiento.
Hace poco fui a ver un espectáculo bellísimo sobre la novela de Manuel Puig “Boquitas pintadas” en una puesta de Oscar Aráiz y Renata Schusseim. El modo en que recrean la polifonía de voces de la novela, hecha de retazos de cartas, relatos, conversaciones, canciones y programas de radioteatro me hizo pensar en cuánto de eso soportamos a diario, y lo hacemos con gusto casi siempre, cada uno a su manera.
En sus últimas formulaciones, Lacan ubica al objeto (a) como agente del discurso del psicoanalista. Su condición de sujeto desaparece en favor de la lógica del discurso. Me pregunto si tomado esto al pie de la letra no estimula una práctica no tan distinta de las perspectivas que sostienen el lugar del analista como espejo de proyección de los fantasmas infantiles. La caricatura del analista silencioso es una alusión frecuente en las demandas de análisis que recibo.
El otro extremo lo constituye la perspectiva que Sandor Ferenczi adoptó hacia el final de su vida: el análisis mutuo. Este experimento le valió severas críticas de Freud y alimentó el desprecio que, sobre todo en la pluma de Ernest Jones, primó sobre su figura durante muchos años. Afortunadamente su obra ha sido rescatada y dio lugar a toda una genealogía de analistas como Michael Balint, Judith Dupont, Donald Winnicott y otros.
La tajante crítica de Ferenczi a la hipocresía del analista se basa en la idea de que un vínculo basado en la asimetría estricta entre los participantes, que derive en una relación de poder, opera como reedición de los traumas infantiles sufridos por el paciente que lo llevan a la consulta. Su postura ética, lo que podría considerarse su testamento, se resume en una frase del Diario clínico:
“Finalmente a uno se le ocurre preguntarse si no es natural y también oportuno ser francamente un ser humano dotado de emociones, tan pronto capaz de empatía, tan pronto abiertamente irritado. Lo que quiere decir: abandonar toda “técnica” y mostrarse sin disimulo, lo mismo que se le pide al paciente” (Ferenczi, S., 1988, p. 139).
Lejos de considerar esta afirmación como un precepto técnico, la frase tiene para mí el valor de un interrogante, que mi clínica plantea permanentemente.
Bibliografía
Ferenczi, Sandor, “Diario Clínico”, Conjetural, Buenos Aires, 1988
Guzzetti, Carlos, “Psicoanálisis en movimiento. Fragmentos e iluminaciones, Lugar, Buenos Aires, 2019
Lacan, Jacques “El seminario, Libro IX. La transferencia”. Paidós, Buenos Aires, (1961 [2003])
Lacan, Jacques “El seminario, Libro XI. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, (1964 [1986])
Meltzer, Donald, “El proceso psicoanalítico”, Hormé, Buenos Aires, 1976
Racker, Heinrich, “Estudios sobre técnica psicoanalítica”, Paidós, Buenos Aires, 1981
Steiner, George, “Presencias reales. El sentido del sentido” Ex-Libris, Caracas, 1989
Zygouris, Radmila,“Pulsiones de vida”, Ed. Portezuelo, Buenos Aires, 2005