¿Disforia de género o metamorfosis de la pubertad?

¿Recubrir la incertidumbre puberal con certezas?

El sentido común de la época encuentra patología allí donde hay incertidumbre, duda, interrogación e incluso tristeza. Los tiempos son los de la prisa y las conclusiones, preferentemente, deben apuntar a la satisfacción de las demandas. Los sujetos, sobre todo, se autoperciben suponiendo saber lo que les conviene; el Inconsciente ha perdido su misterio, la pregunta tiene mala prensa, la respuesta debe alcanzar una supuesta certeza en tiempo breve. El capitalismo empuja a la eficacia, la máquina no debe detenerse, de todo se puede hacer mercancía, especialmente cuando se trata del deber de gozar sin límites, cuando se apunta a desconocer la castración.

¿Cómo se enlaza esta presión para concluir con lo que acontece durante la etapa que Freud, en 1905, caracterizó como metamorfosis de la pubertad en el tercer capítulo de sus Tres ensayos de teoría sexual?

Esa metamorfosis es el atravesamiento de una verdadera tormenta pulsional en la que vacilan tanto las identificaciones como las inclinaciones hacia el objeto. La irrupción hormonal sacude al cuerpo que cambia y que la sufre y el adolescente debe hacer el duelo por su imagen y por las representaciones infantiles así como por su vínculo con los padres de la infancia. Sin embargo, las marcas que operan desde la constitución del sujeto están ahí irrevocables. En el origen de la subjetividad hay una elección inconsciente referida a la identificación con o al rechazo de la adjudicación de género por parte del Otro primordial. A la vez, dicha adjudicación/nominación tiene un aspecto manifiesto, imaginario, pero no por eso está libre del peso del Inconsciente del Otro.

La pulsión, los diques y el marco social.

La pulsión, sabemos, no tiene ni sexo ni género, es perversa y polimorfa, como lo es la sexualidad infantil. Asimismo, es autoerótica. Sobre este terreno original se erige el mundo simbólico y, con él, los mecanismos defensivos, los ideales y -de este modo- el encuentro de los caminos pulsionales con sus posibles destinos, entre ellos la represión, así como la posibilidad de dirigirse a otro. En la latencia, Freud dice que tanto la bisexualidad como las tendencias perversas de la pulsión se ven atemperadas por el surgimiento de los diques: la vergüenza, el asco, la estética, la moral y la compasión, vinculada al dolor. Estos diques, relacionados con el amor al Otro, son los que empujan al Yo a reprimir dichas tendencias pulsionales. Como vemos, según el carácter de los diques sus particularidades están -en gran medida- diseñadas en base a lo que dicta la cultura de cada época. En la época victoriana, sin duda, se encontraban firmemente sostenidos por el primado del Padre, la sociedad patriarcal que decía cómo había que hacer para ser hombre o mujer en concordancia con el sexo biológico. Asimismo, lo agradable y lo despreciable, lo bello y lo asqueroso, lo permitido y lo prohibido, todo estaba muy bien delimitado. La condena social, e incluso penal, caía sobre la elección homosexual de objeto, que de todos modos tenía lugar en la clandestinidad. Esta evidencia deja al descubierto que la pulsión no es domesticable y que las elecciones inconscientes que ocurren en el origen del sujeto se abren camino a pesar de los mandatos sociales. Así como sucede con la elección de objeto sexual, sabemos que la pulsión -que se satisface siempre- encuentra en el síntoma o en los destinos de pulsión -la sublimación por ejemplo- una vía para ello.

Si -como dijimos- los diques tienen en gran medida su origen en aquello que privilegia o desprecia el Otro social, los que hoy se elevan para encauzar la pulsión tienen características muy distintas de los que se erigían en la sociedad que conoció Freud. La sexualidad ha dejado hace ya mucho tiempo de ser tabú, la pubertad se adelanta notablemente, la exhibición es un dato que convive ya con los niños pequeños a través de los medios. El cuerpo mismo tiene para los púberes y adolescentes otro carácter. Su mostración, incluso en situaciones antes consideradas íntimas, no necesariamente conlleva la vergüenza para todos los sujetos. Asimismo, los parámetros de la estética permiten un espectro amplio para los imaginarios en juego y la constricción por la moral sin duda se ha modificado drásticamente. Podríamos relevar en un lugar particular al dolor y la compasión como diques. Observamos a menudo que muchos púberes y adolescentes apelan a provocarse dolor, a cortarse por ejemplo, como modo -dicen- de sentir, de salir de una vivencia de vacío que los angustia. El dolor ajeno tampoco parece hoy un límite neto. Las prácticas sexuales que lo incluyen también se han propagado entre los jóvenes y la parafernalia que lo estimula es una mercancía bien conocida por ellos. Sin embargo, aunque no sea el tema que quiero abordar aquí, tenemos que encender una alarma ante el traspaso de la barrera del dolor para diagnosticar la posición subjetiva en juego en esas prácticas y descartar la perversión.

Estos rasgos actuales de la latencia, coinciden con el dato de la precocidad, así señalada por Freud -en La metamorfosis de la pubertad- como “(…) el acortamiento o la eliminación del período infantil de latencia (…)”. Freud lo ubica como “causa de perturbaciones en la medida en que ocasiona exteriorizaciones sexuales que, a raíz del carácter incompleto de las inhibiciones sexuales, por una parte, y de la falta de desarrollo del sistema genital, por la otra, sólo pueden presentarse como perversiones. (…)”; dice que “la precocidad sexual dificulta el deseable gobierno posterior de la pulsión sexual por parte de las instancias anímicas superiores, (…)” (pág 219/ 220). Desde luego, ubicamos estas afirmaciones en su marco sociocultural, pero ello no nos impide destacar que Freud señala allí algunos datos de la estructura, en la que el tiempo, sin duda, tiene su rol. Recordemos que en el diferimiento de la maduración sexual Freud incluye la posibilidad de que se erija, junto a otras inhibiciones sexuales, la barrera del incesto. (pág 205).

Tres cuestiones referidas a lo social.

Esta consideración de la variación cualitativa de los diques según el marco social quizás nos lleve a suponer que los púberes y adolescentes que emergen, luego de una latencia menos constreñida por aquellas barreras, tendrían mayor libertad y mejor disposición para el contacto con pares, el abordaje de la sexualidad y otras novedades que les depara esa edad. Sin embargo, no es lo que -en general- sucede. Podemos resaltar tres cuestiones a este respecto. La primera tiene que ver con una creciente dificultad para el contacto entre ellos. Tanto es así que el alcohol y/o algunas drogas se han convertido en un modo privilegiado de abordar las complicaciones que experimentan. Enfrentar al otro sin los velos y los marcos antes delimitados por los diques coloca a los chicos ante un reto casi siempre insuperable. Esos velos, esas barreras, eran modos de encauzar y ceñir la pulsión y de abordar al objeto y, sin ellos, se encuentran a merced de un embate pulsional que no pueden tramitar. El desvanecimiento subjetivo que provoca la droga resulta en una facilitación, cuando no en actings peligrosos. Por haberlo desarrollado en otras ocasiones[efn_note]Oleaga, María Cristina, El cuerpo, el significante y el goce. Segunda parte. El cuerpo y la época: niños y adolescentes afectados.[/efn_note], no voy a detenerme en otro factor que obstaculiza la tramitación subjetiva y favorece las patologías del acto. Se trata de la temprana exposición de los niños a pantallas, con su prisa y su estimulación desestructurante.

La segunda cuestión que quiero señalar empalma con una de las características fundamentales de la metamorfosis de la pubertad, la separación de los chicos respecto de sus padres. Esta separación es la culminación de un proceso que empieza muy tempranamente, cuando el infantil sujeto descubre que el Otro no puede adivinar lo que él piensa y que, por lo tanto, él puede mentirle. Lo ejerza o no, el descubrimiento de este poder es una bisagra primera en su relación con ese Otro primordial. El segundo hito lo encontramos entre los 3 y los 5 años, cuando aparece una negatividad, más o menos moderada, respecto de todo lo que se le propone. El sujeto hace valer su posición diferenciada de un modo primitivo y, generalmente, drástico En la pubertad y la adolescencia, nuevamente tiene que lidiar con este punto: la separación. Dice Freud acerca de esta tramitación: “Contemporáneo al doblegamiento y la desestimación de estas fantasías claramente incestuosas, se consuma uno de los logros psíquicos más importantes, pero también más dolorosos del período de la pubertad: el desasimiento respecto de la autoridad de los progenitores, el único que crea la oposición, tan importante para el progreso de la cultura, entre la nueva generación y la antigua.” Esta operación fundamental, que se juega desde la constitución subjetiva, muestra en esta etapa un imaginario teñido por la oposición constante, el rechazo al contacto físico, la vergüenza frente a manifestaciones de afecto o de protección de los padres ante los pares, y el desprecio por todo aquello que insinúe que dependen de sus padres. Desde luego, señalo características generales y de frecuente aparición sólo para poder avanzar en lo que concierne a la incidencia de lo social en este proceso.

Lo social, sin duda, se juega también en el universo adulto, el que hace de correa de transmisión fundamental, seguida por la institución escolar, los medios y todas las influencias que llegan hasta los jóvenes. En esta época, los adultos se encuentran infantilizados. La autoridad no se ejerce porque tiene mala prensa y también porque los padres la confunden con un autoritarismo despótico que nada tiene que ver con ella. Me he referido en otras oportunidades a una cierta orfandad en que caen los chicos[efn_note]Ibid (1). Adolescentes en orfandad.[/efn_note] cuando el adulto no está ahí para decir, para amparar con ese decir, bajo el slogan de dejarlos crecer en una supuesta libertad. También es llamativa la posición de comodidad que sostienen muchos padres por no poder soportar la presión que les produce el conflicto. Dejar hacer, bajo el argumento de preservar la libertad, muchas veces esconde esa posición.

Asimismo, al ser tan permisivos, empujan a los púberes y adolescentes a buscar ese tope, signo también de cuidado, cada vez más lejos. Si todo está permitido, si la previa con alcohol la organiza mamá o papá en casa, si la marihuana es inofensiva y pueden fumarla en el patio, entonces el éxtasis, las benzodiazepinas, los barbitúricos y demás drogas que alternan con alcohol en las famosas jarras locas, pueden ser, entonces sí, lo que señale su separación de los adultos, aunque muchas, demasiadas veces, estas ingestas terminen en un coma o -incluso- en la muerte.

La tercera cuestión a señalar es la de la prisa, la presión a concluir. Tanto los adultos como los chicos se encuentran empujados a definir conclusiones y certezas sin dilación. El recorrido que implica la pubertad y la adolescencia es uno de rodeos, de dificultades para definir, de cambios que sorprenden al sujeto, de pérdida de sus seguridades previas, en fin, de experimentación de un empuje pulsional inédito que, en esta época -como ya vimos-, los encuentra especialmente carenciados de marcos apropiados y, sobre esta turbulencia, urgidos para precipitar conductas y definiciones. El cuestionamiento de la identidad de género, hoy que la verdad del desarreglo humano entre biología y sexualidad ha quedado al descubierto, está a la orden del día y, desafortunadamente, ha quedado incluido entre las atribuciones de una libertad que no es tal. Probar todo parece ser la receta a mano de cualquiera para llegar a elegir lo que conviene. Llama la atención, asimismo, que en la literatura juvenil y, en algunos casos, infantil aparezcan con regularidad niños, niñas y jóvenes de las diversidades sexuales. Uno podría decir que es progresista y libertaria esta tendencia. Pero, a la vez, hay que reconocer que la acentuación de ese rasgo, su difusión, en algunos casos, a todos los personajes principales de un libro, forma parte de un empuje que parece propagandístico. Lo políticamente correcto puede ser, entonces, una nueva forma de autoritarismo.

Otras presiones.

Mencioné la dificultad de los chicos y de las chicas para armar lazos por fuera de la desubjetivación que produce el alcohol u otros estimulantes; me referí al encuentro con el vacío como amenaza para muchos adolescentes. Asimismo, noto un aumento de las demandas motivadas por emergencia de ataques de pánico, surgimiento de angustia desamarrada que está desacoplada del resto de la vida del sujeto y que lo pone en contacto con fantasías de muerte inminente. Los adolescentes de hoy, en general, presentan estos sufrimientos desligados de un conflicto, de una duda, sin historia ni argumentación. El trabajo con ellos, en este sentido, es difícil y la apuesta es, mediante una escucha e intervención puntual, abrir algo que lo implique subjetivamente.

En cuanto a las vacilaciones en relación con la identidad de género y la elección de objeto, los adolescentes -en estas condiciones de fragilidad que he descripto- encuentran respuestas rápidas, definiciones taxativas en muchos colectivos que se dedican a alojarlos, guiarlos, con la participación de líderes, gurúes, maestros y otras figuras que pululan por las redes sociales y ofrecen talleres, seminarios, retiros, etc. Me he ocupado con detenimiento de este tema en un trabajo anterior[efn_note]Oleaga, María Cristina, ¿Hombre? ¿Mujer? ¿LGTBQIA +…?[/efn_note].

Es especialmente pregnante para las adolescentes lo que el analista Jorge Chamorro denomina “síntoma del feminismo”: su concepción del macho violento[efn_note]Oleaga, María Cristina, Cupido, oculto en la oscuridad[/efn_note]. Se difunde actualmente -y muy tempranamente entre las púberes- el predominio de las elecciones homosexuales de objeto. La asimilación del varón al macho violento hace que las nenas estén especialmente prevenidas contra el acercamiento heterosexual. Por otra parte, si bien los adultos tenemos en mente el riesgo del acercamiento por parte de pedófilos que se produce a través de las redes sociales, no está suficientemente publicitada la operación que, sobre esas púberes prevenidas frente a los varones, hacen algunas mujeres que se presentan como expertas en cuestiones de sexualidad, que captan su confianza y empujan para cristalizar posiciones que merecerían otro tratamiento. Recordemos que la perversión no es privativa del hombre, aunque tenga mayor afinidad con él.

Todo esto para no mencionar lo que surge como arrepentimiento luego de intervenciones precipitadas sobre lo real de los cuerpos. Las consecuencias son graves para los sujetos cuando estás variadas soluciones express dan respuestas prefijadas -que sólo momentáneamente calman el desasosiego que ha sido atribuido a la disforia de género- que acarrean decisiones que muchas veces no tienen vuelta atrás.

Patologizar la normalidad.

En “La metamorfosis de la pubertad”[efn_note]Freud, Sigmund, Obras Completas, Tres ensayos de teoría sexual 1905, La metamorfosis de la pubertad, página 209, Amorrortu editores, Buenos Aires 1987.[/efn_note], hay un apartado llamado Prevención de la inversión. Allí, Freud dice: “Una de las tareas que plantea la elección de objeto consiste en no equivocar el sexo opuesto. Como es sabido, no se soluciona sin algún tanteo. Con harta frecuencia, las primeras mociones que sobreviven tras la pubertad andan descaminadas (aunque ello no provoca un daño permanente). Dessoir (1894) hizo notar con acierto la ley que se transparenta en las apasionadas amistades de los adolescentes, varones y niñas, por los de su mismo sexo.” Se trata de una ley, o sea de una constante; nada nuevo bajo el sol, salvo las significaciones que impone cada época.

Asimismo, en una Nota agregada en 1915, Freud señala varios significados de los conceptos “masculino” y “femenino”. Referido al que nombra “sociológico”, dice: “(…) en el caso de los seres humanos no hallamos una virilidad o una feminidad puras en sentido psicológico ni en sentido biológico. Más bien, todo individuo exhibe una mezcla de su carácter sexual biológico con rasgos biológicos del otro sexo, así como una unión de actividad y pasividad, tanto en la medida en que estos rasgos de carácter psíquico dependen de los biológicos, cuanto en la medida en que son independientes de ellos.”

Asimismo, concluye en su texto: “Desde que me he familiarizado con el punto de vista de la bisexualidad, considero que ella es el factor decisivo en este aspecto, y que sin tenerla en cuenta difícilmente se llegará a comprender las manifestaciones sexuales del hombre y de la mujer como nos la ofrece la observación de los hechos.”

A diferencia de lo que planteó Freud –ya a comienzos del siglo pasado– respecto del desarreglo original de la pulsión, tanto en el sentido de su polimorfismo como en lo que llamó bisexualidad, hoy se patologiza el tránsito de la adolescencia normal por esas vicisitudes. A ese desarreglo, normal para la edad, a esa dificultad para encontrarse identificado a su sexo biológico, se lo nombra con demasiado apuro disforia de género, la que se ha convertido hoy en pandemia. Muchos niños, púberes y adolescentes expresan hoy una discordancia entre su sexo anatómico y el modo en que se autoperciben. Podemos atribuir este aumento del número de disconformes a que el rey está desnudo, a que no hay decir autorizado y a que, por lo tanto, hay emergencia de los datos de estructura: la sexualidad perversa polimorfa y multifacética. Hay mucho para decir acerca de lo que implica, sobre el fondo de la constitución subjetiva -de las marcas indelebles que allí se ponen en juego- la autopercepción del género como discordante respecto del sexo anatómico en los niños.

Lo que es inédito es la proliferación de esta percepción de discordancia, la que recorre los grupos de esa franja etaria así como las pertenencias socioculturales y económicas más variadas y en todo el planeta. La cuestión se complica cuando, desde el mundo adulto, se le supone al niño o al púber y al adolescente un saber sobre sí y esta certeza, que desconoce al Inconsciente, empuja a la actuación. Reina el “Hay que probar todo” e incluso la apelación a la rápida “solución” legal, hormonal e incluso quirúrgica. En Argentina, la ley 26743, de identidad de género, reconoce el derecho a tener la identidad sexual autopercibida en el documento nacional, así como el acceso a la atención sanitaria integral de personas trans. La precipitación es el signo bajo el que se resuelve este derecho y este dato es especialmente perjudicial en el caso de los niños. Ellos se encuentran inmersos en el caldo del Otro y merecen, por lo tanto, junto a sus familias, espacios de demora y escucha antes que apuro por definir.

Tenemos que reivindicar y aplaudir que las diversidades sexuales encuentren su lugar merecido entre los destinos normales de la sexualidad humana. Sin embargo, en el contexto actual, si tenemos en cuenta todo lo que señalo como marco sociocultural de la niñez, de la pubertad y la adolescencia, no podemos sino concluir en que lo que antes formaba parte de la normalidad de una etapa de turbulencia extrema es hoy visto como patológico y digno de rectificaciones precipitadas. Estas definiciones precoces desconocen la diferencia entre lo que se dice y lo que se puede escuchar, entre lo manifiesto y lo inconsciente y desconocen, por lo tanto, el valor del conflicto y del síntoma. La disforia de género debería, a mi criterio, volver a ubicarse dentro del marco de la metamorfosis de la pubertad y las vicisitudes normales de la adolescencia hasta que, en cada caso, se pueda definir su estatuto. Ante la presión social por coagular en una certeza lo que está aún en tránsito, el Psicoanálisis tiene mucho para decir acerca del valor de la pausa y la escucha.

María Cristina Oleaga

Licenciada en Psicología – Universidad de Buenos Aires.
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