Entrevista a Luciano Rodriguez Costa

Serena Sottile entrevista a Luciano Rodriguez Costa Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Ed. Lugar, 2021) y Los procesos de subjetivación en psicoanálisis. El psicoanálisis ante el apremio de una revolución paradigmática (Ed. Topía, 2023).

Por M. Serena Sottile

serenasottile@elpsicoanalitico.com.ar

Luciano Rodriguez Costa es Psicólogo (UNR), Prof. en Psicología (UNR), Magíster en Psicopatología y Salud Mental (UNR).

Egresado de la Residencia Interdisciplinaria en Salud Mental (RISaM – Gdro. Baigorria, Santa Fe).

Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Ed. Lugar, 2021) y Los procesos de subjetivación en psicoanálisis. El psicoanálisis ante el apremio de una revolución paradigmática (Ed. Topía, 2023).

Tu libro «La violencia en los márgenes del Psicoanálisis”, se gesta como resultado de tu práctica con juventudes vulneradas ¿podés comentarnos sobre esas experiencias?

Como suele suceder, los libros se empiezan a gestar mucho antes de que uno apoye la lapicera en el papel o las manos en el teclado. Podríamos decir que mi interés se remonta a la residencia en salud mental que hago a partir del 2010 y hasta el 2013 en el Hospital Escuela Eva Perón de Granadero Baigorria, ubicado en el norte del área metropolitana de Rosario, ahí me encuentro gracias a Liliana Palazzini (Psicoanalista) con las teorías de Piera Aulagnier y Donald Winnicott que fueron fundamentales para mi trabajo. Pude conocer los conceptos de privación y deprivación de cuidados, la llamada tendencia antisocial en jóvenes, y eran categorías muy afines a las problemáticas que nos encontrábamos en el hospital en aquel momento. Luego por un concurso en Desarrollo Social ingresé a una institución con una modalidad de centro de día (CDD), donde se trabajaba con una población joven que se decía en situación de vulnerabilidad. Esa nominación ya fue todo un tema, propuse cambiar un poco el modo en que hablábamos de los jóvenes porque no solamente están en una situación de vulnerabilidad, sino que a lo largo de su vida han sido extremadamente vulnerados. La práctica misma me llevó a la necesidad de diferenciar el desamparo social y el desamparo psíquico, sobre todo en cuanto a poder pensar desde la salud mental y el psicoanálisis la forma en que se inscribe el desamparo y hacia dónde dirigen la demanda los jóvenes.

Yo llegué con todas mis teorías bajo el brazo, pero las subjetivaciones de clase están totalmente instaladas y en ese sentido tuve que superar ciertos miedos iniciales, eso fue en algún punto sanador, pude reconocer y elaborar en cierta medida las barreras que la cultura nos impone y el trabajo con eso fue más que interesante, tanto conmigo mismo como con estos jóvenes que han sufrido desamparo, han sufrido descuidos, a veces de modo intermitente y a veces de modo sistemático de parte de las personas más importantes, padres u otros adultos del medio donde se han criado. A su vez esos otros también han sufrido desamparo, de sus otros significativos y del Estado. Ese sufrimiento muchas veces, casi siempre, se expresa en forma de actos, como llamados al otro, pero en los umbrales del lenguaje, en los umbrales de la simbolización.

Pensar los diferentes registros que podían tener esos actos, actings, fue lo más difícil, trabajar con las formas que los jóvenes tienen de mostrarnos su sufrimiento, formas que suelen generar lo contrario a lo que buscan: la expulsión. Entonces durante esta primera etapa buena parte del trabajo fue al interior del equipo del centro de día para poder tomar eso como un S.O.S, acompañar el despliegue de la crisis, no solamente se trata de alojar y contener. En algún momento malinterpreté lo que dice Winnicott de sobrevivir a estos actings como que había que ser tolerante , lo cual suponía cierto grado de pasividad a nivel de la intervención.

 Y no, se trata de sobrevivir haciendo cosas. Son momentos que pueden marcar un antes y un después, a veces son consecuencia del trabajo suficientemente bueno que les permitió poner a prueba el lazo, relajar defensas y dejarse caer, como dice la canción, sólo que a veces esto último revestía la forma del estallido. Estas experiencias me llevaron al concepto de crisis de desamparo y crisis paradojales.

Alguna vez me pregunté si podría pensarse una especie de UTI de salud mental, una terapia intensiva, un lugar donde se acompañe el despliegue de estas crisis que necesitan suceder para que alguien pueda dejar de repetir esos ciclos y comience a simbolizar algo de lo le ha sucedido en tiempos originarios y también actuales.

 La intensidad que tuvo toda esa práctica me llevó a querer escribir, como un modo de elaborar todo lo que dejó en mi propio cuerpo, y al mismo tiempo de compartir la experiencia, de compartir algunas construcciones y el aprendizaje.  Me pareció que esas ideas podían ser útiles a otros, sobre todo en una problemática siempre tan mal comprendida, tan marginal en algún punto, no por mala intención sino porque hay dispositivos histórico políticos montados para que desconozcamos el sufrimiento de las juventudes.

También escribiendo, yo mismo realizaba un trabajo de simbolización, ya que cuando escribo, pienso.

 En épocas de una profundización de las desigualdades sociales, aumento de la pobreza, desamparo creciente ¿qué aspectos crees que debería enfatizar el Psicoanálisis?

Creo que hay tres aspectos que en Psicoanálisis deberíamos y podríamos enfatizar. En primer lugar, a nivel del corpus psicoanalítico deberíamos retomar lo que ya existe sobre el tema del desamparo, la violencia, la desigualdad y la problemática de lo social en general y su incidencia en el psiquismo. Quiero decir, en algún punto es como si para ciertas vertientes del psicoanálisis se hubiera instalado una especie de apoliticidad, de ahistoricidad, neutralidad, etcétera. Posiciones que tanto se han criticado desde otras líneas en las que me inscribo. Es como si se hubiera replicado al interior del psicoanálisis la misma división que instaló la modernidad occidental entre individuo y sociedad. Digo recuperar, porque leyendo a Freud te encontraras con fragmentos clarísimos, tanto en Tótem y Tabú, El malestar en la cultura, Psicología de las masas, etc. Pasajes muy claros en donde da cuenta que lo que sucede en las neurosis no deja de ser la expresión de pautas culturales, dicho de modo muy general, que enferman o hacen sufrir a las personas.

En la transmisión del Psicoanálisis se tiende a separar los textos sociales de Freud y los textos propiamente psicoanalíticos, los metapsicológicos y demás. Y eso replica lo que sucedía en el armado de la modernidad occidental. Una división entre lo individual y lo social.

Se ha escrito mucho sobre desamparo, autores que no se leen en la Facultad, por ejemplo, Winnicott.

Es necesario recuperar, actualizar, transmitir, revisitar lo que se ha venido teorizando. La segunda vertiente se relaciona con lo anterior: si la modernidad separó al sujeto de su comunidad, el desafío es poder producir teoría en ese abismo.

Por ejemplo, yo encontré tanto en Piera Aulagnier cuando intenta pensar el contrato narcisista y en Silvia Bleichmar con la noción de procesos de subjetivación, un nexo comunicante entre ese abismo que se creó entre sociedad e individuo.

Ambos libros que he publicado intentan continuar la indagación en relación a cómo nos impactan las realidades que nos tocan, cómo se singulariza lo histórico-político, entre lo universal y lo local, lo general y lo particular.

En tercer lugar,enfrentar la fragmentación al interior del Psicoanálisis, armando comunidad, promoviendo la comunidad psicoanalítica, enfatizando los movimientos del Psicoanálisis en contra de las llamadas “Líneas” donde a veces llegamos al punto delirante de considerar que algo es verdadero o falso si es pensable desde tal o cual línea. Eso me recuerda Rock para los dientes, de los Redonditos de ricota: “Éste mundo, ésta empresa, éste mundo de hoy / Que te esnifa la cabeza una y otra vez / Es una línea y otra línea y otra línea más / la línea que te esnifa la cabeza cada día un poco más”. Las líneas en Psicoanálisis nos esnifan la cabeza.

Freud plantea que el Psicoanálisis es un movimiento -en Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914)-. Y un movimiento implica que hay flujos, tiempos y geografías distintas, afiliaciones y desafiliaciones, problemáticas diversas y comunes que se abordan y teorizan en este discurrir témporo-espacial. Sin dudas me filio en esta concepción y no en la falsa “diversidad” de las “líneas”, que devienen en aislamiento y anulación de las respuestas que otros han podido dar a problemas o preguntas comunes, y que fragmentan al Psicoanálisis justamente en un momento de fragmentación social generalizada a nivel global. ¿Cómo el Psicoanálisis podría abordar la fragmentación, la dispersión, el aislamiento, la indiferencia, la violencia, el negacionismo de la realidad y la historia, si reproduce las mismas en su propio movimiento?

Hay un concepto muy interesante que desarrollás en el primer capítulo: “fetichismo de la violencia” ¿podrías brevemente describir de qué se trata?

El fetichismo de la violencia es un concepto con el que me fui encontrando en el intento de buscar explicaciones a la operatoria propia de la violencia, lo podríamos definir como la forma de fascinación mórbida que tenemos frente a aquellos episodios que significamos como violencia. Es esa fascinación la que hace que devenga en fetiche. Hay una detención de la mirada, del proceso perceptivo, y entonces no podemos ver el proceso del cual viene aquello que nombramos violencia. Nos detenemos en el último eslabón de la cadena de violencia y eso es la violencia misma. No es casual. Decimos por ejemplo que los piqueteros son violentos porque prenden gomas y paralizan el tránsito en la ciudad y no vemos cómo las privatizaciones del sector empresarial público,la flexibilización laboral, la apertura de importaciones, la producción de desempleo, son la verdadera violencia social, económica y política.

La agresividad es una fuerza propulsiva, es una potencialidad que tiene el ser humano, pero en la modernidad es fetichizada y considerada como violencia. El piquete, por ejemplo, es un acto agresivo que interpela una forma de violencia que pretende invisibilizar al otro, hacerlo des existir. Cuando toman la calle hacen que no se pueda seguir no mirando. La violencia busca la anulación del otro, en cambio la agresividad es vital y busca cuestionar, interpelar, devolver el registro del otro.

Teniendo en cuenta que vivimos en Rosario y que has escrito algunos artículos para Pág. 12 sobre la violencia narco, cómo crees que se juega en las juventudes vulneradas el efecto de la degradación neoliberal de los lazos y la indiferencia indolente hacia el semejante, temas que abordas en tu texto.

En los artículos de Pág. 12, sobre todo en Rosario 1984 (jugando con el libro de Orwell) hablo de las violencias en plural. En Psicoanálisis hablamos de la violencia neoliberal, pero también hubo violencia antes, en el liberalismo.

Por ejemplo, la ley Agote instituyó el Patronato Nacional de Menores Abandonados y Delincuentes en 1919, que se sanciona a raíz de una serie de protestas obreras. Estos las llevaban adelante junto a sus familias, reclamando por los precios de los alquileres, por las jornadas laborales extensas y el trabajo infantil. Se culpaba a los padres de los desmanes que hacían sus hijos y esto fue lo que habilitó al Estado a sustraerles los niños aduciendo sus faltas morales. Fue la primera forma de apropiación sistemática de niños y se logró someterlos con institucionalización en pleno liberalismo argentino. Ahí tenés otra forma de fetichismo de la violencia, criminalizaron la protesta y a los niños y jóvenes del sector trabajador. Con el neoliberalismo se degradó aún más el lazo, sobre todo a nivel comunitario y la capacidad de la comunidad para sostener a las nuevas generaciones.

 También sigue presente la violencia colonial que hace que los jóvenes de sectores mal llamados populares (deberían llamarse violentados) sean nombrados por la clase media como negros, lo que los ubica en el lugar de sospechados, crecen sabiéndose mal mirados por la ciudad blanca.Está la ciudad blanca y la otra,como dice el Colectivo Juguetes Perdidos “¿Quién lleva la gorra?”. El europeo nos ha hecho una propuesta de identidad inalcanzable (pues nunca seremos lo suficientemente europeos, lo suficientemente blancos ni colonizadores) pero interviene en los modos en que nos aproximamos a estos “jóvenes de gorrita” y en el modo en que ellos se sienten mirados.

 Hay tres grandes formas de la violencia que son transversales: las del capitalismo liberal o neoliberal, las del patriarcado y la colonial.

Se interdeterminan y tensan de tal manera sobre nuestras subjetivaciones que nos llevan a devenir indolentes ante el sufrimiento que experimentan nuestros semejantes al interior de nuestra propia comunidad, actuando como si fueran otredades o, peor aún, como si ni siquiera eso fueran.

Ejercemos violencia mucho más frecuentemente de lo que quisiéramos creer. Lo que pasó con los últimos asesinatos en Rosario, llevados a cabo por bandas narco-policiales, fueron pensados como asesinatos de clase. Antes tuvimos asesinatos a diario y eran noticia, pero no causaban alarma. La ciudad blanca no se sentía tocada porque eran cosas que le pasaban a otros que no tenían estatuto de semejante. Esto fue entendido por quienes cometieron esos delitos:las muertes que alarman son las de cierto sector y clase social.

Cómo crees que es posible pensar nuestras prácticas en contextos de violencias que promueven formas de subjetivación que terminan siendo deshumanizantes, desubjetivantes podríamos decir. En algunos casos hay arrasamientos materiales y simbólicos de las condiciones mínimas y en otros directamente pareciera que nunca van a instalarse.

Me parece clave esto que preguntas. Dos cosas: por un lado, a las violencias las entiendo como formas de subjetivación desubjetivantes, no pueden ser pensadas como la opresión. En la opresión hay alguien que ejerce alguna forma de maltrato y otro que lo padece, los roles están claros. En la violencia no está tan claro. El violentado puede creerse liberado por quien lo está violentando. Como nos está pasando ahora con un gobierno que vino a decir que iba a otorgar mayores niveles de libertad y vemos que en realidad hay una generalización del sufrimiento, el destrato y la indolencia. Son formas de subjetivación porque son parte de una propuesta subjetivante, que ofrece representaciones, identificaciones, modos de ver el mundo y al semejante,pero que nos alejan de las adquisiciones universales de la subjetivación constituyente del psiquismo en sus fundamentos como por ejemplo la condolencia, los dique anímicos, la represión primaria,la capacidad de preocuparse por el otro, el registro del semejante, el lazo.

Por otra parte, cuando se trabaja con personas violentadas hay que trabajar en la construcción de confianza, una categoría en la que trabajo y que espero adquiera un estatuto propio dentro del Psicoanálisis. Instituir una “comunidad de lealtades” o “comunidad de fe en el otro”, como dice la etimología de esta palabra. Para muchos jóvenes se trata de eso: poder instituir a un otro que aloje. Han perdido la fe en el semejante, entonces hay que reinstituir el lazo con el otro, y para ello hay que ofertar estabilidad, confianza, capacidad de preocuparse por ellos. Esto supone repensar la técnica y la metapsicología: para transferir algo, primero tiene que instituirse un lugar donde se lo pueda hacer.

Era muy habitual encontrarme en reuniones intersectoriales donde entre los profesionales se hacía una enumeración de hechos violentos, los “policiales” del diario, actos cometidos o padecidos por estos jóvenes, pero donde no existía la pregunta: “¿de qué padece este joven?”. Una pregunta que nos permite no sólo ubicar al otro como un ser humano, sino además salir de la indolencia y del fetichismo de la violencia que nos propone la cultura.

Por último, creo que el que sostiene a otros debe tener sostén para metabolizar prácticas tan intensas: las teorías, el propio análisis, la posibilidad de construir soportes como la relación entre pares, los equipos de trabajo, los espacios de elaboración de la praxis, la supervisión. De lo contrario, cuando estamos en contacto permanente con los sufrimientos más descarnados y no contamos con los medios que nos permitan elaborar su impacto, desarrollamos “callos psíquicos” que, defensivamente, nos vuelven insensibles o incluso crueles.

Qué continuidades y discontinuidades hay entre tus libros, entre lo que venís sosteniendo como preguntas, sobre qué estás pensando hoy particularmente.

Se me ocurren dos grandes continuidades: juventud y violencia. Aclaro que el segundo libro (Los procesos de subjetivación en psicoanálisis) era un capítulo que quedó excluido del primero (La violencia en los márgenes del psicoanálisis) por cuestiones de espacio: lo seguí elaborando como un seminario, a partir del cual adquirió otra densidad y extensión que antes no tenía.

Creo imprescindible y apremiante complejizar la teoría y la práctica, poder incorporar la dimensión histórico-política en nuestra práctica y el modo en que nos subjetiva a nosotros y a la población con que vamos a trabajar y también reexaminar bajo qué códigos de subjetivación se gestaron nuestras herramientas y conceptos.

Actualmente estoy trabajando y dando seminarios sobre el tema juventudes, tratando de diferenciar adolescencia respecto de juventudes no adolescentes. Me parece una distinción clínica fundamental que tenemos que empezar a priorizar; no podemos llamar adolescente, sobre todo en psicoanálisis, a cualquier persona que sea etariamente joven, porque la adolescencia es un proceso de trabajo psíquico y no sólo una franja etaria. Sin embargo, caemos como en una especie de sentido común sociológico. Los jóvenes con los que yo trabajo muchas veces están, podríamos decir, en la etapa anterior al proceso adolescente: tratando de filiarse, intentando aún devenir hijos de alguien. Eso supone un trabajo psíquico absolutamente diferente al de quién realizó una efectiva “afiliación” y, en todo caso, está en el proceso adolescente de “desafiliarse”, para así reformular las identificaciones, los vínculos, los ideales, etcétera. Entonces, actualmente estoy escribiendo en torno al cómo trabajar con la autonomización con la que llegan, con este aprendizaje a no confiar en el otro como forma de supervivencia psíquica, y cómo seguir trabajando posteriormente, una vez que logramos construir un vínculo, con las inscripciones dolorosas, los núcleos de sufrimiento que requieren elaboración.

Qué lugar para la realidad hoy en nuestras prácticas institucionales, hospitalarias, en el consultorio

La que requiere, la que tiene de hecho. Podemos pensar la realidad en el sentido de los procesos de subjetivación y la realidad como fenómeno de un fluir constante y permanente que nos va imponiendo nuevos problemas y desafíos. Más allá de que existan modos de subjetivación histórico-políticos más estables que incluyen, por ejemplo, las formas de violencia mencionadas, sin duda la realidad actual y las propuestas de subjetivación a partir de este nuevo gobierno, son diferentes. Mientras que años atrás en todo caso estábamos pensando sobre la indolencia e indiferencia, de los ‘90 en adelante, por ejemplo, creo que hoy lo que se impone pensar son las formas de crueldad activamente fomentadas sin ninguna vergüenza.

Va más allá del individualismo neoliberal, hoy lo que tenemos son formas odiantes donde realmente se le desea al otro que le vaya mal, que sufra y que sea castigado por haberle generado alguna forma de daño a la sociedad; de modo tal que lo que se está proponiendo es que sectores sociales se enfrenten a otros sectores sociales. Volver a criminalizar y desear el sufrimiento del otro en algún punto nos reenvía a los tiempos de la dictadura: algo habrán hecho para merecer ese sufrimiento.

En tal sentido, es crucial diferenciar violencia de crueldad, esa es una distinción que trabajo. La violencia se basa en la anulación del otro, su borramiento; no hay semejante, no me genera bronca, lástima ni empatía, sencillamente no está, no hay ningún tipo de goce por su des-existencia. Mientras que en la crueldad sí hay un goce, hay un deseo de degradarlo, hay un reconocimiento y lo que se busca a través de la crueldad es poder destruir esa posible semejanza. Digo que estamos volviendo, porque vuelven a aparecer los discursos que nuclean formas de odio y de disfrute del dolor del otro que quizás no teníamos desde la dictadura. Siempre han existido formas de subjetivación que más o menos han capilarizado algo de este odio, por ejemplo, el odio de clase. Pero ahora esto tiene una incidencia que pasma, nos horroriza, y obviamente tenemos que salirle al cruce.

¿Qué lugar darle a la realidad, cómo reconocerla en nuestras prácticas? Con el liberalismo se instaló muy fuerte en psicoanálisis la idea de que el consultorio particular, que en francés es cabinet libéral, era algo que estaba por fuera de las instituciones de la sociedad, por lo tanto, uno tenía como una especie de máxima libertad: confundiendo la libertad para fijar los aranceles con este estar por fuera de la sociedad. Y eso ha sido una ilusión, el consultorio es una institución. Así como el liberalismo fue y es una institución, el consultorio particular también lo es, entonces la realidad va a estar de igual modo en un hospital que en un consultorio, aunque se intente no lidiar con ciertas realidades de ciertos ámbitos. Lo mismo ha sucedido con el endogenismo, el universalismo y el estructuralismo en psicoanálisis: han generado la ilusión de estar por fuera de la realidad, en un más allá que le otorgaría una especie de “estado de excepción” que lo volvería intocable. De ahí la necesidad que nos retorna de volver a la pregunta por la realidad. Habría que preguntarnos, asumiendo que estamos de lleno en ella, qué lugar queremos tener en la realidad que ya nos está sucediendo.

María Serena Sottile

Psicóloga, ejerce su práctica como Psicoanalista.
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