Por Omar Acha
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En su tema “Tres teclados”, Pablo Lescano agrede al cantante de grupo cumbiero Pibes Chorros, Ariel “El traidor” Salinas, con la frase: “Tus antecedentes no te ayudan, ¿te acordás cuando cantabas en Los Chudas?”. Debe decirse que los “antecedentes” tampoco favorecen al presidente Milei. Pero que haya fracasado en el fútbol o en la música, lo que no admite discusiones, parece haber cambiado de signo con la victoria electoral que lo llevó al poder ejecutivo asumido en diciembre de 2023. Con la economía, finalmente, triunfó. ¿Le irá mejor que en sus sueños precedentes?
Proyectado por la exposición mediática y la complacencia del periodismo argentino, Milei hizo de su condición de economista el lugar autorizado para construir el proyecto político “libertario”. Su idea es economicista, en el sentido que todo se deriva de la economía, tanto lo material del día a día como lo moral. El “mercado”, liberado a su autonomía, sin la interferencia del Estado, ordenaría todo de la mejor manera. Es claro que cualquier reconstrucción de historia económica de Estados Unidos, Alemania o Argentina desmiente que el mercado funcione sin la intervención estatal (el Estado argentino de 1880 fue decisivo para el crecimiento económico agroexportador, y el éxito a corto plazo de esa economía condujo a una mayor acción estatal). Pero el voto mileísta, que es lo esencial aquí, no se preocupa por las evidencias.
En el ascenso de Milei, la apelación a cifras del PBI, déficit fiscal, emisión monetaria, proyecciones inflacionarias y curvas del tipo de cambio, entre otros temas habituales en el discurso económico, edificaron la idea tan común entre sus seguidores, particularmente en las plataformas y redes sociales, de que “El Peluca sabe”. De hecho, en sus redes el propio presidente adoptó hace poco como propia la torpeza de Daniel Scioli de que él debería obtener el premio Nobel en economía (hasta Juan Carlos de Pablo, economista de ideas liberales, se mostró escéptico ante la clarividencia intelectual de “Pichichi”).
Desde un punto de vista teórico, una de las razones del éxito mediático de Milei como economista reside en su tendencia a la explicación monocausal de los temas discutidos. Hay que reconocer la atracción popular de que las cosas sean analizables a través de una variable única y simplista. La receta fácil es atractiva. El ejemplo más notorio es el de la inflación, que como sabemos es central en su pretensión de conocimiento conceptual y práctico del funcionamiento de la economía. Para Milei la única causalidad es monetaria. Por eso, con el cese de la emisión y de aquello que hace necesaria la emisión, siempre en su razonamiento, el déficit fiscal, la inflación sería neutralizada.
Este tipo de pensamiento es muy efectivo en el ámbito mediático y en las redes sociales. Cualquiera que objete, por ejemplo, diciendo: “es más complejo, hay que considerar un cierto número de variables y sus diferentes tiempos”, ya perdió el “debate” mediático y de redes. La televidente o el lector de redes asigna más eficacia a la explicación trivial. Es lo que sucede cuando Milei describe el origen del gasto público así: “son los políticos corruptos, la casta”. Quien, con toda razón, oponga que hay numerosos planos y justificaciones del gasto público, o afirme que decir “corrupción” explica poco o es una simplificación, también pierde la batalla dialéctica para una audiencia o red social que no tolera oraciones con cláusulas subordinadas.
Sin embargo, la lógica mediática en algún momento colisiona con una realidad menos arbitraria.
Cuando Milei asumió el 10 de diciembre de 2023 se hizo claro que carecía de un plan económico integral, según había proclamado tenerlo en la campaña electoral. Por eso recurrió al paquete de medidas elaboradas por Federico Sturzenegger que dio lugar al decreto de necesidad y urgencia (DNU 70) y luego a la Ley Bases. Nadie en el gobierno, incluido el presidente, podía evaluar verdaderamente la estructura de una acumulación de reformas imaginadas por Sturzenegger. Pronto se hizo evidente que no solo había errores en varios capítulos, sino también inconsistencias entre ellos. Pero con su estilo de todo o nada, que mantiene aun cuando cede ante las circunstancias, el gobierno pretendió cancelar las dificultades estructurales de la economía argentina y dejar al “libre mercado” para que cree, con la virtuosa “mano invisible”, la Argentina potencia que alguna vez habríamos sido pero que cualquier historiador más o menos serio discute.
Un problema decisivo con el decisionismo económico de Milei no es solo personal o psicológico. Es característico de la economía como disciplina científica con orientación práctica. Como sabemos, existen diversas escuelas económicas. ¿Cuál es la correcta? Desde el marxismo, tan violentamente vituperado por el presidente, no nos proponemos como una teoría económica alternativa a la escuela clásica, al marginalismo, a la escuela austríaca, al keynesianismo o a la que fuera. Si Marx perdura como pensador vigente es como “crítico de la economía política”, no como mero economista. En verdad, su teoría del valor no es el fundamento oculto de una explicación de los precios de las mercancías cuya producción esconde un trabajo no pago a la clase obrera, el plusvalor. Tampoco el volumen segundo de El capital procura esclarecer mejor que otras perspectivas el funcionamiento de las ramas y sectores de la producción y su conexión con la circulación.
Es cierto que Marx elabora una explicación del valor, del capital, del salario, del plusvalor, de la ganancia, del interés, de la renta de la tierra, etcétera. Pero lo decisivo de su enfoque reside en que la economía regida por el capital es una fuerza social anónima y contradictoria que se impone a los individuos y clases como si la experiencia se verificara en términos de una “historia natural”. La economía se enajena, se hace “lo otro” regido por sus propias tendencias y contradicciones en un alcance global. De allí que no sea un problema explicar la transformación de valores en precios, como si éstos descansaran en el tiempo de trabajo coagulado en cada producto. Marx insiste en que se trata de un “tiempo de trabajo socialmente necesario” donde operan flujos globales conectando productividades sectoriales en tiempos complejos fácilmente trastocables por contingencias (por ejemplo, la guerra en Ucrania sobre el precio del petróleo y los cereales). De tal manera, el precio difiere siempre del valor. ¿Cómo ocurre eso? Justamente en las entrañas dantescas de un mercado mundial donde se dirimen las pequeñas historias microeconómicas.
El marxismo en economía, si tiene un sentido, consiste en la explicación crítica y militante de ese mundo enajenado de la producción, la circulación y las mercancías. Es lo que se conoce como “el fetichismo de las mercancías”. Para la profesión económica, si la crítica marxista tiene razón, ese “fetichismo” depara un problema colosal.
Es que, en efecto, la profesión de economista es una especialidad ingrata. ¿Cómo se podría verdaderamente conocer y predecir las eventualidades de una economía interconectada y enajenada como la globalidad capitalista? Aunque sea cierto que es factible conocer aspectos en el corto plazo, es imposible predecirla y mucho menos posible es dominarla. Al respecto, debe decirse que no es lo mismo dedicarse a la microeconomía (ligada a agentes particulares, a empresas concretas, a inversiones, etcétera), que a la macroeconomía de las cuentas nacionales, la balanza de pagos, la inflación, entre otros temas. Tampoco es lo mismo ser economista en un país de tercer orden con cincuenta millones de habitantes que serlo en los Estados Unidos con una Reserva Federal, o en China con esa mezcla bizarra de pseudo comunismo autoritario y “espíritu capitalista” en un país-continente. Pero incluso en las potencias mundiales, éstas no controlan desde el saber económico los procesos objetivos.
El momento revelador de esa objetividad “enajenada” es la emergencia, siempre impredecible, de las crisis de gran alcance, como la de 2008 que atravesó el mundo. En el marxismo se ha discutido si la misma se debió a la “financiarización” o a una caída de la productividad, o a una combinación de ambas y otros fenómenos aleatorios. Frente a ese tipo de fenómenos, los saberes económicos, cualquiera sea su orientación, vacilan. El salvataje al sistema bancario, una transferencia bestial de recursos en favor de las más finanzas, fueron medidas prácticas adoptadas sin mayor conexión con la teoría, o en todo caso con una vinculación muy polemizable.
En general, en las economías nacionales, los procesos se muestran en esa lógica de objetividad típica de la sociedad capitalista e inhallable en otras experiencias históricas. Las explicaciones regidas por decisiones de política económica, es decir, por intenciones prácticas exitosas, son muy deficientes. Por ejemplo, si en 2002, durante el gobierno de Eduardo Duhalde, la devaluación comandada por Remes Lenicov creó las brutales condiciones para retomar la acumulación capitalista luego de la debacle de la convertibilidad, la verdadera salida solo ocurrió cuando coincidió, azarosamente, con una elevación de los precios internacionales de productos exportados por la Argentina.
La proclamada “década ganada”, que nació por razones inexplicables, por la sola intención de los gobernantes, comenzaría a cerrarse de la misma manera: la crisis iniciada por la caída de Lehmann Brothers en 2008 y la ingobernable inflación que desde entonces comenzó a socavar el sueño peronista de que la buena política económica, con alguna redistribución, domesticará la estructura objetiva del capital.
Por estas razones, el tan castigado socialismo marxista sostiene que es inviable intentar reformar el sistema desde un espacio nacional, con una política económica localizada, cualquiera sea su matriz teórica.
La enajenación propia de la economía capitalista es letal para otro convencimiento del presidente: la teoría económica, cuando es adecuada, modifica la realidad. Dicho en otras palabras, habría una conexión no problemática entre teoría y práctica.
Aunque la referida predilección de Milei por las explicaciones sencillas parece inadecuada para dificultades complicadas, y no es temerario prever un fracaso de su política económica, es posible que tenga éxito momentáneo. Solo que no lo tendrá por su política errática y contradictoria, sino porque eventualmente se alineen los planetas como con el “viento de cola” de las dos primeras presidencias kirchneristas. Por caso, que Donald Trump gane las elecciones en Estados Unidos y, por alguna razón, induzca al FMI a facilitar préstamos multimillonarios a la Argentina, o que Xi Jinping adopte a la Argentina (pues no debe ir a terapia para soportar que Milei lo llame “comunista asesino”, en el caso que registre quien es el señor Milei) como país privilegiado de inversiones violentamente extractivistas.
Para mi gusto, Milei es un mal economista, un lector apresurado de una biblioteca a la que se convirtió por razones individuales que aquí no interesan. Debo reconocer que mi opinión es discutible pues no soy un economista de formación. Pero incluso si Milei fuera un pensador más sofisticado, capaz de barajar conceptos complejos, idóneo para incorporar diversos planos y tiempos de la acción, donde se conecten los datos técnicos con las exigencias políticas y sociales, todo eso no modificaría la falla básica del ensueño de dominar lo indominable. Insisto que no se trata de un déficit de Milei. También acosa a variantes más sofisticadas y empíricamente sostenidas en investigaciones como el estructuralismo de la CEPAL.
La aprobación de la ley “Bases” es una mala noticia para el gobierno “libertario”. Primero, porque debe presentar resultados palpables para la población que vayan más allá de la baja de la inflación. Se suponía que eso lanzaría una dinámica de crecimiento con incidencia en los ingresos populares. Tal novedad puede suceder, en parte, si ingresa nueva deuda externa, que, como en el gobierno de Macri, previsiblemente pagará los vencimientos de deuda próximos a cumplirse. Su efecto económico, otra como con Macri, será nulo o pasajero. Segundo, porque, a pesar del instante capturado por el “escándalo” de la violencia de género acusado en Alberto Fernández, se desgasta la fórmula mágica de la “casta”: esta misma “casta” le aprobó la ley, no importa con que cambios, con una minoría parlamentaria de libertarios. Este aspecto es el políticamente más relevante.
Milei no perdura por la economía sino por la opinión. Y el tiempo le juega en contra. Para colmo de males, el precio mundial de la soja se encuentra tendencialmente a la baja. ¿Qué hacer?
Milei y sus seguidores deploran y amenazan al socialismo. Lo hacen contra quienes no se dicen socialistas, es decir, quienes sostienen que es preciso cambiar las reglas de un juego imposible en este desierto de ajustes infinitos y siempre renovados. El peronismo de Cristina Fernández, Axel Kicillof o Juan Grabois solo quiere mejorar el sistema capitalista, hacerlo más “humano”. Por eso creen que con medidas parciales pueden modificar ese todo enajenado. Sueñan con que la política pueda dominar a la economía global de la que, sobre todo como país exportador primarizado, dependemos.
Aguafiestas sin culpa, los socialistas defendemos que en este orden capitalista no se puede ser buen economista, salvo para encontrar los caminos de salida a su laberinto.