¿Es posible la extinción de la especie humana y del planeta?

La palabra extinción es excesiva y alude, ella misma, a un exceso…final, el de la muerte que marca el límite de la vida en cualquiera de sus formas. Así ocurre con todas las cosas...

Por Oscar Sotolano

Psicoanalista, docente y escritor de ensayos y novelas. Miembro del Colegio de Psicoanalista.  Sus dos últimos libros: Clases medias argentinas. La política del odio y el temor. Compilado por Mónika Arredondo y Atilio Borón. Ed. Luxemburg. 2021. Buenos aires; y la novela 2001. Crónicas de la furia, el sufrimiento y la esperanza. Ed. Topía. 2022. Buenos aires.  

oscarsotolano@yahoo.com

La palabra extinción es excesiva y alude, ella misma, a un exceso…final, el de la muerte que marca el límite de la vida en cualquiera de sus formas. Así ocurre con todas las cosas.

Un exceso de palabras mata su potencial riqueza, un exceso de silencios, el misterio que se aloja en sus pausas; así, la apuesta a la palabra transita entre dos muertes. Esa riesgosa tensión conlleva siempre, tanto la escritura como la exposición oral; pero no deja de ser una particularidad de la vida misma: el exceso amoroso puede llevar a la muerte del amor, el exceso de luz a cegarnos y el de sonidos a ensordecernos. Pero ¿cómo definir el exceso? Sólo es posible hacerlo retroactivamente por sus consecuencias. No hay tablas que, hablamos de vida psíquica o la vida social, permitan cuantificarlo y anticiparlo con certeza. Lo que para unos es exceso reprochable o hasta punible, para otros es menesterosa poquedad, mortífero tedio. Sin embargo, el exceso que extingue, a la larga llega. Como dice la canción “Cuándo vendrán”, del grupo La Renga: Es que la muerte está tan segura de vencer que nos da una vida de ventaja. Desde esa perspectiva se podría entender (aunque el concepto de pulsión de muerte, más allá de sus posibilidades evocativas y descriptivas, plantee, a mi entender, muchos inconvenientes) que se asocie el exceso, el plus, con dicha supuesta pulsión.

Pero hablar de extinción en general puede ser tan descomunal y excesivo que aniquile cualquier especificidad. Por ello, me detendré en una en especial, una que flota como una sombra sobre las esperanzas de la sociedad actual, sobre todo en las generaciones más jóvenes: la extinción de la especie humana y hasta del planeta mismo, en el interior de una crisis humana y ambiental sin precedentes. Una sombra que marca la subjetividad de la época. Época que las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki inauguraron poniendo la capacidad destructiva humana en escala planetaria y definitiva, como ningún instrumento guerrero lo hizo nunca antes. Esa que le hizo decir a Einstein que, si fuera a haber una tercera guerra mundial, la siguiente se libraría con palos. La reflexión de Einstein no plantea la extinción sino una regresión a los orígenes más primitivos. Pero hoy los vaticinios que flotan son más extremos. El cambio climático converge con los kilotones y el uranio enriquecido, entre el agujero de ozono, las guerras híbridas o clásicas, y el mundo robótico post humano.

Pudiendo ser así, se nos dirá con razón tranquilizante, estas referencias a finales trágicos han existido siempre. Los presagios de catástrofes apocalípticas acompañan el tránsito de los humanos por la tierra a lo largo de los tiempos. La primera, de bíblica prensa, no llegó a consumarse gracias al ingenio de Noé y su Arca. Augures o profetas. adivinos o futurólogos, vates o agoreros, paganos, monoteístas o científicos duros nos anuncian a lo largo de los tiempos que el final llegará, desde antes que La Renga compusiera su canción. Puede ser de un modo inminente como el que aglutina a sectas en ceremonias en las que consuman en sus propios cuerpos su visión o puede ser pospuesto hacia épocas irrepresentables como un estudio de Harvard que formula que el planeta colapsará en aproximadamente unos 11 billones de años por razones físicas que involucrarían un llamado Bosón de Higgs. Por supuesto, una distancia temporal que nada tiene que ver con las difusas vivencias apocalípticas actuales.

En este sentido, hablar de extinción de la especie o del planeta entra en el terreno de la especulación teórica y bordea la ciencia ficción más negra. Sin embargo, algunos datos evidentes hacen que este malestar reinante ancle en hipótesis sólidas y datos verosímiles.

Carlos Marx, el hoy tan olvidado pensador alemán, termina el capítulo XV de El Capital con una afirmación contundente que, para no dejar dudas, pone en caracteres remarcados. “la producción capitalista sólo desarrolla la técnica y la combinación del proceso social al tiempo que agota las dos fuentes de las cuales brota toda riqueza: La tierra y el trabajador, Genocidio y ecocidio acechan en sus entrañas. Desgraciadamente, transcurridos cerca de 150 años de esa afirmación, en este punto central de su teoría no se equivocó. Con ella no pretende pronosticar dramáticos finales milenaristas, sino extraer una rigurosa consecuencia lógica de la forma brutal en que el capital se desarrolla agotando las fuerzas productivas en su propia expansión sin freno. No dice que esto va a pasar, dice que el capitalismo es un problema para la humanidad y su hábitat. En verdad, el capitalismo es un problema incluso para sí mismo, pues, lo he escrito antes en esta revista: el capitalismo ha devenido suicida (1). Por supuesto, los que defienden el sistema porque son sus beneficiarios directos, o porque temen perder su paradójica protección por mortificante que sea o los que no conciben que pueda haber otras alternativas, tienden a ridiculizar estas deducciones (aunque las sospechen ciertas). “Las fuerzas productivas crecen día a día”, dicen unos con solemnidad académica, “Mirá lo que se ha desarrollado todo, loco, podemos viajar hasta la luna, curarnos de cualquier enfermedad” dicen otros más vulgares y exaltados; aunque, en verdad lo que crece son las formas técnicas del capital. Se producen técnicamente alimentos en cantidades mayores al número de habitantes del planeta, pero la hambruna pinza el vientre de cientos de millones. El robot tiende a reemplazar al hombre que va quedando condenado a un ostracismo físico y simbólico en un mundo que le deviene ajeno, mientras la tierra, con su barro, sus flores, sus pájaros, sus reptiles, sus ríos torrentosos e irreverentes, su suciedad, su temblor, su belleza y el amor y el humor de sus seres vivientes, es agredida de todas las maneras posibles. El ser humano depredado por el capital deviene cada vez más depredador de su propia existencia inmediata y mediata. Depredador incluso de su recurso constitutivo, es decir, el lenguaje, ése que nos hace humanos. Es que el avance técnico va reduciendo la prodigiosa posibilidad creativa de las palabras, como núcleo del lazo social en el que existimos y somos, a un sistema de señales concebido con lógica algorítmica donde las palabras pierden día a día su consistencia y donde el mundo comunicacional compartido, que hoy se realiza en los medios en todas sus formas, queda en manos de semianalfabetos culturales y morales que no articulan más ideas que un slogan, una frase hecha, un chiste chabacano, una procacidad y una violencia sin atenuantes, o un texto escrito por servicios de inteligencia de alguna potencia imperial, todo en el clima jovial, “tic toquero” hoy, de la sociedad del espectáculo. La musicalidad densa de las palabras va reduciéndose a un ruido estruendoso y hueco. Se va extinguiendo la tierra, el trabajador que crea riqueza y la palabra que nos define como humanos. La palabra no sólo como enunciado sino también como pacto de confianza que bastaba, pues nada se tenía más importante que la palabra, para sellar cualquier transacción, palabra que era no sólo modo de comunicación sino responsabilidad en acto tejiendo el lazo social. Así avanzamos hacia el riesgo de exceso definitivo.

Sin embargo, si extinción se define como el momento en que desaparece el último individuo de una especie o taxón, no hay forma de saber si esa extinción radical llegará. Lo que sí se comprueba, más allá del esfuerzo por ocultarlo, es que el avance técnico en las condiciones de un capitalismo que sólo lo concibe para la acumulación cada vez más concentrada de capital ficticio (2) (no para el beneficio de los humanos de carne y hueso, salvo como recurso publicitario) ha puesto en tal peligro al planeta que hasta las organizaciones creadas para proteger el sistema de cualquier cambio que afecte los intereses de los poderosos empiezan a mostrar preocupación. La ONU se alarma junto con la joven sueca Greta Thunberg. Si ya nadie sabe si hay tiempo para resolver el colapso climático, a muchos, el colapso económico de un mundo donde unos miles de familias acumulan el 70 por ciento de la riqueza mundial mientras el resto (miles de millones) sobreviven, algunos con alguna holgura, les interesa poco mientras no se sientan alcanzados directamente; y del colapso del lenguaje en manos del tan utilitariamente seductor como siniestro mundo de las redes sociales en el universo cyborg, pocos hablan.

Todxs sabemos … pero aún así. La renegación impera, entre gritos maníacos de una sociedad que se aturde con su propia bullanguería de payaso triste. Pero mientras tanto, en las zonas más inconscientes de la mente, la mueca de payaso, con un vago sopor, se impone. ¿Qué otra cosa que depresiones larvadas puede producir un mundo sin expectativas de futuro? Depresiones, adicciones, aphanisis, pasajes al acto que pueden tomar las formas agresivas de la desesperación en jóvenes que abrazan las cruzadas de la muerte en una resurrección de la ideología de abrió camino a los campos de concentración y el exterminio nazi, de los cuales, esos jóvenes nada saben.

Generaciones se están formando desde hace décadas en un mundo donde los personajes de sus juegos no tienen historia real. Un mundo de monstruos más o menos simpáticos que se transforman, mutan, evolucionan, adquieren poderes sobrenaturales sin ligazón alguna con la historia humana real. Para estas generaciones, la historia aburre porque implica un relato complejo y con ello nutrido de palabras que convocan al trabajo de la interpretación; un trabajo psíquico que compromete la responsabilidad individual (siempre acto) sobre los sucesos del mundo y la palabra propia; pero el pensar se cede, más cada día, a aplicaciones oscuras de las que nada sabemos (mientras hipócritamente se habla de la necesidad de transparencia, los mecanismos de tan transparentes han devenido invisibles, ése es su mejor modo de ocultarse). En ese pensamiento sin historia, poblado de personajes omnipotentes, la paciencia del pensar no tiene espacio (salvo para jugar ansiosamente al omnipotente-inmortal). Los tiempos de la historia pierden su anclaje tópico y las demandas cada día más frustradas en la vida cotidiana en sus formas elementales de subsistencia, alimentan el miedo, la desesperanza y el odio. Ese en el que anclan personajes cada día más presentes que se reclaman libertarios, vociferantes de una libertad absoluta y abstracta, pero que no dudan en vivar a un dictador que mató a millones, que mantuvo durante 40 años, hasta su muerte, una dictadura carcelera, y que aportó sus Brigadas azules a las huestes criminales de Hitler y a su ideología de exterminio, como es el caso del general Franco en España. Defensores de la libertad de las grandes empresas, sobre todo las de BigTec, para que tengan el libre derecho de apropiarse de los datos comportamentales privados de todas las personas del planeta y aspirando a construir sus gustos, deseos y creencias (Cybertarios, habría que llamarlos, por eso allí construyen su fuerza). Para ellos, la propiedad privada de un hogar es secundaria a la propiedad privada de los grandes monopolios a los que defienden apoyándose en la desesperanza que el sistema genera a cada instante entre una población que pierde a diario su expectativa de mejora, al tiempo que lo carga a la cuenta de los políticos (muchos de los cuales trabajan para ellas). Las corporaciones expertas en tirar la piedra y esconder la mano han sabido muy bien invisibilizar la maniobra.

Así, la extinción como distopía de la ciencia ficción deviene una sombra que avanza vertiginosa e implacable sobre las nuevas generaciones que sólo piensan en salvarse en una guerra de todxs contra todxs.

La especie humana carga con una contradicción esencial en su constitución: somos bichos sociales que nacemos, nos constituimos, vivimos y somos en comunidad pero que al mismo tiempo nos reconocemos nosotros, como individuos, en una torsión psíquica que nos hace, también, egoístas. En esa tensión que hace a nuestra constitución humana, el sistema capitalista (por buenas personas que puedan ser algunos capitalistas dispuestos a donar parte de su riqueza o pensar comunitariamente) promueve un egoísmo sin límites y destruye los lazos sociales que nos constituyen como especie humana que sólo puede sobrevivir en una comunidad social que tenga al otro como centro.

El desafío que tienen por delante las nuevas generaciones es colosal. La nuestra ha fallado en el intento de detener este futuro sin futuro. Revolución (aunque no quede claro que significa esa experiencia en forma precisa) ya no es más una consigna de tintes ideológicos plagados de certezas, es una necesidad urgente para construir un mañana para nuestra especie tan proclive a considerarse, boba y fatalmente, superior. Una necesidad que por el momento se hace muy difícil precisar aunque muchas experiencias de resistencia en todo el mundo puedan ser su forja. El término narcisismo de muerte que acuñó André Green toma hoy una trágica dimensión social. De concepto útil para entender muchas derivas singulares del psiquismo ha devenido un instrumento para pensar el destino de todxs. Incluso de quienes, dueños de una riqueza ilimitada, creen poder salvarse boyando en el espacio en cápsulas que fabrican para ellos y sus familias, (de seguro, algunas también para sus imprescindibles empleados) desde donde contemplarán, por algún ventanuco en algún punto del cosmos, los restos pétreos de un planeta muerto que ellos mismos habrán sido responsables de destruir. El resurgimiento de una épica de la vida es, quizás, la colosal tarea de esa revolución necesaria que desafía a las nuevas generaciones, aunque todavía no tenga forma. Ojalá la tenga antes de que ya sea demasiado tarde. Este es, a mi entender, el contexto general en que se libran en la actualidad todos los pequeños y grandes debates, los grandes y pequeños conflictos sangrientos o no, en las formas más variadas, que asolan el planeta en las formas, incluso más minúsculas, de la vida social. Sin tener en cuenta ese contexto, por implacable que parezca, toda práctica de lucha y resistencia promueve un voluntarismo nutrido de esperanzas de tinte maníaco, sostenidas en una desmentida radical.

Notas

(1) O. Sotolano, Emancipación y/o revolución. Alternativas al suicidio perfecto. Revista El psicoanalítico Número 39: Psicoanálisis y política: capitalismo, estragos y ¿salida?

(2) Andrés Piqueras, en su trabajo “El capital ficticio especulativo-parasitario se pone al mando del capitalismo”. Revista Internacional de Ciencias Sociales, 36/2017 Barcelona, informa con datos de fuentes oficiales que la deuda acumulada por los países del mundo supera en 7 veces la producción bruta mundial de bienes. Eso en el año 2015, no sabemos a cuánto llega hoy. La información en Wikipedia lo reduce a la mitad; tres veces más deuda que PBI. A pesar de la menor diferencia, un mundo en quiebra.

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