Investigador y activista. Doctor en Filosofía, docente en la Universidad de Buenos Aires y becario posdoctoral por Conicet.
Integra la editorial Coloquio de Perros. Con la Cátedra Abierta “Félix Guattari”, compiló el libro Guattari: revolución molecular y lucha de clases (Red Editorial, 2021).
Junto a Gabriel Rodríguez Varela, es coautor de los libros El goce del capital. Crítica del valor y psicoanálisis (Marat, 2020) y Manifiestos para un análisis militante del inconsciente (Red Editorial, 2020).
Su último libro se titula Las máquinas psíquicas: ¿Qué hacer con la crisis de la salud mental? (Nido de Vacas, 2023).
1.
La salud mental está en la agenda pública: se habla cada vez más de malestares. Y se lo hace “en primera persona”. La atleta Simone Biles se bajó de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 con el objetivo de “cuidar su salud mental”. Actrices, cantantes y famosos hablan en público de sus problemas emocionales. Tini, Chano, Alejandro Sáenz, etc. Los pibes en Tik Tok narran sus padecimientos. Las redes sociales están llenas de memes de animalitos depresivos. Hay demasiadas cuentas de Instagram donde personas anónimas explican cómo es vivir con ansiedad, bipolaridad o ataques de pánico. Muchos psicólogos están estallados de laburo y no dan más turnos. No paran de crecer las estadísticas de consumo de psicofármacos. La FIFA lanzó en 2021 una campaña de promoción de salud mental en el fútbol. En Wall Street se prenden las alarmas con las altas tasas de suicidio y consumo problemático de sustancias por parte de los corredores de bolsa. Los quioscos de diarios y revistas nos ofrecen libros de inteligencia emocional, psicología positiva y bestseller de autoayuda. En la televisión y en las radios, los “especialistas” explican cómo lidiar con los “trastornos mentales” mediante ejercicios respiratorios, relajación, reguladores del sueño o actividad física.
Según estadísticas oficiales de organismos internacionales, una de cada cuatro personas en el mundo padece o padecerá algún “trastorno mental” a lo largo de su vida. Para 2030 se conjetura que la depresión y la ansiedad (que aumentaron 30% durante la pandemia) serán las principales causas de “discapacidad social”. La educación emocional se presenta como programa de gobierno en las políticas públicas en el sector pedagógica. Mientras avanza la cultura terapéutica en las militancias, la psiquiatría comunitaria en los barrios y el manicomio químico en las casas, los movimientos sociales hablan de salud mental popular y el progresismo reclama la aplicación de la Ley Nacional de Salud Mental. Serotonina y dopamina son palabras que pueblan la conversación de todos los días.
En la Academia de ciencias sociales y humanidades, las neurociencias se perfilan como el objeto de estudio predilecto de la próxima década. Los problemas del malestar subjetivo desbordan los muros disciplinares del llamado campo de la Salud Mental, al mismo tiempo que la industria farmacéutica se presenta como una de las expresiones más contundentes de la mercantilización de la vida en curso. Todos tenemos alguien cercano con insomnio, bruxismo o “trastornos de la conducta alimentaria”. Usamos expresiones como quemado, colapsado, desbordado o agotado para referirnos a nuestros estado de ánimo en la vida cotidiana. El estrés es el sentimiento estructural que recorre los cuerpos precarios. Los estudiantes secundarios y universitarios reivindican capacitaciones y espacios de escucha en los colegios y en las instituciones. Son cada vez más los trabajadores con licencia psiquiátrica y no tantos los sindicatos preocupados por el malestar afectivo en el mundo del trabajo. A nivel internacional crece el activismo neurodivergente y el Orgullo Loco. La leyenda de la revuelta chilena “no era depresión, era capitalismo” es una frase en la que se cifra un enigma clave de nuestra época. La pregunta es ¿cómo politizar nuestra crisis anímica colectiva?
2.
“Tiraté por el balcón”, dijo una voz en mi interior. Hace meses no sentía ese terror, ese ruido exasperante. Esa desesperación. Hoy necesito escribir sobre lo que pasa en mi cabeza, pero tengo el cuerpo entumecido, con demasiado miedo para escribir sobre mis ideaciones suicidas. Mi cabeza es este mundo derrumbado: un cuerpo quebrado por una distancia que separa lo que siento y lo que hago, lo que digo y lo que pienso (1). Esto enfrenta la escritura con mis propios límites para vivir realmente. Para escribir hay que sumergirse en ese malestar, porque para aprender a escribir primero tenemos que aprender a vivir.
No voy a hablar del suicidio, de eso no se habla. Hablo del malestar de querer vivir y no saber cómo hacerlo. A través de las ideaciones suicidas, no hablo de mí. Escribo sobre el impacto de las fuerzas del mundo en las sensaciones particulares y sistémicas de una vida. Interrogo las estructuras de sentimientos que se elaboran en un cuerpo singular. Mediante la escritura en primera persona el desafío es penetrar en el carácter impersonal y compartido de la economía emocional que se debate en cada sujeto (2). En una época de las pasiones tristes, donde se difunde una economía emocional de bronca, resentimiento, apatía y desmotivación, el objetivo consiste en pensar las ideaciones suicidas como un territorio poroso y ambiguo para investigar la coyuntura anímica del presente.
El malestar es el costo de soportar formas de vida que nos enferman. ¿El malestar es nuestra normalidad? ¿Hay alguna potencia cognitiva en los sentimientos negativos? ¿Cómo escuchar las fuerzas del dolor? En los malestares personales se elabora una intimidad común, se hacen carne los problemas colectivos. Los imperativos de competencia, conexión y productividad se debaten en el padecimiento subjetivo. El malestar es la resonancia sentida del capitalismo: la experiencia sensitiva y psíquica del sistema social. Constituye una zona semiótica y material, atravesada por vectores tecnológicos, biológicos, simbólicos y económicos. El estrés, la ansiedad o la depresión, configuran un límite psíquico y somático ante relaciones sociales injustas y dinámicas afectivas que se tornan invivibles. Porque nadie puede adaptarse sin síntomas a la realidad capitalista, el síntoma es una práctica que expresa tanto un desacuerdo, rechazo, insatisfacción o inconformidad con el estado de cosas; como también condensa el enigma para construir otros modos de existencia más vivibles.
Las ideaciones suicidas no son un problema psicológico individual. Son una cuestión política. Un problema común: tan individual como colectivo. En nuestros síntomas y emociones dañadas se tramitan desigualdades sistémicas y dramáticas personales, trayectorias de vida y determinantes estructurales. Los vectores que intervienen en la producción del malestar afectivo son múltiples, sin embargo en el capitalismo asistimos a una distribución desigual del daño psíquico y somático por motivos de género, clase, edad, racialización, etc. No se trata de experiencias de déficit, carencia o falta que solo deben ser reparadas con fármacos o curadas con terapias, puesto que en los malestares también residen intensidades frágiles, opacas y ambivalentes que es preciso desplegar en la agencia pública colectiva. Porque en los estados de ánimo se gestan saberes sobre el mundo. Se trata de sentimientos públicos y afectos impersonales. Las emociones son el reverso visceral de relaciones sociales y prácticas situadas, en la medida en que en ellos se encarnan problemas reales.
¿Cómo politizar el malestar que subyace a las ideas de muerte? ¿Qué nos dicen estas experiencias sobre nuestras comunidades, sobre nuestros modos de vivir y morir? ¿Cuál es su relación con la coyuntura anímica de crisis de la salud mental? Las ideaciones suicidas son experiencias límites que cuestionan la división clásica entre lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo, lo normal y lo patológico, lo racional y lo emocional. Se insertan de lleno en la pregunta de Cvetkovich: ¿Cómo siente el capitalismo? (3). Porque los sentimientos condensan en el modo en que las estructuras sociales y problemas colectivos se encarnan en la piel. En este sentido, las ideas suicidas son una palabra clave, una experiencia vivida capaz de fundar una posible perspectiva en la cual intentemos articular las narrativas en primera persona y la crítica de las estructuras sociales.
El malestar es una experiencia temblorosa y delicada, vulnerable y compartida, que no obstante puede abrir un punto de vista para abordar preguntas urgentes: ¿Qué dirían los malestares si les hiciéramos las preguntas (in)correctas? ¿La salida del clóset de la salud mental es en sí una acción política? ¿Cómo evitar el autodiagnóstico y la fragmentación identitaria como matriz narrativa de la época? ¿Hablar de nuestras heridas conduce inmediatamente a una agencia individual y colectiva con sentido social y afectivo transformador? ¿Cuándo hablar de nuestros sentimientos puede entenderse como una acción de resistencia? ¿Cuándo visibiliza las estructuras de dominación ocultas por la ideología del yo y el fetichismo de la mercancía que se reproduce en la subjetividad fetichista? ¿Cuándo esas narraciones forman parte de un proceso de auto-conciencia? ¿Cómo escribir sobre salud mental en primera persona sin caer en los esquemas terapéuticos de victimización, auto-superación y heroísmo sacrificial? ¿Hablar del malestar aporta a repolitizar la salud mental? ¿Contribuye a la construcción de una psicopolítica alternativa? ¿Cuestiona los ideales hegemónicos de salud y enfermedad, de locura y cordura, de felicidad y bienestar? ¿Cómo crear un movimiento de contrapoder emocional, cuyas narrativas, acciones y apoyos abran otros cuidados comunitarios? ¿La salud mental está dejando de ser un tema tabú? ¿Acaso son las nuevas derechas aquellas que están desarrollando estrategias afectivas para capturar, canalizar o politizar malestares tan distintos y desiguales como el hartazgo, la desilusión, el resentimiento o el odio? ¿El malestar configura un terreno emocional “neutral”, disponible tanto por derecha como izquierda? ¿Asistimos a un devenir derechista de la economía libidinal?
3.
A los 16 años tuve mi primer episodio de ideaciones suicidas. Pasé varias semanas con la idea en la cabeza. Hice preparativos y escribí una carta a tres amigos. No iba dirigida a ellos, sino a mí mismo. Busqué las formas más rápidas y menos dolorosas de matarme, pero no encontré un método lo suficiente preciso. El revolver de mi abuelo era lo más tentador. No daba más.
De mis episodios suicidas solo puedo extraer un enigma, el único problema filosófico verdaderamente serio: el querer vivir (4). Sin embargo, antes de todo problema filosófico hay un problema existencial. Un problema político: aprender a vivir y no saber cómo hacerlo. No poder hacerlo. No querer hacerlo. El resto de nuestras preguntas, si es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, si la revolución ha muerto o la plasticidad del cerebro, vienen a continuación. Son mediaciones teóricas; primero hay que aprender a vivir.
En las ideaciones suicidas se debaten problemas del mundo y relaciones concretas. En esta línea, el filósofo catalán Santiago López Petit escribió un libro estremecedor sobre la “muerte política” de Pablo Molano, militante suicidado por la sociedad. Petit piensa el “caso Molano” desde la perspectiva del querer vivir. Politiza el suicidio a partir de un vitalismo turbio que afirma un derecho primordial: el derecho a vivir y morir dignamente. Para Petit el problema político de las ideaciones suicidas no es el “ser para la muerte”, ni la vida en sí misma es una solución. Porque todo aquel que quiere vivir sin ser vivido, termina teniendo problemas con el imperativo de “tener una vida”. Si tener una vida es igual a tener proyectos, seguidores o pareja, entonces la vida es nuestro problema.
La crisis de la salud mental es una crisis objetiva y material de los sistemas públicos sanitarios y de las dinámicas mercantiles de financiarización de la reproducción psicosocial de las vidas a cargo de las industrias terapéuticas y farmacológicas. Y, a su vez, asistimos a una crisis de las subjetividades, en las cuales implosionan las tecnologías capitalistas de subjetivación que intentan convertirnos en empresarios de nosotros mismos, consumidores, usuarios y deudores. Nadie puede adaptarse sin romperse a la vida neoliberal. Por eso se trata de asumir nuestros síntomas como punto de vista contra el optimismo cruel del bienestar (5). Disputarle la felicidad a las empresas de la alegría anestesiada apoyadas en el deseo de libertad de mercado. Y, de este modo, abrazar el querer vivir contra la muerte que en vida nos dan, reivindicando la dignidad del malestar.
La disputa anímica es aquella donde la política del síntoma intenta reabrir el antagonismo sobre otras bases existenciales (6). Aquí nuestras fragilidades pueden ser la premisa de una potencia finita, ya que las estrategias de lo común surgen de una vulnerabilidad desigual y compartida. La fuerza de los débiles consiste en convertir los modos de vida en formas de lucha (7). El derecho a vivir y morir dignamente nos enfrenta al desafío de reapropiarnos de nuestras fuerzas, expropiadas por el capital hasta el triple colapso psíquico, ecológico y social.
4.
Siempre pensé que las ideas suicidas eran habituales entre los pibes del conurbano bonaerense nacidos a finales de los ochenta, fanáticos de Nirvana, rodeados de precariedad y violencia. Pero todos mis amigos estaban enloquecidos con Nevermind y no todos flasheaban matarse. Así como Sartre dice que Valery es un pequeño burgués pero no todos los pequeños burgueses son Valery, si bien Kurt Cobain se pegó un tiro no todos los fanáticos de Kurt son suicidas. Cobain condensa un interrogante generacional: ¿por qué hace décadas no paran de crecer las estadísticas de suicidio entre los varones cis?
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 800 mil personas se suicidan por año. Se trata de la segunda causa de fallecimiento en jóvenes entre 15 y 29 años, después de los accidentes de tránsito. En los últimos 45 años, las tasas de suicidio aumentaron un 60% a nivel mundial. De acuerdo a las Estadísticas Vitales del Ministerio de Salud de la Nación, en Argentina se producen más de 3 mil suicidios por año. Y si bien los datos oficiales muestran que las feminidades tienen más intentos de suicidio que las masculinidades cis, estos últimos duplican la estadística de mortalidad. Estas cifras demuestran que nuestra salud mental colectiva se ha vuelto un problema político fundamental.
La pandemia profundizó una crisis de la salud mental que la antecede. Aumentó los malestares, reduciendo los ocios y disfrutes. La crisis tiene efectos diferenciales y desiguales en nuestras mentes y cuerpos, debido a variables de género, clase, raza, edad, etc. La precariedad de la vida, la explotación laboral, el caos urbano, la incertidumbre, la crisis climática y habitacional, entre otros factores, constituyen condiciones estructurales que dañan la salud mental.
La inflación de diagnósticos psicológicos y psiquiátricos hace que cada vez más personas seamos etiquetadas con algún “síndrome”, “déficit”, “desorden” o “patología”. La “epidemia de trastornos mentales” busca capturar las anomalías y las rarezas, privatizando los malestares (8). La patologización y estigmatización del dolor se complementa con los procesos de biologización, interiorización, reificación y feminización del sufrimiento, los cuales tienden a ubicar las causas del malestar en el interior del individuo (desequilibrios químicos del cerebro) o en sus contextos inmediatos como la familia o la primera infancia. En lugar de cuestionar las estructuras sociales de poder, opresión y explotación, se culpabiliza, encierra, patologiza y criminaliza a las personas. Nuestras emociones y cerebros son gestionados por el mercado farmacéutico, el estado, y el poder narcótico, manicomial y terapéutico. Estas fuerzas sociales tienen un interés particular en negar toda relación entre suicidio y política. Y por esta razón tienden a medicar o psicologizar los padecimientos. Sin embargo, la salud mental no es un estado ideal de bienestar individual, es un campo de batallas.
Si la antipsiquiatría, Foucault o Guattari señalaron el potencial político de la locura y de síntomas extremos como la “esquizofrenia”, hoy se trata de explorar la fuerza ambivalente de los síntomas cotidianos (9). Los sentimientos dañados configuran un suelo de investigación y agencia. Lo que se busca acallar y patologizar en el malestar es su potencialidad insumisa, su energía de oposición. En los síntomas se elaboran fuerzas negativas de rechazo de este mundo; y, asimismo, fuerzas afirmativas en las cuales se abren posibilidades ambivalentes para imaginar y ensayar otros mundos (10). ¿El dolor puede oficiar como una premisa para cambiar modos de vida desgastantes y recrear nuestros disfrutes y cuidados? ¿En los malestares palpita la chispa íntima de las desobediencias?
El desafío de las políticas en salud mental es articular malestares distintos y desiguales en una subversión anímica colectiva. No compartimos una identidad: tenemos en común que no sabemos vivir. Lo compartido es que el capital está en contra de nuestra salud. Habitamos ansiedades, depresiones, insomnios, ataques de pánicos, porque no cuajamos en este mundo. Esos síntomas no son “patologías individuales”. Se trata de categorías críticas, porque los malestares dicen que no queremos, no sabemos ni podemos encajar en estavida neoliberal.
5.
La salud mental es un movimiento social que tiene en los malestares sus energías de cambio. La politización de los malestares (y su reverso: la invención de disfrutes) solo es posible construyendo comunidades. La crisis afectiva de las subjetividades configura en la actualidad el suelo de una disputa anímica, en la cual participamos todos los trabajadores y militancias del campo emocional. ¿Las multitudes sintomáticas pueden constituirse como una subjetividad antagonista?
Todos tenemos dificultades para aprender a vivir y estos problemas son políticos. La imposibilidad de satisfacer los imperativos de competencia, productividad y éxito, hace síntoma en cuerpos agotados, rotos, ansiosos y estresados. El malestar en la cultura ha devenido hoy en la cultura capitalista del malestar generalizado. ¿Pero decir que el capitalismo es el problema nos ayuda por sí mismo a levantarnos de la cama? ¿Cómo salir a luchar si no podemos parar de trabajar, producir, competir y consumir? ¿La política en salud mental obliga a repensar la acción política, habitando la agencia a partir de la pasividad, el cuidado mutuo, la vulnerabilidad, la impotencia, el no poder, la ambigüedad? (11).
Frente a las pedagogías sentimentales que nos acorralan en la vergüenza, el silencio o el tabú, la narración de nuestras experiencias puede habilitar nuevos repertorios afectivos, redes de cuidado y alianzas políticas. Nos permite conectar la primera persona del singular y la del plural. No somos héroes ni víctimas: buscamos crear comunidades para reencantar nuestros mundos. Porque para aprender a vivir necesitamos compañías y soledades. Ausencias y presencias. Una comunidad implica pérdidas y excesos, alegrías, encuentros y conflictos.
Mis ideaciones suicidas nunca fueron un problema político, sino trágicamente personal. ¿Escribir este texto puede ser un momento en un ensayo de politización de este malestar íntimo y compartido? Mientras lo termino, imagino que ustedes me leerán y se preguntarán si estoy bien. Mis amigos escribirán para darme apoyo y ánimo. Yo les contestare con una mezcla de ternura, agradecimiento y complacencia. Pero no hablé de la muerte ni del suicidio, escribí sobre la locura de aprender a vivir, sobre la desesperación del querer vivir (12). Quizás no sea otra cosa que el intento de resignificar una experiencia y, con suerte, contribuir a la agenda política de los activismos en salud mental.
(*) Este texto es una reescritura del artículo “Aprender a vivir” publicado en Tierra Roja.
Notas
1) Freud y los límites del individualismo burgués, León Rozitchner, Biblioteca Nacional, 2013.
2) Realismo capitalista, Mark Fisher, Caja Negra, 2017.
3) Depresión: un sentimiento público, Ann Cvetkovich, Coloquio de Perros, 2024.
4) El mito de Sísifo de Albert Camus.
5) El optimismo cruel, Lauren Berlant, Caja Negra, 2020.
6) La ofensiva sensible de Diego Sztulwark, Caja Negra, 2019.
7) La fuerza de los débiles, Amador Fernández-Savater, Akal, 2021.
8) Sobre la privatización del malestar, ver Realismo capitalista de Mark Fisher, Caja Negra, 2017.
9) Esferas de la insurrección, Suely Rolnik, Tinta Limón, 2018.
10) Vivir una vida feminista, Sara Ahmed, 2020.
1[1]) Teoría de la mujer enferma, Johana Hedva, disponible en: https://primeravocal.org/teoria-de-la-mujer-enferma-de-johanna-hedva/
[1]2) Hijos de la noche de Santiago López Petit, Tinta Limón, 2015.