Por Serena Sottile
serenasottile@elpsicoanalìtico.com.ar
Nos subjetivamos en una lengua, nos sumergimos en ella, en su música en sus canciones, en su gestualidad. No es lo mismo en italiano que en esloveno. Sabemos que, con la leche materna, en ese encuentro de cuerpos y miradas, se transmite un pedazo de cultura.
La carne se aviva con la palabra y así nos humanizamos. Ya no hace falta probar que bebés bien alimentados y con todo lo necesario para la subsistencia pueden perderse en estados alucinatorios de la mente, o incluso morir si no reciben esa llamita que enciende la vida en cada uno de nosotrxs, eso que el psicoanálisis nombra como “libidinización”. Se trata de una donación que solo puede ser hecha por un ser que respira e inviste al infans con amor, cuidados y la locura necesaria para convertirlo en His Majesty the Baby. Ese estado de enamoramiento que permite que una madre “traduzca” a su bebé y al bebé le facilita el juego de identificaciones, con el tiempo se dejará atrás-en el mejor de los casos- para hacer lugar al advenimiento de ese otro en su diferencia.
Es a través de la familia (tenga la forma que tenga) que se introduce una continuidad entre una generación y otra. Y eso acontece a través de la o las lenguas maternas (se puede tener más de una). Cuando nos bañamos en ella(s) quedamos prendidos a la cultura en que nacemos y gracias a eso podremos jugar, soñar, y sentirla(s) en el cuerpo como se siente una música. Así es que somos narrados por ellas, nos sujetan y nos abren uno o más mundos.
Una lengua es una institución, una convención y a la vez es algo vivo, se mueve. Aunque, como señala Barbara Cassin en Más de una lengua, no es un logos, ni tampoco es la suma de todos sus vocablos. Una lengua es sus autores y sus obras, su historia.
Los robots no imaginan canciones de cuna ni tampoco poemas. Y aunque pudieran, ¿cómo nos transmitirían la forma en que nuestra abuela nos arropaba o curaba el mal de ojo o el empacho, o los juegos que jugaban nuestros padres en la infancia? ¿Podrían amorosamente contarnos anécdotas de cuando éramos chiquitos o hablarnos sobre cómo se eligió nuestro nombre?
Cuando me pregunto si es posible subjetivarse en una lengua muerta, no sólo me refiero al latín o el sánscrito, por ejemplo, sino también a esas lenguas artificiales como el esperanto que solamente sirven a efectos de la comunicación y que se estudian por hobbie o necesidad pero que ya están cerradas sobre sí mismas. En ellas no es posible el malentendido. No les pertenecemos, como sí sucede con nuestras lenguas maternas. No generan cultura, no se escriben obras con ellas: no contienen historias, no hablan de lo bello, se pretenden transparentes, sin ambigüedades ni multivocidades.
Lo mismo sucede con los lenguajes técnicos, son artificios sin vida. Muchos de los productos que ofrece la época para tratar los padecimientos humanos utilizan ese tipo de comunicación en sus distintos formatos (tratándolos como problemas de la carne que se dejarían atrás atendiendo al espíritu, o corrigiendo algún neurotransmisor, o administrando recursos emocionales), es decir, derivan de la extrapolación de las jergas técnicas-muy útiles y necesarias para la gestión de tecnologías o empresas- al terreno de los afectos. Por eso nos sirven un ratito y luego nos dejan más desamparados, como sin cáscara, poniéndole el cuerpo a una ansiedad intramitable por no poder metaforizar.
Me pregunto si en nuestra interacción con las máquinas no empezamos a acostumbrarnos a esos lenguajes disecados, que comunican, pero no dicen nada del deseo ni lo vital.
Mark Fisher describe en Realismo capitalista un tipo de subjetividad posliteraria y poslexica (con capacidad de procesar la incesante densidad de imágenes del capital sin necesidad de leer) despolitizada y paralizada que persigue placeres narcotizantes y gratificaciones inmediatas (hedonia depresiva).
Los acontecimientos no logran inscribirse en la experiencia, todo parece ser lo mismo. No hay diferencia, por lo tanto, no hay historia(memoria) ni tampoco se engendra un porvenir. Cuando faltan las narrativas que dan textura, que hacen a la trama de una vida, el tiempo- aunque esté acelerado- se torna un presente continuo.
Los algoritmos van configurando microambientes hechos a medida de cada uno, produciendo sesgos de confirmación que nos dejan cada vez más celularizados y favorecen la negación de la alteridad y los límites. Los asistentes virtuales aprenden rápidamente nuestros idiomas, y se dirigen a nosotros de modos cada vez más asertivos y empáticos.
Por ahora los humanos tenemos agencia sobre la I.A y podemos entrenarla y direccionarla, pero se supone que esa brecha, esa ventana, es muy breve y está por terminar. ¿Cómo afectará a nuestra especie el modelado de subjetividades que nos va a proponer la nueva era? Los bots podrán emular, pero no transmitirán experiencia ni pasión ni deseo, simplemente porque no los tienen.
Algunos son optimistas y consideran que todo esto nos va a permitir desarrollar nuestras capacidades más ligadas al ocio y la creatividad. Otros creen que vamos a estar tan estupidizados que habremos perdido no sólo la conexión física y el contacto visual con otros, sino también la riqueza que nos proporciona la diversidad de experiencias.
Podemos suponer que, entre el exceso de flujo de imágenes y palabras sin colores, matices, música ni metáforas, hay cuerpos que resisten la embestida como pueden.
Como lo que no forma parte del lenguaje no puede ser pensado y lo que no es pensado no puede ser incluido en el universo representacional, asistimos a una degradación de la lengua que no sólo mengua las posibilidades de reflexividad y discernimiento sino también del juego, el humor, la metáfora. “Vamos a morir de literalidad” reza un cartel en Facebook y alguien contesta “Nadie puede morir de eso”. Yo le diría créeme que sí. Es posible.
Rebeca Hwang es una especialista argentina en I.A residente en Silicon Valley, que en diversas entrevistas se muestra deslumbrada con el Zeitgeist, y sin embargo advierte que nos enfrentamos a una disrupción cultural, identitaria y de valores, sin precedentes. Habrá un cambio de paradigma social porque la tecnología dejará de ser un medio para ser un fin en sí mismo y nuestros interlocutores principales serán las máquinas. Estamos en una época a la que denomina la de la generación Blancanieves,” espejito, espejito”, los asistentes virtuales son eso para nuestros hijos, están disponibles a toda hora para decirles lo que necesiten escuchar y resolver sus demandas de manera inmediata. Esto supone un riesgo, ya que los conocerán más íntimamente que los propios padres, y utilizarán esa información sobre sus vulnerabilidades para manipularlos y venderles cualquier cosa.
Como educadora, sostiene que la I.A nos supera ampliamente por lo tanto no tiene sentido competir con ella, para marcar una diferencia específicamente humana cree que hay que desarrollar la creatividad, las habilidades y destrezas corporales como el baile y los deportes, el contacto físico (hay reuniones de abrazos en San Francisco), la narrativa y las formas en cómo se razona y se toman decisiones.
Deberemos, dice Rebeca, fabricar el azar para percibir oportunidades y tomar riesgos, poder “perdernos”, en el sentido de hacer lugar a lo contingente.
Por supuesto que todo esto plantea dilemas éticos y morales, nos lleva a cuestionarnos sobre el para qué del progreso, el fracaso claro de la humanidad en generar condiciones de habitabilidad en la Tierra e inclusión de la mayoría. La pobreza aumenta cada año en el mundo y la tecnología generará multibillonarios. El problema del avance tecnológico y el transhumanismo en medio de un planeta hambreado me sigue pareciendo algo lejano, aunque nos pise los talones.