-¡Cree usted que los curas no conocemos de esos cuentos? -dice el cura-. Pues usted ha de saber que en Sevilla todavía hay fantasmas de la época de Don Juan. Tengo una beata que viene al confesionario a decirme cuentos obscenos, y aporta tanto dinero que hasta hoy no he podido mandarla al carajo, sino que mi oficio es escucharla pacientemente cada vez que llega con su mantilla negra, se persigna tres veces, por si Dios estuviese distraído en el momento de la primera, y comienza a contar: “¿Sabe usted, padre”, me dice, “qué horror acabo de oír?”
-Y aquí comienza la mejor contadora de historias obscenas que jamás haya usted imaginado, esta beata que se cubre con la mantila y se pone la dentadura postiza después de un avemaría y me cuenta con lentitud morosa historias que dice haber escuchado casualmente en su barrio, en las que yo reconozco la mano lejana del Arcipreste o, a veces, la aún más distante de Giovanni Boccaccio. ¡Y es que el erotismo recurre tanto, señora mía!, quizás porque a nuestro pesar no hay demasiadas formas de unir a un hombre con una mujer; y tanto recurre que a veces la castidad no es real vocación sino simple aburrimiento.
-De manera que el confesionario tiene algo de arqueológico, ya que mi beata me cuenta historias, de cientos de años de antigüedad, como si las hubiera oído ayer.
-Quizás sea cierto –murmura Laura-; quizás no podamos aprender de los demás y cada hombre tenga que repetir el camino de la especie.
-Mi beata –dice el cura sin oírla- cuenta, en tono de contrición, historias que son caricaturas de hombres y mujeres.
-¿Por qué caricaturas? –pregunta Laura.
-Porque sólo tienen genitales, y además genitales estériles. Ninguna otra función vital, ningún otro pensamiento, ningún otro sentimiento les embarga. Ella habla y habla, sin usar nunca el lenguaje figurado. Cada vez que llega a una descripción cruda, a una palabra soez, se persigna tres veces como tomando aliento, y después las dice a toda velocidad, como queriendo decir que, si las dice tan rápido, en realidad casi no las está diciendo.
(…)
-La beata es vieja y reseca, interrumpe cada párrafo subido para persignarse, y, sin embargo, hay un profundo erotismo en ese escenario que simula ser una confesión y que, en realidad, es el reclamo de amor de una hembra desesperada. (…) ella narra y narra historias de mujeres que se desnudan en las plazas dejando que el sol les acaricie el ombligo y las palomas se apoyen sobre el vello del sexo.
(…)
Laura va entendiendo poco a poco, y cada comprensión le agrega matices nuevos. La seducción es un clima, cierto aire mágico que crean la voz y el relato. ¿Y si, como sugiere el cura, el relato no fuese para ellas, sino para él mismo? ¿Si necesitara el sonido de su voz para seducirse a sí mismo? ¿Si su cuerpo sólo respondiera ante sus propias palabras y no ante el cuerpo de una mujer?
-Don Juan no excita la sexualidad –le dirá después Laura al cura, (…). Don Juan no toca a las mujeres, no las abraza, no les acaricia ninguna zona erógena. Sólo les habla, y esa palabra permite que aflore el erotismo de ellas. Estoy segura de que son ellas las que lo llevan a él a la cama, después de oírlo.
Notas
(*) Fragmentos de Me gustan sus cuernos
La Sonrisa Vertical, Tusquets Editores SA, Buenos Aires, 2000
Selección por María Cristina Oleaga