“Todos
somos borderline”. Hace 10 años estas palabras
aparecieron en un texto (Clínica
psicoanalítica en la crisis: resignación
y esperanza), en referencia a cuestiones que se
presentaban en la clínica, y que me llevaban
a reflexionar además sobre la actualidad de la
cultura y de la subjetividad. Apenas volveré
sobre parte de lo allí enunciado. La década
transcurrida permitió observar la pertinencia
de muchas de las hipótesis allí esbozadas.
Avance de la insignificancia:
idea-concepto de Cornelius Castoriadis, que hace referencia
a un estado de destitución del sentido social,
sentido que es a la vez indispensable para la construcción
de sentido por parte de la psique. Ese sentido socialmente
instituido oficia de cemento que mantiene unida a
una sociedad. Es una producción del imaginario
social instituyente [1]
que crea así un mundo simbólico que
será habitado por los sujetos. Si ese cemento
es rígido, inestable, débil, si está
en desestructuración o ha caído, no
dejará de tener efectos sobre la psique en
su capacidad de construir su propio cemento, que hace
- entre otras cuestiones - a las fronteras intra e
intersubjetivas.
Fronteras, bordes: las
llamadas patologías de los bordes justamente
tienen que ver con fallas en los mismos. André
Green sostiene que hay que buscar fallas en el objeto
de origen - por su intrusiva presencia o su denodado
abandono - para poder entender que frente a dicha
falla se ponen en juego diversas defensas: descarga
en el cuerpo (psicosomática), pasaje al acto,
adicciones, desinvestimiento del mundo. Extiendo esta
idea a que para la psique es indispensable la existencia
- lo que sostenía arriba - de un mundo social
de sentido para poder constituir el propio. Tarea
de inmersión en un mundo simbólico que
está en manos del otro en el origen de los
tiempos del infante, y que luego debe hallar en las
diversas instituciones de la sociedad (escuela, trabajo,
las significaciones referidas a la moral, la ética,
el orden de sexuación, las miras de la sociedad,
etc.) su continuación. Sentido que es a su
vez tomado por la psique y traducido, recreado, metamorfoseado
en un sentido propio. La sociedad al fallar en donarles
a los sujetos un sentido investible, puede producir
lo que denominé como un estado
borderline artificial, que se produce
en un más allá
del malestar en la cultura, diferenciado del
malestar en la cultura debido al ataque que hace al
yo de los sujetos.
De allí esta provocadora enunciación:
avanza la insignificancia: todos
somos borderline. Es decir: si el mundo de
sentido no cumple con su función orientadora
para la psique, las fronteras de esta se pueden ver
afectadas. El mundo de sentido es ese magma de significaciones
enlazadas a - ni más ni menos - modelos identificatorios
y modos de conducir el mundo pulsional de los sujetos.
El sujeto crea su propio sentido en esa zona de entrecruzamiento
entre su historia, su imaginación radical,
el sentido socialmente instituído y lo actual
de su vida (que incluye la vida y acontecimientos
sociales, sus lazos con otros, etc.).
Debe entenderse entonces que no utilizaré
- como no lo hice entonces - a lo denominado borderline
como una entidad clínica, sino como una vía
para entender un modo de ser de la psique, para entender
su dificultad en establecer fronteras sea al interior
de sus estratos, tanto como con el mundo (en el que
están los otros). Para avanzar en esta idea,
haremos un recorrido histórico, recorrido que
- adelanto - pondrá a la discusión lo
siguiente: allí donde
la neurosis era un modo de estructuración de
la psique afín a un modo de ser de la sociedad,
encontramos por lo menos formas mixtas donde lo denominado
borderline es ilustrativo de nuevas estructuraciones
... o desestructuraciones. Allí donde encontrábamos
a eros, hoy nos topamos con tánatos, en una
convivencia en la que el segundo podría estar
ganando la partida.
Una comparación - odiosa como todas, pero
orientadora - entre dos heroínas nos permitirá
avanzar en nuestro camino.
Elisabeth, 1900
Elisabeth von R. es en buena medida coautora del
método analítico, ya que con ella Freud
implementa la asociación libre - y su sintomatología
histérica es representativa no solo de su historia
y avatares edípicos, pulsionales y deseantes,
sino que está finamente anudada a significaciones
de su época, que ha pasado a la historia como
aquella regida por la moral victoriana. Promotora
de una moral sexual cultural que para Freud ayudaba
a producir una nerviosidad moderna (Freud, 1908).
Elisabeth von R. se encontraba atrapada en un deseo
detenido por la represión, cuestión
metapsicológica no del todo separable de la
represión del ejercicio de la sexualidad que
dicha moral propugnaba, ligada a modelos identificatorios
y modos de satisfacer/desviar el mundo pulsional.
La época mostraba sus marcas en reprimidas,
frustradas y frustrantes histéricas y obedientes
y eficaces obsesivos que, de paso, reproducían
un orden social que los “necesitaba” así. Sin
respetar a rajatabla a las distintas clases sociales,
un modo de ser mujer y de ser hombre se reproducía
atravesándolas, por supuesto que con diversas
metamorfosis pero en general respetando determinada
manera de conducir el mundo pulsional e identificatorio.
Predominaba la represión como uno de los destinos
de la pulsión que habita en el deseo, retornando
este bajo la forma de síntoma conversivo, que,
interrogado, develaría la verdad del deseo.
Algo fundamental para lo que
aquí desarrollaremos, es recordar que la pulsión
- para ingresar a la psique - debe hallar representantes
en ésta: ellos son las representaciones y los
afectos. Son los que han sido denominados representantes
representativos de la pulsión.
Si las significaciones de época
deciden sobre el destino de las pulsiones, lo hacen,
por lo tanto, sobre sus representantes en la psique:
las representaciones y los afectos. Cada época
propone caminos posibles para dichos representantes,
como un modo social de conseguir un cemento que permita
a la sociedad cierta unidad. Podemos decir que las
significaciones de época imponen modos de representar,
sentir y hacer. O que no hay modo de representar,
sentir, hacer que no sean – en su mayor medida-
sociales e históricos.
Lisbeth, Millenium
La historia parece estar mostrándonos modos
regresivos, degradados y también probablemente
nuevos y de porvenir incierto, del mundo afectivo
y representacional, debido a los destinos que impone
al mundo pulsional. Ya no al modo de la histeria -
o incluso, ya no histerias al modo de Elisabeth von
R.., o fobias y obsesiones - . sino más bien
parece señalar el modo que encarna Lisbeth
S.. Lisbeth Salander: protagonista de la película
Millenium. Los hombres que no amaban a las mujeres,
adaptación del libro del mismo nombre, de Stieg
Larsson. Sabemos - porque el mismo autor lo ha dicho
- que intenta denunciar el modo de ser de la sociedad
sueca – relativo a las significaciones imaginarias
presentes en la misma - , y cierto destino que le
otorga a las mujeres. Y no nos parece muy alejada
esa sociedad de un mundo de significaciones que circula
en las sociedades occidentales, con sus particularidades,
pero sin perder un sentido que es cada vez más
globalizado.
Entre Elisabeth von R. y Lisbeth S. hay notables
diferencias y parecidos, más allá de
lo que las apariencias dejan ver. A Elisabeth von
R. le fue asignado el diagnóstico de histeria,
y el análisis de su síntoma llevará
a interpretarlo como una defensa contra su deseo edípico
hacia el padre - desplazado en un cuñado -.
Elisabeth cuidó a su padre abnegadamente durante
su enfermedad terminal, y luego padeció la
muerte de su madre. Lisbeth S. – en cambio -
ha matado (o por lo menos ha intentado hacerlo) a
su padre golpeador/abusador - para vengar el maltrato
que les proporcionó a ella y ha su madre (inutilizada
por este para criar a Lisbeth) -, y ha sido diagnosticada
por un psicólogo como personalidad antisocial,
asesina potencial, esquizofrénica, y alojada
en una institución acorde a tal diagnóstico,
se ha prostituido en la adolescencia, está
bajo libertad vigilada, y ahora transita como hacker
y hace de la venganza de todo hombre que no ame (que
maltrate, pervierta, asesine) a las mujeres un objetivo.
Solitaria y desconfiada, inexpresiva, y a la vez cargada
de odio, ejerce justicia por mano propia, en
coincidencia con un mundo en cuyas instituciones los
sujetos han dejado de creer. Mientras en épocas
de Elisabeth von R. las instituciones (justicia, poder
político, medios de comunicación, familia,
trabajo, economía, etc.) eran depositarias
de credibilidad, o eran combatidas vigorosamente por
movimientos que buscaban instituir otro tipo de sociedad
– igualitaria - , en la de Lisbeth ya no se
espera nada de ellas, y a lo sumo buena parte de los
sujetos intentan sobrellevar/sobrevivir el maltrato
(muchas veces bajo la forma del abandono/exclusión)
al que los somete. Mientras que la oposición
a la sociedad parece desarrollarse sobre arenas movedizas,
sin que puedan establecerse con claridad las vías
para el acceso a otro tipo de sociedad, o inclusive
cómo ésta debiera ser.
La hiperpresencia de la realidad
Lisbeth S. parece ignorar la verdad que se oculta
detrás de sus actos: o estos están tan
ligados a una historia real, que toda justificación
que no se ampare en ellos puede resultarle exótica.
En el acto está su verdad, y no aparecen formaciones
sintomáticas. ¿Sería accesible
a un análisis Lisbeth?, ¿lo demandaría?,
¿podría ubicarse en posición
de padeciente, dar paso a la angustia? Antes de que
dichas preguntas puedan ser siquiera formuladas, es
tomada por el sistema carcelario y psiquiatrizada.
Se obtura así la posibilidad de interrogar
su padecimiento. Sobre qué verdad podría
transmitirnos éste, sobre ella y sobre la época.
¿Cuál podría ser su aporte, como
lo fue el de Elisabeth más de cien años
atrás?
Podemos apreciar en Lisbeth una hiperpresencia de
la realidad (histórica y actual en este caso).
Es una característica de nuestra época.
En nuestras sociedades, la hiperpresencia de la realidad
(del cuerpo, del otro, de lo laboral, de acontecimientos
sociales, etc.) parece tomar el relevo y al mismo
tiempo impedir el advenimiento de la capacidad elaborativa
de la psique, del trabajo de entramar y desentramar
representaciones y afectos, de la actualidad y de
la historia, entretejidos con un mundo deseante en
el que pueden apreciarse las marcas edípicas
y de los lazos originarios. Esto es una potencial
dificultad para los sujetos de tramar su mundo deseante
y fantasmático. Y por lo tanto de crear síntomas:
en su lugar, depresiones inespecíficas, pasajes
al acto, angustia generalizada (que se ha dado en
llamar ataque de pánico), adicciones, afecciones
psicosomáticas ...
Elisabeth von R. muestra en su sintomatología
la identificación con su padre, es más,
esta identificación representa un momento crucial
del lazo entre ambos. En Lisbeth S. esta posibilidad
está ausente. Ha transitado una infancia marcada
por la presencia de un padre perverso que ha causado
accidentes en el miramiento materno (Fernando Ulloa).
Anoréxica, aislada, conectada solamente con
el mundo virtual, sin amistades (salvo su amigo hacker,
denominado “plaga”), con una sexualidad
ad hoc (hétero u homosexual), llena de odio
apenas contenido y bordeando el estallido - que cuando
se produce replica la violencia a la que fue sometida
- , con marcas diversas en el cuerpo (tatuajes,
piercings), parece poder entrar y salir de situaciones-límites
como quien oprime un switch.
¿La era de Lisbeth S.?
La película muestra reiteradamente cómo
el afecto regresiona/degrada a pulsión. Se
descarga en el cuerpo, en acto, adicciones ... También
cómo el erotismo dejó el paso a una
sexualidad desnuda de metáforas y de reconocimiento
del otro ligado a la ternura. Mientras en Elisabeth
von R. se encuentran reprimidos deseos sexuales, en
Lisbeth es al revés: lo que está ausente
“reprimido” es la ternura. Amor sin sexo
de un lado, sexo sin amor del otro.
Y sin embargo ... Lisbeth se enamora (lo confiesa
cuando le dice a la madre que no hay que enamorarse)
de un hombre que ama a las mujeres, y que intenta
hallar justicia allí donde estas han sido asesinadas
por un asesino serial nazi. El lazo con este hombre
le permite (¿por primera vez?) transitar por
la ternura: visitará así a su madre
recluida en un geriátrico (“debí
haberlo hecho hace mucho tiempo”, reconoce).
El film plantea una cuestión inquietante:
habría que ir más lejos que lo que la
subjetividad del hombre amado por Lisbeth lo permite
para poder hacer justicia. Ella va más lejos.
Una justicia de hombres y mujeres solitarios, apartados
de la burocracia estatal y de la ley, apartada de
lo colectivo. ¿Es la única alternativa?
Podemos observar la alteración del lazo con
el semejante (ya no parece alcanzar la serie enumerada
por Freud en Psicología de las masas y análisis
del yo), la crisis de la familia (burguesa), el predominio
de lo digital sobre lo analógico, la presencia
cada vez mayor del mundo virtual, el estar de modo
permanente on line (todas cuestiones que hacen a la
hiperpresencia de la realidad) la compulsión
al consumo, la aceleración de la temporalidad
... Y en medio de todo ello la crisis de la significación
paterna, que en la película aparece por un
lado en la versión bestial de lo paterno encarnada
en el padre de Lisbeth, y por el otro en su compañero,
el periodista/protagonista Blomkvist que es descrito
por Larsson como portando estereotipos femeninos,
mientras que Lisbeth porta los masculinos. Crisis
de la significación paterna que no debiera
confundirse con la destitución del orden patriarcal.
Todas estas son cuestiones que obligan a pensar en
otros modos de la subjetividad, por lo tanto del padecimiento,
y como consecuencia, de la cura. ¿Donde era
Emma Bovary, ha devenido Lisbeth Salander?
Todos somos borderline
La destitución del mundo simbólico,
a manos de la aceleración de la temporalidad
y de la preeminencia de la tecnología ligada
sobre todo a la imágen - ambos factores solidarios
- es una consecuencia de la aceleración de
la producción y el consumo que impera en los
países capitalistas, consecuencia del siempre
más y de la sed de lo nuevo por lo nuevo que
anida en la significación del capitalismo.
Esto pone en crisis significaciones centrales. Aquellas
que estaban fuertemente instituidas en épocas
de Elisabeth von R., hoy están por lo menos
fragilizadas. Si en época de Freud la represión
social del ejercicio de la sexualidad encontraba eco
en la represión psíquica exacerbada
de retoños de la sexualidad infantil, hoy,
la destitución del mundo de sentido va de la
mano de una crisis del imaginario social instituyente
- aquél que crea el mundo simbólico
- y esto encuentra en la psique un correlato en dificultades
en el ejercicio de la imaginación
radical [2].
Los representantes representativos de la pulsión
degradan, o no se producen. Los trastornos (ya no
síntomas) que hemos mencionado (pasajes al
acto, afecciones psicosomáticas, desinvestimiento
del mundo, etc) son prueba de ello.
Si el hacer hablar a las histéricas y obsesivos
permitió develar un mundo oculto, no solamente
en la psique, sino en la sociedad (tenemos a la vista
el cuestionamiento de la moral sexual imperante, de
la sacralización de la familia burguesa, el
modo de ser de la sociedad moderna, o la iglesia y
los ejércitos), lo que lo borderline puede
decir tiene la misma importancia, y algo de ello hemos
descripto. Pero también - y el personaje de
Lisbeth Salander es una muestra de ello - hay algo
de positivo - o algo potencialmente positivo - que
anida en una subjetividad como la descripta. Nuestra
heroína (como lo fue Elisabeth) no solo denuncia
un modo de ser del mundo instituido, sino que muestra
algunas armas para combatirlo - más allá
de su modo individualista y a-social, alejado del
mundo político. En los intersticios de una
sociedad en la que el miramiento está ausente,
podemos hallar puntos de fractura, tal como nuestra
heroína del 1900 nos mostraba en los intersticios
de la represión de la sexualidad. La sexualidad
misma se mostró como arma para instituir -
al liberar sus retoños reprimidos, al poder
liberar cadenas de significaciones atascadas en la
moral que las amordazaba. ¿Hoy qué nos
espera? Tal vez no lo sepamos aún. Lo que sí
sabemos es que la fragilidad de fronteras es potencial
fuente de creación, como lo demuestra la creación
artística. En la que no corresponde hablar
de fragilidad (que puede obturar la creación)
sino de plasticidad, siendo sus productos sometidos
a reflexión, a trabajo elaborativo. Lisbeth
S. enseña - en medio de su sufrimiento por
momentos no sentido como tal - la posibilidad de crear
actos instituyentes de una subjetividad no adaptada
al padecimiento y al sentido que lo origina, impuestos
por una sociedad que mortifica con su cultura.
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