Título: Belleza visceral, de Jacques Prevert
Título: Belleza visceral, de Jacques Prevert
El armario normando (*)
Selección de Héctor Freire
hectorfreire@elpsicoanalítico.com.ar
 

A partir de entonces, Simone adquirió la manía de romper huevos con el culo. Para ello, se colocaba con la cabeza sobre el asiento de un sillón, la espalda pegada al respaldo y las piernas dobladas hacia mí, mientras yo me la meneaba para rociar de leche su rostro. Colocaba entonces el huevo encima del agujero; ella experimentaba placer agitándolo en la profunda hendidura. Cuando brotaba leche, sus nalgas rompían el huevo, ella gozaba y, sumergiendo mi rostro en su culo, yo me inundaba de esa abundante inmundicia.

Su madre nos sorprendió, pero aquella mujer extremadamente dulce, aunque llevara una vida ejemplar, se contentó la primera vez con asistir al juego sin decir palabra, y sin que nosotros notáramos su presencia: imagino que no pudo abrir la boca de terror. Cuando terminamos (ordenándolo todo aprisa), la descubrimos de pie en el umbral de la puerta.

—Haz como si no la hubieras visto —dijo Simone, mientras seguía secándose el culo.
Salimos sin prisa.

Pocos días después, mientras hacía gimnasia conmigo en las vigas de un garaje, Simone orinó sobre aquella mujer que se había detenido debajo de ella sin verla. La anciana se apartó, mirándonos con ojos tristes y una actitud de tal desamparo que provocó nuestros juegos. Simone, a cuatro patas, estalló de risa, exhibiendo ante mí su culo; yo levanté su vestido y me la meneé, ebrio de verla desnuda ante su madre.

Hacía una semana que no veíamos a Marcelle cuando la encontramos en la calle. Aquella joven rubia, tímida e ingenuamente piadosa, se sonrojó de tal manera que Simone la besó con desacostumbrada ternura.

—Te pido perdón —le dijo en voz baja—. Lo que ocurrió el otro día está mal. Pero eso no impide que seamos amigos ahora. Te lo prometo: ya no intentaremos tocarte.

Marcelle, que carecía de toda voluntad, aceptó seguirnos e ir a merendar a casa de Simone con algunos amigos. Pero, en lugar de té, bebimos champán en abundancia.

La visión de Marcelle sonrojada nos había turbado; Simone y yo nos habíamos ya comprendido, seguros de que nada ya nos haría retroceder. Además de Marcelle, había tres hermosas jóvenes y dos muchachos; el mayor de los ocho no tenía diecisiete años. La bebida produjo un efecto violento, pero, con excepción de Simone y de mí, nadie se había alterado según nuestro deseo. Un fonógrafo vino en nuestra ayuda. Bailando sola un ragtime, endiablado, Simone enseñó sus piernas hasta el culo. Las demás jóvenes, invitadas a seguirla, estaban demasiado alegres para negarse. Y llevaban sin duda bragas, pero no ocultaban gran cosa. Sólo Marcelle, ebria y silenciosa, no quiso salir a bailar.

Simone, que simulaba estar completamente borracha, estrujó una servilleta y, elevándola, propuso una apuesta:
—Apuesto —dijo—, a que hago pipí en la servilleta delante de todo el mundo.

Era en principio una reunión de jovencitos ridículos y parlanchines. Uno de los muchachos la desafió. La apuesta fue fijada a discreción. Simone no vaciló un segundo y empapó la servilleta. Pero su audacia la desgarró hasta la médula. Tanto que los jóvenes, enloquecidos, empezaban a delirar.

—Ya que es a discreción —dijo Simone al perdedor, con voz ronca—, te quitaré los pantalones delante de todo el mundo.

Cosa que se hizo sin dificultad. Fuera el pantalón, Simone le quitó la camisa (para evitarle hacer el ridículo). De momento, nada grave había ocurrido: Simone apenas había acariciado levemente con una mano la cola de su amigo. Pero ella no pensaba más que en Marcelle, quien me suplicaba que la dejara partir.

—Hemos prometido no tocarte, Marcelle ¿por qué quieres marcharte?
—Porque sí —respondió obstinadamente. (Una cólera pánica se apoderaba de ella.)

De pronto, Simone cayó a tierra con gran terror para los demás. La agitaba una confusión siempre más demente, la ropa en desorden, el culo al aire, como presa de epilepsia, y, rodando a los pies del muchacho a quien había quitado los pantalones, balbuceaba palabras sin sentido.

—Méame encima... Méame en el culo... —repetía con una especie de sed.

Marcelle miraba fijamente: se sonrojó hasta la sangre. Sin verme, me dijo que quería sacarse la ropa. Se la quité y después la liberé de sus prendas interiores; conservó el liguero y las medias. Dejándose apenas masturbar y besar en la boca por mí, atravesó la habitación como una sonámbula y llegó hasta un armario normando, donde se encerró. (Había murmurado unas palabras al oído de Simone.)

Quería masturbarse en aquel armario y suplicaba que la dejásemos sola.

Es preciso decir que estábamos todos borrachos y trastornados los unos por la audacia de los otros. Una joven se la chupaba al muchacho desnudo. De pie y con las faldas levantadas, Simone frotaba sus nalgas contra el armario donde oíamos a Marcelle masturbarse con un violento jadeo.

De repente, ocurrió algo demencial: un ruido de agua seguido de la aparición de un hilillo de líquido que se escapaba de la ranura inferior de la puerta del mueble. La desdichada Marcelle se meaba en su armario al gozar. El estallido de risa ebria que siguió degeneró en una orgía de cuerpos caídos, piernas y culos al aire, faldas mojadas y leche. Las risas se producían como hipos involuntarios, retrasando apenas la carrera hacia los culos y las colas. No obstante, oímos muy pronto sollozar sola, siempre más fuerte, a la triste Marcelle en ese urinario improvisado que le servía ahora de prisión.

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Media hora después, algo menos ebrio, me vino la idea de ayudar a Marcelle a salir del armario. La infortunada joven estaba desesperada, temblando y tiritando de fiebre. Al verme, manifestó un horror enfermizo. Yo estaba pálido, manchado de sangre, vestido de cualquier manera. Cuerpos sucios y desnudos yacían detrás de mí en un delirante desorden. Trozos de cristal habían cortado y hecho sangrar a dos de nosotros; una joven vomitaba; se habían apoderado de nosotros ataques de risa tan violentos que unos habían mojado sus ropas y otros su sillón o el suelo; se desprendía un olor a sangre, a esperma, a orina y a vómito que hacía retroceder de horror, pero el grito que se desgarró en la garganta de Marcelle me aterró aún más. Debo decir que Simone yacía con el vientre al aire, la mano en su toisón, el rostro sereno. Precipitándose entre traspiés e informes gruñidos, al contemplarme por segunda vez, Marcelle retrocedió como ante la muerte; se derrumbó y dejó escapar una letanía de gritos inhumanos. Para mi sorpresa, aquellos gritos me dieron ánimos. Acudiría alguien, era inevitable. Pero no tenía intención alguna de huir, de disminuir el escándalo. Fui, por el contrario, a abrir la puerta: ¡espectáculo y goce inauditos! Poco cuesta imaginar las exclamaciones, los gritos, las desproporcionadas amenazas de los padres al entrar en el cuarto: los tribunales, el presidio, el patíbulo eran evocados a gritos incendiarios e imprecaciones espasmódicas. Incluso nuestros propios amigos se habían puesto a gritar, hasta el punto- de producir un delirante estallido de gritos y lágrimas: era como si se acabara de encenderlos como antorchas.            ¡Pero qué atrocidad! Me pareció que nada podría poner fin al delirio tragicómico de esos locos. Marcelle, que permanecía desnuda, seguía traduciendo en gestos y gritos un sufrimiento moral y un terror imposibles; la vimos morder a su madre en el rostro y en los brazos, que trataban en vano de dominarla.

Aquella irrupción de los padres destruyó lo que le quedaba de razón. Fue preciso recurrir a la policía. Todo el barrio fue testigo del inaudito escándalo.

[*] Del libro La historia del ojo, de Georges Bataille. Traducción de Antonio Escohotado. Ed. Tusquets. Barcelona, 1978.

 
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