Ojalá que te atrape una historia

Llevamos a dos de nuestros nietos al Museo Nacional de Ciencias Naturales. La mayor, 10 años, ya había estado allí pero casi no lo recordaba...

Por María Cristina Oleaga

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Una visita al Museo Nacional de Ciencias Naturales

Llevamos a dos de nuestros nietos al Museo Nacional de Ciencias Naturales. La mayor, 10 años, ya había estado allí pero casi no lo recordaba. Para el chiquito, 5 años, era su primera visita. Les dimos un plano a cada uno.  Ella, que recorría lentamente las salas, hizo de guía, anunciaba el nombre y la temática de cada próxima sala. Una vez dentro, pedía que la esperaran, quería demorarse en las vitrinas, leía los carteles, comentaba y preguntaba, asociaba algunas cosas con lo que tenía visto en la escuela. El nene aceleraba, había que detenerlo y señalarle algún detalle, hacer un relato breve y sencillo enlazado a lo que veía. Entonces respondía con asombro, con alguna pregunta, incluso con comentarios a veces muy graciosos, a veces prueba de su comprensión.

Había otros niños. Unos cuantos corrían por los pasillos, pasaban por las exposiciones como si miraran sin ver, gritaban, tocaban o zamarreaban cuanta cosa podían. Era un zapping enloquecido en el que muy bien hubiera podido caer nuestro nietito, de no haberlo detenido y encantado con relatos. Esa circulación desbordada es el traslado, en esos niños, de la lógica de las pantallas y los videojuegos a una visita al museo.

El zapping de las imágenes y el poder de la narrativa

He trabajado estos temas detenidamente en varios artículos de esta Revista. Mi interés se renueva cada vez que compruebo con qué plasticidad los chicos, una vez convocados, se entregan a la narrativa, lo que es -a mi criterio- la llave que mejor abre su curiosidad, su espíritu crítico y su entusiasmo por las cosas del mundo. Retomaré aquí algunas ideas sobre este tema.

Hoy predominan las imágenes vertiginosas que convocan a los chicos desde las pantallas -incluso a los más pequeños- y los hipnotizan. En el mundo de los videojuegos casi todo es posible y veloz, tal cual nos quieren hacer creer a todos. Los efectos que tienen esos estímulos son muy diferentes a los de la lectura o la conversación, que fomentan la creación de complejidad psíquica al respetar los tiempos de la necesaria elaboración y posibilitar, así, el ejercicio subjetivo ya sea de la crítica, de la duda o de la aserción.  Cuanto más pequeño es el niño, más espectacular es el impacto de los estímulos virtuales. En el caso de los niños muy pequeños, los que cuentan con una subjetividad incipiente, es llamativo el enloquecimiento que provocan.  Las imágenes se suceden con rapidez acompañadas por sonidos estridentes y continuos. Se crea, de este modo, un dibujo asimétrico unidireccional desde el dispositivo al niño. Así, se pierde la posibilidad del lazo, de la paridad en cuanto al valor de los lugares en el intercambio. El niño es el objeto receptor de lo inelaborable.

¿Qué podemos suponer, entonces, que sucede con los niños expuestos tempranamente a la estimulación de las pantallas y a las imágenes sucesivas y vertiginosas que generan? Es una experiencia mortificante que no da posibilidad al sujeto incipiente de responder con la tramitación del aparato psíquico, la de las representaciones. La velocidad tiene una gran incidencia en este tema ya que no permite una distancia con el estímulo, el cual es incorporado por el niño de un modo masivo, sin que lo pueda analizar, en el sentido de descomponer para considerar. Hay, además, un efecto hipnótico del medio visual que completa la escena y deja al sujeto infantil sin recursos. Si me fuera preciso dar alguna indicación concreta al respecto, desalentaría drásticamente el uso de pantallas antes de los cuatro años de edad. Los mayores, incluso bajo el mismo régimen hipnótico, podrían contar con mejores recursos para preservarse si hubiesen sido, tempranamente, atrapados por la narrativa.                                                                                                                                                      

Cabe suponer que no es lo mismo, sin embargo, que el niño esté depositado frente a una pantalla en soledad a que un adulto lo acompañe, le hable, detenga ocasionalmente la emisión, modere -así- el impacto. De todos modos, aun contando con esa posibilidad, mantendría la indicación precedente y alentaría fervorosamente la relación, muy temprana, de los niños con los libros. Los hay especiales, incluso para los bebés más pequeños. El libro permite otra dialéctica, favorece un devenir más pausado en el que el sujeto puede ser el dueño del transcurrir: puede -según el momento- volver a mirar, preguntar, detenerse, retroceder, puede incluso, más adelante, interrogarse y hasta criticar.  Los libros favorecen, de este modo, la ubicación del niño como sujeto y, en este sentido, le permiten muy tempranamente la construcción de un refugio que se ubica a contramano del empuje de la época; una ubicación más del lado de la separación y de la consideración crítica que del lado de la alienación que propone la pantalla.

Con el libro, la distancia frente al estímulo y la ausencia de prisa permiten desplegar la imaginación, la creación y la crítica, procesos que pueden suministrarle auxilio en la época en que la operatoria del mercado lleva a los sujetos a ocupar con facilidad un lugar de objeto manipulado. La radio podría, si se pensara en ello, formar también parte de una oferta promotora de creatividad dirigida a los niños. Años atrás, los chicos escuchaban sus novelas favoritas emitidas por radio y luego las escenificaban en sus juegos en base a lo que la escucha les había suscitado. Desde luego, el recurso principal para capturar a los niños en la narrativa, y muy tempranamente, es el relato: contar cuentos, pedirles que sean ellos los que relaten lo que sea, jugar a armar historias de a dos y cualquier recurso que los estimule a imaginar y crear con la palabra. Una vez atrapados por la narrativa, habrán llegado a un lugar que extrae lo mejor de la subjetividad y da recursos inagotables.

Se observa, gracias a la influencia de la tecnocracia, del poder de la captación del mundo por la cifra, por el reinado de los números y la estadística, lo que Castoriadis nombró como “ruina del lenguaje”, o Bertrand Russell señaló como pérdida de su valor estético en favor de su utilidad práctica. Se trata del empuje a la transformación del lenguaje en código, de la mudanza, la simplificación, la abolición del misterio en él. Ese poder secreto del lenguaje humano se refugia -cada vez más exclusivamente- en la poesía o en la prosa poética. Son los tropos que lo califican como lenguaje humano: la metáfora, la metonimia y tantos otros recursos, los que dejan en cierta oscuridad al significado, los que nos abren a una búsqueda, a diferencia de la claridad del signo que anima la comunicación entre los animales. En ese nivel hay un significado unívoco para cada movimiento o sonido. En paralelo, advertimos que los juegos y los estímulos, ofrecidos a los niños vía pantallas, van en la misma dirección de pobreza y univocidad.

La agitación motriz                                                                                                                

Nos sorprende la proliferación de los así llamados casos de TDAH (Trastorno por Déficit Atencional con Hiperactividad) en los chicos. Si entendemos que la tramitación -la elaboración- por el aparato psíquico necesita del tiempo, del pasaje por las versiones necesarias como para procesar lo que le llega podemos entender el origen de esa casuística creciente, síntoma de crianzas que respetan cada vez menos esas condiciones. El sociólogo Franco Bifo Berardi señala la particularidad de subjetividades que entraron al lenguaje en contacto con una máquina y no por la voz de la madre. Así, un número muy llamativo de niños tiene -como recurso privilegiado, como única respuesta posible- la tramitación por la motricidad, el cuerpo agitado como vía de respuesta. Son niños afectados por una impulsividad difícil de contener, que raya en la violencia; niños que se aburren con facilidad y que -por lo tanto- necesitan un zapping permanente de estímulos; que encuentran más difícil que lo esperable para la edad el sostener su atención; que fallan en la intersubjetividad con pares y recurren por ello a la agresión física; que en la escuela son aislados y etiquetados. Estos chicos terminan medicados por una Ciencia que, en su casamiento con los dictados del Mercado, tiene mucho que ver en efectos que pretende mejorar con la administración
de otras drogas, esta vez químicas.

Sabemos que, para el Psicoanálisis, se trata siempre del uno por uno y no de generalizaciones, pero no por ello tenemos que renunciar a usar nuestros instrumentos para iluminar la manera en que la época trabaja sobre los sujetos, así como las posibles respuestas sintomáticas. Queda sólo para los tratamientos psicoanalíticos interrogar el modo singular de los arreglos, sintomáticos o no, que puedan alcanzar esos sujetos.

La infantilización de los adultos

Es llamativo lo que se escucha de parte de jóvenes parejas cuando refieren los problemas que enfrentan en la crianza de niños muy pequeños.  Muchos, es casi un lugar común, se quejan de la dificultad que tienen para tolerar a sus niños. Dicen que son muy “intensos”, que “no paran”, que “tienen mucha energía”, que no les dejan hacer nada más que controlarlos para que no se lastimen, para que no rompan todo. Los dispositivos, que en principio les han dado como un juguete más, terminan convertidos en el único recurso capaz de calmarlos. Quiero señalar que estas quejas se refieren a niños muy chiquitos, que tuvieron su primer contacto con pantallas cuando eran bebés y que operaron con ellos ni bien pudieron tomarlos en sus manos por sí solos.  Algunos comenzaron a mirarlos desde la cuna o el cochecito, en versiones especialmente diseñadas para ellos. Sin duda, el Mercado se ocupa de todo, incluso de adormilar a los bebés.

Hay una circunstancia que agrava el problema. Se trata de una posición subjetiva -frecuente entre los padres y madres jóvenes y no tanto- que reniega del ejercicio de toda autoridad. Lo hacen en nombre de una crianza supuestamente libre -se impone la idea de que los niños saben siempre lo que les conviene-, pero también desde una posición de comodidad que apela al facilismo de dispositivos que hipnotizan al chico y los liberan de su cuidado. En el mismo sentido -tema que no desarrollaré aquí- crece el recurso al colecho.  Pagan muy caro, luego, el uso de la niñera electrónica; lo padecen aunque difícilmente relacionen esa motilidad desbordada e incontrolable que los atormenta con los estímulos de las pantallas. El ejercicio de la autoridad tiene muy mala prensa, se lo confunde con un autoritarismo irracional que rechazamos. De este modo, los padres renuncian a su lugar desde una posición infantilizada que deja a los niños en orfandad.

La sociedad actual privilegia lo inmediato, lo fácil, el hacer eficiente, el disponer inmediatamente de lo que se quiera, el disfrute de objetos que nos prometen la felicidad y tantas cosas más a contramano de la lentitud y la espera. Es en ese clima que los padres crían a sus hijos. Todo conspira contra la narrativa y su baño subjetivante. Pero no podemos apelar a la nostalgia inútil o a la imposible vuelta atrás. Es la propuesta, más bien, de ejercer una digna resistencia al poder aplastante de esa estimulación dañina. Es proteger a los niños con un recurso que les pertenece como humanos.

¿Asistiremos, de otro modo, al surgimiento y desarrollo de nuevos tipos antropológicos? ¿Estarán ellos más cerca del hombre de las cavernas que responde al semejante tirándole una piedra en la cabeza? ¿Serán más parecidos a robots programados por la Inteligencia Artificial? ¿Serán víctimas y victimarios de la destrucción del lenguaje?  Es posible, sin embargo, armarlos. Hay que atraparlos cuanto antes.

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