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Docente y escritor. Su último libro de poesía es “Nadar en el Tiempo” (Paradiso ediciones, 2023)
“Se da, en efecto, el hecho singular de que los hombres, no obstante, serles imposible existir en el aislamiento, sienten como un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida en común. Así, pues, la cultura ha de ser defendida contra el individuo, y a esta defensa responden todos sus mandamientos, organizaciones e instituciones, los cuales no tienen tan sólo por objeto efectuar una determinada distribución de los bienes naturales, sino también mantenerla e incluso defender contra los impulsos hostiles de los hombres los medios existentes para el dominio de la Naturaleza y la producción de bienes.”
“El porvenir de una ilusión” (1927) S. Freud
Existiendo antes de nosotros una larga y cruel historia humana, es muy difícil imaginar cómo resta todavía un futuro por delante. Uno podría descreer que un mundo como el nuestro merezca futuro alguno, aunque los nacimientos y la primavera parezcan contradecir el pesimismo y el descreimiento. Hay en esta contradicción un aspecto casi invisible, es la manera en que formulamos nuestro humilde y vital relato con el que nos permitimos descifrar un sentido de lo real y lo imaginario.
Nuestras preguntas de lo por venir siempre estuvieron muy cerca de las grandes ilusiones que podíamos forjar alrededor de nuestro presente y de los relatos que la historia podía recordarnos. Los romanos hablaban de la historia como maestra de la vida, testigo del tiempo, luz de la verdad. Y asociaban la palabra con la posteridad. Siempre hablar del pasado es una fuerte tentación por comprender la sutil relación entre el mundo y el lenguaje, tal vez la misma tentación de resolver el enigma de lo que vendrá con las nuevas generaciones.
Voy a ponerlo en otras palabras: la italiana Natalia Ginzburg escribió un ensayito hermoso llamado “Las pequeñas virtudes” y comienza de una manera sobradamente significativa:
“Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber…”
No dice nada nuevo que no sepamos. En realidad, su discurso puede sonar viejo y caduco tanto como el de un abuelo de nuestra generación. Pero agrega de pronto: “(…) casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarle el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo (…)”
Ginzburg no sólo está criticando la educación, está imaginando un porvenir con ilusiones y grandes relatos. El tiempo es, en realidad, una representación en el espejo defectuoso y potente del lenguaje humano. Nacer, amar, procrear, educar, gobernar… son algo más que infinitivos cuando los ubicamos en el contexto de nuestras propias vidas de docentes, padres, políticos, etc. No se trata solamente de planificar las vacaciones, ni de administrar los pagos y cuotas de lo por venir. Las expresiones como dinamita, motosierra, el que se vayan todos, país de mierda, etc. metaforizan de manera contundente, no sólo el futuro sino el relato de la historia que lo hace posible.
La pandemia y la globalización han profundizado el proceso por el cual las sociedades construyen una lógica cotidiana y una manera de vivir el tiempo, tanto el tiempo real como el imaginario, tanto el cronológico como el subjetivo. Desde hace mucho, el contrato social y democrático viene siendo desplazado por convenios y soluciones neoliberales. Eso mismo que resume la letra de Cerati, con “el espíritu de kermesse” en la canción “El tiempo es dinero”.
No creo necesario recorrer, en esta nota, las condiciones laborales que desdibujan -para las nuevas generaciones- la identidad en torno a lo que fue la idea de trabajar protagonizando y compartiendo un mismo proyecto social. En la actualidad, no se siente igual. Por ejemplo, cada vez es más clara la idea de futuro al modo de los mercados financieros, donde el futuro se reduce a un contrato a tasa fija de interés que debe liquidarse en un plazo determinado. Esta idea marca el paso de los días y la agenda cotidiana de las democracias neoliberales. El tiempo no es más que plazos y esto no es nada nuevo: los primeros contratos de futuros se remontan a la época de los egipcios. El futuro así entendido hasta tiene un sólido pasado capitalista y, según Marx, un Dios dinero al que en la biblia llaman Moloch o Baal.
El prototipo ético de la dedicación y la perfección de lo que uno hace, en el tiempo y con el tiempo, viene siendo suplantado por una ética mercenaria, usurera y efímera de consumo y especulación. Aun en los casos de la adicción laboral, es posible observar este desplazamiento ético y conceptual del tiempo del trabajo. No es, entonces, tan difícil comprender por qué la expresión “no tengo tiempo” es una de las frases desesperadas que más escuchamos, en boca de familiares, amigos y hasta amantes. De este modo, el presente se siente como un estrechamiento de la duración, una duración que no dura, sólo avanza velozmente, niega o diluye las lejanías de pasado que no sea inmediato y se asimila a sincronías caprichosas, a breves fragmentos de contemporaneidad.
Dicho de este modo, el futuro parece una profecía apocalíptica que no es raro escuchar en estos días de cambio climático, guerra, peligro nuclear, hambre, miseria y covid. A la luz de ese relato, apenas si se puede esperar otra extinción de los dinosaurios, que esta vez somos los humanos.
En literatura, tal como nos enseña Ítalo Calvino, el relato siempre es una operación sobre la duración, contrae o dilata el tiempo según la funcionalidad y la intención, pero no puede ir demasiado lejos de cierta capacidad de representar lo verosímil, lo real, aunque sea cada vez menos real y más fantástico. La fantasía tiene esa doble cara: puede intensificar y mejorar la realidad o torcerla hasta destruirla. Por eso mismo, los mejores relatos no intentan llegar a su final antes de tiempo, sino que disfrutan de cada paso que dan con agilidad, desenvoltura, misterio, encanto.
Los latinos acuñaron una hermosa frase: “Festina lente” (apresurase despacio). Los apocalipsis y los apocalípticos, los mesías y el mesianismo no participan en este tipo de relato literario, sino que ponen su exagerada lupa en la magia de lo absurdo y disruptivo porque, como decía Freud, “(…) sienten como un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida en común”. Cuando la cultura y la educación retroceden en una sociedad los impulsos hostiles aparecen con una motosierra en cada mano.
Por otro lado, la humanidad no consideró de una única manera la existencia del porvenir. Es algo muy extraño y difícil imaginar que en otras épocas la idea estuviera fuera del horizonte de lo cotidiano y se planteara sólo en el terreno religioso o patriarcal. Si revisamos el surgimiento de ideas como la de utopía, de testamento, de posteridad -y aun las menos ilustres tales como el preservativo o la mifepristona- es evidente que nuestra idea de futuro surge con un sentido de control y planificación que no se podía imaginar en siglos anteriores. La mirada cristiana del mundo desde la Edad Media, también supuso una especie de dique a la aparición del futuro tal como lo vivirá la Modernidad. San Agustín habla del porvenir como de una realidad ya acontecida en el plan divino, igual que si se tratara del pasado o el presente. El futuro son hechos consumados que, entre otras cosas, incluyen el Día del Juicio Final. Y, luego, si recordamos la Revolución Francesa, recordaremos que marca el gran cambio, cuando la soberanía recae en el pueblo con el derecho a voto y afloran las promesas electorales. Más adelante, el comienzo del socialismo y el auge de los nacionalismos alimentan la idea de un porvenir mejor con grandes relatos colectivos. Ni hablar de los descubrimientos científicos, el periodismo, las novelas.
Como vemos, la historia del futuro trae -ya con esta frase que la expresa: historia del futuro una sorprendente imagen de pasado y de inconstancia.
No hay que ser demasiado despierto para intuir, al menos, que nuestra contemporaneidad, y más precisamente desde la pandemia, muestra signos de un profundo cambio de sensibilidad y de fuertes impulsos hostiles.
Hace algunos años, hablábamos de posmodernismo y, en algunos casos, se pretendía justificar un salto de la historia dejando atrás ideologías, utopías y grandes relatos. Si bien la post pandemia y la guerra europea han desdibujado aquella concepción de la historia, en la expresión cultural de la globalización aún resuenan sus dobles discursos y la pos-verdad. Bajo banderas de respeto al otro y tolerancia, se esconden las caras de la indiferencia individualista y el acomodo oportunista y un pluralismo desde la perspectiva turística.
Hace mucho, salió un libro que aún sigue resonando mucho en las paredes sordas de este nuevo mundo. Se trata de “La cultura del narcisismo” de C. Lash (1979). Este concepto cuadra perfectamente para poder entender el proceso reciente en que se dan cabida el declive del hombre público, la sobrevaloración de las pasiones y la exaltación de una libertad irresponsable y egoísta. El minimalismo moral y una ética mercenaria y mercantilista componen sustancialmente un discurso vacío que se rellena de eslóganes publicitarios e ideas cortas. Es la lógica del disimulo en que se esconde la gran contradicción de un sujeto narcisista, la contingencia y sus ilusiones egoístas. La existencia de un ser humano nunca debiera ser pensada aislada de lo que algunos viejos filósofos llamaron contingencia. Nada como la contingencia para poder entender el porvenir y, a su vez, la vida única e irremplazable que cada uno vive por su lado.
A una realidad contingente la constituye algo que sucede pero que podría no haber existido nunca. Cada uno de nosotros, por importante que se crea, es contingente. Lo es un presidente, un candidato, un multimillonario o un escritor. Lo contingente se opone a lo necesario y, por eso mismo, nos hemos preguntado muchas veces si es necesaria para nuestro planeta la existencia del ser humano.
Existir es desconcertante.
Hay un hermoso poema, de un venezolano llamado Eugenio Montejo, que se titula “Por el tiempo que quede” y dice:
“Por el tiempo que quede
enseñemos a hablar a las piedras.
(…)
Un poco de paciencia basta, un poco de nieve,
un simple amago más fraterno.
Ellas podrán contar a solas
La última historia de la tierra
y recordarnos mañana junto al mar
cuando arrastren las olas otros leños.”
La educación de la que hablaba Ginzburg, es una de las maneras de enfrentarse a la contingencia del porvenir; también Montejo pide que le enseñemos a las piedras para que nuestra historia como seres humanos alcance “por el tiempo que quede”.