Salir (o no) de Barbielandia (*)

Nacemos con una caída. ¡Animales melodramáticos! Hay quienes incluso hacen terapias para revivir el punto exacto del nacimiento, esa separación primordial, como si padecieran para siempre de un estrés postraumático por el hecho de nacer. Quizá tengan razón.

 

Por Constanza Michelson

constanzamichelson@gmail.com

Psicoanalista y escritora.

Autora de “Capitalismo del yo” (Paidós) y “Hacer la noche” (Paidós)

Nacemos con una caída. ¡Animales melodramáticos! Hay quienes incluso hacen terapias para revivir el punto exacto del nacimiento, esa separación primordial, como si padecieran para siempre de un estrés postraumático por el hecho de nacer. Quizá tengan razón.

Traumados o no, las historias comienzan tras caer. Paradójicamente, la Historia grande parece ser una obstinación por ir contra la gravedad: devolver la manzana al árbol. Encontrar el paraíso, una solución final. Una utopía –grandiosa, mediocre o narcótica– busca la inocencia. Pero antes, no pocas, encuentran la muerte y además la justifican.

Pero no hay paraíso, solo hay afuera de él. Y afuera, pese a todos nuestros inventos, hay un punto de soledad irremediable.

Al problema de que haya un abismo entre uno y otro de la misma magnitud que el abismo que hay entre uno y sí mismo, la idea del espectro ofrece, a través de la mirada microscópica o macroscópica –ser moléculas o polvo de estrellas–diluirnos en un todo enorme. También pensarnos en continuidad con otras especies es una forma de aliviar el peso de ser un humano: Roma en llamas y Lucrecio en tiempos de angustia escribió De Rerum Natura, un texto bello, y una búsqueda de consuelo que dice que todo está hecho de átomos, las piedras, los humanos, incluso los dioses en caso de haberlos. Luego, para qué temerles.

Pero, pese a que somos tanto polvo como animal, ocurre que las moléculas no tienen culpa ni deseos perversos, tampoco hay perros místicos, leones arrepentidos, ni jirafas infieles o fetichistas. Hay algo en el ser humano que no tiene solución. Los animales no humanos están en el paraíso, no porque tengan una buena vida, sino por su inocencia, que no es lo mismo que ser buenos. Los animales son. El ser humano, en cambio, no puede definirse de manera estable. Pasa la vida buscando formas de decir quién es.

Quizá lo único que tenga de esencial el animal humano, animal caído y melodramático, sea los nervios, eso que a veces llamamos ansiedad. O sea, la inquietud corporal cuando está justo en el espacio vacío entre una cosa y otra. La ansiedad es una tensión que apresura la consumación, como si de ese modo se borrara momentáneamente el dolor de existir separados de las cosas. La ansiedad es una presión por llegar rapidito a la otra orilla, pero pronto, desengañados, comprobamos que esa tampoco era una tierra firme. Los ansiolíticos se usan para calmar ese nervio: de estar parados sobre nada. Un ansiolítico es, de algún modo, un trozo de paraíso, y como los ositos de peluche, un testimonio de que tenemos miedo.

En todo caso, es curioso que insistamos en paraísos cuando ni Dios parece haberlos soportado. Estoy con Nietzsche: es muy probable que la serpiente haya sido el aburrimiento de Dios los domingos. ¿Si no, para qué poner un árbol prohibido al medio del Edén? Seguro quería historias. Como los amantes, que cuando se aburren, inventan peleas de las cuales luego olvidan la causa.

¿Cómo habrá sido el primer día tras la expulsión? Doloroso y vergonzante dice la Biblia. Porque la pérdida de la inocencia es padecer de sopetón de la conciencia del sexo y de la muerte.

La caída es quizá la más grande de las revoluciones sexuales. Quizá la única. Las demás parecen arreglos morales que cada época ofrece para un problema sin solución. El problema, desde luego, es el hecho de que la revolución sexual va de la mano de otra revolución, la de la muerte. Hay que recordar que además del árbol del conocimiento en el Edén había otro árbol, el de la vida. Si a Adán y a Eva no les interesó su fruto es porque en el paraíso no hay muerte. Pero, al caer, les llega, junto a la conciencia del sexo, la de la muerte. Si Dios expulsa a la primera pareja es porque sabía que después del conocimiento irían tras la inmortalidad.

Progresar, entonces, podría ser una línea curva que, en cierto punto del saber hacer, busque volver al origen: al fin de la muerte, es decir al fin de las historias.

Hay algo que solemos pasar por alto. Suena raro y solo pensarlo genera una explosión en la cabeza: en cada ser humano no solo está inscrita su muerte, sino que hay algo anterior que también lo habita, el olvido de morir. Las primeras criaturas, asexuadas e inmortales, viven en nosotros. Son, si se quiere hablar de origen, lo primero. Los organismos asexuados, como las bacterias, se reproducen a partir de una partición de sí, se duplican de manera idéntica. No tienen abismo –es decir, ni sexo ni muerte, por lo tanto, ni historia ni aburrimiento– sino repetición. Ese olvido habita en nosotros. Y el progreso, sin darnos cuenta, también puede ser el deseo de concretar ese retorno: no morir.

 Aunque fue a partir de un salto evolutivo del cual surgió la diferenciación sexual y la muerte, ese salto no es definitivo. Aquello codificado en la vida temprana de la células asexuadas e inmortales, se puede convertir en horizonte. ¿Por qué? Pues porque se puede. No sólo la clonación, la búsqueda del código de la vida en la Medusa Inmortal, o padres que usan la sangre de los hijos para rejuvenecer, la criogenización o la idea de encriptar la memoria de los muertos, son formas de retornar a una entropía primitiva de la cual las criaturas se liberaron en la evolución; también cada invento, cada idea que se propone crear un universo homogéneo, en contra del abismo y la alteridad, son formas, al decir de Baudrillard, de “incesto sin sexo”. O sea, incesto por la ruptura del hilo genealógico, pero sin tragedia: sin culpa ni escándalo.

La muerte podría estar crisis, pero también el sexo.

¿Somos una especie que no se soporta a sí misma? Si no, por qué tantas veces retroceder en nuestra libertad, por cierto, también abismal.

La Barbie protagónica de la película de Greta Gerwig, la estereotipada, la primera, la rubia, la que fue creada tomando el modelo de una muñeca para despedidas de solteros, ella la que ha cargado con la historia del machismo y el deber de emanciparse, fue la que en Barbielandia comenzó a pensar en la muerte. Y la eligió. No es poco decir eso hoy. Salir “de”, es una operación solitaria –se crece al salir de la manada dicen – mientras que “entrar a” es una inmersión en lo indiferenciado.

El costo que pagó Barbie: salir del paraíso y tener que ir al ginecólogo, es decir, preguntarse qué hacer con su sexo, qué hacer, en el fondo, con su deseo. 

Lo más extravagante en esta historia de animales de abismo es que la inmortalidad no es lo mismo que vida, sino pulsión de muerte: una fuerza silenciosa que insiste y pulsa, sin idea. Como un virus, como una inercia, también como un tweet. Hay personas que al dolor que no cesa, al ruido interior, le llaman el zombie: lo que no tiene fin, en un doble sentido: sin meta y sin término. Una fuerza que empuja y se repite a sí misma sin variación. Un zombie, como un vampiro,son vidas sin historia, fuera del tiempo, eternos, a su pesar. Creo que hoy a esa vida sin historia se la nombra bajo algún diagnóstico de salud mental: depresión, anhedonia, ansiedad.

A veces creemos que avanzamos, pero vamos directo a la cama de mamá. Es lo que enseña Edipo.

Por cierto, Hannah Arendt decía que valía la pena escuchar los mitos antes que seguir ideologías. Porque los mitos son advertencias acerca de la condición humana, sexuada y mortal. Mientras que las ideologías niegan el sexo y la muerte, aunque provoquen el asesinato. La ideología –como Barbilandia – rellena los espacios entre uno y otro, entre cada uno y sí mismo. Inventa un “nosotros” que después se vuelve material de distopías. La ideología odia a los solos y a los amantes, porque estos se separan de la masa y de la Idea. La Historia destruye a las historias.

Arendt advirtió también, en la década de la bomba atómica, que no solo podríamos buscar formas de escapar del planeta, dada la capacidad de destruirlo, sino que también buscaríamos escapar de la condición humana. Volvernos animales o máquinas angelicales en un Edén poshistórico.

El tiempo llamado post, el nuestro, rompe con la idea de un futuro unitario como en la Modernidad. No hay imágenes de futuro, salvo las de la catástrofe planetaria. Por eso el tiempo post no se experimenta como un después, sino como un tiempo póstumo, un fin donde el tiempo toma la cualidad de lo idéntico. Como vivir en un deja vu: todo ya ha ocurrido, y retorna como parodia. Las cosas y las ideas se mueven, pero ya nadie cree demasiado en ellas, aunque, paradójicamente, las ideas se vuelven tan sólidas como en el tiempo de los fascismos del siglo XX, pero, se diluyen con la velocidad acelerada de nuestro siglo.

¿Hay algo que no sea la locura de las ideas enormes y maníacas, que sacrifican la realidad en nombre de las abstracciones como en el siglo XX, o una posmodernidad estridente pero impotente, incapaz de crear imágenes de futuro que no sean un collage de política vintage, o bien, imágenes de futuros creados por ingenieros informáticos?

¿Podría ser que todo este asunto de la Historia se haya vuelto un fetiche del que no es posible hacer un duelo y que de tanto declarar su fin o anhelar su retorno, hayamos perdido de vista algo que es de primer orden para el ser humano, al menos como lo entendemos hasta hoy: la historia en su función existencial? Esa que nos conecta con las generaciones precedentes y las por venir. Historias que lidian con nuestra condición de animales caídos: sexuados y mortales.

Lo que podría estar hoy en crisis es la historia como soporte de la existencia. Porque los lenguajes técnicos prescinden de ella. La política, la educación y hasta la psiquiatría parecen interesarse más en datos y abstracciones que en las historias.

Entre el delirio que fue el siglo pasado y el fin de la Historia, nací. Y tal como mis congéneres, pese al gran disparo de la Historia, vimos como el siglo terminó no con una arcada ni una plegaria, sino con anestesia. Salvo absolutistas, sectarios y terroristas, no nos fue posible, como a algunos vampiros, sentir nostalgia por las viejas Ideas, pero tampoco pudimos creer, aun sabiendo que el cielo está vacío, que era posible no creer en nada.

*

Si el corazón pudiera pensar, escribió Pessoa, se paralizaría. Con justa razón. La Decadencia, con mayúscula, es la pérdida total de inconsciencia, es verlo todo.

Esa forma de ver comenzó a ocurrirles a las generaciones que no pudieron creer más en Dios y, aun sustituyéndolo con la Humanidad, algo del velo se fue rajando sin remedio. Era inevitable que lo humano fuese rebajándose a la verdad biológica, la verdad grado cero. “El desierto avanza” le llaman a ese agujero.

Hay una clase de mirada tras la muerte de Dios que es más abajo que abajo. El primer plano que nos vuelve moléculas indiferenciadas, un montón de escombros que laten. Esa también es la mirada del horror.

El horror es una forma de mirada directa, que atraviesa cualquier velo que dignifique la carne humana. El horror busca una verdad sin política, sin negociación, sin historia. Una hiperrealidad.

Existe un cuento de Alphonse Allais sobre un rajá aburrido de la desnudez repetida de las bailarinas que debían entretenerlo. Se le ocurrió entonces, ir más allá del sexo, y descubrirle a una niña todos los velos hasta despellejarla. Tal como Saló o los 120 días en Sodoma de Pasolini, el empuje es de ir “más allá”. Pero no hacia alguna trascendencia, sino hacer el viaje hacia el fondo del cuerpo.

¿Qué hay más allá del principio del placer? La muerte, respondió Freud. Quizá es a lo que se refería Pasolini –y fue mal comprendido, leído como si fuera un reaccionario– con su Demasiada libertad sexual los convertirá en terroristas. No hay libertad sin límites. Esa “demasiada libertad” es la promesa de la desmesura. Y la desmesura es el opio del pueblo: el supuesto de una liberación total de la desdicha de existir; devolver la manzana al árbol. Pero ahí donde se suponía habría paraíso, se hallan verdades durísimas: el absurdo de la carne.

Como en Saló, el “más allá” del sexo, en Crash, la película de Cronenberg también es el golpe. Sus protagonistas, anestesiados del placer sexual, buscan despertar de su tedio existencial con los choques de autos en los que participan. Lo mismo en Crímenes del futuro, película en la que las cirugías se convierten en los nuevos vicios, no para curarse o embellecerse, sino para sentir algo fuerte en el cuerpo. Ambas historias insinúan que el sexo parece una función no solo inútil, sino que insuficiente en tiempos del “más allá” que no es hacia arriba, sino hacia abajo.

Pessoa tiene bastante razón cuando dice que si era posible adorar a un dios era precisamente por sus casi nulas posibilidades de existir. Adorar en cambio a la Humanidad llevaría inevitablemente, pese a sus ritos de Igualdad y Libertad, a terminar como una mera idea biológica. Nuestro tiempo suma desilusiones, la de Dios, la de la Humanidad también. Aparecen nuevas ideas para rellenar ese centro vacío. La respuesta hoy se llama poshumanismo y transhumanismo.

Hay quienes dicen que todo nuestro problema existencial es que la especie humana un día se bajó de los árboles. Separado y resentido, el ser humano inhibió el instinto de agarrase, lo que no significa que haya dejado de hacerlo. El ser humano se la pasa agarrándose de algo, pero a veces odia eso de lo que se agarra. El enojo es con el árbol, faltaba más, la madre perdida –metáfora del árbol– pasa a ser la madre puta, hija de puta: misoginia de hombres y mujeres. Ellos odian y ellas se odian a sí mismas. Se derriban entonces los árboles, se hace, como se dice, “leña del árbol caído”. ¡Que animal más enojado!

Animales enojados deseosos de deshacerse de todo límite, han logrado acercar el cielo a la Tierra. ¿Pero qué sentido tuvo matar a Dios y progresar hacia la verdad vista con una luz blanca que enseña que somos un montón de huesos y seremos un montón de polvo? ¿Por qué eso tendría que hacernos felices?

El error fue cambiar la dirección de la mirada: caer hacia arriba.

Sin Dios, debíamos rezar igual, aún a un cielo vacío; a fin de cuentas, el centro siempre estuvo desocupado: orbitamos en elipsis. Debíamos aún mirar de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo, por el mal de alturas.

La escultura Vessel en Nueva York fue instalada al centro de un barrio financiero de arquitectura, digamos, fálica. Y como el mall Costanera Center, la torre chilena más alta de Sudamérica, también se convirtió en un lugar de suicidios. En el mall, después de varios años, asumieron que debían poner protecciones, y en el caso de Vessel clausuraron sus escaleras. Hoy solo puedes ingresar al primer piso, y el efecto que se produce es extraño. Al entrar a la estructura, puedes ubicarte al centro y mirar hacia arriba y sentir igualmente un vértigo, pero con los pies en la tierra. Podrías conmoverte, pero no lanzarte.

Creer aún en un cielo sin dioses, no significa inventar un nuevo Mesías–aunque tenga un nombre científico – sino creer que somos algo más que carne para que la muerte preserve alguna función sagrada.

¿Porvenir de una ilusión? Sí, pero en la afueras de cualquier Barbieland. Todo indica que el siglo XXI, nuestro siglo, es el de las historias con minúscula. En todo caso, una patria nunca fue otra cosa que eso.

(*) Fragmento del libro “Nacer después de la historia”