Por Esteban Ferrández Miralles
En las Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (2007) dice Steiner: “Como he observado, no contamos con ninguna manera segura de comprender los pensamientos ajenos… Esta es la octava razón para la tristeza del pensamiento”. No obstante, y desde Freud, algunos tratamos de hacer de este objetivo imposible y precario una profesión.
En los inicios del psicoanálisis parece que Freud tenía mucho miedo de los efectos producidos por la extraordinaria proximidad que la relación terapéutica implicaba para ambos partenaires, asunto este abordado desde múltiples perspectivas cada cierto tiempo por las generaciones de analistas. Quizá el desenlace del caso de Anna O. estaba muy presente en Freud, aunque probablemente no fuera la única razón que le llevó a insistir en sus Escritos Técnicos sobre la objetividad del médico. Insistir en el hecho de que éste debía actuar con la frialdad del cirujano, debía convertirse en una pantalla en blanco donde el paciente pudiera escribir sus fantasías, o en un espejo que devolviese sin error, aquello que el paciente proyectaba en él.
De este carácter particular, paradójico, de la relación analítica, han dado cuenta autores desde Ferenczi hasta hoy. Juan Carlos Volnovich dice que la neutralidad analítica supone una proximidad casi hasta la incandescencia. Adam Phillips la describe como la relación más íntima a la que una persona puede acceder, pero sin sexo.
Algunos discípulos de la primera generación como Ferenczi optaron por una relación terapéutica mucho más intersubjetiva, democrática y abierta en la cual el terapeuta no se instalaba en ese lugar paternalista, común al psicoanálisis ortodoxo clásico, impregnado de positivismo y objetividad.
Ferenczi, llevado por su espíritu apasionado y trágico, corrió muchos riesgos, lo que le llevó a la desconfianza y la marginación en el movimiento psicoanalítico. Sin embargo, su pregunta nos parece de completa actualidad en el campo de la práctica psicoanalítica: ¿Cómo comprender al otro más allá de una posición de superioridad benevolente? De hecho, su figura ha subido muchos enteros en las filas psicoanalíticas durante los últimos años.
La concepción del lugar del analista, propuesta por Freud, descansa en una visión positivista del saber, amparada en la objetividad, conjetura que continuará hasta Lacan pasando por Melanie Klein. En un notable artículo nos lo recuerda Volnovich: “durante las décadas del 50 y 60 el predominio kleiniano contribuyó a reforzar sobre la figura de la neutralidad valorativa del científico, la figura del analista neutral, pantalla en blanco sobre la que construía en la sesión de análisis un campo experimental al estilo de Kurt Lewin donde las “variables intervinientes” eran aportadas por el analizado y visualizadas como tales en función de las “constantes” que sostenía el analista”.
Se tardará 40 años para poder contemplar los primeros cuestionamientos de la modalidad de relación terapéutica imperante, que se había extendido hasta convertirse en un “standard”. Esa modalidad inaugurada por Freud cuando propone que el terapeuta: «debe ser opaco a sus pacientes y, como un espejo, no debería mostrar nada más que lo que se muestra a él».
Son precisamente un grupo de analistas mujeres, Margaret Little, Lucy Tower y Paula Heimann, en la órbita kleiniana, las que a finales de los 50 destacan por primera vez el valor de la contratransferencia en el campo de la relación terapéutica, no solamente como un escollo, sino, precisamente, al contrario, como una baliza en un mar encrespado.
Aún pasarán años hasta que la subjetividad del terapeuta se convierta en elemento imprescindible en la relación terapéutica. Se le atribuye a Lacan la primera reivindicación de un concepto de sujeto en el campo del psicoanálisis concebido de modo no meramente descriptivo. De hecho, en algunos de sus primeros escritos llega a preguntarse por la intersubjetividad. Pero Lacan plantea una idea de sujeto que afecta solamente al analizante, no al analista. El sujeto lacaniano, definido en torno a la falta en ser, dividido entre dos significantes y descentrado de la concepción de persona, no tiene nada que ver con la reivindicación de la subjetividad que aparece en el psicoanálisis contemporáneo, a partir de los años 90. Sin embargo, podríamos preguntarnos por ese carácter visionario que en muchos aspectos de la temprana obra de Lacan aparece, para luego disiparse. ¿Será, como apunta Roudinesco, por su transformación de maître a penser a chef d’Ecole”?
Esta reintroducción de la subjetividad del terapeuta es precedida y favorecida precisamente por la recuperación de la contratransferencia a cargo de ese pequeño grupo de analistas kleinianas. Aunque no sería justo olvidar la contribución de Racker, psicoanalista argentino de origen polaco que murió tempranamente, cuyo trabajo “Observaciones sobre la contratransferencia como instrumento técnico» coincide de modo notable con las ideas de Heimann, con la particularidad de que Racker continuó investigando el tema mientras que Heimann tardó diez años en poder volver sobre la cuestión, quizá por exigencias institucionales. Racker murió pocos años después, truncando una carrera muy prometedora.
Hay autores, de hecho, que consideran la contratransferencia precisamente como la subjetividad del analista. Así por ejemplo lo refiere Alejandro Vainer en un número conmemorativo de la revista Topia: “La contratransferencia, en sentido extensivo, es la forma en que la subjetividad del analista se pone en juego en la situación clínica”.
En mi opinión tanto Lacan como Kohut vislumbran con claridad las limitaciones del lugar tradicional asignado por el psicoanálisis al terapeuta, e introducen conceptos que rompen la visión clásica del analista como pantalla en blanco donde proyectar las fantasías del paciente. El sujeto supuesto saber de Lacan y la función empática del analista en Kohut testimonian de las limitaciones de la visión positivista y objetivista en la que estaba anclado el papel del analista.
Lacan parece continuar esa visión positivista del analista clásico cuando subraya al principio de La dirección de la cura que “El psicoanalista sin duda dirige la cura”, pero es solo un espejismo, en lo que Lacan era un maestro, pues a continuación añade: “Volveré pues a poner al analista en el banquillo, en la medida en que lo estoy yo mismo, para observar que está tanto menos seguro de su acción cuanto que en ella está más interesado en su ser”. A pesar de la fascinación por lo abstruso del maestro francés, es evidente que la interrogación que Lacan plantea sobre la posición del analista es de rabiosa vigencia.
Si nos cabe alguna duda respecto de las coerciones que el joven Lacan vislumbra en el oficio de analizar, y las dudas que le asaltan, veamos como concluye esta disertación: “En cuanto al manejo de la transferencia, mi libertad en ella se encuentra por el contrario enajenada por el desdoblamiento que sufre allí mi persona, y nadie ignora que es, allí donde hay que buscar el secreto del análisis”.
No obstante, si bien la teoría lacaniana había apuntado de modo brillante hacia el descentramiento del sujeto, como continuación lógica del trabajo emprendido por Freud al desalojar la conciencia del centro del psiquismo, posteriormente su conceptualización del Otro, tan lastrada por su dependencia de la figura paterna, impidió que ese trabajo de descentramiento pudiera culminar.
La concepción de la alteridad por parte de Lacan se aleja del intersubjetivismo y de la fenomenología de Husserl, para radicarse en su análisis del discurso bajo la primacía del significante. Diríamos que abandona el campo de la comunicación para centrarse en la significación. Este viraje se puede deducir con claridad de sus palabras en el seminario “Las relaciones de objeto”: “A lo largo de los años me han visto ustedes elaborar el esquema subjetivo fundamental, o sea, la relación simbólica entre el sujeto y el Otro, el personaje inconsciente que lo dirige y lo guía, mientras que el otro imaginario juega un papel intermedio, el de la pantalla ….Por supuesto hay leyes de intersubjetividad, son las leyes que rigen la relación del sujeto con el otro minúscula y con el Otro mayúscula … El discurso también tiene sus leyes y la relación del significante con el significado es algo distinto que la intersubjetividad, aunque pueden recubrirse como las relaciones entre lo imaginario y lo simbólico”.
En los años 70 Kohut contribuirá también a recuperar la subjetividad del terapeuta en el marco de la relación analítica, sus planteamientos sobre la necesidad del otro y la crítica del modelo evolutivo imperante en EE UU, son decisivas en ese cambio de rumbo norteamericano que posibilita la psicología del self. Kohut recupera la necesidad del otro como fundamental en la concepción de la subjetividad y, a través del concepto de empatía redefine la relación terapéutica de un modo en el cual el paciente adquiere una consideración distinta. Como explica acertadamente Sassenfeld:
“Según Kohut (1984), el terapeuta debe tomar nota del retiro del paciente en la relación, buscar cualquier error que pueda haber cometido en la interacción, reconocer su error de manera no defensiva al paciente y, a continuación, ofrecer una interpretación explicativa y no censurante de la dinámica relacional que condujo al retiro y a la frustración del paciente. Esto le exige al analista tacto y comprensión empática respecto de cómo el paciente vivenció la interrupción de la relación self-objeto armónica. Más allá, esta comunicación incluye la manera en la cual el psicoterapeuta experimentó los eventos”.
Sin embargo, el límite para la teoría kohutiana parece marcarlo la consideración del otro como objeto. Kohut no parece plantearse la diferencia entre la concepción del otro como objeto o como sujeto. Si bien capta la necesidad del otro como un rasgo estructural y no como una etapa evolutiva, no es capaz de otorgarle al paciente una categoría de sujeto. Lo cual pasa por alto una de las premisas básicas del intersubjetivismo.
Un renovador imprescindible en el psicoanálisis post-lacaniano, Luis Hornstein, subraya acertadamente a este propósito: que, desde que Werner Heysenberg formulara en el año 1927 el principio de incertidumbre o la relación de incertidumbre, con el que mostraba que la función del observador influía en el hecho observado:
“La ciencia clásica obraba con la ilusión de que el observador podía ser eliminado. El sujeto era, o bien perturbación, o bien espejo … llegado a un punto, el observador se convierte en una intervención perturbadora, en física, sí, pero mucho más en el proceso analítico. Actualmente el compromiso vivencial del «observador» si le quita «asepsia», no le quita respetabilidad científica al psicoanálisis”.
Opinión semejante mantiene el influyente filósofo y pensador alemán, Peter Sloterdij en Muerte aparente del pensar, “el observador puro ha muerto”.
A finales de los años 80 la cuestión de la subjetividad del analista se encuentra reintroducida en el debate psicoanalítico. Algunos como Hornstein, piensan que es efecto de los excesos del estructuralismo lacaniano, otros, como Benjamin, sostienen que se trata de la crisis de un modelo objetivista basado en la polarización de los géneros. Tampoco podemos descartar el hecho de que el psicoanálisis se ha ido desplazando y ha ido expandiendo su campo de acción, tanto en lo que se refiere a su participación en instituciones, principalmente de salud mental, como en lo que se refiere a las patologías que trata.
Pero probablemente sea la concepción de la relación terapéutica como una relación intersubjetiva la que ha influido de modo más determinante para que el terapeuta sea considerado no solamente como un observador, un exégeta o un demiurgo.
La intersubjetividad es un concepto de la filosofía europea que tiene más de 200 años de historia, probablemente desde que Husserl se propuso estudiar la experiencia subjetiva del sujeto. Ahora bien, su aparición en el campo de la psicología y más específicamente del psicoanálisis es relativamente reciente, diríamos, los últimos 40 años.
La teoría intersubjetiva aparece en el campo psicoanalítico a finales de los 80, principios de los 90 de la mano de diferentes autores. Para Jessica Benjamin, por ejemplo, el concepto de intersubjetividad proviene de la teoría social de Habermas, director de la escuela de Frankfurt, discípulo de Adorno y Horkheimer. Si bien la influencia del sociólogo alemán es notable, parece que la incorporación del concepto al campo del psicoanálisis provendría de una parte de los trabajos de Colwyn Trevarthen sobre el niño, por otra parte, se apoyaría en las tesis de Daniel Stern que concibe un neonato con capacidades incipientes de comunicación muy tempranas.
Para Trevarthen, el neonato nace ya con una disposición para el encuentro con el otro: “Infants, it appears, are born with motives and emotions for actions that sustain human intersubjectivity”. “They perform actions that are adapted to motivate, and invest emotions in, an imaginative cultural learning”.
Para Stern esta disposición temprana intersubjetiva se expresa en el entonamiento afectivo, el cual sería la forma más básica de intersubjetividad presente en el ser humano. Una forma de intersubjetividad que no se circunscribe a la imitación, pues mientras esta se queda al nivel de lo formal y externo, el entonamiento afectivo se dirige a la experiencia íntima, más cerca de la comunión que de la comunicación, según el autor: “By affect atunement we mean the performance of behaviors that express the quality of feeling of a shared affect state without imitating the exact behavioral expression of the inner state”.
Es interesante notar cómo la concepción de la infancia que manejemos determina profundamente nuestra comprensión del papel del terapeuta, y no sólo en lo que concierne al psicoanálisis con niños sino a todo el edificio teórico del análisis. Destacados analistas han señalado las concomitancias entre la experiencia analítica y la experiencia de intimidad.
Otros autores de la corriente intersubjetivista radical como Stolorow, Orange o Atwood, sin embargo, buscan la legitimidad filosófica en H.G. Gadamer, precisamente aquel que ha sostenido el debate más encendido de la hermanéutica con Habermas. Por ejemplo, Orange inicia uno de sus trabajos más conocidos – Emotional understanding–, bajo esta advocación: “The person with understanding does not know and judge as one who stands apart and unaffected; but rather, as one united by a specific bond with the other, he thinks with the other and undergoes the situation with him.”— Hans-Georg Gadamer -.
Además, en ellos queda claro que la intersubjetividad no es solo un elemento del edificio teórico, una condición del sujeto que favorece los procesos de relación. Se diría, más bien, que es su piedra angular: “Intersubjectivity theory is a metatheory of psychoanalysis. It examines the field – two subjectivities in the system they create and from which they emerge – in any form of psychoanalytic treatment”.
Incluso cabe pensar que la permanencia de este intersubjetivismo dentro del campo psicoanalítico no va a ser nada fácil, a tenor algunos de sus postulados: “On the other hand, intersubjectivity theory transcends the freudian view of human beings”, sostiene Orange, una original autora en las filas intersubjetivistas.
Aunque el psicoanálisis sea hijo de la Ilustración, cuya promesa de liberación del sujeto presenta su lado fallido en la inevitable exclusión del otro: la mujer, el inmigrante… “Aun así, la defensa del significado frente al caos, del pensamiento frente al sufrimiento, de la integración frente a la separación, de la simbolización frente al síntoma, de la consciencia frente al inconsciente sigue siendo esencial para el psicoanálisis”, como sostiene Benjamin.
Muy a menudo el psicoanálisis no logra zafarse de esa operación que pretende superar la binarización, el dualismo, la polarización. Si surge como un intento de escuchar y así restituir lo otro del sujeto en sí, esa exclusión parece a menudo ganarle la partida al afán liberador del proyecto psicoanalítico de manera que la mujer, o el paciente, a menudo el psicótico, son de nuevo categorías estigmatizadas por una teoría que se presentaba como propuesta de liberación.
Se percibe la estela de Ferenczi en el pensamiento de Benjamin, cuando propone: “si el paciente debe llegar a ser el analista, el analista debe también llegar a ser el paciente”. Benjamin concibe la practica psicoanalítica como una actividad emancipatoria, liberadora del sujeto respecto de lo que le oprime, en este caso un sistema polarizado de géneros que los aísla y disocia de sí mismos. Este proyecto emancipatorio encuentra múltiples obstáculos.
El que estamos intentando diagnosticar, por su especial relevancia en el ejercicio terapéutico, es el que se asienta en la posición objetivista, paternal y autoritaria del analista, que Freud ejemplificó muy bien en su aserto “heads I win, tails you loose”.
Si aceptamos que uno de los objetivos principales del psicoanálisis es liberar la subjetividad del paciente, podremos entender a partir de ahí el abandono de la hipnosis y la sugestión catártica, técnicas que lo reducían a una posición extremadamente pasiva y sometida al poder del terapeuta.
Pero no es un recorrido fácil, Freud se encuentra atrapado en un paradigma de objetividad científica que le impide plantearse el deseo inconsciente del analista. Para escapar de esa figura de superioridad solo cabe encomendarse a la regla analítica o analizarse. La introducción del análisis del analista supone uno de los aportes fundamentales de Freud más allá de la propia lógica patriarcal y objetivista que le aprisiona.
Si bien no es suficiente, es un primer paso, ahora hay que contemplar lo que implica también el desarrollo de la práctica psicoterapéutica con el problema que supone la identificación con el paciente. En ese sentido la introducción de las reglas: atención flotante, asociación libre, intentan rescatar para la tarea las instancias inconscientes.
A pesar de la premisa objetivista de Freud, preocupado como estaba por los efectos de la transferencia y la contratransferencia, que él mismo había experimentado de modo notable en el caso Dora, desde los inicios del psicoanálisis ha habido analistas que señalaban la necesidad, la posibilidad o la oportunidad de tomar en cuenta la subjetividad del analista, sus respuestas emocionales conscientes e inconscientes, en definitiva, sus deseos.
La imposibilidad de mantener la distancia y la objetividad es lo que conduce al problema de la identificación y la contratransferencia, es decir, la subjetividad del analista, sus deseos conscientes e inconscientes.
Esto ha dado lugar a lo que conocemos como teoría de la intersubjetividad relacional, fundamento de la psicoterapia relacional como ya hemos mencionado anteriormente. Al ser un concepto de moda, no está libre de ser utilizado de maneras diversas y no coincidentes. Como señala Sassenfeld: “La amplia difusión del concepto, como la de cualquier otro, ha traído consigo una creciente imprecisión y confusión conceptual y ha resultado en que el grado de la variabilidad de su utilización sea grande”.
El intersubjetivismo relacional es un conjunto de ideas provenientes del constructivismo, del personalismo de Sullivan, de la perspectiva social en psicoanálisis, de las teorías de Irwin Hofman, del feminismo en el caso de autoras como Benjamin, Dimen, Chodorow, etc… que cuestiona profundamente el modelo de psicoanálisis imperante.
Así ocurre por ejemplo con la teoría de la neutralidad, insostenible si pretendemos que hay una implicación subjetiva del terapeuta, y necesitada de una urgente relectura que vaya más allá de los presupuestos liberales presentes en su nacimiento, inservibles para el mundo actual.
En este marco intersubjetivo han cobrado un valor destacado tanto los enactments como las self disclosures. En ambos casos las diferencias entre los autores son importantes y exceden el motivo de este trabajo. Sea como sea parece opinión mayoritaria el hecho de que, tanto unas como otras son inevitables, de manera que o bien se abandonan a la aparición inconsciente o bien se hacen controladamente.
Qué duda cabe que hay una ganancia desde el original agieren de Freud, traducido como acting out en su denominación inglesa, cuyo uso se ha generalizado, hasta el enactment, que vuelve a poner de manifiesto eso que Winnicott captó como nadie, a saber, que el espacio analítico es un espacio transicional.
Para Laplanche y Pontalis, “En el surgimiento del acting out el psicoanalista ve la señal de la emergencia de lo reprimido”. Además, agregan: “si por un lado esas acciones contienen una tentativa de ruptura de la relación analítica, es mediante la comprensión del contenido afectivo que se puede dar proseguimiento al proceso analítico”.
La distinción entre la palabra y la acción nunca fue tan clara en psicoanálisis, aunque el primer Freud de Estudios sobre la histeria había planteado una operación de sustitución, no exenta de optimismo. Se trataba de sustituir el síntoma neurótico, arraigado en el cuerpo, por una palabra que lograra representar ese deseo que el síntoma había usurpado. Lacan con su teoría del significante había percibido el valor de acto de muchas palabras proferidas en el análisis. Incluso nos había puesto en la pista del valor performativo que pueden tener las palabras.
Para Benjamin parece que la diferencia entre palabra y acto se borra, desde que las palabras suponen consecuencias que afectan al otro de modo palpable, desde que los actos tienen una significación, pero, sobre todo, contienen una información valiosa para los sujetos.
La concepción de la relación terapéutica, muy dependiente del modelo teórico con el que se trabaja, también es objeto de una revisión profunda, radical. La crítica de Benjamin se ha centrado en el lugar de objeto al que quedaba relegado el paciente en la clásica concepción del psicoanálisis desde Freud hasta Lacan, si bien en este último la categoría de objeto es analizada y descompuesta como nunca antes lo había sido en el campo psicoanalítico. Por su parte, la autora neoyorkina establece una relación basada en dos niveles fundamentales de la relación: por una parte, el entonamiento afectivo, por otra, el reconocimiento mutuo.
El entonamiento afectivo – idea que como hemos visto es tomada de Stern –, es un concepto que va más allá de la empatía, supone una conexión más íntima, de orden muy primario, que Winnicott intuyó en su idea del terapeuta como parte del holding del paciente. El entonamiento incluye una dimensión particularmente importante, la presencia del tercero desde los orígenes, un tercero que regula los intercambios diádicos desde las primeras experiencias, más allá de la díada fusional imaginaria que tanto había criticado Lacan. No es preciso esperar al tiempo edípico para encontrar al tercero en acción. O desde un punto de vista más kleiniano, el Edipo empieza muy temprano.
Este tercero estaría basado en la idea del ritmo presente desde los primeros intercambios del bebé con su cuidador. El proyecto lacaniano querría romper ese molde de la dualidad infinita -al que Benjamin denomina complementariedad, una relación basada en el mutuo desconocimiento-, con la idea del descentramiento del sujeto, o también con el concepto de sujeto supuesto saber, pero la conceptualización lacaniana de la mujer y la idealización de la función paterna le han impedido culminar ese proyecto.
El reconocimiento mutuo, más allá de la mutualidad, pero sustentado en ella, implica un intercambio simbólico, que se sostiene de la tensión entre la semejanza y la diferencia. Para Benjamin, es el objetivo fundamental del análisis, formulado en esa frase que parafrasea a Freud “where objects were, subjects must be “, equivalente al “Wo es war soll ich werden” freudiano, cuyas interpretaciones han variado con el tiempo.
Con raíces hegelianas evidentes, Benjamin formula un objetivo para el análisis en el cual el otro ocupa un lugar central. Si en Winnicott se trata del otro real externo, más allá de las capacidades psíquicas del sujeto, y en Lacan es el orden simbólico, en Benjamin el reconocimiento es de otro semejante y diferente a la vez: “A theory in which the individual subject no longer reigns absolute must confront the difficulty each subject has in recognizing the other as an equivalent center of experience”. Y la tarea del reconocimiento mutuo se plantea en términos de: “being able to connect to the other’s mind while accepting her separateness and difference”.
Este reconocimiento es imposible sin la participación de un tercero como referente común compartido, un tercero al que se someten ambos partenaires. El tercero o terceridad, es un concepto que ha recuperado prestigio en el campo psicoanalítico de la mano de Thomas Ogden, aunque hay que reconocer que su introducción fue obra de Lacan, si bien el prefirió denominar Otro a la alteridad.
En Benjamin encontramos esta definición en su trabajo Intersubjectivity, Thirdness, and Mutual Recognition: “We might speak of thirdness as a quality of mental space, of intersubjective relatedness. For it is necessary to distinguish the third from a theory or rules of technique, from superego maxims or ideals that the analyst holds onto with her or his ego, often clutching them as a drowning person a straw. For in the space of thirdness we are not holding on to a third, we are, in Emannuel Ghent’s term, surrendering to it”. No podemos detenernos, pero el concepto de surrender de Ghent es crucial para una adecuada comprensión del tercero en Benjamin, a diferencia de Ogden, por ejemplo.
Otra de las cuestiones que exige una revisión radical es el concepto de identificación. Quedando claro que la implicación subjetiva del analista en la transferencia supone un proceso de identificación, es necesario deletrear sus distintos aspectos: Integradores, erógenos, patógenos… Probablemente el juego identificatorio sea el que permita establecer esa distancia que Benjamin señala entre la distancia objetiva y la sugestión. La terapia como un lugar de juego, como señaló Rodulfo -cuya estimulante pluma echaremos de menos-, el juego paradójico de las identificaciones como aquel paciente célebre de Doltó, que tras un largo periplo por distintos analistas llega a su consulta con los peores augurios y le espeta, usurpando su sillón, túmbese y cuénteme todo lo que le pase por la cabeza. La respuesta esperada de alguien tan poco ortodoxo como Doltó, era esperable, comprenderá usted que contarle mis cosas íntimas a un desconocido es muy difícil. Solo un juego de identificaciones cruzadas, sobreinclusivas, al decir de Benjamin, nos puede permitir el momento y la respuesta de Doltó, sin encomendarnos al respeto por el encuadre.
¿Serán las identificaciones las que permitirán que el analizante pueda, a momentos, convertirse en terapeuta del terapeuta? La identificación es un juego, el juego del como sí, como si fuera el analista, como si fuera el paciente, creaciones de un espacio intermedio, un espacio entre la realidad y la ilusión.
Personalmente prefiero imaginar mi consulta como un lugar de juego antes que, como un laboratorio, menos aún un quirófano o una excavación arqueológica. Como mucho aceptaría la metáfora teatral de Joyce McDougall[1], “All the world’s a stage, and that all the men and women in it are «merely players», expressed Shakespeare’s deep conviction that we do not readily escape the roles that are essentially ours. Each of us is drawn into an unfolding life drama in which the plot reveals itself to be uncannily repetitive”.
Aunque a ella, en su brillante intuición, quizá le faltó poder incluirse de modo más subjetivo en la escena.
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