Por María Cristina Oleaga
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A partir de la lectura de algunos ensayos (1) -escritos por el filósofo, matemático, Premio Nobel de y militante por la Paz Bertrand Russell- me interesó retomar el destino que da a lo que, supuestamente, no sirve para nada. Asimismo, sobre el fondo de sus dichos, es interesante ver rasgos que se cruzan con lo que se espera de la posición del psicoanalista y su desprendimiento de la finalidad utilitaria terapéutica, o sea el concepto de la cura por añadidura.
Quiero destacar, así, una particularidad russelliana: pescar el otro lado de cosas que, desde el sentido común, podrían apreciarse, valorarse positivamente, sin reservas. En esa dirección, deconstruye el ideal que le da tanta valoración al trabajo como un dato que dice acerca de la virtud del que lo ejerce. Nos lleva, así, a interrogar por qué le prestamos consentimiento a ese ideal. Asimismo, rescata lo supuestamente “inútil” en cierto tipo de conocimiento hoy desacreditado. La utilidad, entonces, es cuestionada en favor de otros valores que enriquecerían al hombre y a la sociedad. Se trata, en Russell, de poner en relieve posiciones subjetivas como las de la ociosidad, de la holgazanería, del disfrute de la vida más que la de la acumulación y el tener, a contramano de lo que dicta el sentido común.
Por último, y quizás el punto que más me interesa, Russell aborda el tema del conocimiento que califica como “inútil”. Como parte de lo que Russell denomina los “intereses de la civilización”, este así llamado por él conocimiento “inútil” es un dato precioso para pensar tanto el goce/sufrimiento que no sirve para nada como también los síntomas sociales que ocasiona su descrédito. En este sentido, nos pone en guardia acerca de una operación que la modernidad ejerce sobre el lenguajemismo, también en relación con lo útil y lo inútil. Este punto coincide con la apreciación de Castoriadis acerca de la ruina del lenguaje. El descrédito que cae sobre lo “inútil” es otra cara del avance de la técnica y produce síntomas en nuestra civilización.
La insistencia en la ocupación del tiempo por el trabajo, dice Russell, está sostenida en afirmaciones que precipitan en sentido común, como el del refrán: “La ociosidad -en inglés usa idleness/ pereza, holgazanería- es la madre de todos los vicios”. Por oposición, el trabajar sería virtuoso. Este sentido, dice, ha sido muy dañino para la humanidad. Insiste, en repetidas ocasiones, en señalar el impedimento que constituye ese ideal, esa ética del trabajo, así como señala la base ideológica, mítica, incluso religiosa que lo sostiene a la vez que sirve para promover la calificación de los sujetos en virtuosos o viciosos según trabajen o no. Sabemos que la identificación con el Ideal se cumple para estar a tono con el amor del Otro, que en este caso llega a través de la mirada social. Ese es el quid del consentimiento casi inevitable por parte del sujeto
Russell va al fundamento de este sentido común, el de la virtud en el trabajo, al historizarlo. Si bien en un principio los amos usaron la fuerza para extraer un excedente de la producción de los campesinos, podemos destacar el pasaje, señalado por Russell, de esta condición de sustracción violenta a la construcción discursiva que permitió prescindir de la fuerza para lograr incluso mejores resultados: “El deber”dice“(…) ha sido un medio ideado por los poseedores del poder para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés”. El ideal, al que el hombre trabajador y virtuoso le presta consentimiento, sería entonces el arma que el poder usa para hacer trabajar a los otros. Los miembros de esa clase ociosa no estarían concernidos por esa calificación que sólo atañe a los pobres, siempre en riesgo de pecado. Tenemos aquí un primer dato desechable, un ideal convertido por Russell en excedente a descartar, fundamento de la ociosidad de unos en detrimento de la vida de la mayoría, un bien preciado que Russell deconstruye y desecha. Denuncia, así, que este ideal sigue sosteniendo ese estado de cosas aun cuando el progreso tecnológico posrevolución industrial haría innecesario y hasta contraproducente ese esfuerzo. Es que, incluso en 1932 cuando escribe el ensayo, crisis del 30 mediante, no había ya trabajo para todos. Describe: “(…) el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros.” De ahí su propuesta de“reducción organizada” del tiempo de trabajo a 4 horas, con una retribución suficiente para cubrir artículos de primera necesidad y comodidades elementales de la vida. Dice: “La técnica moderna ha hecho posible que el ocio dentro de ciertos límites no sea prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral de los esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud”. Detrás del mito del hombre trabajador virtuoso hay un esclavo. Hoy, podríamos decir que detrás del famoso emprendedor de sí, idealizado en el capitalismo actual, también hay, en general, un esclavo.
En cuanto a la ganancia que algunos obtienen luego de satisfacer sus necesidades, Russell señala y califica variados destinos de este excedente: el ahorro, por ejemplo, con lo cual ese dinero acumulado y retirado de la circulación no contribuiría a crear ni más trabajo ni más bienes. Por ese motivo, califica al que ahorra de “verdadero malvado”. Otra posibilidad, dice, es que ese excedente se preste a un gobierno y vaya, en consecuencia, a alimentar fabricación de armas a emplear en guerras.La guerra, por cierto, es un tema central para Russell, en su obra y en su vida. Compara a ese inversor con Ricardo III, quien en la obra de Shakespeare contrata asesinos para matara sus sobrinos y hacerse con la corona. Explora otras posibilidades de destino del excedente para concluir en que el mejor inversor es el que da fiestas para sus amigos, con lo que su dinero circula, hace ganar a otros a partir de lo que compra y convida en ellas para que todos se diviertan. El consumo, la distribución y el placer no están presentes en las otras opciones que, para Russell, no sirven a la sociedad para su bien. Dice: “Cualquiera sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe derivarse de la ventaja que se obtiene consumiéndolos. El individuo, en nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el consumode lo que él produce.” Y también: “(…) concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.”Habrá que ver, también, qué implica hoy el consumo y en qué lugar ha quedado ese “placer del consumidor” y el consumidor mismo. Sabemos que, en esta época, el consumir es un acto al que el sujeto se ve empujado, también para asirse a rasgos/marcas que constituyen identidad.
Para Russell, hay quienes disponen del excedente del ocio, entre los poderosos, que no merecen su consideración, como los terratenientes, y otros -por el contrario- como los ateniensesque en la antigüedad y bajo el régimen esclavista, hicieron progresar la cultura. En todos los tiempos, a pesar de las teorías que construyeron para justificar su ociosidad, Russell reconoce lo que hicieron esos sujetos que se pudieron permitir la holgazanería para que la humanidad evolucione de la barbarie a la civilización, incluso iniciando los movimientos de liberación de los oprimidos. Los productos de esa formación autónoma de los ociosos, todo aquello para lo que ha servido, no puede -dice Russell- continuarse a través de la enseñanza tradicional, incluso universitaria, porque los propósitos utilitarios han pasado a primer plano y, de este modo, peligran lo que él llama “intereses de la civilización”. El ocio, del que Russell espera cambios en el sujeto y en la sociedad, es un ocio que estimula el contacto con los bienes de la cultura, desde los más simples a los del intelecto. Pero supone que, estimulado, el sujeto tomará su propio camino al elegirlos.
Russell señala, también, que la educación que permitiría que el ocio sea aprovechado no sería tanto la sistematizada, sino el contacto, en ese excedente de tiempo libre, con los bienes de la cultura, de las tradiciones, de lo que enriquece a los sujetos. Sobre todo, insiste en que lo no formalizado favorecerá la originalidad, lo propio de cada uno, “habrá felicidad y alegría de vivir(…)”. En el vacío del ocio, eso que no serviría para nada, Russell imagina que florezca la imaginación y que la pereza aloje la virtud creativa. Este puente nos permite entrar en la apreciación del conocimiento que califica como “inútil” y en el que, sin embargo, encuentra algunos tesoros, tema que mucho tiene que ver con los materiales de trabajo de los analistas y con, yo diría, una posición de resistencia frente al malestar, a los síntomas de la cultura de esta época.
Russell elige contraponer dos personajes a través de dos frases que los representan y abre el juego entre el saber utilitario y el puro goce del conocimiento. Se trata, por un lado, de Sir Francis Bacon, padre del empirismo, el conocimiento por el método científico, quien llegó a ocupar cargos muy altos en el reino, aunque al precio de traicionar amigos. Él decía “El conocimiento es poder”. Por el otro, presenta a Thomas Browne, escritor y médico, de quien Borges ha dicho que es el mayor prosista en lengua inglesa. En su obra literaria, prosa poética, se mezcla lo bíblico y la alquimia; es barroco, sugerente y no explícito en su expresión. Russell menciona que Browne quería saber qué canción cantaban las sirenas pero que ese conocimiento no lo hubiera llevado a ningún cargo en el gobierno. La frase completa de Browne es: “La canción que cantaban las sirenas, o el nombre que adoptó Aquiles entre las mujeres, son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan más allá de toda conjetura”.La madre de Aquiles, para evitar la profecía de su muerte en batalla, entrega a su hijo para que viva entre las mujeres, como una más. Nada sabemos de la canción que cantaron las sirenas y que Ulises quiso escuchar y tampoco del nombre que usaba Aquiles disfrazado de mujer. La frase de Browne dice algo sobre lo impensado, sobre lo que no tiene referente empírico y que, sin embargo, entra en lo conjetural y alberga un vacío de significación incluso en el modo de decir. María Negroni dice de Browne: “Su tendencia es hacia la vía oblicua y marginal, como si lo sostuviera una fe en la impotencia de nombrar.” Browne escribió, por ejemplo,“Museo sellado o Biblioteca oculta”, que esbásicamente el inventario de una colección de objetos y rarezas que no existen. Browne la escribió tal vez como una broma, como una sátira de la moda de la época, sobre todo en las clases altas, de tener colecciones ostentosas de los objetos más variados y traídos de los lugares más exóticos que exponían en lo que llamaban “cuartos de maravillas”. Estas cuestiones, que remitena “tesoros ocultos”, Russell las resalta y las contrapone al conocimiento utilitario y referencial.
Russell nos lleva desde los griegos al Renacimiento al recorrer los lugares que ocupó el conocimiento para cada sociedad. En unos, los griegos, el gusto de tomar contacto con el saber como sin darse cuenta de su compromiso con el conocimiento que de todos modos produjeron. Russell señala que este resultado utilitario en el saber clásico no fue causa sino efecto de haberse cultivado por puro goce intelectual. Lo que surgió sin el propósito de servir para algo preciso tuvo, sin embargo, incluso productos útiles para la sociedad. En los otros, hombres del Renacimiento, el saber – dice Russell– “era parte de la joie de vivre tanto como beber o hacer el amor”. Un detalle llamativo es el modo en que describe el encuentro de Hobbes con el teorema de Pitágoras: ”Nadie puede dudar de que éste fue un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la utilidad de la geometría en la medición de terrenos”. Siempre rescata el rasgo del disfrute, de lo particular, y de cómo la utilidad de lo descubierto o inventado con ese espíritu sobreviene por añadidura.Y sigue: “El móvil principal del Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y libertad en el arte y en la especulación que habían estado perdidas mientras la ignorancia y la superstición mantuvieron los ojos del espíritu entre anteojeras”. Ahí su mención al Medioevo.
La Revolución francesa y el inicio del maquinismo son para Russell la bisagra con la que comienza una época de disvalor del conocimiento en favor, exclusivamente, de aquél que sirva para aplicar a la vida económica de la comunidad. Russell no desconoce las ventajas de la técnica, pero señala lo que, con su desarrollo, ha perdido la humanidad. Así, marca el empobrecimiento progresivo del lenguaje en favor del uso de palabras que sirven únicamente para lo comercial: “La concepción del lenguaje” dice “como algo capaz de valor estético está muriendo, y se está llegando a pensar que el único propósito de las palabras es proporcionar información práctica” El saber ha dejado de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio, hay primacía de lo utilitario por sobre lo poético, con gran pérdida para la subjetividad.
Para Russell es el empleo feliz del ocio, con la posibilidad de que la población sea educada con miras al placer intelectual, con el ejercicio de las particularidades de cada uno, el rasgo que hasta podría, en parte, contrarrestar cierta crueldad de la naturaleza humana e incluso hacer desaparecer la afición por la guerra,de nuevo esta preocupación en él. Evidentemente, Russell no cuenta con el trabajo de la pulsión de muerte y, por ello, cree en la efectividad de las apuestas contra la crueldad.
La ventaja más importante del conocimiento inútil es, para R, que favorece un“estado mental contemplativo”. Se queja del privilegio que tiene la acción, sin reflexión previa: hemos criticado demasiado a Hamlet, pero nos olvidamos de Otelo. Dice: “(…) la acción es mejor cuando surge de una profunda comprensión del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación del yo. (…) Es probable que, tarde o temprano, una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa; sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen soportables los más trágicos aspectos de la vida.”
Russell da ejemplos graciosos de cómo ciertos fragmentos de erudición supuestamente inútil podrían servir, si nos concentramos en su recuerdo, para borrar los propios pensamientos respecto de algún conflicto del presente –“las pulgas” -dice- “o los trenes que no llegan”– y llevarnos por otro camino. Así como esos “placeres triviales de la cultura”, aparentemente insignificantes, pueden aportar más gusto a experiencias habituales, R destaca que “(…) los méritos mayores de la contemplación están relacionados con los males mayores de la vida: la muerte, el dolor y la crueldad y la ciega marcha de las naciones hacia el desastre innecesario.” Sería el antídoto, sucedáneo de la religión para los no creyentes: aquellos estudios que permitirían que el hombre se vea en su perspectiva y sin intentar escapar al sufrimiento, ya que esto conduciría al hombre a la trivialidad o a inventar “engañosos mitos colectivos.” “Lo que se necesita no es este o aquel trozo específico de información, sino un conocimiento tal que inspire una concepción de los fines de la vida humana en su conjunto: arte e historia, contacto con las vidas de los individuos heroicos y cierta comprensión de la extrañamente accidental y efímera posición del hombre en el cosmos, todo esto tocado por un sentimiento de orgullo por lo que es distintivamente humano: el poder de ver y de conocer, de sentir magnánimamente y de pensar y comprender. La sabiduría brota más fácilmente de las grandes percepciones combinadas con la emoción impersonal.”
Visitar a Bertrand Russell, su modo de interrogar y de dar vuelta afirmaciones que forman parte del sentido común, nos hace pensar en el “no comprender”, consejo de Lacan al analista que escucha a su paciente. Interrogar, no dar por sentado el sentido de las explicaciones yoicas es parte del trabajo analítico. También la apreciación russelliana de lo “inútil” nos puede remitir a la importancia en nuestra clínica del detalle trivial, para no mencionar el lugar central de las formaciones del Inconsciente. Ir a contramano del sentido común es también cuestionar ciertos ideales que pueden apresar al sujeto e incluso sostener sus formaciones sintomáticas. Asimismo, es interesante el modo en que Russell resalta la obra de Thomas Browne. Algo de lo enigmático en el decir, algo de lo que impone la interrogación y lleva a que el sujeto trabaje para buscar un sentido, tiene también que ver con el decir no explicativo que se espera del analista. Queda abierto, asimismo, otro tema clínico: las particularidades subjetivas de época, que hemos abordado en otros artículos, y la búsqueda de soluciones inmediatas, a semejanza de lo que ofrece la medicación, el consejo, la solución digerida por el Otro. La intervención analítica, sabemos, no puede llegar antes de establecida la relación transferencial y estos rasgos subjetivos pueden ser un obstáculo.
(*) Artículo basado en el trabajo presentado en la Noche Abierta de la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL) del 21 de septiembre de 2022: “Los no analistas”, a partir de una actividad que desarrolla el Seminario “Presencia milleriana” que dicta el psicoanalista Jorge Chamorro.
Notas
1) Elogio de la ociosidad y Conocimiento “inútil”.