Introducción
En un trabajo anterior [1] observábamos cómo, en un altísimo porcentaje de casos de abuso sexual infantil intrafamiliar, la denuncia del niño culmina con el sobreseimiento del perpetrador, vía imputación explícita o implícita de la madre. En efecto, veíamos que, a través de distintas maniobras de los abogados defensores del imputado, se invertían los lugares, resultando que el imputado devenía de victimario del niño a víctima de la madre - nueva victimaria -, repentinamente imbuida de un supuesto trastorno por el cual habría alentado al niño a inventar la denuncia contra el padre con el fin vengativo de alejarlo del hijo, o, para obtener algún beneficio económico. Se trata del SAP: síndrome de alienación parental. El padre y el niño pasan a ser ambos víctimas de la madre.
Más allá de la particularidad de cada caso, señalábamos el rol que desempeñan los representantes de la justicia a la hora de impartirla - peritos, defensores de menores, fiscales y jueces - quienes demasiadas veces desoyen la palabra del niño en un afán inexplicable por favorecer al imputado. Un delito aberrante queda naturalizado, minimizado, redoblando y cerrando así el círculo abusivo: es el Otro de la justicia quien ahora rubrica con su firma y sello que el abusador es inocente. Alentados por la letra proveída por el SAP, concluyen que, “ante la duda, a favor del reo”. Sin embargo, habría que enfatizar que en estos casos “la duda” recae sobre la palabra del niño, violentando así sus sagrados derechos.
Lo preocupante no es que los abogados defensores recurran a este supuesto “trastorno”: su trabajo consiste precisamente en tomar todo lo que pueda servirles para favorecer a su cliente, lo crean o no inocente; el problema es que le cabe a la justicia dar lugar o no a estos recursos “defensistas”. Dicho de otra manera: el SAP resulta ser una creación tendenciosa surgida en un medio sociocultural en el que la igualdad ante la ley es aparente. En nuestro citado trabajo anterior, terminábamos abriendo una equivalencia inquietante entre la utilización del SAP y la de la figura de la “emoción violenta”, que retomamos aquí.
La Emoción Violentaes al Femicidio como el SAP al ASI
El artículo 81 inciso 1º a) del Código Penal argentino, define al homicidio emocional como matar a otro en estado de emoción violenta, y añade: “que las circunstancias hicieran excusable”. La emoción es entendida como un cambio en la personalidad de quien comete el hecho, en virtud de un estímulo externo que altera transitoriamente el comportamiento habitual de esa persona, impidiéndole dominar sus impulsos, y que lo lleva a obrar irreflexivamente, aunque sí concientemente, pues de lo contrario, no acarrearía imputabilidad. Al “homicidio en estado de emoción violenta” se le atenúa considerablemente la pena.
Dice Fontán Balestra [2]: “Lo que importa de ese estado, porque es la razón de la atenuante, es que haya hecho perder al sujeto el pleno dominio de su capacidad reflexiva, y que en él sus frenos inhibitorios estén disminuidos en su función”…”La causa provocadora del estado emocional debe reunir dos características; ser externa al autor y tener capacidad para producir el estado emocional”. … “a-. El estado de emoción violenta debe responder a un estímulo externo”, o sea, no al temperamento del autor, “b- La causa debe ser eficiente para provocar el estado emocional. ¿Cómo debe entenderse esta exigencia? Con criterio relativo. Apreciando la causa en relación con las modalidades y costumbres del autor, sumándola a otras situaciones y circunstancias de cuyo conjunto puede resultar la eficiencia causal del estímulo, y situando los hechos dentro del conjunto de las circunstancias en que se produjeron. De todo ello resultará una estimación prudente de la atenuante para el criterio del juez.” (El resaltado me pertenece)
Continúa diciendo Fontán Balestra: “Juan P. Ramos sentó una premisa: la causa debe responder a motivos éticos para que las circunstancias del hecho sean excusables: no basta que haya emoción violenta si no existe un motivo ético inspirador, el honor herido en un hombre de honor, la afrenta inmerecida, la ofensa injustificada”. (El resaltado me pertenece)
Es decir que la atenuación de la pena para un homicidio, en estado de emoción violenta, va a depender del criterio del juez, quien evaluará, entre otras cosas, si un hombre íntegro se sintió herido en su honor, si recibió una afrenta inmerecida o una ofensa injustificada. Está claro que ante un crimen habitual: un hombre sorprende a su esposa en brazos de otro y la mata, por ejemplo, sus abogados alegarán “emoción violenta” a fin de reducir considerablemente la inevitable condena, y posiblemente lo logren.
Más aún, sin llegar al extremo del descubrimiento sorpresivo y tras numerosas denuncias de violencia efectuadas previamente por la víctima, Eduardo Vázquez incinera a su esposa, Wanda Taddei, y queda en libertad durante dos años antes de ser condenado a sólo 18, tras recibir el beneficio de homicidio en estado de emoción violenta. Luego, a menos de dos meses de ser condenado, goza de salidas transitorias a supuestos “eventos culturales”… Tras el femicidio de Wanda, 53 mujeres fueron asesinadas bajo esa misma modalidad en nuestro país, desde febrero del 2010 a la actualidad [3 y 4].
Seguramente esto es lo que a Pilar Aguilar Malpartida [5] en su interesante trabajo La Emoción Violenta como Atenuante de los Asesinatos contra las Mujeres a Manos de sus Parejas la mueve a afirmar que “Lo que hoy conocemos como homicidio en estado de emoción violenta es producto de la transformación paulatina del conyugicidio, figura que permitía hasta los inicios del siglo XX el asesinato de la cónyuge infiel sin pena alguna”. (El resaltado me pertenece). Se entiende por conyugicidio a la muerte causada indistintamente por el hombre o la mujer a su cónyuge, y es doloso. Si la víctima es la mujer y el marido el autor, se llama “uxoricidio” y en algunas legislaciones está relacionado con el adulterio, por cuanto el marido, en determinadas circunstancias, puede buscar una atenuante en la emoción violenta o en la vindicación de su honor. [6]
Tras hacer un recorrido histórico por el Derecho Penal internacional, Aguilar concluye que el homicidio y las lesiones causadas a los responsables de adulterio han sido juzgados principalmente de tres distintas maneras: la excusa absolutoria; la aplicación de penas comunes; y la actual, el establecimiento de una regla especial de atenuación.
Una vez más podemos constatar la delicada tarea de los jueces: evaluar y decidir si el homicidio de la esposa quedará o no atenuado por el honor mancillado de un hombre que habría actuado por emoción violenta al descubrir, por ejemplo, la traición. Es importante destacar que, al igual que cuando se recurre al SAP para “explicar” que el abuso sexual denunciado no existió, la responsabilidad de la acción delictiva se desliza finalmente sobre la víctima.
Contextualización de la problemática
En los albores de la civilización, el varón era quien podía disponer de manera irrestricta sobre las mujeres y los niños. Esto significa que naturalmente estaba habilitado tanto para hacer uso de ambos en relación a su satisfacción sexual, como también para disponer sobre sus vidas. Sin embargo, existen hallazgos tan insoslayables como míticos que revelan que, en la prehistoria de la humanidad, la mujer ocupaba un lugar de absoluta primacía, sustentada posiblemente en la observación de que la mujer era la única capaz de engendrar vida, ya que se desconocía la participación del varón.
“Durante la Prehistoria, el dominio de la mujer se basó en su capacidad, precisamente, de procrear, siendo el papel del hombre totalmente accesorio. Este dominio se encontraba simbolizado en las divinidades que eran femeninas. El matriarcado expresó un sistema en el cual la mujer ejerció una función social de primer orden para el desarrollo de la comunidad, donde era la cabeza de la familia y la transmisora del parentesco” (…) “En el matriarcado las mujeres mandaban, organizaban el trabajo y disponían el cumplimiento de la ley. Su saber era respetado por todos y admiradas por la valentía que mostraban a la hora de tomar decisiones. Con ellas, los hombres se sentían seguros y protegidos. En este tipo de sociedad tener una niña era un privilegio. No existía la figura del marido, sino que ellas elegían a sus amantes y los niños se criaban en el clan materno educados por los tíos maternos” [7].
Diversas teorías antropológicas procuran explicar los motivos por los que los varones, paulatinamente, fueron dominando cada vez más, hasta construir finalmente una civilización totalmente patriarcal, en la que la mujer quedó reducida durante mucho tiempo a una condición infrahumana. Cabría preguntarse si esta evolución mítica inscripta en el inconciente colectivo podría ser la responsable, entre otras cosas, del temor del varón a perder un dominio que no fue fundacional, sino por el contrario, conseguido con gran esfuerzo, y posiblemente con mucha violencia. Lo cierto es que, haya sido como consecuencia de la lucha contra el matriarcado o no, el varón adulto fue por muchos siglos de nuestra era el que categorizaba como ser humano, podríamos decir, como sujeto, mientras que los otros, mujeres y niños, estaban reducidos a la categoría de objeto.
En relación al ASI vemos, a lo largo de nuestra historia occidental, cómo los niños podían ser utilizados naturalmente por los adultos varones para satisfacer sus necesidades sexuales o bien ser descartados (muertos o abandonados) por cualquier motivo: no eran sujetos de derecho, sino objetos de su propiedad [8]. Desde aquéllos hasta nuestros días ha habido, sin duda, cambios sustanciales en el intento de elevar a mujeres y niños a la categoría de sujeto. El Derecho Penal ha acompañado a este proceso adecuándose, o intentando adecuarse, a las transformaciones sociales exigidas por los movimientos en permanente lucha por los derechos humanos.
Sin embargo, como dice Hurtado Pozo, citado por Aguilar, el derecho en general es una creación cultural, y por tanto “es factor de creación y mantenimiento de discriminaciones sociales”. Cuando se legisla pero no se define claramente qué se entiende, por ejemplo, como abuso sexual infantil, se deja a criterio exclusivo de los jueces determinar la inocencia de un imputado que sostiene que sólo jugaba con su hijo/a y que el hecho ha sido perversamente interpretado por la madre del niño. Continúa diciendo el profesor Hurtado Pozo: “los prejuicios sociales, jurídicos e intelectuales ocultan y justifican las discriminaciones que se practican contra las mujeres y siguen influyendo la manera cómo el ordenamiento jurídico regula las relaciones entre hombres y mujeres”. [9]
“Para Andrea Semprin la cultura dominante no sólo ha creado una sociedad basada principalmente en valores masculinos sino que ha ocultado el carácter sexual de los mismos con la finalidad de hacerlos pasar como valores generales y neutros”. [10] Con relación al femicidio y a su atenuación por “emoción violenta”, continúa diciendo Aguilar, (…) “este retrato del derecho Penal en la reconceptualización de la emoción no sólo permite ocultar el moldeado cultural de las llamadas emociones, sino también la relación entre los discursos y las relaciones de jerarquía y fuerza simbólica y real entre los géneros. Esto significa, que el delito de homicidio por emoción violenta, actualmente es parte del Derecho Penal simbólico y como tal, en vez de ser uno de los instrumentos sociales que coadyuven a cambiar la situación de sometimiento y violencia a la que se encuentran sujetas muchas mujeres, encubre esta situación o peor aún la promueve”. [11]
La proliferación del femicidio. ¿Retorno a la caza de brujas…?
Son alarmantes las cifras registradas por todos los organismos que se ocupan del tema de la llamada “violencia de género”. No sólo el número de denuncias ha subido considerablemente en el último año, lo que no sería de extrañar dado el blanqueamiento del problema y el consiguiente aliento a denunciar, sino que lo que ha aumentado de manera inexplicable es el número de víctimas fatales, y el retorno de una forma de ataque siniestro: la incineración.
Concomitantemente, la sociedad ha ido produciendo diferentes respuestas: creación de distintos organismos específicos; la ley 26485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en los Ámbitos en que Desarrollen sus Relaciones Interpersonales y el Decreto 1011/2010, reglamentario de dicha ley; la ley 23179 de aprobación de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer; etc.; y –recientemente- la incorporación del femicidio al Código Penal como “agravante”, pero no como figura autónoma, que era lo reclamado por las organizaciones sociales.
Ahora bien, ¿qué se entiende por “femicidio”?
La nueva redacción del inciso 4º del artículo 81 del Código Penal define al femicidio como “un crimen hacia una mujer cuando el hecho sea perpetrado por un hombre y mediare violencia de género”. Incorpora como causales “placer, codicia, odio racial, religioso, de género o a la orientación sexual, identidad de género o su expresión”. En la violencia femicida resulta ser la víctima una mujer y el agresor un varón que se considera superior por su propia condición masculina. En este tipo de violencia, se debe tener en cuenta: la reiteración ó habitualidad de los actos violentos y la situación de dominio del agresor que utiliza la violencia para el sometimiento y control de la víctima. [12].
Entre las definiciones encontradas sobre “femicidio”, la de Marcela Lagarde es la que nos parece más atinada: “El conjunto de delitos de lesa humanidad que contienen los crímenes, los secuestros y las desapariciones de niñas y mujeres en un cuadro de colapso institucional. Se trata de una fractura del Estado de derecho que favorece la impunidad. Por eso el femicidio es un crimen de Estado (…)” “El femicidio sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales agresivas y hostiles que atentan contra la integridad, el desarrollo, la salud, las libertades y la vida de las mujeres” [13]
Conclusiones
Resulta más que claro que, a pesar de todos los intentos sociales, culturales y jurídicos por proteger a mujeres y niñas/os de quienes ejercen la violencia contra ellos, existe una resistencia machista/patriarcal, fuertemente enraizada en nuestra cultura, que hace que muchos hombres y mujeres tengan la necesidad de preservar el lugar de dominio del varón contra viento y marea. ¿Cómo se entiende si no la grotesca adhesión recibida por el tristemente mítico Barreda luego de asesinar a sangre fría no sólo a su mujer y suegra, ¡sino a sus dos hijas…!? Para muchos varones fue y es una especie de ídolo y muchas mujeres justifican su accionar responsabilizando a su mujer por el “maltrato” que él recibía de ella… Nótese que, según el relato del mismo Barreda, lo que dispara los asesinatos es una referencia que la mujer le hace burlonamente a la condición femenina de la actividad que él se disponía a realizar…[14] ¿Será esto mancillar el honor de un hombre…? Más allá de su imputabilidad o no, puede verse en noticieros a vecinas y vecinos hablando de él hasta con cierto cariño y respeto…
Según un informe realizado por ONU-Mujer en 2011, en 17 de un total de 41 países, un 25% de las personas opina que es justificable que un hombre golpee a su esposa. [15] Evidentemente, “Para el sistema, persiste la concepción de que el honor supuestamente mancillado de los hombres ya sea por el adulterio, por el abandono o simplemente por el ejercicio de la libertad, vale más que la vida de las mujeres de las que no hace tanto se podía disponer legalmente”. [16]
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