Todo discurso autoritario supone una identificación masiva frente a aquello concebido como La Verdad. En los grupos de riesgo con características manipuladoras, cuya dinámica de abuso psicológico y emocional pretende abarcar por completo la vida de sus miembros, dicha Verdad se cristaliza en fundamento último de la existencia del grupo y del individuo; si es que puede hablarse de individuo en estructuras que forcluyen las esferas de la intimidad y la identidad personal a favor de su disolución en la totalidad colectiva.
Remontándonos al modelo clásico de transmisión de la información, el discurso autoritario, sin importar el ámbito social en el que lo encontremos, presupone siempre a un emisor que se considera a sí mismo como garantía de verdad de aquello que enuncia. Por lo tanto, no hace falta confirmar lo que el emisor dice, no es necesario; la autoridad y la veracidad se confunden a su servicio. Su palabra es palabra plena, dado que la misma tiene su fuente y fundamento en un Otro infalible, absuelto de toda posibilidad de error, y a través del cual el emisor habla. Ese Otro es aquel tercero garante, al que se refería Roman Jakobson.
La voz del líder
Será la figura del líder, representante contemporáneo del legendario “flautista de Hamelin”, quien asumirá la transmisión de la Verdad en estos grupos; y cuya aceptación, sin disenso, será aquella puerta de entrada que conduzca a sus seguidores a la esperada trascendencia. Líder que, como ya se ha señalado en numerosas ocasiones, se erige como una figura carismática y dueña de un poder sagrado y fascinador, cuyos mandatos deben ser obedecidos sin oportunidad de réplica. Y es ese mismo poder del líder el que va a permitir, a posteriori, la instrumentación de actitudes de desprecio, humillación, intimidación y exigencias hacia los miembros del grupo, manipulando sus sentimientos de culpa y otorgándoles el perdón, según la obediencia o rebeldía que muestren frente a sus mandatos divinos.
La personalidad autoritaria
Merece recordarse, en este contexto, aquel antológico escrito de Theodor Adorno, “La personalidad autoritaria”, que concebido para proporcionar una aproximación al psiquismo de los líderes totalitarios del siglo XX, encuentra total actualidad en nuestro tiempo a la hora de trazar un perfil de los líderes de los grupos de manipulación psicológica. Partiendo de la tesis de que debajo de todo fundamentalismo (ya sea político o religioso) subyace una mentalidad autoritaria, Adorno se proponía demostrar que existe una cierta estructura de personalidad, con una dinámica y conflictiva propias, que se exterioriza en conductas sociales prejuiciosas y reaccionarias hacia los demás. Entre dichas características de personalidad señalaba: su visión caótica del medio social, su moral rigorista apegada a la letra, su hostilidad interior proyectada, sus creencias persecutorias y su dificultad para apreciar las individualidades, como rasgos típicos al servicio de necesidades profundas que cumplirían una función imprescindible para que el líder logre conservar su sensación de integración e identidad personal, en personalidades íntimamente frustradas, y frecuentemente decepcionadas con sus propias capacidades. Podrían hallarse allí, y en los casos más extremos, las raíces de la pulsión masoquista destinada a aportar su cuota de seguridad por el mecanismo de disolución del yo: la personalidad original, que rechazada, termina siendo disuelta en una entidad superior y poderosa (Dios, o cualquier otra entidad similar).
La escucha ausente
La transmisión unidireccional de la Verdad por parte del líder, conlleva además el olvido de su capacidad de escucha. Al decir de Roland Barthes, pareciera que los lugares de la misma ya estuvieran ocupados de antemano. Nos referimos, especialmente, a los dominios del creyente y del discípulo, tal como los señalara en “Lo obvio y lo obtuso”. Su posesión de la Verdad obtura la posibilidad de un verdadero diálogo. La escucha queda tapada, negada, anulada por su saber obtenido. Solo queda el monólogo, enhebrado en su discurso autoritario.
Los razonamientos paralógicos
Otro aspecto característico del discurso totalitario del líder en estos grupos radica en la estructura de su mensaje. La sutileza del mismo responde al equilibrio entre razonamientos inverosímiles y una demostración, pretendidamente irrefutable, de los acertados fundamentos de sus tesis. La elaboración de este discurso se basa en la construcción de razonamientos paralógicos que, partiendo de una premisa correcta, se desenvuelven hasta distorsionarse, para desembocar en conclusiones cuasi delirantes. El psiquiatra Jean Marie Abgrall expone un ejemplo característico de este tipo de construcciones discursivas, que aunque tomado de un contexto ajeno a nuestro tema, nos sirve para ilustrar lo distintivo de esta forma de razonamiento: “La naturaleza está amenazada porque están muriendo los árboles. Hay que salvar a los árboles. Ahora bien, los castores derrumban los árboles para hacer sus presas. Para salvar a la naturaleza, hay que matar a los castores. Ustedes, los que aman a la naturaleza, ¡síganme y matemos a los castores!” [1]. Podemos ver que el postulado inicial es exacto, también lo son sus consecuencias, con la sola excepción de que los castores que se pretende eliminar forman parte también del equilibrio natural. Se derrumba con ello toda la lógica del discurso.
Aislamiento
El discurso autoritario puede arraigarse profundamente en la psique grupal, especialmente a partir de la instrumentación progresiva y velada del aislamiento al que son inducidos los miembros del grupo respecto a sus marcos de referencia habituales. Con distintas excusas, se los aleja temporaria o permanentemente de su familia, amigos, trabajo o estudios, lo que al dejarlos inestables, y en una situación de virtual orfandad, los obliga a apelar a nuevos marcos referenciales a los que poder aferrarse, siendo sólo los establecidos por el líder los que en ese contexto se hallan disponibles.
Dinámica maniquea y exaltación del conflicto
No debe dejar de señalarse el hecho de que todo discurso autoritario conlleva la necesaria existencia de un enemigo al que hay que derrotar (sea este la sociedad, el gobierno, o cualquier ente ajeno al grupo). Se trata de la dinámica maniquea característica frecuente de estas agrupaciones, la cual asentada en un tipo de pensamiento blanco/negro, concibe la lucha y el conflicto como las únicas alternativas para el triunfo definitivo de la Verdad. Recurramos nuevamente a Barthes, en su imprescindible “El grado cero de la escritura”, a propósito del lenguaje político, tantas veces afín al lenguaje de los grupos manipuladores: “Encontraremos entonces, en toda escritura, la ambigüedad de un objeto que es a la vez lenguaje y coerción: existe en el fondo de la escritura una circunstancia extraña al lenguaje, como la mirada de una intención que ya no es la del lenguaje. Esa mirada puede muy bien ser una pasión del lenguaje, como en la escritura literaria; puede también ser la amenaza de un castigo, como en las escrituras políticas: la escritura está entonces encargada de unir con un solo trazo la realidad de los actos y la realidad de los fines. Por ello el poder o la sombra del poder siempre acaba por instituir una escritura axiológica, donde el trayecto que separa habitualmente el hecho del valor, está suprimido en el espacio mismo de la palabra, dado a la vez como descripción y como juicio. La palabra se hace excusa (es decir un otra parte y una justificación). Esto, que es verdadero para las escrituras literarias, donde la unidad de los signos está incesantemente fascinada por las zonas de infra o de ultra-lenguaje, lo es más aún para las escrituras políticas, donde la excusa del lenguaje es al mismo tiempo intimidación y glorificación: efectivamente, el poder o el combate son los que producen los tipos más puros de escritura” [2]. Para Barthes, la exaltación de la lucha, desde un contexto de poder, es paradigma del más absoluto discurso autoritario.
Conocimiento o creencia
En “Cómo leer a Lacan”, el filósofo esloveno Slavoj Zizek destaca, a propósito de la psicología del fanático fundamentalista (todo buen líder manipulador lo es) el curioso hecho de que dichas personalidades no creen “en algo”, sino que lo saben directamente. Para el líder, La Verdad (sea que esta se traduzca en una supuesta revelación divina, en un conocimiento superior de cualquier índole, o en una teoría gradualmente desarrollada) supone una serie de enunciados cuasi empíricos que constituyen un conocimiento directo: no hay otra posibilidad, por lo tanto, que aceptarlos como tales, no requieren comprobación alguna. Curioso hecho que los distancia del más sincero creyente, para quien la fe y la consiguiente duda son las dos caras de una misma moneda. Todo fundamentalista, y todo líder fanático, considera sus principios una modalidad positiva de conocimiento. Es llamativo en ese sentido, tal como señala Zizek, la proliferancia actual de grupos en los cuales los significantes Ciencia o científico forman parte de su misma denominación grupal. Ello viene a señalarnos la pretendida reducción de la creencia al conocimiento positivo. Frente a lo sabido de hecho, solo resta la aceptación.
Aceptación que finalmente, encarnada en una obediencia ciega a los mandatos y propósitos de estos flautistas contemporáneos, procurará desterrar la singularidad y la autenticidad de sus seguidores, los cuales deslumbrados por sus melodías, serán espectadores pasivos de la claudicación del sujeto.
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