¿Moral sexual psicoanalítica? Siempre es posible encontrar, en una obra tan extensa y compleja como la de Freud, lugares en los cuales sostener desarrollos contradictorios. Sin embargo, es importante –para arribar a conclusiones- tener presente la serie de las teorizaciones, la congruencia entre las mismas en el recorrido de la obra. En ese camino, habrá afirmaciones que caerán, que podrán considerarse no freudianas aunque pertenezcan a Freud. La pregunta que nos convoca puede confrontarse con afirmaciones del creador del Psicoanálisis respecto de estos temas y enhebrarse en una línea que rehúsa la coincidencia del analista y la prédica moralizante.
Así, recordemos lo que dice respecto del tratamiento de la joven homosexual a pedido de los padres: “(…) la muchacha no era una enferma –no padecía por razones internas ni se quejaba de su estado-, y la tarea propuesta no consistía en solucionar un conflicto neurótico, sino en trasportar una variante de la organización genital sexual a otra. (…) Depende de su albedrío que quiera desertar de ese otro camino proscrito por la sociedad, y en casos singulares es lo que ha sucedido. Es preciso confesar que también la sexualidad normal descansa en la restricción de una elección de objeto, y en general la empresa de mudar a un homosexual declarado en un heterosexual no es mucho más promisoria que la inversa, sólo que a esta última jamás se la intenta, por buenas razones prácticas” [1]. El punto para designar lo enfermo es el padecimiento y el dato para equiparar la pregnancia de las elecciones hetero a las de los homosexuales es, para Freud, la bisexualidad.
Asimismo, podemos ver en Lacan que la relación privilegiada es entre sufrimiento e intervención analítica: “Es evidente que la gente con la que tratamos, los pacientes, no están satisfechos, como se dice, con lo que son. Y no obstante, sabemos que todo lo que ellos son, lo que viven, aun sus síntomas, tiene que ver con la satisfacción. (…) Digamos que, para una satisfacción de esta índole, penan demasiado. Hasta cierto punto este penar de más (en bastardillas en el original) es la única justificación de nuestra intervención.” [2]
En el Seminario de la Ética interviene agudamente sobre lo que denomina “ideales analíticos”, los desmenuza y critica; entre ellos, menciona el ideal del amor genital. Continúa luego: “¿No sería interesante preguntarse qué significa nuestra ausencia en el terreno de lo que podríamos llamar una ciencia de las virtudes, una razón práctica, un sentido del sentido común? Pues, a decir verdad, no se puede decir nunca que intervengamos en el campo de ninguna virtud. Abrimos vías y caminos y allí esperamos que llegue a florecer lo que se llama virtud.” [3]
Hubo, durante mucho tiempo, no nos atrevemos a pensar que aún lo hay, un prejuicio de los psicoanalistas respecto de la homosexualidad. Así, su consideración, no como elección sexual sino como patología, derivó en intentos de curación. Esta posición ha causado no pocos fracasos y, desde luego, puede ser considerada como iatrogénica ya que el paciente era embarcado en una empresa de la que sólo podía obtener frustración e incremento del sentimiento de culpabilidad.
Recuerdo haber recibido pacientes homosexuales que llegaban convencidos de que esa era su enfermedad, gracias a una divulgación de estos errores gravísimos. Con ellos, el trabajo inicial de cercar el verdadero ocasionamiento del sufrimiento era, en sí, un extenso camino clínico. En todo caso, uno podría decir que el ejercicio de la homosexualidad, años atrás y en medio de un mayor rechazo social a la misma, provocaba efectos sufrientes sobreagregados. La tarea clínica, en esos casos, podía despejarlos para que el síntoma –cuando lo había- en su particularidad subjetiva pudiera consolidarse y abrirse al análisis. Asimismo, algunos casos se cerraban con la nueva regulación de goce que se producía cuando el sujeto resignificaba su sexualidad, la despatologizaba. Actualmente, en mi experiencia clínica, hace años que no recibo casos en los que la elección sexual esté teñida de vergüenza y de culpa y los motivos de consulta de los sujetos homosexuales se originan en cualquier otro tipo de sufrimiento. Si bien la sociedad alberga reductos homofóbicos, el estatuto de aceptación social y de legalidad que se ha obtenido evita en gran medida esos efectos.
Si partimos de concebir que la sexualidad humana es desajustada, en relación con los fines de la reproducción de la especie y perversa, en cuanto enmarcada y teñida por la fantasía, tenemos que concluir, con Lacan, en que “No hay relación sexual”, entendida como la justa proporción entre hombres y mujeres que regula los actos entre machos y hembras en el reino animal: el goce es parcial, autoerótico y perverso. Esta afirmación vale para los sujetos heterosexuales y homosexuales, así como para aquellos cuyo género no coincide con sus datos anatómicos. Podríamos, pero no es el fin de este trabajo, señalar el rol del amor en el cincelado de ese goce. Queremos dejar claro, entonces, que lo importante de la legalización de la diversidad sexual es que retira de la esfera de la patología a las así llamadas identidades de género.
Tampoco nos podemos ocupar aquí de entrecruzar psicopatología y diferentes articulaciones entre sexo y género. Queremos limitarnos a señalar ciertas complicaciones, en lo que concierne al ejercicio del Psicoanálisis, de los ventajosos avances sociales en cuanto a la aceptación social de la diversidad sexual. Así como la pacatería cerrada de la normosexualidad reproductiva, dijimos, convertía a los homosexuales en enfermos, así –pensamos- prima hoy un criterio de apertura que, sobre todo cuando atañe a los niños, se nos presenta como muy problemático.
Alfredo Grande, fundador de la Cooperativa de Salud Mental Ático, dice en referencia a la niña trans más joven que conocemos, Lulú: “Justamente el respeto y apoyo debe ser desde lo antes posible. La identidad se percibe desde los dos años. Si la madre o el padre no escuchan, los niños o niñas se callan. Pero el más cruel de los sufrimientos va por dentro.” Asimismo, Grande dice: “La identidad por deseo instituye un cuerpo erógeno diferente al ideal sexual hegemónico” [4]. Queda por definir lo que entendemos por cuerpo erógeno y cómo pensamos su constitución.
Lulú era una criatura sufriente, con problemas para dormir. Padecía, además, de alopecia –sin que tengamos datos acerca de si se arrancaba el pelo- y se golpeaba la cabeza con frecuencia. No sabemos si la entrega del documento que legaliza su nueva identidad de niña la ha calmado. Nos llama, sin duda, la atención que -cuando apenas comenzaba a hablar, al año y medio- haya pronunciado esas palabras: “Yo nena, yo princesa”. Un niño de tan temprana edad no puede definir esos términos a menos que alguien le haya mencionado la palabra princesa reiteradamente y le haya mostrado alguna clase de representación gráfica al respecto. No hay innatismo en el lenguaje. Por otro lado, es raro que se refiera a sí como “Yo”, siendo que los pequeños que comienzan a hablar se nombran en tercera persona: “El nene”, “La nena” o mediante su nombre de pila, en mimesis con el modo en que son nombrados. Nombre propio y género no están asociados. Del mismo modo, nena y nene son palabras que, a esa edad de ningún modo remiten a las diferencias sexuales anatómicas, aunque remitan a esa asociación para el adulto que las escucha.
A los seis años, Lulú recibió un nuevo DNI con su nueva identidad de género. No sabemos si su sufrimiento se ha visto atemperado por esta cobertura social. No sabemos si ahora duerme pacíficamente, si ha dejado de golpearse y si se ha mitigado su angustia. Nos parece que en este caso, así como en el de Facha, el otro niño trans que recibió un nuevo DNI, se ha dejado de lado el lugar del deseo del Otro materno para legalizar a toda prisa, y en el terreno de una realidad muy literal y concreta, afirmaciones de niños sufrientes. Esta desconsideración quizás esté motivada por el entusiasmo de avalar la despatologización de las diversidades sexuales. Aunque también la festejamos, nos parece peligroso cualquier apresuramiento que promueva certezas y clausure interrogaciones allí donde el terreno es complejo e intrincado y donde el sujeto está en proceso de advenimiento y despliegue, lejos incluso de la oleada adolescente.
Dice Silvia Bleichmar: “(…) la atribución del sexo es del orden de la cultura, no del orden del sujeto, en la medida en que no está determinada solo por la biología sino por un conjunto de elementos que hacen a las representaciones; y el peso que va a tener la representación va a ser siempre mayor que el de la biología.” [5] Y más adelante expresa que quiere dejar claro que: “(…) hay un prejuicio en psicoanálisis según el cual se considera la identidad como una resultante y no como un a priori, en la medida en que se la ve como una construcción del sujeto y no como una determinación social” [6]. Bleichmar nos invita a diferenciar: “(…) lo identitario, que tiene que ver con el género, es del orden de la violencia primaria; lo polimorfo, que tiene que ver con la pulsión, es del orden de la implantación y la seducción. Podría producirse la implantación sin lo identitario, pero lo identitario no puede prodiucirse si no hay erogeneización previa.” [7]
Si aceptamos que el Otro tiene un papel fundamental en la erogeneización [8], la así llamada “identidad por deseo” no puede pensarse por fuera del deseo del Otro. En este sentido, una consulta por un niño o a una niña que reniega con su anatomía o que la rechaza decididamente no puede excluir el trabajo con ese Otro, sobre todo si se trata de un sujeto muy pequeño. La determinación del Otro resulta, además, en un tipo de consentimiento o de rechazo del lado del sujeto. Hay Otro que apunta al infans en su ser; lo hace de modo manifiesto y lo hace de modo latente, No siempre estas versiones concuerdan y no siempre el sujeto responde del mismo modo. Esa adjudicación es previa al reconocimiento –por parte del niño- de las diferencias sexuales anatómicas. Hay una espesa trama formada por las imprescindibles determinaciones del Otro: la violencia primaria, la alienación –sin que ninguno de estos términos esté connotado peyorativamente- , las respuestas del sujeto y las retranscripciones que en él surgen a partir de su historia particular. No hay modo de pensar la vida humanizada por fuera de estos márgenes.
El sufrimiento del niño es lo único que verdaderamente puede orientarnos; pero la palabra del Otro, el peso de su gesto, el lugar que ocupa el niño en su deseo son claves. Las series complementarias implican estas cuestiones primordiales. El analista debe prepararse para dejar caer todo prejuicio, incluso el que aporta el ideal de corrección política. Al decir de Bleichmar, nuestras hipótesis de intervención en estos casos deben ser capaces de generar el menor riesgo de desestructuración psíquica, de desubjetivación [9].
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