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Por María Cristina Oleaga
 
 
 
Imagen de Villa romana del Casale, Piazza Armerina, Sicilia, Italia.
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armerina/foto_villa%20romana%20del%20Casale.htm#.VJdgesDB
La moral sexual psicoanalítica
y la nerviosidad institucional
Por Yago Franco
yagofranco@elpsicoanalitico.com.ar
 
La moral sexual en el psicoanálisis

Existe una moral sexual que ha estado presente, bajo diversas formas, en buena parte del campo psicoanalítico, y que ha sido orientadora de la cura. Esto ha ocurrido en oposición a lo desarrollado por Freud, quien describía y denunciaba la moral sexual cultural de su época y la patología (nerviosidad) asociada a ésta. Esto condujo a una práctica orientada a que el sujeto reconociera su deseo (no solamente sexual, no solamente inconsciente), se reconciliara con el mismo y abriera su paso, afectando a la instancia superyoica en su faceta implacable y de adhesión a los ideales familiares (vía identificaciones edípicas) y de época, de modo irreflexivo (alienante). Pero junto con esto, circuló (y sigue circulando) una moral sexual que anatemizó la homosexualidad y toda práctica que se apartara de respetar el orden familiar, el orden patriarcal, y el orden heterosexual.

Es notable que esto siga estando presente en diversas instituciones y grupos; el daño que produce en los pacientes es enorme: se refuerza el superyó, con el aumento de culpabilidad y de pulsión de muerte en el psiquismo; se favorecen identificaciones a la moral e ideales del psicoanalista. Se refuerza, así, el orden social, a pesar de que éste vaya variando y de que no sea  homogéneo. La moral sexual descrita y denunciada por Freud (y reforzada de modo gatopardista por muchos analistas) ha perdido terreno y, con ello, la nerviosidad a la que se refería. Hoy asistimos a una moral sexual cultural que pasó de la exigencia de renuncia al placer a una exigencia de placer, lo cual forma parte de la exigencia generalizada de placer y felicidad. Y con el cambio de esta moral, cambió la nerviosidad. Lo increíble es que campea, en  muchos psicoanalistas, una moral que se hace eco de esta moral cultural. Esto venía preanunciándose hace varias décadas de modo solapado, instalando al interior del campo psicoanalítico la doble moral denunciada por Freud. Así, el fin del análisis era (y sigue siendo en muchos casos) en ciertos medios institucionales y entre algunos analistas: coger mucho y ganar mucho dinero (¡así se traducía lo que para Freud era el fin de análisis, como la recuperación de la capacidad de amar y de trabajar!), pero respetando el orden familiar instituido. Hubo (¿hay?) analistas que consideraban a la infidelidad como una perversión, o a la libertad en el ejercicio de la sexualidad como promiscuidad –por supuesto que en el caso de las mujeres, no así en el de los hombres, para quienes era un modelo orientador el despliegue de su sexualidad, despegada del amor, como modo de reafirmar su masculinidad y su poder-. (Ver en este número el texto de Irene Meler)


Una nueva moral sexual psicoanalítica

Lo que hoy ocurre es que parece surgir en ciertos círculos analíticos una nueva moral sexual psicoanalítica –la cual tanto coexiste con la anterior como encuentra su antecedente en lo recién citado-: analistas e instituciones que propugnan una suerte de elogio de todo lo que aparece en la cultura -sus exigencias y modelos propuestos, su moral- en una actitud totalmente alejada de la legada por Freud. Es el elogio de lo nuevo sencillamente porque es nuevo: de la novedad por la novedad misma; lo cual, casualmente, es una de las significaciones centrales de nuestra sociedad capitalista. A nivel de la moral sexual se exalta lo mismo que exalta la cultura: el imperativo de pasarla bien (resalto: imperativo, o sea, una obligación impuesta para ser “normal”, para pertenecer), de seguir el rumbo del propio (¿?) placer sin interrogación, habiéndose hecho el pasaje del amor sin sexo -tal como se vivió en la moral sexual imperante en la época freudiana- a propugnar una moral ligada al modelo del sexo sin amor. Sexo sin amor que, finalmente, es sin otro; de ahí la enorme presencia de la pornografía como modelo. La ideología posmoderna aparece así inficionando el interior del campo psicoanalítico: posmodernismo que surge paralelamente (como causa y consecuencia) de la modalidad capitalista de fines del siglo XX. Modalidad que va de la mano de cierta licuación y evanescencia de los lazos, lo que implica un potencial fracaso en la superación de la exterioridad recíproca [1]. Esta adhesión –que muestra tanto la confusión teórico-clínica y ética reinante, como, en ciertos casos, un afán marketinero – coexiste necesariamente con la consideración de la sexualidad como si fuera independiente del inconsciente y como si se tratara de un dato natural. Ignora la absoluta desfuncionalización de la sexualidad humana, y –como veremos- adhiere de modo absolutamente irreflexivo a cierto elogio sobre la diversidad que impacta al interior del psicoanálisis como una renegación de la idea central de diferencia. La misma –es necesario aclarar- no se circunscribe a las diferencias sexuales anatómicas. Es más: el considerarla ligada centralmente a éstas es un error de conceptualización grosero a esta altura.


Desfuncionalización de la sexualidad y diversidad

La sexualidad humana no tiene nada de natural: sabemos que está absolutamente desfuncionalizada, que hay en ella una presencia enorme de la actividad fantasmática consciente y que está asentada en fantasmas inconscientes que la práctica analítica tiende a develar. Hay una presencia extraordinaria –en el humano- del placer de representar que muchas veces predomina sobre el placer erógeno mismo (como en el caso del fetichismo); es así como es imposible sostener que la anatomía es el destino. Pero también el psicoanálisis ha demostrado cómo el sujeto suele hipotecar su placer en las telarañas edípicas y cómo éstas además replican ideales y modelos sociales que pueden ser inhibitorios y generadores de displacer.

Ahora bien, aquí es donde pueden coincidir la cuestión de la diversidad sexual con lo que mencionábamos de la desfuncionalización de la sexualidad humana. Pero esto nos obliga a considerar cuestiones clínicas, lo que se hace fundamental en una época en la cual el elogio de la diversidad puede tomarse hacia adentro del psicoanálisis como una aceptación sin más de las posiciones sexuales de los sujetos (y no me refiero al Kama Sutra); es más: como una suerte de modelo identificatorio posible, modelo de una pseudo libertad individual. A esta cuestión se agrega el hecho de que resulte atada a la constante necesidad de esta sociedad de crear nuevos nichos de consumo. Esto llevaría a tomar con ligereza posiciones de la sexualidad que bien pueden ser sintomáticas, ya sea psicóticas o perversas.

Para el psicoanálisis nunca se trata de cuestiones morales en lo relativo a la sexualidad (pero no sólo relativo a la misma). Para el psicoanálisis –en tanto pertenece al proyecto de la autonomía- se trata de la libertad del sujeto. Una libertad –ciertamente- imposible. Imposibilidad en el sentido de que implica un trabajo permanente (como se observa tanto en el análisis como en el autoanálisis) sobre determinaciones que rodean al sujeto, que actúan a sus espaldas: el análisis implica entre otras cuestiones hacer rotar al sujeto hacia sus espaldas para mirar ese abismo, ese sin fondo del cual surgen todo el tiempo figuras ligadas a su mundo pulsional, identificatorio, edípico, superyoico. Lugar de depositaciones del discurso del Otro que nunca llegará a vaciarse: nunca podría serlo sin aniquilar toda identificación primaria del sujeto.

A contrapelo de lo que el sentido común sostiene, nadie elige su posición o la llamada identidad en relación a la sexualidad. Ésta se da, simplemente, se le impone al sujeto. No al estilo de una imposición superyoica, como la que ha mortificado a tantos homosexuales que se forzaban por ser heterosexuales, sino que se le impone como resultado de un quimismo psíquico que ocurre también a espaldas del sujeto. Por eso ha sido absurda –cuando no iatrogénica y contraria a la ética del psicoanálisis- intentar que un sujeto posicionado como homosexual vire, “se cure”, transformándose en heterosexual. Pero esto ha ocurrido en la práctica del psicoanálisis. Y es dudoso que no siga estando presente.


La sexualidad y su análisis. La cuestión de la transexualidad

Esto último nos sitúa en el punto de cuestionar cuándo se analiza, cuándo se trata la sexualidad de un sujeto. La sexualidad se analiza cuando produce malestar, cuando se encuentra en un punto de conflicto, cuando está ligada a compulsiones. O, también, cuando nos encontramos con demandas tempranas en la niñez ligadas a la certeza de pertenecer a una sexualidad diferente de la que porta su cuerpo biológico. ( ver texto de María Cristina Oleaga en este número de El Psicoanalítico). Desde luego que esto último nos lleva a un punto fundamental del recorrido del psicoanálisis como disciplina: la cuestión de las consecuencias psíquicas de las diferencias sexuales anatómicas. En otros textos [2] me he referido a que se hace necesario revisar cómo el complejo de castración ha quedado ligado a dichas diferencias, a la presencia o ausencia de pene. Dicha cuestión podría llevarnos a reconsiderar buena parte del andamiaje ligado a la sexualidad y al modo en que se constituye la posición de cada sujeto. No por ello debemos evitar, en la práctica clínica, la consideración de los modos en los que los adultos a cuyo cargo está el infans han intervenido en la asignación tanto de su género como de su modalidad sexual. Es decir: en el caso de niños y niñas, que expresan tan tempranamente su pertenencia a una identidad sexual diferente de la que indicaría su anatomía, siempre será conveniente tomar en consideración la dinámica de los deseos y conflictos de la pareja parental o del o los adultos a cargo, para observar si hay allí la presencia de una falla importante, una inducción consciente o inconsciente, etc.

Tenemos la obligación de investigar, ahí donde hay una demanda como la señalada, la presencia de lo que desde Piera Aulagnier conocemos como violencia secundaria; es decir, una violencia de significación que -lejos de apuntar a la producción de un nuevo sujeto- hace  permanecer al infans en un estado de alienación, al no poder producirse una separación mínima del deseo parental para constituirse como sujeto. También debe descartarse la presencia de una psicosis o de una falla grave en las identificaciones primarias (a causa de una falla del objeto materno) que produce formas de sexualidad restitutivas. Estos casos señalados muestran que el sujeto ha quedado ubicado como objeto de goce de los adultos que lo tienen a su cargo, un destino del goce de éstos.

De ningún modo esto quiere decir que esos caminos de diversidad sexual no sean posibles para muchos sujetos; pero estamos hablando –muchas veces-  de niños y niñas que expresan estos deseos cuando ni siquiera han atravesado los avatares del Edipo. Las leyes que apoyan dichos cambios y que fomentan respeto a la identidad sexual son absolutamente bienvenidas; pero el psicoanálisis no debiera ceder en que el camino a seguir es el análisis de cada caso.

Sostengo esta conclusión porque la práctica clínica -guiada por el afán de ceder sin interrogación a la demanda del niño (y de los padres) con respecto al cambio de identidad sexual- parece ser para algunos sujetos (niños y adolescentes), para sus padres (sobre todo en el caso de niños) y para los analistas la garantía de acceso a la felicidad y de salida de la angustia. El camino del tratamiento hormonal y quirúrgico ha mostrado en muchos casos no ser aplacatorio de la angustia ni ser el acceso a la felicidad, y sí ha redundado  en favorecer una demanda ilimitada, intentos de suicidio, internaciones, etc.


Una época ni maravillosa ni espantosa

Todo lo aquí expuesto –sin embargo- no debiera desviar al psicoanálisis de la necesidad de revisar, todo lo que sea necesario, sus paradigmas. Inclusive el que se refiere a las diferencias sexuales anatómicas y sus efectos en la psique de los sujetos. Es así en tanto bien puede estar sucediendo que la significación de las diferencias sexuales esté mutando y haga de éstas un factor mucho menos denso en su peso como causa de lo que ha sido hasta ahora.

En ese sentido, esta época no debiera producir en los psicoanalistas ni fascinación ni rechazo: no es una época maravillosa ni tampoco es espantosa. Es necesario, así, abandonar tanto una posición de idealización del pasado como de idealización de lo que hoy se da en la cultura. La idealización –bien sabemos- reniega de la castración, entendida como la asunción de la incompletad radical que afecta al dominio de lo humano. El psicoanálisis tiene en la castración –así entendida- a su roca viva, lo que lo obliga a una elucidación ilimitada, siempre incompleta, interminable; a un pensamiento que bordea límites siempre, avanzando un poco más –cada vez- sobre lo real inexpugnable e in-significable a no ser fragmentaria y parcialmente.

La coexistencia en analistas ya no de una sino de varias morales sexuales -por anclajes identificatorios con instituciones, figuras y doctrinas coaguladas en el tiempo, cuestiones de poder al interior de movimientos institucionales, estrategias marketineras y, también, del afán de lo nuevo por lo nuevo- afecta la práctica psicoanalítica. Es muestra, finalmente, del avance de la insignificancia al interior del campo psicoanalítico.

 

 
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Notas
 
[1] Ver Deseo de esa mujer, El Psicoanalítico N° 7, y Sexo loco, El Psicoanalítico N° 8.
[2] Ver Lo que está entre los sujetos, El Psicoanalítico N° 19.
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