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Santa Agata por Lorenzo Lippi, 1638 Blanton Museum of Art.
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Imagen obtenida de: https://es.wikipedia.org/wiki/Estilizaci%C3%B3n_de_la_
violencia#/media/File:Lorenzo_Lippi_-_Saint_Agatha_-_Google_Art_Project.jpg
El odio en la cultura
Por Yago Franco
yagofranco@elpsicoanalitico.com.ar
 

Trataremos aquí del odio y sus destinos: desde el odio autodirigido hasta las manifestaciones que hacen del otro su destinatario, de modo más o menos disfrazado –sublimado-. En el número anterior traté de trazar el recorrido del odio en El otro, el enemigo, lo otro. Voy a retomar y profundizar ese desarrollo, también voy a intentar analizar ciertas formas actuales que ha tomado para expresarse.

El advenimiento del otro no es algo natural. Su consideración como igual y diferente –es decir, la adquisición de la alteridad-, sin que esa diferencia sea vivida como amenazante, y que en tanto amenazante sea -en una escala dramática- rechazado, excluido y en el límite exterminado, esa consideración es resultado de una adquisición. Pero la gradación es también del lugar que en la tópica psíquica del sujeto ocupa el otro: modelo, objeto, auxiliar, adversario (hasta aquí llega la serie freudiana), enemigo. La de enemigo es la última gradación, límite transpuesto el cual ese otro deviene en lo que subtiende todas las gradaciones: deviene en lo otro. Eso otro habla de que ya en ese punto el otro deja de estar integrado a la vida psíquica. Como decía, su integración no está dada de inicio: en el origen no hay otro ni lo otro, no hay nada por fuera de la psique: el psiquesoma humano está habitado por una mismidad en la cual no hay tiempo, espacio, adentro, afuera. No hay Yo, no hay centro en la medida en que todo lo es.

En ese mundo oceánico habita un sujeto que aún no lo es, en ignorancia de su existencia, simplemente es sin conciencia de serlo. Lo apropiado sería decir que en esa instancia el sujeto -que no lo es- está. Ese estar indefinido solo es quebrado por la experiencia de dolor –en el cuerpo coincidiendo con el frío o calor, el dolor, el hambre, etc. y metabolizada por la psique en lo que Piera Aulagnier denominará pictograma de rechazo - que hace que se vea quebrantada la fusión boca-pecho-leche-tracto digestivo-superficie tibia, suave-sonoridad acuosa-voz del objeto-caricias-luminosidad-rostro, no reconocido como algo ajeno, sino como algo que está en-sí. Todo producto de la psique para la psique: creación omnipotente de ésta.

Esa mismidad, entonces, se ve quebrantada por la irrupción de la frustración, que la cuestiona: se rompe así la experiencia de satisfacción; el estado de tranquilidad psíquica se verá frecuentemente interrumpido.

Por supuesto: esto varía de un individuo a otro, en concomitancia -o no- con la presencia/ausencia del objeto asistente (que debe sostener toda esta operación con su deseo), su pericia o impericia, su estado afectivo, etc. Pero puede que la actividad fantasmática de la psique tome notable distancia de esa presencia de un otro aún no reconocido como tal. Siempre estará en el límite de autonomizarse: la asimetría entre el infans y el objeto que lo desea hace que sea crucial el manejo que éste haga de aquél, fundamentalmente que sea de importancia casi excluyente la acogida deseante que éste haga. Lo central será entonces qué lugar ocupa el infans en su deseo. En ese estado de encuentro (Aulagnier), lo hacen dos psiquesomas, un estado marcado por la asimetría.


Objeto causa del deseo, objeto causa del odio

Entonces, la experiencia de dolor produce una primera diferencia dentro de la mismidad de la psique –mismidad ya presente en el útero, quebrada originariamente en el parto, pero que tenderá a reinstalarse merced al deseo del otro y la creación alucinatoria-: ya no se trata de una homogeneidad placentera sino que algo la contradice. Y como reina la omnipotencia que hace que la psique considere que todo es creación de sí misma, al aparecer esta diferencia, junto con ella emerge un odio radical, que llevaría a la muerte psíquica de no producirse una expulsión/proyección que alojará en el no-yo originario lo que causa el dolor. Así, hay un tiempo lógico de odio de la psique a sí misma, a eso de sí misma que origina el malestar. El odio es así primero hacia sí mismo. Se expulsa en un afuera del aparato que surge en el mismo momento lógico de la proyección de la fuente de malestar: el infans pone así a resguardo su psiquesoma. El objeto advendrá en el lugar del odio. Posición esquizoparanoide en la cual el afuera es vivido como persecutorio y el infans ve amenazada su existencia. El pecho es el objeto primero [1]–forma parte de lo denominado por Lacan objeto a, o sea, objeto causa del deseo –que en lo que hemos descrito previamente incluiría ese estado de tranquilidad-; pero ese pecho, en tanto falta, no solamente es causa del deseo, sino que es causa del odio. Así, podrá ser vivido como bueno o malo.

La amenaza de fragmentación es lo que domina esa fase, de la mano de la angustia de desamparo y paranoide por haber advenido un espacio potencialmente amenazante. Pero la predominancia del placer -debe ser así- hará que finalmente el objeto ya no sea parcial, sino que sea total, con aspectos buenos y malos. Y que la pérdida del mismo sea el motor de la posición depresiva (Klein) alrededor de los 6 meses. Objeto total, imagen unificada del infans (estadío del espejo), traerán calma a las aguas de lo que alguna vez fue un océano calmo y se transformó en uno tormentoso y turbulento. Pero nada es tan preciso y claro y definitivo; dichas angustias, sus fantasmas, el odio, permanecerán como posibilidad ligada a lo amenazante que es aquello que no tiene garantía de estabilidad, arrojando al infans a la angustia de fragmentación.


El odio y sus destinos

Agazapado estará por siempre ese núcleo que originariamente fue autodestructivo y que se "salva" a partir de “destruir” al otro. Porque lo esquizoparanoide es en realidad la retaliación sufrida por el infans por el daño que siente haber provocado al objeto y la reacción de éste. Daño necesario como descarga de la tensión autoagresiva. Podemos hallar entonces ahí la fuente psíquica del odio, que tomará la forma de agresividad hacia el otro o hacia sí mismo.

El odio es una expresión de la pulsión de muerte o destrucción, sea del otro, sea de sí. Mientras está ligada al otro hay una cierta intrincación con la pulsión de vida: pero cuando ya no lo está, se convierte en pura pulsión de muerte. Por lo tanto, la agresión, el deseo de destruir al otro salva al sujeto de la propia destrucción.

Esto implica que el odio –expresión de la pulsión de destrucción o muerte- es inerradicable del sujeto [2]. No somos habitados por ningún “buen salvaje”. Es el proceso de socialización el que ofrece vías para su satisfacción, mediante objetos que son subrogados del otro –aunque es algo controvertido teóricamente, se puede pensar en una sublimación de la destrucción-. Sabemos de los caminos fallidos para el sujeto que la psique posee para evitar agredir (para destruir) al otro: las formaciones reactivas, la vuelta contra sí mismo. La institución social ofrece lugares de intermediación con la idea de desviar esta destructividad. Fundamentalmente, los lazos sociales, que son libidinales (Freud): eros que frena a la pulsión de muerte.

Podemos repensar a partir de esto la cuestión del llamado ser social: sucede que el otro siempre debe estar integrado a la vida psíquica para existir como humano. Sin ese otro no habría sujeto: pero sucede que la sociabilidad le es impuesta al humano para que sea tal. Así, este ser social coexiste con un ser asocial. Y –como dije al principio- en un grado extremo (cuando ya no es ni rival, ni enemigo) es cuando el otro devuelve a lo otro, y deja de estar integrado a la vida psíquica. Y cuando se degrada el lugar del otro, queda como lo otro puro. La guerra, la exclusión, la xenofobia, los genocidios, el femicidio, los asesinatos masivos, etc.,  son algunos de los modos de conjugación (a nivel colectivo) de eso otro, distintos caminos de la pulsión de muerte. Hablamos de conjugación a nivel colectivo: modos de expresión de la pulsión de destrucción que confluyen con el registro sociopolítico/cultural que ofrece a su vez vías de expresión de la misma. Porque la sociedad así como puede ofrecer vías de sublimación, también ofrece vías de satisfacción. La sociedad entonces también puede favorecer la degradación/destrucción del otro. Esto ocurre por factores sociales, políticos, culturales, religiosos, que encuentran en esta disposición de la psique combustible para poner en marcha y satisfacer esa profunda tendencia psíquica puesta al servicio de dichos factores, satisfacción aliada de otra satisfacción perteneciente al dominio de lo colectivo.

Así, -como dije previamente- considerar este odio originario de la psique en relación al otro para salvarse del autoaniquilamiento barre con toda idea de buen salvaje pervertido por la sociedad. No explica los fenómenos colectivos, pero es su combustible. Cuestiones como las de la trata (tráfico de personas) [3], la explotación laboral, el sometimiento o aniquilación de poblaciones y culturas (tanto por parte de Occidente como de Oriente), la violencia de género [4], el abuso sexual en niños, etc., tienen una larga historia, esa historia que le hizo decir a Freud que descendemos de una larga serie de generaciones de asesinos.

La trata puede existir porque existe el deseo de otros sujetos (potencialmente presente en todos los humanos, y que se hace manifiesto en algunos, favorecidos o no por la sociedad y la cultura) de degradar al otro de su condición de semejante. Lejos de ser algo inhumano –otra mala nueva que trae el psicoanálisis- es algo humano, pertenece a la condición humana.


Ternura y crueldad

Ahora bien, los humanos hemos desarrollado algo que ha permitido que la agresividad –expresión del deseo de destrucción- encuentre su límite ni bien llegamos a este mundo. Lo que está en la base de los cauces que luego la cultura propondrá con sus diversas instituciones.  Retomo lo sostenido en otro texto: “la ternura … se despliega en el miramiento y en la empatía (Ulloa, 1999). Fernando Ulloa señala que la ternura es el primer amparo del sujeto, su fracaso lo arroja al desamparo más profundo, y a su desubjetivación o a su no constitución como sujeto. El miramiento es un elemento fundamental de la ternura, porque contiene el buen trato, que es fundamentalmente donación simbólica. El fracaso de la ternura acerca al sujeto humano a lo instintivo... La ternura es el primer elemento que hace que el sujeto devenga en sujeto social, porque es un dispositivo social … instala al sujeto en un lugar de reconocimiento para la madre como de alguien separado de ella” [5]. El fracaso de este dispositivo de socialización está en la base de la crueldad: y está en la base de la negación del otro como otro, de su degradación a lo otro. Así, las condiciones en las cuales el infante es recibido, el ser alojado en el deseo del otro, y que ese otro lo considere como alguien separado de sí, es decir, sujeto, son cruciales para el destino del odio. Ese objeto asistente ofrecerá bases sublimatorias, evitando por otra parte que ese odio recaiga sobre el infans mismo. Otro tanto debe tener lugar con las pulsiones eróticas, que el otro induce con su seducción: debe proveer vías sublimatorias. De ambas pulsiones de todas maneras quedarán restos no ligados. Así, la ternura es –como sostiene Ulloa- un dispositivo de socialización en tanto y en cuanto deja facilitadas en el sujeto las vías sublimatorias. Y la sublimación es el requisito básico para la vida en sociedad.

Ahora bien, la ternura contiene a la prohibición del incesto, ya incorporada en quien asiste al infans. También está incorporada la ley de la prohibición del asesinato (intraclánico), ya que el otro no debe ejercer crueldad sobre el infans. Así el otro transmite desde un inicio dichas prohibiciones, de los modos más diversos, de modo inconsciente, en juegos, miradas, caricias, en el manejo en general que hace de la cría. Así como debe permitir la emergencia del erotismo y la agresividad, e ir marcando sus límites en la medida en que el infans va creciendo. Una erotización excesiva, o una falta de erotización, una limitación excesiva de la agresividad del niño, o un dejar que se desorganice al no haber un límite para la misma, están siempre en el límite de producirse. Una parte de todo esto ocurre a espaldas de los padres: son sujetos del inconsciente también.


El odio en la cultura

¿Esta cultura favorece el odio? En otros términos: ¿favorece la emergencia de la pulsión de muerte más de lo que lo han hecho otras culturas? Hasta aquí vimos que el odio es un componente inerradicable en el humano. Hunde sus raíces en lo más profundo de su psique. Pero que la sociedad ofrece vías sublimatorias, canales para su expresión sin ponerse en riesgo; también para que el sujeto no padezca los efectos de la pulsión de muerte recaída sobre él mismo. Los lazos sociales ofrecen de vías sublimatorias libidinales y tanáticas, de descarga bajo ciertas leyes (incesto y asesinato intraclánico). Surgen aquí preguntas indispensables: ¿qué solidez guardan hoy estas leyes? [6] Esta cultura, ¿favorece la adecuada realización del dispositivo de ternura?

A mi entender está claro que estamos en un momento de cambios en el orden simbólico. Para muestra alcanza ver lo que ocurre con el orden patriarcal y su declinación –más o menos marcada dependiendo de la sociedad- , y los efectos positivos y al mismo tiempo desestructurantes que produce. O la presencia de formas de la sexualidad que ya no deben vivir subterráneamente. Las leyes acompañan este movimiento: el matrimonio igualitario es un buen ejemplo. Esto coexiste –muchas veces lo hemos señalado- con una fragilización de los lazos sociales, afectados por lo que desde Bauman conocemos como cultura líquida. Aceleración del tiempo, el consumo como significación central: lo abarcan todo, hasta los lazos. Se produce inevitablemente una precariedad en ellos, que sabemos que corre el riesgo de dejar libre a la pulsión de muerte. La exigencia de goce en el consumo, la de estar permanentemente conectado, etc., produce cierta evanescencia del otro, además de agotamiento y –en muchos casos- escasa disponibilidad para ese otro. Época llena de contrarios, como ya hemos dicho, ni maravillosa ni espantosa, la violencia –o sea, la expresión de la agresividad, a su vez expresión de la pulsión de muerte- tanto en el escenario público como en el privado ocupa un lugar preponderante, una violencia muchas veces cargada de extrema crueldad (femicidio, abuso sexual infantil, tráfico de personas), que muestra el rostro sombrío de la época. En nuestra clínica cotidiana se hacen presentes las consecuencias –tanto positivas como negativas- del modo de ser de una sociedad cuyo mundo simbólico está metamorfoseándose. Entre las positivas podemos apreciar una modificación en el superyó de muchos sujetos, que se animan a poner en juego sin culpa modos de vida impensables en otras épocas; entre los negativos una gran desorientación en la crianza de los niños, en qué significa ser padres o madres; o el sufrimiento que produce el ideal de disfrute ilimitado para aquellos que no logran sustraerse al mismo; también escuchamos situaciones que hablan claramente de una falla en la prohibición de coincidencia de parentesco y alianza (incesto) producidas en excesivos acercamientos entre madres y padres y niños, en los que se aprecia la dificultad parental de renunciar a ciertos goces [7].

Luces y sombras de la época, que no deben ni enceguecernos ni dejarnos en la penumbra. Sí mantenernos en estado de alerta, sosteniendo una mirada crítica, tanto hacia las instituciones de la sociedad, posición freudiana que está presente no solamente en su texto sobre la nerviosidad moderna de 1908 –texto que es también un texto clínico- , como también hacia el psicoanálisis mismo en su tendencia a desentenderse del dominio histórico social, o a adoptar frente al mismo tanto posiciones de elogio como de rechazo de todo cambio que acontece en la cultura. Así, elegimos la posición más difícil, que puede ser criticada a un lado y a otro, tanto por los que apuestan a un psicoanálisis que puede prescindir de lo históricosocial, como a quienes ven en las formas actuales de ese dominio motivos fúnebres o festivos.


 
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Notas
 
[1] Desde el punto de vista de Castoriadis, el primer objeto (que no es tal para la psique pero que cumple ese papel al querer ser reencontrado, reinstalado) es el estado de tranquilidad psíquica (Freud, Los dos principios del suceder psíquico).
[2] Por cierto que violencia y destrucción, así como odio, tienen también que estar a disposición del sujeto, ya que muchas veces cumplen una función positiva: la pulsión de muerte se pone también al servicio de la pulsión de vida. Violencia, destrucción, para defender la vida, una causa, un pueblo, etc. son los ejemplos más claros de esto. No me ocuparé aquí de este tema, sino exclusivamente del lado negativo de la destrucción.
[3] Ver en este número Si hay trata no hay persona, por Luciana Chairo.
[4] Ver en este número La violencia nuestra de cada día, por Irene Meler.
[5] El Gran Accidente: la destrucción del afecto, El Psicoanalítico N° 3.
[6] Ver en este número El crimen innombrable, por María Cristina Oleaga.
[7] Ver Colecho e Incesto: hacia la mamiferidad, por María Cristina Oleaga y Yago Franco.
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