“El hombre se diferencia
de la mujer en tamaño, corpulencia, fuerza,
cabello, etcétera, y también en
inteligencia, en la misma manera que se diferencian
los dos sexos en muchos mamíferos.”
|
Charles
Darwin, 1809-1882
El origen del hombre
y la selección en relación al
sexo |
“Como en todos los otros
campos, en la ciencia el camino debería
facilitarse para las mujeres. Sin embargo no
debe tomarse a mal si considero los posibles
resultados con cierto escepticismo. Me refiero
a ciertas partes restrictivas de la constitución
de una mujer que le fueron dadas por Naturaleza
y que nos prohíben aplicar el mismo estándar
de expectativa tanto a mujeres como a varones”. [1]
|
Albert
Einstein, 1879-1955
The New Quotable
Einstein de Alice Calaprice
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La ciencia se ha encargado desde sus orígenes
de forjar la imagen de hombres y mujeres, y sus correspondientes
roles en las sociedades occidentales. La religión
y la filosofía también hicieron lo suyo
en este sentido, pero en la época moderna fue
la ciencia quien relevó a éstas en la
tarea de demostrar su auténtica naturaleza.
Desde la Grecia Antigua hasta nuestros días,
se fueron sucediendo una serie de teorías biológicas
y médicas que buscaron dar cuenta de la naturaleza
femenina, ubicándola en un lugar diferenciado
y jerárquicamente inferior a la masculina.
Es así que muchas llegaron a plantear la existencia
de una inferioridad física, intelectual y moral
en las mujeres.
Lo que caracteriza a estas propuestas científicas
sobre diferencias sexuales es que se centran en la
observación de aspectos anatómicos y
fisiológicos de cada sexo (hormonas, genes,
cráneos, órganos sexuales, cerebros,
etc.) y a partir de ellos establecen y jerarquizan
diferencias que interpretan como capacidades y habilidades
desiguales para varones y mujeres. Es así que
históricamente se tendió a asociar la
naturaleza masculina con características tales
como la racionalidad, independencia, dominación,
frialdad, objetividad, y a la femenina con las características
opuestas: instinto, dependencia, pasividad, emotividad
y subjetividad. Estas características consideradas
naturales configuran las funciones y el lugar de cada
uno en la sociedad. De esta manera, muchas teorías
biológicas y médicas a lo largo de la
historia buscaron demostrar científicamente
cómo las mujeres estaban dotadas de capacidades
y cualidades naturales que dificultaban su acceso
a la vida pública, la educación y el
trabajo, mientras que las habilitaban para cumplir
las funciones reproductivas y de cuidado características
de la esfera privada.
A partir de los años 70 del siglo XX, diversos
estudios feministas se centraron en cuestionar los
argumentos científicos que sostienen el carácter
natural de la subordinación femenina, planteando
que las teorías que establecen diferencias
entre los sexos se encuentran permeadas y fuertemente
condicionadas por los valores y asunciones dominantes
acerca del ser-hombre y el ser-mujer en la sociedad
occidental. Esto supone decir que presentan sesgos
de género y que por consiguiente, la ciencia
no es tan objetiva ni neutral en sus investigaciones
sobre los sexos como pretende. La denuncia de sesgos
de género en la esfera científica conlleva
la noción de una ciencia que lejos de ser una
esfera autónoma, constituye una empresa hecha
por individuos sociales, quienes se ven condicionados
por intereses, valores y prejuicios, que terminan
filtrándose tanto en la práctica como
en los contenidos científicos. Por consiguiente,
el terreno de la ciencia no se mantiene ajeno a los
significados de género [2]
que impregnan y operan en la organización social
y en su sistema de creencias y representaciones.
Teorías biológicas y médicas
del siglo XIX y XX sobre diferencias entre los sexos.
¿La naturaleza es la que habla?
En el siglo XIX, la ciencia gozaba de gran prestigio
y era considerada la mejor forma de conocimiento.
Uno de los objetivos de mayor interés científico
de la época fue el estudio de la naturaleza
humana, el cual se desarrolló centrándose
en la diferencias de sexo, raza y cultura. Las diferencias
entre hombres y mujeres fueron objeto de investigación
de las disciplinas biológicas, médicas
y sociales que buscaron demostrar la inferioridad
fisiológica, intelectual y moral de las mujeres,
y establecer las capacidades y las funciones sociales
que les correspondían según su naturaleza.
Se buscaba evidenciar que éstas carecían
de la capacidad para llevar a cabo los deberes de
ciudadanos, tener una profesión o producir
trabajos intelectuales profundos.
La antropología
física fue la primera ciencia interesada
en la diversidad humana que se propuso estudiar las
diferencias entre pueblos, culturas, razas y sexos.
Se consideraba de vital importancia el estudio de
la condición social de la mujer, ya que se
creía que cualquier cambio que se suscitase
en el orden social y sexual, terminaría perturbando
la evolución de las razas y poniendo en peligro
el desarrollo de la humanidad. De esta manera, la
antropología física se propuso encontrar
datos empíricos que dieran cuenta de las diferencias
cognitivas y de temperamento tanto entre las razas
como entre los sexos. Con este fin se centró
en el estudio de tres aspectos: los anatómicos,
los fisiológicos y los craneales. Con respecto
a los primeros, se consideraba que las mujeres al
tener el cuerpo más pequeño y los miembros
más cortos que los hombres, se asemejaban físicamente
a los niños y se les confería un carácter
infantil que las imposibilitaba de tomar decisiones
y tener responsabilidades en la esfera pública.
Esta exclusión femenina también se veía
justificada por un aspecto fisiológico que
era visto como una patología: la menstruación.
La antropología de esa época sostenía
que la menstruación aproximaba a las mujeres
a los animales y llevaba al predominio de la afectividad,
de lo instintivo y lo irreflexivo.
Asimismo, los antropólogos comenzaron a evaluar
el grado de desarrollo cerebral mediante la recopilación
de datos cuantitativos acerca de la forma y el tamaño
del cráneo humano. Este estudio se basaba en
la tesis de que el mayor o menor desarrollo de las
razas, los sexos y los pueblos se correspondía
con el desarrollo cerebral alcanzado, el cual se manifestaba
en la morfología craneal. De esta manera, la
antropología física dio origen a la
frenología.
Esta disciplina entendía que la conformación
del cráneo daba cuenta del desarrollo de la
memoria y otras facultades mentales que consideraba
innatas. Las diferencias fundamentales en los rasgos
intelectuales, en las actitudes y comportamientos
de los sexos, razas y otros grupos humanos (como enfermos
mentales, por ejemplo) se establecían en base
al índice cefálico (relación
entre anchura y longitud del cráneo). Se planteaba
así que las mujeres, los niños y los
negros tenían un menor índice cefálico
y que su cerebro era menos pesado, lo que implicaba
un menor desarrollo intelectual con respecto al hombre
blanco adulto. Lo curioso es que cuando se comprobó
empíricamente que el cráneo de las mujeres
era más grande que el masculino en relación
al cuerpo, dejó de considerarse el mayor tamaño
como índice de inteligencia, y comenzó
a verse como resultado de un crecimiento incompleto,
esto es, de un desarrollo interrumpido en un estadio
anterior de la evolución.
La frenología finalmente fue desacreditada
hacia fines del siglo XIX, ya que se consideró
que el volumen y el peso del cerebro eran relativos
al cuerpo. Sin embargo, se mantuvo la búsqueda
de justificaciones anatómicas y fisiológicas
para las diferencias intelectuales, actitudinales
y comportamentales que se consideraban propias de
hombres y mujeres.
Ya en el siglo XX, van a tener lugar tres disciplinas
que plantean tesis deterministas acerca de las diferencias
entre los sexos. Estas disciplinas son la sociobiología,
la neurología y la endocrinología que
sostienen que las diferencias cognitivas y sociales
entre varones y mujeres se deben a diferencias biológicas
de tres tipos: diferencias en los genes, diferencias
a nivel de la estructura cerebral y diferencias a
nivel hormonal respectivamente.
La sociobiología
construye su edificio argumentativo en base a la teoría
de la selección natural. Entiende que las conductas,
características, relaciones sociales y formas
de organización social están determinadas
de manera biológica, genética y evolutiva,
y que a su vez responden a un proceso adaptativo para
la supervivencia. En el marco de esta tesis, dos estudios
recientes llevados a cabo por las universidades de
Yale y Newcastle [3]
señalan que los estereotipos de género
responden más a una determinación biológica
y evolutiva que a pautas sociales. Estos trabajos
plantearon que en un mercado de fruta y verdura al
aire libre, las mujeres se orientan con más
facilidad que los hombres para localizar los alimentos
de mayor valor nutritivo, mientras que éstos
saben moverse mejor en un espacio abstracto. La explicación
que brindan es que los varones tienen mejor sentido
de la orientación debido a que sus antepasados
fueron cazadores, por lo que desarrollaron la habilidad
para orientarse según marcas invariables, mientras
que las mujeres al haber sido recolectoras aprendieron
a reconocer los alimentos más nutritivos. De
esta manera, se entiende que los hombres detentan
naturalmente capacidades viso-espaciales, que son
valoradas para funciones en el ámbito público,
particularmente para la actividad científica,
mientras que las mujeres presentan la habilidad de
reconocer los alimentos más nutritivos, que
podría considerarse útil para el ámbito
privado doméstico, en particular para el rol
de madre y ama de casa, y para cumplir con las funciones
de reproducción y cuidado de la prole.
La sociobiología también considera que
existen rasgos de comportamiento inscritos en los
genes, que son comunes a todos los humanos, independientemente
de las diferencias culturales e históricas,
como por ejemplo, la agresividad masculina y la crianza
de la prole en las mujeres. Tanto la agresividad como
la crianza de la prole son consideradas adaptativas
y se emplean para replicar genes y dejar más
descendencia. Todo esto indica que habría conductas
típicas, naturales y genéticamente determinadas
para hombres y mujeres. Entre las conductas sexuales
que la sociobiología considerada adaptativas
–debido a que mediante ellas se busca extender
los genes a las futuras generaciones –se encuentra
la promiscuidad masculina y la fidelidad sexual femenina.
Se argumenta que la conducta promiscua masculina cumple
con la función de maximizar los genes masculinos,
ya que supone fecundar a tantas mujeres como sea posible.
En cambio, las mujeres optan por la fidelidad para
asegurarse un hombre que cuide de ellas y de la descendencia.
Esta noción se vio plasmada a mediados de los
años 70, en la obra El
gen egoísta de R. Dawkins, donde este
autor teórico evolutivo desarrolla la idea
de que el óvulo es más costoso de producir
que los espermatozoides y esto hace que la hembra
deba elegir bien a su pareja, ya que la reproducción
le supone una inversión mayor que al macho.
Como consecuencia, las hembras se vuelven más
exigentes, mientras que los machos más promiscuos.
De esta manera, la promiscuidad en los hombres no
sería una elección sino una imposición
natural, mientras que la fidelidad constituiría
en ellos una práctica antinatural. Por el contrario,
una vida promiscua en las mujeres significaría
una perversión, un atentado contra la naturaleza,
ya que éstas están determinadas genéticamente
para ser parejas fieles. Por otra parte, puede verse
que este planteo también encierra la noción
de una heterosexualidad natural y normativa, donde
las prácticas sexuales están determinadas
hacia fines reproductivos.
Si bien la sociobiología a medida que fue desarrollándose
fue abandonando ciertas concepciones, aún puede
encontrarse en publicaciones recientes esta tesis
del varón como naturalmente promiscuo y la
mujer como selectiva.
En el siglo XX el desarrollo de la bioquímica
y la endocrinología dieron nacimiento a una
nueva disciplina: la neuroendocrinología,
la cual estudia entre otras cosas los efectos organizativos
de las hormonas sexuales sobre el sistema nervioso
y el cerebro, y su relación con la conducta
humana. Un estudio reciente llevado a cabo por la
neurobióloga norteamericana Louann Brizendine
[4],
plantea que los cerebros de hombres y mujeres difieren
por naturaleza, y que las hormonas sexuales inciden
en las funciones cerebrales. Considera que la testosterona
es la principal responsable de las características
funcionales que tendrá el cerebro de cada sexo.
Su tesis plantea que hasta las ocho semanas, el cerebro
del feto es unisex, pero cuando en los futuros niños
aparecen los testículos, grandes cantidades
de testosterona invaden los circuitos cerebrales,
matando células en los centros de comunicación
y haciendo crecer otras en los centros sexuales y
de agresión. Por su parte, el cerebro femenino
al no sufrir la influencia de esta hormona, presenta
un mayor desarrollo en los centros de comunicación
y en las áreas que procesan la emoción.
Como consecuencia, los varones manifiestan un carácter
más agresivo, conductas violentas, mayor deseo
sexual y son menos emocionales que las mujeres, quienes
según esta investigadora, detentan una superioridad
cerebral en materia de capacidades comunicacionales,
inteligencia emocional y empatía. La inteligencia
emocional femenina respondería al hecho de
que el hipocampo –que registra los datos emocionales
–es ligeramente más grande que en el
hombre. Asimismo, la superioridad en empatía
se debería a que las mujeres tienen neuronas
espejo más activas y en mayor cantidad. Se
considera que las neuronas espejo se activan cuando
una persona observa cómo otro sujeto ejecuta
una acción y que son fundamentales para comprender
lo que sienten los demás y la intención
de sus acciones. En respaldo de su teoría,
introduce el siguiente argumento: “Los psicólogos
evolucionistas creen que esto [la empatía femenina]
se deriva de que, a lo largo de millones de años,
las mujeres hemos aprendido a interpretar las emociones
del bebé que no habla: nos vemos obligadas
a leer los matices emocionales en la expresión
no verbal del recién nacido, porque es un factor
esencial para su supervivencia”. Desde este
punto de vista, la empatía sería el
resultado de la evolución de la mujer en su
rol “natural” de madre y criadora.
Brizendine adhiere a la tesis del determinismo biológico,
ya que considera que las hormonas crean una propensión
para la conducta. Por consiguiente, los varones al
estar dominados por la testosterona presentan conductas
violentas, mientras que la falta de predominio de
esta hormona en las mujeres da lugar a conductas signadas
por la emoción. Para graficar esta cuestión,
expone una anécdota personal sobre el intento
fallido de que su hijo varón jugara con muñecas,
como una forma de impartirle una educación
no sexista: “Lo malo es que les arrancaba las
piernas y las usaba como cuchillos. Los niños
necesitan luchar y ser súper héroes;
en cambio, recuerdo el caso de una niña cuyos
padres querían que jugase con camiones; y,
sí, jugaba acunándolos en sus brazos”.
De esta manera se evidencia que para esta científica,
las funciones y los roles de cada uno se derivan de
la naturaleza hormonal, estando los hombres naturalmente
inclinados a actividades riesgosas y violentas, y
las mujeres a actividades maternales.
Reflexiones finales
A partir de las teorías, desarrollos y supuestos
científicos expuestos, se puso en evidencia
cómo las concepciones dominantes de lo masculino
y femenino –ligadas a estereotipos, prejuicios
y valores sexistas y androcéntricos [5]
–pueden filtrarse en los productos científicos,
y en consecuencia, terminan siendo fundamentadas y
reforzadas por estos últimos. A lo largo de
la historia e inclusive en la actualidad, muchas aseveraciones
científicas sobre la naturaleza femenina, guiadas
por intereses sociales y plagadas de juicios de valor,
fueron y son percibidas como conocimiento científico
objetivo y neutral.
Asimismo, el análisis crítico puso de
manifiesto cómo cualquier dato de dimorfismo
es interpretado como confirmación de los supuestos
de partida. De esta manera, el supuesto de la disminución
natural de las capacidades cognitivas, morales o prácticas
de las mujeres se vio confirmado por la presencia
de menstruación, de una menor contextura corporal,
del menor tamaño craneal, de diferencias genéticas
y en la estructura cerebral, etc.
Si bien en el siglo XX ya no se postula explícitamente
la tesis de la inferioridad femenina como en el siglo
anterior, se siguieron buscando justificaciones anatómicas
y fisiológicas para las diferencias intelectuales,
actitudinales y comportamentales que se consideran
propias de hombres y mujeres. De esta manera, en vez
de hablar de “inferioridad física, moral
y práctica femenina” se comenzó
a hablar de “diferencias cognitivas y sociales
entre los sexos”. Sin embargo, el problema no
reside en que se plantee la existencia de diferencias
per se, sino en que se considere la existencia de
diferencias cognitivas y sociales entre varones y
mujeres como determinadas por la biología,
sin tener en cuenta los factores estructurales (sociales,
educacionales, históricos, culturales, etc.)
que inciden en la configuración de éstas.
Asimismo, es importante reconocer que las diferencias
entre los sexos funcionan como desigualdades en el
plano de las relaciones sociales, en la medida en
que configuran roles y funciones que ubican a los
varones en una posición de poder y a las mujeres
de subordinación. Si bien muchas teorías
neurobiológicas sostienen que los varones son
superiores en ciertas habilidades como las mujeres
lo son en otras, esto no da lugar a una situación
de igualdad, pues la superioridad masculina está
sustentada en capacidades que tradicionalmente se
valoran en el ámbito público y sus esferas
(pensamiento abstracto, razonamiento lógico-matemático,
capacidades viso-espaciales, dominación, liderazgo,
independencia etc.), mientras que la femenina descansa
en cualidades que cuentan con gran estima en el ámbito
privado doméstico para los roles de madre y
ama de casa, pero que son negativamente valoradas
en el ámbito público (emocionalidad,
empatía, sensibilidad, etc.).
Por consiguiente, diversas teorías biológicas
y médicas colaboraron a lo largo de la historia
para mantener a las mujeres alejadas de los ámbitos
de poder, brindando una justificación científica
fundamentada en la naturaleza para negarles (ya sea
de manera formal o informal) el acceso y participación
en estos terrenos. Al considerar las habilidades y
cualidades como derivadas de la naturaleza, y al reducir
las funciones y roles sociales a la biología,
estos desarrollos científicos terminan naturalizando
los estereotipos de género y presentándolos
como inmutables e incuestionables, legitimando así
el orden patriarcal y contribuyendo al mantenimiento
de las relaciones de poder entre varones y mujeres.
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