La autora aspira a diferenciar los conceptos de masa y de pueblo, ya que los define como dos respuestas diferentes al malestar en la cultura. Se ocupa de esta distinción porque dice que el populismo ha sido evaluado a través de lecturas prejuiciosas -con gran componente moralizante, teñido de patología por la teoría de la hipnosis y otros datos de la psicología de las masas- que lo desvirtúan. Ubica en el mismo nivel la elevación a concepto de “masa” por Freud que el tratamiento que Laclau dio al de “populismo” a partir del de “pueblo”. Estudia diferentes autores, como Lombroso por ejemplo, que hablan de “turba violenta” y cargan, así, el concepto. Afirma que Freud lo desideologiza ya que toma al ejército y a la Iglesia por ejemplos, así como lo vincula a los datos de la psicología individual, como cuando habla de identificación y describe los movimientos libidinales entre el Yo y el objeto, etc.
Respecto del concepto de pueblo, Merlin recurre a Hobbes, a Rousseau, para -finalmente- abordar a Laclau como quien, con herramientas de la Lingüística, del Psicoanálisis y de la Retórica, cambia el paradigma teórico para abordar el tema por fuera de la concepción moral, dándole -por lo tanto- dignidad conceptual al populismo. La autora hace un recorrido histórico muy interesante respecto de cada concepto.
El pueblo sería un efecto no dado sino contingente. Sería un efecto producido por la articulación de demandas que expresan que algo, que no anda, no tiene respuesta institucional. Diferencia la construcción popular de la que produce la masa porque, sostiene, en lugar de construirse por enlace libidinal al líder -como en el segundo caso- se consigue a través de la lógica de las demandas de los sujetos que piden inscripción. Las diferencias son enunciadas sin que una referencia al ejemplo nos aclare verdaderamente por qué el pueblo del populismo no es la masa. Así, declara que el pueblo no se asimila a la unidad homogeneizante de la masa pues lo común no es la fusión sino lo plural que agrupa y separa. Serían las demandas articuladas las que establecen una red de equivalencia y conforman la identidad. Demandar queda definido como un ejercicio de libertad.
Dudamos de esta afirmación, conocemos cómo puede ser manipulada una demanda, cómo se ejerce presión para que un hecho de gatillo fácil, por ejemplo, parezca un acto justiciero que satisface demandas de mayor seguridad. Los medios, representantes del poder del mercado capitalista pueden manipular. Tenemos muchos ejemplos de cómo se convierte en mercancía una causa o de cómo se demoniza otra. La libertad, dentro del sistema capitalista, está relativizada y fragilizada. Las teorizaciones acerca de pueblo y de populismo no parecen poder sostenerse a la luz de los acontecimientos de la historia.
La autora toma, siguiendo a Laclau, nociones del Psicoanálisis -no-todo, inclusión de la falta, objeto (a)- tanto para diferenciar masa de pueblo como para separar el concepto de líder en una y otra construcción. Describe condiciones necesarias para que estas entidades difieran sin que se pueda garantizar que ellas puedan darse. Por ejemplo, cuando caracteriza a la “representación hegemónica” en su diferencia con la representación democrática, dice: “La representación hegemónica deviene en un ‘para todos’ pero como sutura de la totalidad ausente, considerando que la construcción no cierra ni completa el lugar abierto por el resto imposible a la representación (…). Lo colectivo de la hegemonía tampoco se opone ni aplasta el valor de lo particular, singular, parcial, en el que se vuelve posible la irrupción contingente del resto no representable que nos hace libres del Otro, lugar de invención así como única garantía contra el racismo y los totalitarismos.” El uso del concepto de objeto (a), en este sentido, apuesta a impedir el cierre, y la constitución de una masa que deposita en su líder todo el poder. Sin embargo, encontramos una apuesta no del todo afortunada a estos conceptos, a la luz -nuevamente- de lo que prueba la historia de las luchas sociales en el capitalismo.
Nos parece que como construcción teórica desconoce los mecanismos más arcaicos de la subjetividad, siempre presentes y dispuestos a presentarse. La “acción política de los ciudadanos en constante debate” sería el estado democrático capaz de albergar la hegemonía laclausiana. Nuevamente, en tanto el sistema sea el capitalista no hay posibilidad de mantener la acción política de los ciudadanos en constante debate, salvo en territorios muy delimitados en los que la gente se organiza horizontalmente y debate cuestiones elementales para su supervivencia o de otro orden, pero siempre por fuera del control de ese estado. No nos facilita en ningún caso ejemplos de cómo se ha manifestado esta construcción hegemónica que no es la masa ni responde a un líder en el modo clásico en que lo pensó Freud.
La inclusión del gran invento lacaniano, el objeto (a), y de la incompletud ha dado frutos en la teoría del sujeto y en lo que trabajamos clínicamente. Su aplicación sin más a la teoría política no parece tan simple. Podría ser una aspiración de deseo que no responde a lo que vemos en las construcciones políticas verticalistas dentro de los estados capitalistas. Así, dice que el fundamento de las demandas populistas es la democracia participativa, pero comprobamos que los gobiernos denominados como populistas en nada satisfacen este modelo, ni siquiera contando en la Constitución con medidas apropiadas a la participación popular. En esos gobiernos la acción del líder ha tenido más lugar que el debate de los ciudadanos. Nuevamente, tropezamos con la diferencia entre la aplicación de los conceptos a la construcción teórica y lo que se verifica en la realidad.
La autora toma al peronismo, justamente, en su intento de diferenciar masa de pueblo. Hace, para ello, un recorrido histórico. Queremos destacar, de este recorrido, el punto que nos parece crucial para entender lo que -hasta aquí- se nos escapaba. Dice Merlin: “En la década del 40, en Argentina, Perón comenzaba a entrever la emergencia de una nueva era, la de las masas, así como la necesidad de dar respuesta a esa realidad. De lo contrario, el pueblo trabajador librado a sí mismo, sin un líder ni organización, se convertiría en una amenaza para el orden social. Perón comprendía que si se mantenía la pasividad y se hacían oídos sordos a las necesidades de los trabajadores, el malestar de las masas sería explosivo y la lucha de clases destruiría a la Nación”. Por salvar al capitalismo, Perón da cabida a los reclamos insatisfechos y a la formación de la masa peronista. La autora dice que, mediante una construcción política posterior, esa masa se transformó en populismo, con la mediación de su irrupción autoconvocada, el 17 de octubre del 45, para salvar a su líder.
Si pensamos al populismo como un salvataje del capitalismo, cada vez que éste presenta su deterioro, su descomposición, como sucedió también en el 2001/02, creemos que la descripción es acertada y -entonces- acordamos en ver al populismo como una salida necesaria para que se sostenga el régimen cuando su deterioro produce la amenaza de la irrupción insatisfecha de la gente. El amor al líder que responde a justas y descuidadas demandas cohesiona a los miembros de la masa. No vemos nada de autonómico en ese movimiento. Sí hemos asistido, asimismo, a las consecuencias de la operación populista kirchnerista sobre los movimientos asamblearios autonómicos del 2001/2. Se impulsó, desde el estado capitalista, la captación y destrucción de los movimientos horizontales que sí se encontraban en constante debate. Creemos que estos datos de la realidad, tanto del movimiento peronista original como los del kirchnerismo reflejan bien que entre las construcciones populistas y los constantes debates ciudadanos, que apuntan a la libertad, la democracia participativa y la autonomía, se interpone un impedimento crucial: el estado capitalista que el populismo está llamado a rescatar.
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