Precariedad,
indefensión, imposibilidad de logro y desamparo
- frente a una maquinaria social que hace inaccesible
el pan - son las sensaciones que nos transmiten las
personas en situación de desocupación
o dis-ocupación [*].
Me pregunto: ¿Por qué hablamos del trabajo
hoy?, ¿Qué significó el trabajo
a través del tiempo y en el presente contexto
histórico social?, ¿Qué necesitamos
deconstruir con respecto al trabajo? y ¿Qué
silenciamientos necesitamos poner en palabras?.
Significado del concepto ‘trabajo’
a través del tiempo
Lo primero que aparecen son las connotaciones que están
presentes en la palabra ‘trabajo’, según
el Diccionario de la Real Academia Española (1):
“Del latín trepalium, aparato para sujetar
las caballerías, de tripalis, de tres palos/
acción y efecto de trabajar/cosa producida por
un agente/ cosa producida por el entendimiento/operación
de la máquina, pieza, herramienta o utensilio
que se emplea para algún fin/esfuerzo humano
aplicado a la producción de bienes. Se usa en
contraposición al concepto de capital”.
Annie Jacob en su investigación sobre las significaciones
del trabajo a través del tiempo [2],
dice: “Investigaciones de lingüística
referidas precisamente a la palabra ‘trabajo’
muestran explícitamente que la carga de afectividad
negativa del trabajo disminuye progresivamente con el
tiempo. En nuestra historia, se pasa de la función
dominante del tormento en el trabajo, a la idea de esfuerzo
penoso, de fatiga, para agregarle hace relativamente
poco (fines del siglo XVIII) la noción de resultado
útil, y finalmente la idea de ganarse el pan,
de medio de existencia. Mientras que en el origen la
utilización de la palabra trabajo se situaba
en la periferia del campo semántico, comparativamente
con los términos ‘obra’, ‘producción’,
‘tarea’, el trabajo se convirtió
en un tema central. Trabajar ocupa ahora el centro del
campo conceptual en el que antes sólo ocupaba
un lugar periférico -de la misma manera que el
trabajo ocupa el lugar central de nuestra vida social-
cuantitativamente y cualitativamente”.
Históricamente, trabajo se asoció con
propiedad, luego con moneda o capital y ahora el trabajo
es el capital mismo y el centro de la vida productiva;
sin que haya perdido la connotación de algo que
se padece y sin que tenga espacio la percepción
del mismo como proceso de elaboración psíquica
y creación.
El mundo del trabajo hoy
La coyuntura histórica del neoliberalismo que
transitamos nos muestra que - así como en el
siglo pasado el tema tabú fue la sexualidad -
el tema conflictivo de la actualidad son las relaciones
de poder que se establecen entre las personas y entre
capitales de empresas, las que trascienden la lucha
por la dominación entre países que imperaba
en la modernidad.
El paradigma vincular de la lucha por el poder, o la
dupla sometedor-sometido, atraviesa la producción,
la economía, los vínculos entre las personas
y produce ciertas representaciones en la subjetividad;
preguntarnos sobre el trabajo y el poder nos lleva a
pensar cuáles son estas representaciones.
Podríamos decir que el “trepalium”,
los 3 palos de la situación laboral incluye:
contexto histórico social; posibilidad laboral
en sí misma (lograda o no) y la persona que trabaja
y su subjetividad.
Dice E. Carpintero: “De esta manera aparecen
varios tipos de trabajadores desde el punto de vista
social y económico: los integrados, los vulnerables
y los desafiliados” [3].
Esta desafiliación es violenta y produce violencia,
ya que implica no respetar al otro en su singularidad,
con sus deseos y necesidades, lo
cual hace pasar al trabajador afectado a tener la vivencia
subjetiva de ser un ‘marginado’, no existente
para un otro que lo confirme como parte del tejido social.
Otro paradigma que impera es el de la productividad
total: la vida centrada en la faz productiva, lo cual
no deja ni tiempo ni espacio para otros quehaceres o
para otras áreas - afectiva, recreativa -, ni
deja la posibilidad de crear espacios para pensar sobre
uno mismo. Estas alternativas se convierten en una especie
de utopía que colisiona con el mandato socio-cultural.
Dentro del grupo de los que trabajan, los incluídos,
están naturalizados numerosos malestares: el
sometimiento a los maltratos de un jefe; la extensión
de la jornada de trabajo porque si no se reprocha la
falta de compromiso con la empresa; la sobre-ocupación;
la subocupación; diferentes caras de la dis-
ocupación [4]
lo cual puede dar lugar a síndromes
como el ‘burnout’, el ‘mobbing’
y muchas otras formas de stress laboral que están
a la orden del día.
Por otro lado, la desocupación deja afuera -
excluye - a la persona, la deporta del sistema productivo.
Pensemos cómo se siente alguien que es deportado:
sin lugar, sin pertenencia, des-ligado de otros significativos
para él, funcionando a predominio del instinto
de muerte más que del de vida.
Se genera un hecho traumático de difícil
reorganización, que produce severas depresiones
y va naturalizando un lugar de des- ligazón en
los vínculos relacionados con la pertenencia
al ámbito laboral y al sistema productivo. Se
provoca, asimismo, un desinvestimiento de otras áreas
que forman parte de la relación con la realidad
externa que frustra y excluye y se altera, así,
la vivencia subjetiva del desocupado acerca de quién
es, qué hace, con quiénes, etc.
El trabajo con grupos de desocupados
y dis- ocupados
Desde el área de salud mental de la A.P.D.H.
(Asamblea Permanente por los Derechos Humanos), institución
a la que pertenezco y donde coordino Talleres grupales
de desocupados y dis-ocupados desde el año 2005,
partimos de la perspectiva de considerar la desocupación
y dis-ocupación como una violencia social.
Esto da un encuadre muy interesante a la tarea, ya
que se desculpabiliza al desocupado - ya culpabilizado
por el deber-ser social internalizado – y, desde
ese punto de partida, se trata de re- construir un entramado
que el mismo dejó de tener, dando, así,
espacio para desplegar los aspectos subjetivos y particulares
de su sufrimiento.
El ideal narcisista social-laboral, si podemos hacer
esta traspolación, le dice al desocupado que
algo habrá hecho, facilitando y naturalizando,
de este modo, la exclusión y el maltrato cuando
está sin trabajo o dis-ocupado.
Así, las personas que se sienten marginadas,
no tenidas en cuenta por un otro, pasan - en los grupos
de desocupados - a ser parte nuevamente, a ser pensadas
por otros y a poder pensar con otros, recuperando parte
de su dignidad perdida así como la potencia de
sus propios recursos hasta entonces devastados.
Marcelo Viñar (1993) en “Fracturas de
la memoria” [5],
dice - con respecto a los detenidos y torturados por
la dictadura - que había tres momentos o estructuras
necesarias o sucesivas: “El momento inicial, la
experiencia de la tortura, apunta a la aniquilación
del individuo, a la destrucción de sus valores
y convicciones”. El segundo tiempo, que he llamado
la demolición, desemboca y culmina en una experiencia
extrema de desorganización de la relación
del sujeto consigo mismo. El tercer tiempo es el desenlace,
la resolución de esta experiencia límite.
Es el resultado de la crisis y la organización
restitutiva de la conducta a que da lugar.
En la fase del desenlace o restitución hay dos
posibles posiciones éticas irreductibles y antagónicas:
la del torturador y la del torturado; la del torturador,
que se relaciona con salvar la vida, y la del torturado,
que busca reasumir su identidad anterior, tiene que
ver con su ética, con volver a ser quien fue.
La primera es presente, invasora, y tiene la ventaja
enorme de estar encarnada en una presencia; la otra,
mediata y ausente, representa la posibilidad de una
cierta coherencia con lo que el torturado ha sido y
querido hasta ese momento, pero su no presencia connota
la muerte. Es a ese nivel que opera la opción;
en la situación de desamparo, ausencia equivale
a agonía y presencia es la posibilidad de una
salida, es promesa de restitución.
Es a este nivel que tiene lugar la trastocación
profunda de los valores éticos del mundo anterior
del torturado: lo ausente - querido y perdido - se transforma
en muerto, persecutorio y repudiable y lo presente -
odiado - aparece como deseable: la fascinación
recubre el horror y el mundo moral cambia de signo”.
Pensemos ahora esta situación con respecto al
desocupado: ¿No cambia de signo su ética
y la valoración subjetiva de sí mismo,
de sus capacidades y derechos cuando el único
referente es el trabajo que tiene aunque reciba sometimiento
y maltrato? ¿No asume la ética del torturador-empleador-
empresa porque es el único presente visualizado
como posibilidad laboral y, por lo tanto, como objeto
de deseo en tanto la no posibilidad de acceso a dicha
posibilidad se le aparece como una forma de muerte subjetiva?
En respuesta a estas interrogaciones tenemos múltiples
imágenes que lo social nos muestra cotidianamente:
los que dejan la vida por la empresa; los que dicen
que comprometerse con la empresa es trabajar no full-time
sino full-life; los que encuentran, como defensa frente
a la amenaza de exclusión, tomar la ética
del sometedor aunque esto lleve a enfermedades físicas
y emocionales.
Los desocupados especialmente, aunque también
los dis-ocupados, tienen una reacción depresiva
- las más de las veces prolongada - secundaria
al hecho de la pérdida del trabajo o de atravesar
una situación de sub-empleo; su autoestima está
sumamente lesionada, y se afecta la persona en cuestión
y los vínculos que tiene con su entorno. El sujeto
es conectado, así, con vivencias primarias de
desamparo y de pérdida de referentes.
Dice Elina Aguiar (1997) [6]:
“En su red familiar, el desocupado, intenta recuperar
la valoración que antes le ofrecía el
afuera y no la encuentra generando situaciones de deterioro
en los vínculos por la frustración y el
doble reclamo: del entorno para que produzca como antes,
que sea el que fue, y de él mismo que busca que
en su entorno familiar lo hagan sentir valorado como
desea sentirse, como supo sentirse en otros momentos
de su vida laboral”.
El varón, desde tiempos inmemoriales, tiene
el mandato cultural de asumir el rol de proveedor, el
cual está asociado a la potencia sexual. Dicho
mandato conserva actualmente mucho peso, aun cuando
sabemos de la incorporación de la mujer al mundo
del trabajo ocurrida en los últimos veinte años.
Debido a la vigencia de esta representación
imaginaria social, se ve tan dañada la identidad
de los varones por los problemas laborales, incluso
cuando en el grupo familiar el suyo no sea el único
ingreso. Se da la paradoja de que, en lugar de que el
aporte producido por el trabajo de la mujer sea aliviante,
el mismo genera competencia y lesiona más aún
la autoimagen del varón.
Carlos, de 53 años, dice que no quiere vivir,
que ya no tiene espacio en el ámbito laboral,
que se quedó afuera Es abogado y tuvo una reconocida
trayectoria: durante años realizó trabajos
esporádicos de buenos ingresos pero desde el
2000 no tiene estabilidad laboral y no puede solventar
el nivel de vida a que están acostumbrados él
y su familia. Tiene momentos de mucha angustia y no
muchas esperanzas de que su situación pueda cambiar.
Está medicado por sus estados depresivos y tiene
serios problemas de relación con su mujer; los
hijos no están muy al tanto de la situación
de su padre.
Como psicodramatista que soy, hago un cambio de rol
y me pongo en la piel de Carlos y siento: que no tengo
espacio para ser - para desarrollarme -; que tengo arrasada
mi valoración, lesionada mi dignidad y que guardo
mi dolor para mí - que no lo comparto que nadie
puede entenderme -; que mis no ganas de vivir solamente
las sé yo y las siento, antes de acostarme, en
mi soliloquio con la almohada: ¿Qué pasa
con este mundo de hoy que no me da posibilidades, qué
nos pasa?
Cuando vuelvo a mi rol me doy cuenta de que esto que
le sucede a Carlos, en este contexto de inclusión-exclusión
que nos atraviesa, también nos pasa, en alguna
medida, a cada uno de nosotros.
|