La noción
de subjetividad se ha tornado compleja, si bien el término
proviene de la filosofía y no de las postulaciones
psicoanalíticas, su dimensión conceptual
atraviesa toda la obra freudiana. Basta subrayar su
enlace con el postulado de las series complementarias
o señalar su emergencia desde los escritos psicoanalíticos
denominados sociales por ser portadores de una fecundidad
desbordante de la estratificación de las tópicas.
En ellos se teoriza sobre las formas de producción
de subjetividad que remiten al Otro, a lo colectivo.
El estatuto de la subjetividad en Psicoanálisis
nos lleva a hundirnos en la metapsicología a
fin de vislumbrar la emergencia de un psiquismo inserto,
antes del advenimiento al mundo, en una determinada
cultura desde donde será imaginado, pensado,
significado, hablado, libidinizado, anticipado por otro
y a la vez, paradojalmente, por parte del sujeto el
mundo tendrá que ser creado. Esta humanización
deviene testigo de la concreción por el otro
de un trabajo singular: la organización de la
red pulsional, de los circuitos libidinales por los
cuales el sujeto transitará en su existencia,
que lo llevarán a la salud o a la enfermedad.
Circuitos en los cuales el analista no es neutro, es
parte activa, metodológica e ideológica.
Por lo tanto, la concepción de subjetividad,
explícita o implícita, con la cual el
analista actúe será un movimiento de apertura
o cierre, de creación o de repetición.
Desde lo expuesto anteriormente planteamos nuestro posicionamiento
de rechazo a la ingenua concepción clásica
del método psicoanalítico considerado
neutro: des-ideologizado, a-histórico, invulnerable
al paso del tiempo, en otras palabras, al método
único.
A fin de pensar la subjetividad desde el cuerpo teórico
del Psicoanálisis queremos articular tres ejes
conceptuales que nos permiten vislumbrar la relación
entre subjetividad e ideología. Desde nuestra
perspectiva el concepto comprende una categorización
de análisis, a saber: a- la subjetividad como
fenómeno b- la subjetividad como concepto y c-
la subjetividad como efecto de prácticas sociales.
a- la subjetividad como fenómeno
alude a tres aspectos generales. En primer lugar al
corte entre naturaleza y cultura, en segundo lugar a
la creación humana de un mundo representacional
históricamente fundado, entendiendo por representacional
producto del pensamiento. En tercer lugar, al pensamiento
que es pensable por la actividad que lleva a cabo un
sujeto, vale decir, un pensamiento pensado por alguien
que se diferencia de un pensamiento pensado por otro.
El reconocimiento de que el otro piensa cosas que yo
no pienso implica el nacimiento del escrúpulo
y de toda ética en términos de Levinas.
[2]
La aceptación de la diferencia de la propia subjetividad
y la del otro es el testimonio de la inscripción
psíquica de la alteridad. Lo que pretendemos
enfatizar alude a la complejización de la experiencia
clínica, puesto que el sujeto puede reconocer
pensamientos propios vivenciados como ajenos o aspectos
del otro vividos como propios. Entonces, la configuración
de la subjetividad es aquello que le dará al
sujeto la dimensión de su construcción
representacional de la realidad, la realidad como producto
de lo pensable obviamente sobre un tiempo histórico
social dado.
b- La subjetividad en tanto concepto
remite a la dimensión que adquiere en
el marco de un sistema teórico definido, su estatuto,
gravitación y densidad explicativa, sea en diversas
teorizaciones inherentes a un mismo campo, como en el
devenir objeto de investigación en un campo específico
o en otro donde no lo sea. De éste modo encontramos
diversas definiciones, sentidos y usos del concepto
tanto en la Filosofía, el Psicoanálisis,
la Historia entre otros.
Desde la perspectiva psicoanalítica consideramos
que la subjetividad se inscribe sobre la concepción
de un psiquismo estratificado, compuesto por instancias
que cualifican y cuantifican de un modo heterogéneo
las inscripciones. El aporte que hace el Psicoanálisis
es que la subjetividad no recubre el conjunto de lo
pensable por un sujeto, es decir, el psiquismo y su
complejidad admiten un pensamiento sin sujeto, un pensamiento
para-subjetivo. [3]
c- La subjetividad como efecto
de prácticas sociales remite a su condición
de marca que atraviesa a un sujeto en tanto éste
está incluido en una serie de relaciones sociales
que lo instituyen a través de las instituciones
de la cultura. Por lo tanto opera más allá
del sujeto en una relación asimétrica
entre lo individual y lo colectivo, como efecto de significaciones
imaginarias sociales articuladas, compuestas por discursos
e ideologías socialmente instituidas, pero que,
como ya señalamos, este existente cobra cuerpo
sobre un psiquismo que deberá crearlo.
Por lo tanto, la configuración subjetiva de un
sujeto da cuenta tanto de las instituciones sociales
que lo atraviesan como de la constitución de
las instancias psíquicas necesarias para crear
el mundo. No solo implica la realidad representacional
con la cual el sujeto piensa sus pensamientos, sino
a la vez el modo con el cual interpreta y decodifica
todo aquello que percibe y forma parte de su conciencia
o puede ser susceptible de la misma. En tal sentido
la configuración subjetiva no puede excluir las
representaciones inconscientes que, anudadas y enigmáticas,
también conforman la complejidad de un sujeto
que siente, resuena, configura emociones, actúa
y percibe el mundo afectado por lo que desconoce de
sí mismo.
Toda percepción de la realidad es producto, en
gran medida, de una anticipación interpretativa
fundamentada en las formas sociales del conocimiento.
A esta anticipación la llamamos ideología.
Las teorías científicas no escapan a éste
mecanismo, el Psicoanálisis tampoco. Por lo tanto,
la comprensión del material clínico se
ligará a los modos de comprensión e interpretación
de un momento y un estado del conocimiento.
El planteamiento de la subjetividad como problemática
psicoanalítica no tiene nitidez conceptual antes
de los postulados de Lacan, quién lo introduce
en el campo analítico como apertura hacia los
bordes de problemáticas complejas. La fecundidad
de las discusiones que inaugura deben ser reorientadas
en función del debate de época que el
genio francés instituyó, vale decir, el
estatuto de las representaciones, su lugar en la tópica
freudiana y la composición de una instancia psíquica
capaz de ser reflexiva sobre sus representaciones.
El origen de las representaciones en Freud es pendular,
el eje se desplaza por un lado desde una concepción
del psiquismo cerrado, endogenista y biologizante hacia
otra concepción abierta al otro y las producciones
culturales. La segunda tópica como ejemplo de
esto último, reposa sobre una apertura a lo externo
desde un retorno a la teoría traumática,
siendo el Yo depositario de identificaciones sociales,
pero al mismo tiempo produciéndose un retroceso
sobre una teoría pulsional que se vuelve a biologizar.
Como máximo exponente de esta idea la pulsión
de muerte es configurada como retorno a lo inorgánico.
Una pulsión por fuera de la pulsión representable,
como una ley general de retorno. En lo que Freud no
pendula es en que la instancia reflexiva es el Yo. De
lo que se desprende que no hay subjetividad posible
sin constitución eficaz del Yo.
El kleinismo presentó el principal obstáculo
hacia un concepto de subjetividad en la medida que tomó
como principio situaciones patológicas interpretadas
como base del desarrollo sano. Partiendo de una teorización
netamente endogenista, las representaciones devienen
producto de identificaciones proyectivas que tienen
como función, por contigüidad y semejanza
de objetos originarios (pecho y pene) elaborar angustias
y captar objetos que constituyen el entramado de fantasías
y defensas. Tal elaboración conforma simbolizaciones
que operan por delegación de los objetos pulsionales
innatos. De éste modo, el Yo se presenta como
una formación defensiva más atenta a la
amenaza pulsional que a la de la realidad externa.
La respuesta de la Psicología del Yo no se hizo
esperar: sosteniendo la noción de un Yo libre
de conflicto pretendió destrabar una patologización
constante de una instancia reactiva al asedio pulsional,
no obstante no pudo romper el cerco biológico-
endogenista al sostener al Yo desde funciones adaptativas.
Al mismo tiempo, desplaza el eje de complejidad que
Freud se encargó de ubicar cuidadosamente en
la segunda tópica.
Lacan busca replantear los fundamentos de esa discusión
apoyado en la filosofía, la lingüística
y la antropología estructural; rompe de lleno
con el endogenismo ubicando un sistema significante
que va por fuera del sujeto pero en el cual, deseo del
Otro mediante, el sujeto se va a inscribir. Por lo tanto
el objeto deja de estar dentro como patrimonio innato
biológico y pasa a estar fuera de él,
en una red significante sostenida en un circuito deseante
desadaptativo. Es el sujeto entonces el que se posiciona
ante el deseo del Otro y el Yo se ubicará en
desconocimiento de aquello que -en tanto deseo del Otro-
compone la base del inconciente del sujeto. Tal genialidad
se ve opacada posiblemente por sus ataduras al Psicoanálisis
clásico de su época que hace girar el
conjunto de la clínica sobre el mecanismo sustitutivo
del síntoma. Ya que al ubicar al Yo como mero
efecto de alienación, su extremo se toca con
Klein, no en la defensa del asedio de los objetos internos,
sino en posicionarse ante el deseo del Otro. En síntesis,
tanto para Lacan como para Klein, el Yo remite a una
instancia reactiva, defensiva, vale decir interpretable
en su conjunto de acciones bajo el mecanismo del síntoma.
Castoriadis [4]
en cambio, profundiza un pensamiento sobre el
sujeto como cuestión y como proyecto oponiéndose
a toda simplicidad y dogmatismo. Nos invita a resituar
al sujeto desde una estratificación que parte
de la mónada psíquica
y se extiende hacia la sociabilización
de la psique. El sujeto no alude exclusivamente
al sujeto de la enunciación en tanto deseo del
Otro, esto sería quizás un solo aspecto
del mismo, sino que enfatiza una categoría más
extensa cuando sostiene una lógica magmática
hecha de indeterminación y creación. La
imaginación radical
abre la idea de una combinatoria permanente y
laberíntica de representaciones siendo la creación
lo que define a lo psíquico a la vez que abre
a la posibilidad de autonomía del sujeto.
Nos interesa enfatizar la incidencia de esta perspectiva
de la subjetividad en relación a los modos de
construcción interpretativa y sus derivados en
cuanto a la finalidad del análisis. Si el sujeto
no es el sujeto de la alienación, si su decir
no sólo oculta lo que desconoce sino que también
revela los residuos de la historia identificatoria que
lo constituye su palabra no será vacía.
Ser escuchado y escucharse, ser pensado y pensarse,
abren una dimensión en donde la posibilidad de
recrear lo vivido y de resituarse en función
de ello implica la admisión de la categoría
de cambio tan esquiva como descalificada.
El espacio analítico deviene así soporte
posible desde donde historizarse y encontrar sentidos
perdidos o nunca inscriptos, lo que arroja un plus de
placer para tolerar el sufrimiento inherente a la vida,
es trabajo del Yo investir la vida a pesar de la continua
amenaza de sufrimiento [5].
Si a la vez que un sujeto dice, construye pensamientos,
crea sentidos, reinscribe representaciones, moviliza
los afectos, el trabajo analítico cobra un valor
de circuito libidinal: el analista no sólo escucha,
sino que se posiciona con su teorización flotante
a fin de hilvanar desde el pensamiento conciente, deliberado
o espontáneo, desde los recuerdos o los vacíos
de palabras, los anhelos o la desvitalización,
lo experienciado, lo vivenciado, lo histórico
singular, la cultura de pertenencia, a fin de posibilitar
enlaces representacionales. Las intervenciones, sean
interpretativas o no, ofrecen representaciones para
ser pensadas, para ser albergadas en el Yo. Se recorren
así regiones que conectan un
circuito de flujo representativo, trabajo que
supone esta posibilidad efectiva en el analista y que
también supone la capacidad
de actividad deliberada por parte del paciente,
según palabras de Castoriadis [6].
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