Retomamos
aquí algunas de las ideas que expusimos en
la Segunda Jornada sobre “Técnicas diagnósticas
y el complejo problema del abuso y maltrato de menores”,
que tuvo lugar en el Centro de Psicodiagnóstico
Psicoanalítico, el 12 de noviembre de 2005.
Dividiremos el trabajo en tres partes: 1)
Las
definiciones, sus obstáculos; 2)
El Psicoanálisis, la dignidad del sujeto y
3) La
pericia propiamente dicha
El abordaje del Psicoanálisis
La preocupación del Psicoanálisis ha
sido, desde sus comienzos, la de hallar causas y consecuencias,
o efectos, del modo más próximo al anhelo
de las ciencias duras, a pesar de que esta esperanza
permanezca siempre sin efectivo cumplimiento. Pero
digamos que, como horizonte, es siempre posible rescatarla.
En este sentido, el Psicoanálisis ha procurado
desprenderse de las dificultades y de los engaños
de las apariencias, de lo fenoménico, en el
intento de traspasarlo para descubrir la lógica
que lo gobierna, incluso a contramano del ‘sentido
común’. También insiste en dejar
de lado la valoración, las ideologías
y todo lo que afecte la búsqueda de la verdad.
Así por ejemplo, contra el ‘sentido
común’ que los considera insignificantes,
ha dicho que los sueños ‘dicen’
algo; que los actos más triviales pueden tener
sentido; que los síntomas hablan de alguna
verdad del sujeto y que no son sólo un estorbo
a suprimir. Buscamos, entonces, en relación
con el tema de abuso/maltrato infantil, los rasgos
que permitan verificar, con la menor vacilación
posible, su presencia.
En este sentido, tomaremos una definición
de abuso sexual que omite describir conductas específicas:
“El abuso sexual comprende las acciones recíprocas
entre un niño y un adulto en las que el niño
está siendo usado para gratificación
sexual del adulto y frente a las cuales no puede dar
un consentimiento informado.” Zárate,
Mario (2000) [1]
Encontramos otras definiciones, no tan sintéticas,
que provienen de instituciones prestigiosas, y que
también apuntan a lo que nos interesa resaltar:
La definición propuesta por el National Center
for Child Abuse and Neglect en 1978, que considera
abuso infantil "en los contactos e interacciones
entre un niño y un adulto, cuando el adulto
agresor usa al niño para estimularse sexualmente
él mismo, al niño o a otra persona."
[2]
La definición aportada por la Academia Americana
de Pediatría (AAP) de los Estados Unidos de
América (EE.UU.) dice: "Ocurre un abuso
sexual cuando un niño es comprometido en actividades
sexuales que éste no puede entender y para
el cual no está preparado, ni puede dar consentimiento
consciente y que viola las leyes y/o las prohibiciones
sociales.” Pero luego detalla: “Las actividades
sexuales incluyen todas las formas de contacto genital-bucal
o anal con o hacia el niño, así como
los abusos sin contacto, tales como exhibicionismo,
voyeurismo, o el utilizar al niño en la producción
de material pornográfico" (AAP, 1999).
[3]
Volviendo a la definición seleccionada, la
que omite describir, nos interesa porque incluye las
posiciones relativas del maltratador y de la víctima:
“acciones recíprocas entre un niño
y un adulto”; el valor de goce que estas acciones
tienen para cada uno: “en las que el niño
está siendo usado para gratificación
sexual del adulto”; y un dato esencial: “frente
a las cuales no puede (el niño) dar un consentimiento
informado”.
Para nosotros, psicoanalistas, esta definición
señala que hay un adulto que goza, con todo
el sentido ambiguo que tiene este término,
a partir de tomar al niño como objeto. También
en este término ‘objeto’ hay multiplicidad
de sentidos posibles, pero nos estamos refiriendo
a su acepción más real, a su ubicación
como lo que no es sujeto, a la pérdida de la
dignidad subjetiva, la que conlleva posibilidad de
elegir. Veremos luego que, aun en este caso extremo,
el niño como sujeto puede apelar a una salida:
la disociación como defensa, o sea, como respuesta
subjetiva ante el maltrato y/o el abuso. Accedemos,
así, a lo que nos parece estructural tras el
fenómeno de abuso.
Todos en el lugar del objeto
Sabemos que el niño, en su prehistoria, o
sea a partir de la historia de sus padres, ha sido
objeto. Ha ocupado, en el mejor de los casos, ese
lugar en el deseo de su madre, si entendemos así
la ecuación freudiana ‘niño=falo’
y la lectura lacaniana referida a la metáfora
que así se produce. También sabemos
que ha sido, y probablemente sea, objeto de amor para
sus padres. Asimismo, sabemos, siguiendo a Lacan,
que su lugar de objeto en el fantasma materno le podría
augurar un destino de neurosis, el mejor que los humanos
podemos tener. [4]
Esta ubicación inicial, original, del niño
se puede significar como el ‘abuso’ inevitable,
y hasta deseable, en el proceso de la humanización,
de la entrada en la cultura. Son algunos de sus efectos
la elección de un nombre, las marcas del idioma,
las operaciones sobre el cuerpo que algunas culturas
proponen como la circunsición, etc. Además,
básicamente, la intervención libidinal
y simbólica del Otro primordial, que erotiza
el cuerpo y transmite múltiples expectativas
y deseos, conscientes e inconscientes.
Sin embargo, algo debe distinguir este lugar de objeto
del infans del
lugar en el que el abuso desencadena la catástrofe
de la subjetividad. Se trata de la posición
del Otro primordial: la intervención libidinal
sobre el infans
debe ser tramitada por la vía sublimatoria.
El goce, en ese punto, le está interdicto al
Otro. [5]
Es, también, lo que Freud dice en ‘Pegan
a un niño’, bajo la forma imaginaria
de ‘ser pegado por el padre’, el que inscribe
la ley. Es lo que se puede hallar detrás de
las fantasías de seducción de las histéricas,
y lo que los adolescentes intentan instalar por medio
de marcas en el cuerpo, tatuajes y piercing, en la
época en que el padre, como operador simbólico,
vacila, en que su lugar de prestigio decae.
En el origen, entonces, está el objeto, el
lugar de objeto para el niño. No vamos a detallar
en qué consiste la operación de la constitución
subjetiva, pero sabemos que allí se espera
el surgimiento del sujeto: ‘Donde Ello era Yo
debo advenir’. Se supone que todos los adultos
significativos que rodean al niño acompañarán
el camino de la subjetivación, o sea, harán
lo necesario para que ese sujeto que se produce se
afiance, crezca, desarrolle su ‘libertad’,
a pesar de la posición en que surge. Los movimientos
contrarios, de hecho, los que habitualmente nombramos
como ‘retentivos’, son los que obstaculizan
ese proceso, contrariando así el tabú
del incesto, siendo su formulación: ‘No
reintegrarás tu producto’, aquello que
la función paterna opera sobre la madre.
Los seres significativos, decíamos, cumplirán
las funciones posibilitadoras del nacimiento y progreso
de un sujeto en ese lugar. Uno podría considerar,
entonces, como ‘maltrato’ a toda operación
que, viniendo de un adulto, coloque nuevamente a ese
niño en el lugar del objeto y ‘abuso
sexual’ a la operación específica
en la que el abusador extrae de ello, además,
un goce sexual. En este sentido, el abuso sería
una forma particular del maltrato. Esto no indica
-por otro lado- que en otras situaciones de maltrato
no exista extracción de goce por parte del
maltratador. Además del goce perverso del pedófilo,
el goce sádico por ejemplo, o goce exhibicionista
y/o voyerista.
La pericia: ¿el dispositivo
o un dispositivo?
Si la definición de abuso sexual ha logrado
cercar adecuadamente lo que buscamos, resultará
más sencillo encontrar los medios de los que
servirnos para localizarlo en el caso concreto a periciar.
Este punto se refiere a las condiciones, el encuadre,
los participantes, etc., que nos podrían facilitar
la búsqueda. Apuntamos a cercar esta dupla
en la que el niño es forzado a ubicarse en
el lugar del objeto por la operación, cualquiera
ésta sea, de un adulto. Buscamos aportar un
entorno que favorezca el encuentro con la verdad.
En cada caso, las condiciones varían, los
personajes intervinientes también. Resulta,
por lo tanto, imposible pensar en ‘el’
encuadre o en ‘el’ dispositivo, y nos
parece más acertado encontrar un dispositivo
que sirva a la particularidad de cada caso. Apuntamos
a verificar si el niño, ahora sí como
sujeto, está en condiciones y de qué
modo, de dar testimonio -según sus posibilidades-
de lo que fue ese sometimiento y de dar, en ese caso,
pistas acerca del maltratador o denunciarlo abiertamente.
El tiempo, el espacio
Hay múltiples modelos de dispositivos en lo
que se refiere al tiempo, a la duración del
proceso de entrevistas. A fin de que los niños
puedan sentirse más seguros para brindar la
información y también para que dicha
información pueda ser utilizada en el juicio,
algunos recomiendan la realización de entre
8 y 12 sesiones, semanales, de una hora de duración.
Algunos hallazgos de las investigaciones realizadas
muestran que el protocolo de 8 semanas ha demostrado
ser el más eficaz y que la mayoría de
los descubrimientos ocurre durante la semana número
5. Cuando existe un imputado que está detenido
y el fiscal requiere con urgencia un diagnóstico,
es difícil aplicar estos formatos más
distendidos, aunque en caso de presión se puede
responder que no es profesionalmente posible dar una
respuesta.
En todos los casos -consulta clínica por sospecha
de maltrato o de abuso, peritaje de parte o de oficio-
hay instancias sobre las cuales podremos presionar
para que se adapten a las necesidades temporales del
caso, pero no es posible hacer lo mismo con los tiempos
del sujeto y, en este sentido, seguir su paso es lo
único posible. Los tiempos en que el niño
podrá testimoniar o dar datos suficientes para
que lleguemos a conclusiones sólidas no pueden
ser forzados.
En todos los casos, los investigadores coinciden
en señalar que el espacio de la evaluación
debe ser un lugar amable para el niño, adecuado
a la etapa evolutiva que atraviesa, y propicio para
la instalación de un lazo con el operador pericial.
La dignidad del sujeto
Es desde el inicio, e inclusive a través de
pequeños detalles, que podemos y debemos tener
en cuenta al menor en su dignidad de sujeto. Evitamos
o minimizamos, así, el riesgo de revictimizarlo.
Apuntar a lo particular, a lo singular del caso y
del niño en cuestión, en el armado del
dispositivo, de los elementos que se le presentarán
al niño, etc., es ya ir a contramano de la
operación del maltratador, es desandar ese
camino y restituirle su espacio subjetivo.
Así, por ejemplo, la caja ‘standard’
de la hora de juego tendrá que ser especialmente
adaptada al caso. Para ello, tomaremos en cuenta todo
lo que los adultos nos hayan comunicado acerca del
niño y, luego de conocerlo, lo que podamos
vincular con él. Escucharemos sus preferencias.
Si se trata del arte, ampliaremos aquéllos
elementos de dibujar y pintar, siguiendo, así,
la forma expresiva más facilitada en él.
Asimismo, adaptaremos el tiempo de las entrevistas,
estaremos dispuestos a interrumpirla a su pedido.
Durante las mismas, además, estaremos atentos
a las señales de angustia del niño.
En un caso, vimos cómo los juegos que referían
al abuso causaban desorganización en el niño
y cómo él graduaba esta emergencia apelando
al armado de rompecabezas, por ejemplo. Obtenía
así un marco adecuado para esa angustia. Su
ánimo, perturbado, triste, cambiaba de tono,
se lo veía charlar animadamente, se reponía.
Otros juegos organizados cumplían la misma
función. Seguir ese proceso fue muy importante
para poder aislar, cercar, los juegos que comprometían
afectivamente al niño y deducir, a partir de
ello, conclusiones diagnósticas.
Hay mucho dicho acerca de los riesgos de revictimizar
al niño. Sin embargo, debemos destacar que,
si tenemos claro y presente siempre y en todos los
detalles, que nos dirigimos a un sujeto, es posible
pensar la pericia como uno de los pasos de cierta
‘reparación’. Retomaremos este
punto al referirnos tanto al armado del relato como
a la sanción que implica que alguien tome en
serio la palabra del niño, más allá
de los resultados legales del proceso.
Los otros participantes
Hay, en todos los casos, otros protagonistas: el
o los que denuncian, los que están a su alrededor,
las instituciones, etc. Tenemos que evaluar todo ese
entorno para decidir a quiénes citaremos, en
caso de ser posible, en qué orden los escucharemos,
etc. Como línea general, se podría afirmar
que ningún testimonio debe ser descalificado
de antemano. Así como resulta imprescindible
citar a los padres o encargados directos y verlos
antes de ver al niño, debemos recurrir a los
miembros de la familia que tengan contactos privilegiados
con él, a otros cuidadores ocasionales, según
el caso.
Podemos, asimismo, entrevistar al pediatra, a terapeutas
intervinientes, si los hubiese, a maestros, vecinos,
o a cualquier otro personaje que se recorte como significativo
en la secuencia que iremos armando. Decimos ‘vamos
armando’ justamente porque es la evaluación
del caso particular la guía para ajustar nuestras
hipótesis y nuestro dispositivo. Es decir,
no tenemos el dispositivo a priori, sino sólo
lineamientos muy generales y muy firmes a la vez,
que se irán precisando a medida que avanzamos.
La escucha y la transmisión
En cuanto al cómo escuchar, pensamos que,
más allá del tipo de intervención
que nos convoca, la pericia en caso de maltrato o
abuso sexual, la escucha está orientada por
nuestra formación y es independiente del estilo
de intervención restringida que implica una
investigación de esta clase. En nuestro caso,
el marco es la escucha analítica. El pensar
el caso desde ese marco requiere, desde luego, otros
instrumentos que nos permitan luego volcar nuestras
conclusiones en otros ‘formatos’ para
que el destinatario, abogado, juez, etc. pueda entenderlas
y validarlas.
Creemos que, para ello, nos pueden ser útiles
distintos elementos, tomados de otras orientaciones
de la Psicología, para que sirvan de ‘prueba’
verosímil para el otro. Así, se pueden
utilizar una serie de cuestionarios y listados de
conductas, para ser respondidos por los menores en
cuestión o por los padres, según los
casos, que pueden resultar traductores útiles
de nuestros hallazgos.
Es decir, miramos con la lente que nos ofrece el
Psicoanálisis; es decir, escuchamos discursos,
relevamos términos significativos, revisamos
los vínculos, las fantasías de los participantes,
su historia y sus expectativas, la transferencia que
se despliega, las resistencias, etc., pero volcamos
poco de todo esto. Cuando estos datos nos permiten
llegar a una conclusión, buscamos instrumentos
que sirvan para hacerla llegar a su destinatario en
un lenguaje comprensible y mediante las ‘pruebas’
que pueden ser mensurables y estandardizables, o sea
aceptadas por el otro al que nos dirigimos.
Este procedimiento difiere radicalmente del afán
‘objetivador’ de los cognitivitas y de
los terapeutas comportamentales, que tienen como meta
medir, evaluar, estandardizar, clasificar. Con este
fin, coleccionan signos y verifican su presencia en
un sujeto reduciéndolo, así, a la categoría
de objeto, bajo el supremo signo de la ‘ciencia’.
Como dijo, hace algún tiempo, Philippe Dousty-Blazy,
Ministro de Salud de Francia, ante el avance del afán
de mensurar por parte de las TCC, “el sufrimiento
psíquico no es evaluable ni mensurable”.
La posición de ‘juicio
suspendido’, la formulación de ‘contrahipótesis’.
El peligro de la ‘identificación con
la víctima’. La importancia del trabajo
compartido, del interlocutor válido, de la
supervisión. El caso del perito de parte y
las presiones a que se ve sometido.
Cuando hablamos de ‘juicio suspendido’,
quizás de modo impropio, nos referimos a suspender
la precipitación de una conclusión.
En verdad, el juicio, si de juzgar se trata, lo tenemos
siempre suspendido, incluso cuando trabajamos en la
atención clínica. En este caso, si se
trata de evaluar la existencia o no de maltrato infantil,
si se trata de establecer la probabilidad de que tal
hecho haya ocurrido y de señalar al posible
perpetrador, tenemos que tolerar no precipitar las
conclusiones. Decimos tolerar porque es muy pregnante
la posibilidad de identificarse con la víctima,
con su estado de indefensión.
Podemos recibir toda clase de demandas, incluso provenientes
de quien puede ser el victimario; o también
destinadas a encubrir a alguien o para obtener un
beneficio espurio, etc. Por todo ello, de entrada,
es necesario mantener la neutralidad y recibir los
testimonios tratando de escuchar sus ‘falla’,
es decir, aquellos resquicios que nos permitan aproximarnos
a la verdad.
En este sentido, es útil -cuando se nos va
imponiendo una primera hipótesis- construir
otras, que llamaremos ‘contrahipótesis’,
que cambien las posibilidades que más nos seducen.
Intentaremos mantener esas otras hipótesis
el tiempo que nos sea necesario, tratando de corroborarlas,
de encontrar más argumentos en su favor, etc.
Es un modo voluntarioso de eludir el malestar de no
saber y la trampa de caer en la posibilidad más
obvia.
En un caso, por ejemplo, parecía tan obvio
que el abuso había sido extrafamiliar, que
armamos una hipótesis consistente, en la que
adjudicamos el interés de la familia en denunciar
al perpetrador como externo a un afán por encubrir
actitudes incestuosas de la madre con su hija. También,
en el mismo sentido, imaginamos que la madre había
sido sorprendida por su hija mientras estaba con otro
hombre de la familia. Tomamos muy en serio estas posibilidades,
que luego probaron ser falsas, de modo tal de no dejarnos
llevar por el ‘sentido común’.
Por otro lado, el contrapunto con el interlocutor
válido, con un compañero que trabaje
junto a nosotros, con un supervisor de confianza,
permite tomar distancia, encontrar otras posibles
‘versiones’, postergar la conclusión,
etc.
En el caso del perito de parte, el problema se agudiza.
Se trata, en estos casos, de eludir algo que es muy
propio de esta cultura: aquello por lo que pago me
pertenece. De ahí a exigir que el perito o
consultor de parte llegue a la conclusión que
yo necesito que el juez sancione hay un solo paso.
Por ello, es necesario que este punto quede explicitado
desde el comienzo, que se diga a los que contratan
la consulta, por obvio que parezca, que vamos a trabajar
sin dar nada por sentado, que el hecho de ser contratados
por ellos no nos condiciona en la formulación
de los resultados. Además, se trata de un deber
que hace a la función pues, a diferencia de
lo que concierne a los abogados, al perito de parte
le corresponden legalmente los mismos deberes que
al de oficio y que a los testigos.
De hecho, sostener una posición neutral en
estos casos, tomar su palabra pero no ‘casarse’
con la versión, produce cataclismos en la transferencia,
desconfianza, y puede determinar, incluso, la ruptura
del acuerdo de trabajo. Es una cuestión de
tacto y timing
la que lleva a mantener la neutralidad sin que el
lazo se quiebre.
¿Hubo abuso o maltrato?
¿Quién lo cometió? ¿Se
puede hablar de síndrome de abuso sexual infantil?
El fin de una pericia o de un psicodiagnóstico,
en estos casos, debería poder responder, con
cierta probabilidad de acierto, las dos primeras preguntas.
También debería incluir las pruebas
de que el niño es capaz de diferenciar verdad
de falsedad así como fantasía de realidad.
Partimos de la base de que el niño suele decir
la verdad cuando denuncia un abuso. Este dato, que
se encuentra respaldado por una casuística
importante –sólo el 8% de los casos denunciados
tienen como origen la sugestión del adulto
para la ‘fabricación’ de una acusación
falsa-, tenemos que encuadrarlo dentro de nuestras
referencias teóricas.
Desde nuestra posición como clínicos,
el paciente siempre dice la verdad, aunque ‘mienta’.
En tal caso, dice otra verdad que habrá que
descubrir. En el caso que nos ocupa, el problema se
complica, pues no nos piden verificar la realidad
psíquica sino la realidad de la ocurrencia
de hechos que son punibles por la ley, que conciernen
al niño y, también, a otros que pueden
ser sancionados a partir de nuestras conclusiones.
Entonces, habrá que trabajar en dos niveles:
un nivel de conceptualización psicoanalítica,
en el cual podemos sostener a
priori que la palabra del niño y de
los participantes es verdadera, y un nivel de trabajo
referencial, por llamarlo de algún modo, en
el que confrontaremos todos los testimonios recibidos,
buscaremos fallas y contradicciones, supondremos móviles
que no están explicitados, analizaremos las
producciones de las técnicas, dejaremos crecer
nuestras ‘contrahipótesis’, sostendremos
nuestro ‘juicio suspendido’, etc. Nuestro
objetivo, en esta segunda aproximación, es
confrontar el testimonio de los que denuncian con
sus propias producciones discursivas, gestuales, transferenciales,
gráficas, etc.
Cuando nos limitamos al trabajo clínico nos
concentramos en la realidad psíquica, en la
que –sabemos- no existe contradicción.
En estos casos de abuso o maltrato podremos, si llegamos
a verificar que el testimonio no es verosímil,
encontrar las pistas, las motivaciones, que llevaron
a su construcción. Una madre puede denunciar
a un marido como abusador porque necesita extraer
de él algo, porque quiere perjudicarlo a partir
de sentirse despechada, etc. El niño que es
instalado en el lugar de denunciar tal ‘abuso’
fabricado está, de todos modos, diciendo una
verdad, pues se trata de maltrato y abuso, es decir,
ha sido colocado en el lugar de objeto, empujado,
usado para lograr un beneficio personal que no le
concierne y sobre el cual no puede decidir.
La autoridad, el poder del adulto sobre el niño
es lo que cuenta para que eso sea posible. Si lo pensamos,
podríamos decir con seguridad que el niño
siempre dice la verdad, aunque no sepa cuál
es, pues cuando es obligado o empujado a mentir, lo
hace desde un lugar de sometimiento a un otro del
que depende para su subsistencia tanto efectiva como
emocional.
Pero nuestra tarea en una pericia es, más
allá de asegurarle al niño que él
es el único que sabe, y que le creemos sin
ningún reparo, descubrir en estos casos si
la versión que se denuncia es la verdadera
o no. Y, en este caso, ‘verdadera’ se
refiere a que es coincidente con hechos efectivamente
acaecidos. O sea, se trata de una verdad que no es
la misma que la que estamos pensando en relación
con la palabra del menor.
Por otro lado, si se trata de una consulta clínica
y sospechamos la existencia de abuso o maltrato, debemos,
en todo caso, tomar decisiones apresuradas cuando
está en juego la seguridad del menor. Así,
podemos decidir la separación del menor de
su hogar, la separación de alguno de los miembros
de la familia del hogar, el retiro del niño
de la escuela, etc. En estos casos, obramos sabiendo
que podemos hacerlo con un margen de error, por la
premura del caso, pero no tenemos otra posibilidad.
Estas dificultades hacen indispensable que el rol
de perito y el rol de psicoterapeuta sean ocupados
por dos personas diferentes en todos los casos.
El DSMIV. Los listados de síntomas
para chequear ausencia y/o presencia de signos de
maltrato o abuso . Lo que se juega en el trauma.
Si nos detenemos en los efectos del abuso o el maltrato
en los niños, encontraremos diferentes ‘listados’
de signos o de síntomas cuya presencia indica
la probabilidad de su ocurrencia. Todos los investigadores,
sin embargo, coinciden en señalar que no existe
un ‘sindrome de abuso sexual’ como tal.
También, es cierto, indican que las estadísticas
prueban que es frecuente la presencia de dichos signos,
en su totalidad o parcialmente. De entre ellos, jerarquizan
la presencia de signos de comportamiento sexualizado
inapropiado para la edad, de stress postraumático,
y de depresión. Es por ello muy importante
poder chequear, en cada caso, lo esperable para el
niño según su edad, para poder así
ponderar lo que parezca inusual sobre ese fondo.
Sabemos que, en referencia al trauma, nuestras concepciones
difieren muy radicalmente de las del DSMIV. Este requiere,
en su definición de Stress Postraumatico, la
evidencia del evento que ocasiono el síndrome.
O sea, tenemos que saber de antemano qué suceso
realmente acaecido fue el que ocasionó la respuesta
del sujeto. Para el Psicoanálisis, este requisito
es un absurdo que contradice lo que sabemos del efecto
traumático. El Psicoanálisis evalúa
si hubo trauma a posteriori.
No le interesa saber si sucedió algo ni evaluar
la magnitud de lo ocurrido, sino que pone el acento
en la imposibilidad de la tramitación por el
sujeto. El sujeto no tiene con qué procesar
lo que le ocurre, más allá de la ‘calidad’
o la ‘cantidad’ en juego en esa ocurrencia.
Por ejemplo, podemos decir que el encuentro primero
con la sexualidad es siempre traumático, ya
que no hay representaciones adecuadas en el Inconsciente.
Pero, en este caso, estamos ante los efectos de la
constitución en el sujeto.
Cuando nos referimos al ‘trauma’, al
‘Stress Postraumático’,
o a la Neurosis de Angustia, nos basta con el efecto
subjetivo, con la presencia de la angustia y todas
sus manifestaciones somatopsíquicas, para decir
que hubo ‘trauma’. No necesitamos más.
Es el efecto subjetivo el que califica, a posteriori,
que lo que le ocurrió al sujeto adquirió
carácter traumático. Así, para
cada uno, de acuerdo a sus condiciones, a su historia,
a sus posibilidades de elaboración, etc., un
suceso realmente acaecido puede o no devenir traumático.
Y no nos tenemos que poner en jueces de la gravedad
del acontecimiento, gracias a esta valiosa herramienta
conceptual.
Un detalle, una mirada, un roce de la piel, un comentario,
no sabemos qué, puede ser traumático,
y, por el contrario, hay quien ha pasado por el campo
de concentración y ha encontrado la forma de
responder de modo de tramitar esa experiencia por
la sublimación, por ejemplo. Entonces, nuevamente,
tenemos que usar nuestros instrumentos para evaluar
y, luego, traducir en la ‘lengua’ que
la comunidad ha elegido, desgraciadamente, como ‘entendible’
para aceptar nuestras conclusiones.
Una de las maneras de afrontar lo intolerable para
el niño es apelar a la disociación.
El niño está y no está presente
en la escena. Se disocian ideas, representaciones,
o se disocia una idea del afecto concomitante, para
soportar la angustia ya que no tiene posibilidad de
elaborar, de significar, lo que le sucede. Algunos
autores sostienen que la disociación es un
obstáculo para rememorar luego esas vivencias.
Otros, por el contrario, sostienen que ese estado
le permite fijar los recuerdos, detalles, etc. En
verdad, es probable que sólo el caso por caso
nos dé la clave. Un color, un olor, una palabra
puede quedar como ‘retazo’ de la experiencia,
puede ser desencadenante de angustia, sin que, por
ello, el sujeto recuerde de dónde proviene.
Una nena pequeña despliega una ‘fobia’
al sol, por ejemplo, que se sospecha tiene que ver
con el haber sido fotografiada y/o filmada con flash
en situaciones abusivas, en escenas que ella describe
como: “Había siempre un sol arriba”.
La teoría del trauma
por Traición
La teoría del Trauma por Traición (Betrayal
Trauma) [6]
sugiere que la amnesia psicógena es una respuesta
adaptativa al abuso infantil. Su autora, Jennifer
Freyd (1994), propone dos dimensiones del trauma:
una referida al terror sentido ante el encuentro con
un dolor extremo o con la posibilidad de perder la
vida. Para nosotros, lo traumático es lo que
no puede ser representado, engarzado en la cadena
de significaciones. Pero nos interesa aquí
la otra dimensión que la autora señala,
la que se refiere al sentimiento de traición
y amenaza de la relación con el Otro significativo.
Esta dimensión concierne, paradigmáticamente,
a los casos de niños abusado por sus adultos
más cercanos, de los cuales dependen para sobrevivir.
El niño está ‘obligado’
a olvidar por su imposibilidad de cortar el lazo con
su padre o su madre. El niño bloquea el dolor
del abuso y de la traición al aislar el conocimiento
de los mismos de su conciencia y de su memoria.
El Trauma por Traición ocurre cuando las personas
o instituciones de las cuales dependemos para la supervivencia
nos violan de alguna manera. Un ejemplo de traición
a la confianza es el abuso sexual infantil. Cuando
el abuso es extrafamiliar, podemos incluir, sin embargo,
esta dimensión cuando los adultos cercanos
no responden adecuadamente al malestar del niño,
a sus cambios, o a sus declaraciones; cuando no le
creen, por ejemplo. La niña de la fobia al
sol desplegó un enojo encarnizado contra sus
padres hasta que éstos empezaron a ocuparse
de ella, de sus cambios de conducta, etc.
Siguiendo esta línea, debemos estar atentos,
si nos consultan por abuso o maltrato, para localizar,
en algún momento del relato, la descripción
de un quiebre, un dato de ruptura en la continuidad,
en la cotidianeidad. Esto es así por el efecto
de la irrupción angustiosa. El niño
afectado es muy probable que haya sufrido cambios
drásticos, que haya exteriorizado algún
tipo de malestar o de queja, de pérdida de
logros o de aparición de reacciones distintas
de las habituales. Si no las hubiera, de todos modos,
no quiere decir que podamos aseverar que el abuso
o el maltrato no ocurrieron. Simplemente, es un dato
más que, aislado, nada dice. Su ausencia deberá
ser valorada junto con todo el material. La presencia
de ese quiebre, sin embargo, es un dato de peso para
nuestras conclusiones. Asimismo, la valoración
por parte de los adultos de ese momento, las reacciones
que produjeron, el modo en que respondieron a los
cambios del niño, etc. Su sordera o incapacidad
para responder serán, también, datos
a ser tenidos en cuenta.
Las actitudes de los adultos frente al quiebre, a
la modificación en el niño, pueden dar
lugar, al develamiento, otro punto que merecerá
toda nuestra atención: ¿A quién
elige el niño para contarle lo ocurrido? ¿Cómo
lo cuenta? ¿Cómo es recibido su relato?
Este momento y lo que lo rodea tiene gran importancia
en la construcción del caso.
Más allá de descubrir qué ha
pasado y quién lo ha realizado es necesario,
en todos los casos, poder precisar un diagnóstico,
saber si el niño y/o sus allegados padecen
patología de otro orden, encontrar otras causas
posibles que el abuso para dicha patología.
Para todo esto es necesaria la evaluación diagnóstica.
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