“El fruto está ciego. Es el árbol quien ve” René Char
Los rostros del poder son desagradables, pero en los últimos tiempos se están afeando
cada día más. La podredumbre se agranda. Hay cambios políticos amenazantes en
muchas zonas del mundo.
El crecimiento global de la nueva extrema derecha debe ser explicado. Se alimenta del
miedo, del odio al diferente y de una pulsión extrema hacia el dominio Me gustaría pensar
en estas líneas sobre las condiciones que lo hacen posible, desarrollando brevemente
algunas intuiciones y reflexiones, esbozando unas explicaciones provisionales.
El vendaval derechista
El capitán retirado Jairo Bolsonaro acaba de asumir la presidencia de Brasil y todos
sabemos que es un homófobo y un machista, un partidario de la tortura y de la dictadura
militar de su país y alguien contrario a los derechos laborales. Pero ya en noviembre de
2016, el millonario Donald Trump ganó las elecciones presidenciales norteamericanas y
todos sabemos que es un racista, cercano al supremacismo blanco, un machista y un
enemigo de las políticas sociales y medioambientales. Rodrigo Duterte venció en las
elecciones filipinas en mayo de 2016 y todos sabemos que es un homófobo y un
machista, un partidario de las ejecuciones extrajudiciales y de políticas fiscales regresivas.
Tres personajes siniestros que representan el giro derechista internacional.
En la Unión Europea la mancha de la nueva derecha también se ha extendido de una
forma vertiginosa. Sin carácter sistemático, recordamos. Se ha roto cualquier cordón
sanitario para que gobiernen. La Hungría de Viktor Orban y la Polonia de Mateusz
Morawiecki son ejemplos de gobiernos de extrema derecha en países que forman parte
de la Unión Europea. Y sus consecuencias son conocidas. Por ejemplo, Orban ha
acometido una ley laboral conocida como ley esclavista por sus efectos sobre los
derechos laborales e intenta liquidar la independencia judicial. Pero son más países
europeos aquellos en los que la extrema derecha forma parte de gobiernos de coalición.
Uno de los ejemplos más ilustrativos es el gobierno Salvini-Di Maio en Italia. Pero también
están Bulgaria, Austria y Eslovaquia, con fórmulas variables. Hace dos años Marine Le
Pen disputó la presidencia a Emmanuel Macron. En casi toda Europa, partidos de esa
naturaleza crecen en fuerza electoral. Incluso en España ha emergido en las elecciones
autonómicas de Andalucía de diciembre de 2018 una extrema derecha de signo
posfranquista denominada Vox.
No hay que olvidar la presencia del gobierno nacional-oligárquico de Vladimir Putin,
consolidado en Rusia, con medidas represivas pero también con un amplio apoyo social.
Putin es una fuente de inspiración de la nueva derecha (y, en algunos casos,
posiblemente, una fuente de financiación). La nueva derecha europea opera como un
aliado estratégico del régimen ruso en su pretensión de favorecer la descomposición de la
Unión Europea.
Más allá de las circunstancias nacionales específicas, hay rasgos comunes y tendencias
que deben ser analizadas. La propia nueva derecha se ve a sí misma como una corriente
internacional. Steve Bannon, el que fuera asesor de Trump, fomenta esas conexiones a
través de The Movement.
¿Por qué ganaron Trump, Bolsonaro a Dutarte? ¿Qué es y por qué crece tan rápidamente
esta extrema derecha? ¿Por qué se han normalizado con tanta rapidez la presencia de
líderes y partidos con rasgos autoritarios y fascistizantes?
Claro está, hay que hacer el análisis concreto de la realidad concreta de cada lugar. Hay
muchas especificidades, muchas diferencias, muchas singularidades. Pero cuando se ve
una tendencia tan clara, también hay que disponer de un análisis en una perspectiva más
amplia. Un ascenso de la extrema derecha en tantos lugares y en un plazo tan corto de
tiempo requiere difuminar temporalmente sus matices diferentes para percibir con más
claridad sus rasgos comunes.
Estamos en una época de transición que intentamos comprender con el vocabulario de
otra época. Y todavía no sabemos cómo llamar a esta nueva realidad que nos invade.
¿Fascismo, nueva derecha, extrema derecha, derecha fascistizante, populismo? A lo
nuevo siempre le buscamos nombre viejos.
Caldos de cultivo
La nueva derecha ha conseguido de una forma acelerada forjar una amalgama entre
sectores sociales que se sienten amenazados y la parte de las élites más partidaria de un
nuevo disciplinamiento social. El resultado es un proyecto de autoridad y orden.
La abstención electoral y el desinterés por la política de amplios sectores populares, y la
crisis internacional de la izquierda, son factores que han propiciado los vertiginosos éxitos
de esas nuevas derechas.
Su caldo de cultivo es un malestar social difuso que tiene que ver con el desarrollo
expansivo de las políticas neoliberales. En particular, las consecuencias de la crisis
económica de 2008 y los efectos sobre la sociedad de las medidas de austeridad
desarrolladas por gobiernos de distintos signo. El malestar de los perdedores y de
quienes se sienten amenazados por los efectos del orden neoliberal provoca, en ausencia
de proyectos económicos y sociales alternativos, la fascinación por visiones
simplificadoras y unilaterales del mundo, fuertemente apoyadas en la xenofobia y el
nacionalismo.
Al mismo tiempo, se ha producido un giro en el pensamiento estratégico de un sector de
las élites, preocupado por la creciente deslegitimación de las instituciones políticas. En su
visión, el dominio de las oligarquías económicas está amenazado por la disgregación del
entramado social que provocan sus mismas políticas y, ante ello, consideran necesario un
poder más autoritario.
Ese giro perceptible en las élites solo ha podido desarrollarse porque ha encontrado eco
en sectores afectados por la degradación social generada por el neoliberalismo, sobre
todo por el miedo de ciertas capas medias a la pérdida de las condiciones de vida que
creían asegurados para ellos y sus hijos. Ese miedo es el fertilizante idóneo para la
creencia en un enemigo interior (que al mismo tiempo es exterior), llamado inmigrante,
llamado terrorista o llamado feminista. Esa construcción de nuevos enemigos, que de
alguna forma sustituyen al comunista de otras épocas, es el producto de una intensa
renovación de la retorica política de la derecha. Por ejemplo, la islamofobia ocupa el
espacio del viejo antisemitismo. El anti-feminismo y la homofobia ocupan más espacio
retórico que la defensa tradicionalista de la familia.
Las nuevas derechas enfatizan una reorientación del consenso neoliberal hacia políticas
más autoritarias respecto a la sociedad y, al mismo tiempo, más desreguladoras, más
radicalmente desprotectoras de los sectores más débiles.
En algunos medios de la izquierda antiglobalizadora se hace una interpretación muy
diferente a la esbozada en los párrafos anteriores. Se interpreta el populismo de derechas
como una reacción contra la globalización que aspira, deformadamente, a defender el
Estado nacional y la clase obrera nacional frente a los peligros de desintegración que
supone el capitalismo global. En mi opinión, esa interpretación choca con la realidad y es
producto de un desenfoque que ha puesto el acento en un aspecto del neoliberalismo, su
inscripción en el ciclo globalizador del capitalismo, olvidando sus características
esenciales de desregulador y precarizador sistemático y sistémico.
Las políticas de las nuevas derechas, desde Trump a Bolsonaro, desde Putin a Salvini,
son neoliberales aunque se presenten como preocupadas o contrarias a la globalización.
Sus señas de identidad son tanto o más neoliberales (normalmente más radicales) que
las de la derecha tradicional y se orientan al desmantelamiento de las políticas sociales,
las privatizaciones, la eliminación de la progresividad fiscal, la desregulación laboral y
medioambiental, la desprotección de los consumidores, etc.
Es cierto que hay una retórica muy diferente a la de la derecha liberal o conservadora.
También es cierto que algunos representantes de esta nueva derecha populista plantean
ciertas políticas proteccionistas. Pensemos en Trump. Pero identificar el proteccionismo
con una defensa de los intereses populares ya era una idea desfasada en los tiempos de
Marx, que lo indicó muy certeramente. Entre ciertas izquierdas la pasión por el estado
nacional y la ilusión de un proteccionismo popular son un vicio intelectual que parece
resistir los envites de la realidad y les lleva a identificar como progresistas aquellas
políticas que les parecen contrarias a la globalización o tendentes a recuperar el poder de
los estados.
La nueva derecha está plenamente inserta en el pensamiento neoliberal y no se opone a
la mundialización capitalista sino a los instrumentos políticos con los que se intentaría
controlar y limitar sus peores excesos. La posición de la extrema derecha europea es
debilitar las instituciones europeas, del mismo modo que Trump es un enemigo de los
principales instrumentos de gobernanza supranacional.
No es tan sorprendente que alguna izquierda llegue a ver componentes de progresismo
en el discurso nacionalista de la extrema derecha. También hemos visto a algunos ser
proclives a justificar la política interior y exterior de Putin, a considerar al dictador y
criminal Bassar al-Àssad un resistente contra el imperialismo o justificar las tropelías de
Nicolás Maduro y Daniel Ortega. En fin, cuando se intenta entender el mundo con retales
ideológicos de almoneda, carentes de asidero en la realidad, no es extraño acabar
careciendo de los mínimos criterios éticos y políticos. En Europa, algunos pudieron
identificar el voto contra la Constitución Europea de Francia y Holanda o, más
recientemente, el brexit como golpes al proyecto neoliberal. No comprendieron que esos
episodios refuerzan el proyecto neoliberal, que busca debilitar cualquier forma eventual de
control político sobre los negocios.
Las consecuencias de confundir neoliberalismo y mundialización son políticamente
devastadoras y llevan a una creencia en la posibilidad de un retorno al viejo estatus de los
estados nacionales con políticas económicas y sociales independientes en cada país Es
una utopía no solo inviable sino reaccionaria, que puede enlazar fácilmente con las
retóricas de la nueva derecha.
No es lo mismo luchar por globalizar la rebelión que rebelarse para desglobalizar (Luis
Miguel Sáenz, Trasversales 45, 2018). En un mundo donde los desafíos ecológicos,
económicos sociales y políticos son globales no hay que confundirse en el objetivo, por
difícil y complejo que aparezca en las condiciones presentes.
La llegada de las nuevas derechas no va a cambiar nada sustantivo en las políticas
neoliberales, salvo su eventual radicalización, ya demostrada en los gobiernos en los que
están presentes. Incorporará xenofobia, neomachismo, homofobia y autoritarismo.
Incluso, excepcionalmente, algunas medidas sociales paliativas aisladas pero siempre
tendentes a enfrentar a unos sectores populares con otros. Nada de ello podrá eliminar el
malestar social que las ha alimentado y que con sus políticas sustancialmente
desreguladoras y precarizadoras solo puede crecer.
La política en el mundo neoliberal
Me preocupa que a fuerza de hablar de extrema derecha, olvidemos el mundo y el
contexto en el que estamos, y del cual surge esta nueva podredumbre. No debemos
confundir los síntomas de un mal (las nuevas derechas) con la enfermedad que deteriora
nuestras sociedades. Es muy importante entenderla como un producto político de la
época neoliberal, cuyas propuestas son plenamente neoliberales aunque tienden a
disfrazarlo con retóricas nacionalistas.
En los años que llevamos del siglo XXI, el horizonte de una desaparición del conflicto
político ha sido sometido a diversos avatares. Por un momento se popularizó la idea de
que el orden neoliberal podía asegurar una estabilidad sistémica en un mundo donde,
desaparecido el bloque soviético y desarrollado el capitalismo global, todas las piezas
encajarían en una gran era de consumo universal ilimitado. Que la crisis ecológica estaba
a las puertas, era sabido, pero eso, como dicen en los cuentos, era otra historia que no
empañaba el triunfo universal del capitalismo.
La crisis de 2008 fue una sacudida brutal a las ilusiones en un nuevo mundo armónico
donde la mercantilización generalizada produciría riqueza, satisfacción y conformidad
política. Una nueva etapa de contestación social se desarrolló en muchas zonas del
planeta. Movimientos como el 15M español, Ocuppy Wall Street, las primaveras árabes, el
movimiento global de las mujeres, han mostrado la emergencia de nuevos movimientos
sociales cada vez más alejados del canon marxista. El modelo político de las democracias
electorales entró en una crisis profunda. Fue muy afectado por las políticas de la crisis y,
también, por el crecimiento de un sordo y creciente descontento en el conjunto de la
sociedad. Pero el consenso neoliberal no dio marcha atrás.
El neoliberalismo debemos entenderlo, siguiendo a Christian Laval y Pierre Dardot, como
una creación antropológica que determina modos de pensamiento y comportamientos
fundamentados en la traslación a lo social de criterios de competencia y de mando
propios de la empresa privada. “El neoliberalismo no es solo destructor de reglas, de
instituciones, de derechos, es también productor de cierto tipo de relaciones sociales, de
cierta manera de vivir, de ciertas subjetividades. Dicho de otro modo, con el
neoliberalismo lo que está en juego, es nada más y nada menos, la forma de nuestra
existencia, o sea, el modo en que nos vemos llevados a comportarnos, a relacionarnos
con los demás y con nosotros mismos” (La nueva razón del mundo, 2013, págs.13-14). La
creación neoliberal se construye sobre la descomposición de algunos valores
occidentales, pero eso no le impide ser una novedad histórica, probablemente la creación
que materializa los sueños de las élites que dominan el mundo y, en cierto sentido,
paradójicamente, la conversión de la propia carencia de sentido en una significación.
Las contradicciones entre ese mundo neoliberal y unos regímenes de democracia
electoral producto de los múltiples equilibrios y desequilibrios heredados del siglo XX
están en la base de la oleada reaccionaria que ha seguido a los movimientos sociales que
afloraron después de 2008.
El deterioro de la ciudadanía social ha facilitado a las élites económicas reforzar su
influencia sobre los gobiernos. Esa posición reforzada ha sido utilizada, además, para
obstruir el desarrollo de las instituciones supranacionales imprescindibles para someter a
control el nuevo impulso tecno-económico. El capitalismo desregulado y desregulador ha
podido desplegar algunas de sus peores características empezando por su más directa
consecuencia, un crecimiento atroz de la desigualdad social.
La desigualdad mundial es la enfermedad del siglo XXI. Se expresa en la concentración
brutal de la riqueza, simbolizada en el hecho de que el 1% más rico de la población
mundial posee más que el 99% restante de las personas del planeta, lo que supone que
acumula más de la mitad de la riqueza global. La desigualdad afecta a todo el sistema,
tanto a los países pobres como a las nuevas potencias económicas, y a los países más
ricos, con supuestas estructuras más democratizadas y una mayor cohesión social.
Desde el inicio del presente siglo, la mitad más pobre de la población mundial solo ha
recibido una mínima porción del incremento total de la riqueza mundial ya que el
crecimiento de la desigualdad es cada vez mayor, como expresan los informes de Oxfam
y ha reconocido el propio Fondo Monetario Internacional.
En paralelo a ese aumento de la desigualdad, la concentración del poder económico ha
alejado cada vez más al capitalismo de la libre competencia, degradando el mercado
propiamente dicho, en favor de conglomerados oligopolíticos que utilizan los recursos
económicos en beneficio de una minoría a costa del resto de la sociedad. En los países
ricos, y en particular en Estados Unidos, en la primera década del siglo XXI se ha llegado
a niveles de concentración de la riqueza como los de la década de 1910-1920.
La oligarquización de la política y la influencia creciente de los poderes económicos en
ella son la causa fundamental de la crisis profunda de las instituciones occidentales, cada
vez más impotentes ante el agravamiento de los problemas de la sociedad. Esta
oligarquización es, también, un elemento identificativo de los regímenes políticos
construidos a su imagen, desde las nuevas democracias electorales de los países del
este de Europa, a los regímenes de fachada democrática en otras zonas del mundo.
Son las condiciones para que aparezcan los diversos Trump. La oligarquización
neoliberal ha fomentado la aparición de todas estas fuerzas ultrarreaccionarias.
¿Fascismo? ¿Populismo?
El abuso de términos como fascismo o populismo poco contribuye a la comprensión. Es
verdad que necesitamos conceptos, pero hay que intentar evitar quedar presos en
significados cerrados, vinculados a otra época histórica, que dificulten entender los
auténticos y nuevos peligros.
El miedo a la nueva extrema derecha es comprensible. Es un fenómeno global de gran
peligrosidad. Sin embargo, no estamos en una crisis como la de los años veinte/treinta del
pasado siglo. Hablar de fascismo solo es útil si lo hacemos para trazar las similitudes
pero, también, las diferencias entre los nuevos políticos autoritarios y el viejo fascismo
europeo. Enzo Traverso ha hablado en ocasiones de posfascismo para referirse al
fenómeno, en un intento de aprehender lo que está pasando en esta década.
No hay que confundir las retóricas políticas con la significación sustantiva de los procesos.
El hecho de que la nueva derecha utilice un discurso contra las élites y la corrupción del
sistema democrático-electoral no puede ocultar que ellos son parte de esas propias élites,
y muchas veces, vinculados a sus segmentos más oscuros y corrompidos.
Situemos las cuestiones. Europa no se está llenando de regímenes fascistas. No hay un
movimiento fascista de masas. La llegada de Trump no supone la fascistización de
Estados Unidos.
Precisemos. La nueva derecha generará medidas autoritarias, contra los derechos
individuales y sociales, pero se inscribe en el marco de las democracias electorales
degradadas y no aspira, inicialmente, a sustituirlas por otro orden político. Su
consolidación y el grado de ataque a las libertades, a los derechos de las mujeres, a los
derechos sociales, va a depender de los conflictos y las luchas que sus políticas van a
desencadenar y de la capacidad de construir auténticas alternativas políticas y sociales.
No hay peor error que dar por perdidas las batallas antes de darlas y por vencedores a
quienes empiezan a desplegar su ofensiva.
Las nuevas derechas (posfascistas, a falta de otro calificativo mejor) tienen en común con
sus abuelos políticos fascistas, un carácter reaccionario. Pero los objetos de su reacción
son sustancialmente distintos.
El fascismo clásico era una reacción frente al crecimiento de los movimientos obreros
organizados y al miedo que alimentó la revolución rusa y, en general, a la oleada
revolucionaria de las primeras décadas del siglo veinte, que recorrió el mundo de México
a Rusia, pasando por Alemania o por China. Esa alerta roja entre las clases dominantes,
el miedo al comunismo, fue trascendental en el fascismo clásico. También lo fue otro
miedo, el de las clases medias a la depauperación tras la crisis del orden capitalista global
decimonónico, y la aparición de capas desesperadas de clases populares empobrecidas.
La reacción que representan las nuevas derechas actuales posee signos muy diferentes.
No hay una élite intelectual detrás de los movimientos posfascistas tan poderosa como la
que tenían el nacionalsocialismo o el fascismo italiano. Es, fundamentalmente, una
reacción frente a algunos de los cambios sociales más importantes de las dos últimas
décadas. En primer lugar, debe destacarse el papel de la reacción frente al feminismo,
frente al creciente lugar conquistado por las mujeres y a sus derechos. Es también una
reacción xenófoba al mestizaje de las sociedades globalizadas y a los movimientos de
población generados por la mundialización. Es, también, una reacción al ecologismo y
pretende articular los intereses contrarios a los cambios imprescindibles para luchar
contra el cambio climático.
No es lo mismo un liderazgo xenófobo, machista y reaccionario y una versión reaccionaria
del americanismo o de cualquier nacionalismo, que un régimen o un movimiento fascista.
El fascismo no es el producto de una personalidad, aunque ésta contenga esos
componentes. Tampoco olvidemos que los dirigentes protagonistas de la nueva derecha
son, si se me permite la expresión, antropológicamente neoliberales.
Bolsonaro o Trump son personalidades de signo fascista, pero sus gobiernos no lo son.
Ni las características fascistizantes de un líder ni las predisposiciones psicológicas de sus
votantes son constitutivas de un fascismo. Siempre que cuando hablemos de fascismo
estemos haciendo referencia a una categoría política que se correspondió con una etapa
histórica. El problema no es la personalidad de estos jefes, sino las razones por las que
han sido elegidos y lo que una parte de la sociedad ha buscado y encontrado en ellos.
Hay, al menos, cuatro diferencias sustantivas entre esta nueva derecha y el fascismo.
Uno: el fascismo fue in movimiento estatalista. Las nuevas derechas son neoliberales.
Dos: el fascismo era un movimiento radical que aspiraba a destruir el orden político
liberal-parlamentario y establecer un sistema totalitario. Las nuevas derechas son
funcionales al régimen de democracia electoral. Tres: el fascismo era un movimiento de
masas y se apoyaba en la movilización social. Las nuevas derechas son productos
políticos débilmente estructurados. Cuatro: el discurso nacionalista e imperialista del
fascismo era auténtico. La retórica nacionalista de las nuevas derechas encubre su
profundo compromiso con el consenso neoliberal.
Tampoco la etiqueta populista ayuda mucho. El populismo es, ante todo, un estilo político,
citando nuevamente a Enzo Traverso. Una retórica sobre el pueblo, la patria, la nación,
que tiene características muy diferentes a lo largo de las épocas y los países. Perón o
Chavez eran populistas, Trump y Bolsonaro también. Pero de poco nos sirve una etiqueta
común para realidades tan diversas y contradictorias que se refieren tanto a extremas
derechas, como a movimientos y gobiernos latinoamericanos, o a izquierdas vinculadas a
movimientos sociales como el caso español de Podemos. Hablar de populismo sirve tanto
para etiquetar cualquier rechazo a las élites, como una reacción xenófoba o una política
social en favor de la mayoría de la población. Es una etiqueta para estigmatizar al
adversario, no para comprender la sustancia que hay más allá de la retórica.
Una concepción monolítica de la nación es elemento constitutivo de la extrema derecha
tradicional y de la nueva derecha. Ni la izquierda, ni los inmigrantes, ni las mujeres con
derechos son, en su concepción, parte natural de la nación.
El misticismo nacional propio de las derechas reaccionarias fomenta el desplazamiento
de la cuestión social hacia la cuestión identitaria. Y, en ocasiones, una cierta articulación
entre lo social y lo identitario (lemas como América first, los franceses primero, los
españoles primero...). La idea nacional de la nueva derecha se orienta hacia un mayor
control social contra los diferentes, especialmente todos aquellos que han conquistado
derechos en reconocimiento a su identidad en las últimas décadas.
La aspiración autoritaria es un elemento consustancial a las nuevas derechas
posfascistas. El regreso de figuras dominantes, propensas a la justificación de la violencia
y a la exaltación de la jerarquía es evidente. No en vano Putin, y el régimen ruso que ha
modelado a su imagen y semejanza, es una importante referencia de las nuevas
derechas. El autoritarismo se conecta con la tendencia al estado de excepción
permanente y la obsesión por la seguridad que se han extendido en algunos países tras
los atentados yihadistas.
En resumen, la nueva derecha combina la defensa y radicalización del discurso y las
prácticas neoliberales con una fuerte orientación a recuperar y potenciar los prejuicios
reaccionarios, machistas, xenófobos, anti-ecológicos, arraigados en algunos sectores de
la población. Ello es lo que facilita su expansión ya que esas pulsiones son socialmente
trasversales.
Hoy, la amenaza no es un totalitarismo inmediato. En realidad, es la destrucción de la
política el auténtico germen de un futuro nuevo totalitarismo, donde las relaciones
mercantiles y la comunicación virtual sustituyen la formación de proyectos colectivos a
partir de la deliberación. En ese sentido, las nuevas derechas se inscriben en ese
proceso, son una manifestación del mismo, pero no su última representación.
En definitiva, el fantasma de la extrema derecha que recorre el mundo es un fenómeno
nuevo, con raíces indudables en las tradiciones autoritarias y fascistas del pasado, pero
también, con los rasgos inequívocos de una creación propia y funcional al mundo
neoliberal en que vivimos.
Madrid, 8 de enero de 2019
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