La invención de la salud
Basaglia nos invitaba a pensar en la necesidad de colocar la “enfermedad” entre paréntesis; a poner en valor a un sujeto concreto, social y político, por sobre aquello que padece. Reconoce que el énfasis no puede estar en el "proceso de cura" sino en el proceso de "invención de la salud" y de la "reproducción social del paciente" lo cual implicaría mucho más que una intervención técnica.
“Inventar la salud” es una noción profundamente ligada a una perspectiva de ciudadanía activa y de protagonismo, que se apoya en el reconocimiento de los derechos y la instrumentación pertinente con que los sujetos que padecen deberían contar para hacerlos valer. Una mezcla de actividades políticas, gerenciales, de promoción y de asistencia a la salud (Basaglia: 1985).
Pues bien, esta apuesta lanzada por el psiquiatra italiano, se anuda a su denuncia incansable de las condiciones inhumanas del manicomio y de todo sistema de salud mental que considere al encierro y al aislamiento como posibilidad de abordaje. ¿Cómo pensar esto en otros campos de problema?
Recuperar la dimensión de la salud como invención, puede constituir una vía más que fructífera para adentrarnos en la reflexión acerca de las múltiples producciones socio históricas de identidades sexuales, corporeidades y subjetividades autopercibidas que interpelan al sistema sanitario de nuestro país, en sus modalidades de atención y cuidado [1]. Todo un plexo normativo acompaña el avance en este campo: legislaciones respecto del matrimonio igualitario, parentalidades e identidades de género disidentes confrontan con los paradigmas hegemónicos heterosexuales, sexistas y psicopatologizantes que han reinado durante mucho tiempo (y aún lo hacen) en el sistema de salud local.
Tal como plantea Zaldúa [2] las demandas actuales en el campo de la salud, generan la necesidad de repensar las prácticas y los procesos de formación profesional. Es evidente que aún hoy, muchos de los programas de formación y de las políticas de asistencia, prevención y promoción en salud, se alimentan de enfoques biomédicos y tecnocráticos, enmarcados en preceptos heteronormativos y biologistas, que desconocen las existencias disidentes al poder instituido y así, vulneran los derechos de muchos sujetos de nuestra sociedad.
Si por situación de salud entendemos el campo de problemáticas identificadas y jerarquizadas, que son consecuencia directa de condiciones económicas, sociales, políticas y culturales de una población; si decidimos sostener una mirada que admita la complejidad para así facilitar procesos de ciudadanización de los géneros y efectuación de derechos, tenemos que abogar por el pasaje de un modelo basado en la patologización hacía uno que pondere la autodeterminación y autonomía.
Ahora bien, lo anterior nos implicaría un rodeo que se deslice desde la sexualidad como pura biología o etapa del desarrollo, hacia la idea de una construcción simbólica, social, política y subjetiva.
Lo sexual es social
Ya en 1905 S. Freud, en el marco de sus teorizaciones psicoanalíticas, introdujo un cambio de enfoque respecto de la sexualidad. Ha sido el primero en afirmar la existencia de una sexualidad infantil, expropiándosela al campo de lo adulto (reproductivo) de la que parecía exclusiva. Dicha asociación a un fin meramente reproductivo se arrastra hasta nuestros días, solapando la dimensión erótica –placentera, sobre todo en aquellos sujetos que se alejan de la masculinidad hegemónica.
La sexualidad, y M. Foucault en esto nos enseña, se ha consagrado como una gran amenaza para los Estados, los cuales han diseñado diferentes estrategias de control según cada época: el disciplinamiento de los cuerpos en el sistema escolar, sanitario y familiar, la normalización de las conductas, el control de la natalidad, entre otras, han sido las tácticas con las que se ha contado para arrasar cualquier atisbo de resistencia a dichos esquemas hegemónicos. Así, la salud y la sexualidad encuentran su ordenamiento biopolítico en dispositivos que patologizan las sexualidades e identidades disidentes.
El imaginario de nuestra sociedad, se encuentra animado por sentidos de carácter falocéntrico, coitocéntrico, productivista, genitalizado y adultocéntrico, que regulan y construyen el modelo de los vínculos sexo-afectivos. El poder normalizador de lo heteronormativo condena a la subordinación y violencia social, a todos aquellos que escapan a esa norma (gays, lesbianas, trans, no heteroconformes, etc.).
Irene Meler refiere que “ninguna persona cumple tácitamente con todas las características de cada modelo”; afirma que los sujetos construyen su subjetividad de acuerdo con el sistema sexo género pero también en desacuerdo con el mismo, instalando diversas clases de transgresiones. La autora nos invita a pensar la identidad de género [3] como un mosaico “compuesto sobre la base de identificaciones disarmónicas que van configurando las instancias del aparato psíquico, las defensas predominantes y las particularidades del deseo erótico y de la elección de objeto” [4]. En este sentido las personas se construyen como sujetos sexuales a lo largo de sus trayectorias vitales, aprendiendo a vivir, sentir y ejercer su sexualidad desde los diferentes espacios de referencia, pertenencia y socialización (Zaldúa: 2015).
Salud y disidencia
En la actualidad, y para quienes ejercemos nuestra práctica en el sistema público de salud, resulta cotidiano recibir la demanda singular y colectiva de problemáticas que hacen estallar los sistemas normativos respecto a los cuerpos, al sistema de parentesco, al anudamiento amoroso y a la identidad de género como determinante. Muchas de estas presentaciones se acercan a los escenarios de salud, atención y cuidado exigiendo, con su sola presencia, la trasformación de los dispositivos sanitarios, la interpelación de las prácticas y los imaginarios de los profesionales en post de la garantía de accesibilidad y efectuación de derechos.
Cabe aclarar que lejos estamos de atribuir padecimiento psíquico per sé, por ejemplo, al hecho de autopercibirse con una identidad disidente. Lo que estamos afirmando es que los obstáculos para el acceso a los diferentes espacios de atención y la hegemonía de los paradigmas patologizantes, son productores materiales y simbólicos de sufrimiento psíquico.
Los procesos de salud-enfermedad- atención y cuidados, son expresión de los modos de vida de una sociedad y, como tales, ponen sobre el tapete las desigualdades y discriminaciones que se desarrollan en el seno de la misma. Es por ello que vemos como en las trayectorias de acceso al derecho a la salud de personas que se autoperciben como parte del colectivo LGTTTBI [5], se producen actos de salud [6] empapados de violencia simbólica e institucional, con una profunda tendencia patologizante y patriarcal. Es claro que la no problematización de las significaciones imaginarias sexistas y de dominación hegemónica masculina, vigentes en estos dispositivos, sumado a las inconsistencias de las políticas públicas, obstaculizan la consecución de una ética del cuidado y una política del reconocimiento y el respeto a la diferencia, vulnerando así los derechos humanos de los sujetos usuarios del sistema sanitario.
Hoy resulta prioritaria la necesidad de incorporar la perspectiva de género en la promoción y atención de la salud, lo cual implica incorporar el modo en que las asimetrías sociales entre varones, mujeres y otras identidades, determinan de modo diferencial y desigual el proceso salud-enfermedad-atención de dichos grupos genéricos. Jerarquías entre los géneros que, articuladas con otros atravesamientos étnicos, etáreos, de clase, etc, son fuentes de inequidad en nuestras sociedades. La atención a la diversidad en nuestro sistema de salud, más allá de cierta tendencia alternativa, siempre estuvo signada por la impronta del “trastorno mental”.
Ahora bien, es importante destacar dos acontecimientos, ocurridos hace algunas semanas, que cobran el valor de hitos en lo que respecta a la lucha del movimiento trans:
- Se dictó la primera condena perpetua por travesticidio de la referente y militante por los derechos LGTTTBI, Diana Sacayán (homicidio agravado por odio de género y violencia de género. Crimen de odio a la identidad travesti).
- La Organización Mundial de la Salud en su Clasificación Internacional de Enfermedades en su próxima actualización, que será publicada en 2018 desplazará la transexualidad del capítulo dedicado a "trastornos de la personalidad y el comportamiento" –en el subcapítulo "trastornos de la identidad de género"–a la lista de "condiciones relativas a la salud sexual" y a llamarse "incongruencia de género".
Es decir, esto último es un gran paso en lo que respecta a la despatologización de la transexualidad y su ingreso en los servicios de salud, pero como cualquier otra condición. Claro está que los colectivos trans celebraron el logro, no sin señalar que el concepto “incongruencia de género” sigue sin contemplar la transexualidad "como una manifestación más de la diversidad del ser humano” y sin reconocer el derecho a la autodeterminación de género. Denuncia lo lamentable del hecho de que se siga hablando de diagnóstico y considera que la definición debería reflejar que el sufrimiento que pueden sentir muchas personas trans vienen dados por condiciones y presiones sociales. A partir de 2018 la definición –para adultos y adolescentes– será: "Una incongruencia marcada y persistente entre el género experimentado del individuo y el sexo asignado, que a menudo conduce a un deseo de 'transición' para vivir y ser aceptado como una persona del género experimentado a través del tratamiento hormonal, la cirugía u otras prestaciones sanitarias para alinear el cuerpo, tanto como se desee y en la medida de lo posible, con el género experimentado. El diagnóstico no puede asignarse antes del inicio de la pubertad. El comportamiento y las preferencias de género por sí solas no son una base para asignar el diagnóstico.
En el caso de la transexualidad en la infancia, la futura CIE-11 la define de manera similar a la experimentada en adultos, aunque añade que "incluye una fuerte aversión por parte del niño a su anatomía o características sexuales, un fuerte deseo de las que coinciden con el género experimentado y fantasear con juguetes, juegos, actividades o compañeros de juego que son típicos del género experimentado en lugar del sexo asignado" y que "la incongruencia debe haber persistido durante aproximadamente dos años y no se puede diagnosticar antes de los cinco" [7].
Ambos hechos nos hablan de cierto avance en materia de derecho que lógicamente tendría sus repercusiones en el sistema de atención-cuidado de la salud.
Si bien en la última década Argentina se ha destacado por impulsar un nuevo paradigma en materia de derecho a la salud ligado a la identidad de género, que permite contar actualmente con normativas, y prácticas innovadoras reconocidas a nivel regional e internacional [8], todavía no existe una política en salud integral para el abordaje de la identidad de género. Sumado a ello no podemos desconocer que para que los derechos se hagan efectivos, se requiere una profunda transformación de los imaginarios que sostienen los profesionales (y también los usuarios) en lo que respecta al entrecruzamiento género y salud, ya que ni los marcos normativos ni las políticas públicas per sé aseguran la modificación de los mismos. Basta echar un vistazo en las miles de incitaciones a la violencia obstétrica ejercida por efectores de salud luego de la media sanción hacia la despenalización del aborto.
Un aspecto central para mejorar las condiciones de acceso, atención e intervención es desactivar la heteronormatividad institucionalizada. Generar dispositivos alternativos de escucha y atención integral que intervengan desde la complejidad, la interdisciplina y la intersectorialidad, y que suscriban a políticas de género y derechos humanos.
Es fundamental promover procesos subjetivantes de salud que permitan, como decíamos al comienzo, inventar la salud, producirla y democratizarla. Un paso importante es el de detectar los obstáculos y los facilitadores en el acceso a la salud de dichas disidencias.
Si las políticas sanitarias institucionales se diseñaran efectivamente tendiendo a la equidad, las personas podrán consultar, recibir información, informarse, ser cuidadas por los servicios de acuerdo a sus especificidades, recibir medicación, tratamiento integral específico y oportuno, sensible a sus necesidades. Eso volverá inclusivos a los servicios y directamente impactará en la posibilidad de ejercer una ciudadanía plena en derechos por parte de estas personas. Por tanto, es clave para diseñar las políticas, analizar la situación de salud de esta población.
En muchos casos es la rigidez de los modelos sanitarios los que discriminan, estigmatizan y violentan a las personas que deciden habitar sus cuerpos de un modo que transgrede la norma socialmente instituida.
Para cerrar este recorrido, consideramos importante recuperar la jerarquización que muchos autores proponen del concepto de imaginario (Elliott, Castoriadis) para la comprensión cabal de los cambios en la representación del deseo y del género.
Elliott sugiere que si bien en la sociedad actual lo imaginario se produce en un campo político y social, ocupado por la dominación masculina, no es creado por ellas. Es decir, ese orden imaginario no es una copia fiel, ni un elemento especular de las categorías simbólicas. Es por ello que podríamos rechazar la idea de que existen conjuntos universales y determinados de sentidos en lo que respecta a la identidad de género y orientación sexual. Esto apertura y habilita a que podamos considerar múltiples restructuraciones de los modos existentes de la organización simbólica de los sexos, para así interpelar las relaciones de los sujetos con la sexualidad. Son entonces los procesos de transformación imaginaria los que quizá podrían establecer las posibilidades simbólicas para componer una nueva mirada de la diversidad de género y sus avatares. La que podría establecer escenarios en materia de salud, donde la invención de la misma instituya nuevos modelos de atención y cuidado.
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