Juan Ramón y yo hemos pasado, cada uno, por una fuerte crisis.
Él de locura, yo de cáncer. Pero creo que el sufrimiento de él fue infinitamente mayor. |
(Hallado en el Diario de Juan Ramón Jiménez ) |
Intentar una pesquisa bibliográfica acerca de la hipocondría no resulta tarea fácil. “Hipocondría” no es un término que figure en los títulos en los textos imaginables como referencias iniciales, posibles puntos de partida. En efecto, no figura como un apartado específico la Enciclopedie Medico Chirurgycal, ni en el Diccionario de Psicoanálisis, ni en la base de datos de las librerías especializadas. El Tratado de Psiquiatría de Henry Ey no le asigna un capítulo propio, sino que se ocupa de ella esparciendo su mención en los capítulos dedicados a cuadros diversos. Tampoco hay, sabemos, un texto freudiano especialmente dedicado. Sí se encuentran, y realmente abundan, los libros de autoayuda dirigidos a los que la padecen [1]. En la literatura analítica post freudiana sí aparecen diversos trabajos: Ferenczi, Paula Heimann, Anna Freud. A algunos de ellos me referiré a más adelante.
Esta relativa “escasez” de apartados bibliográficos específicos en textos de referencia, y más si se tiene en cuenta que se trata de un tema tan extendido en la clínica, ya resulta un hallazgo, cuyos motivos invitan a indagar. ¿Qué carácter particular de la hipocondría la aleja de ubicarse como título de un capítulo? Si se la mira con detenimiento, es notable percatarse de que la hipocondría no es unas cuantas cosas de las que a simple vista parecería ser. E incluso que lo que llamamos con soltura terminológica “hipocondría”, puede consistir en más de una cosa.
Veamos. La hipocondría no es un síntoma, si entendemos síntoma en términos freudianos: construcción de una satisfacción sustitutiva propia del aparato neurótico. Esto es decir que no resulta interpretable, digo esto en el sentido de desentrañar una trama simbólica que le haga de sustrato, y que de ser dilucidada, produciría algún alivio [2].
En cuanto a su alivio, los representantes de las corrientes biologistas más a ultranza, no corren con ventaja: la hipocondría no es, tampoco, demasiado sensible a la eficacia psicofarmacológica, como lo podrían ser otros síntomas que aparecen en los mismos cuadros en los que la hipocondría revista (los síntomas productivos de la esquizofrenia, otros elementos clínicos de la depresión, otros delirios).
No configura por sí sola un cuadro clínico. O, dicho de otro modo, no alcanzaría con detectarla en la clínica para formular un diagnóstico. Hipocondría no es un diagnóstico. Digamos, sí, que en algunos casos, y no necesariamente los más frecuentes, su presencia es el elemento predominante, y allí se hace necesario examinar bajo qué forma.
También es claro que no es un indicador específico de ningún cuadro psicopatológico. Sino más bien, por empezar a afirmar algo, es un elemento que se extiende por variadas provincias del mapa clínico y más aun, integra la experiencia subjetiva de los seres humanos con alcance universal.
La producción cultural a lo largo de la historia ha dado cuenta de lo conocida que resulta la experiencia hipocondríaca, de tal modo que un término acuñado en el campo propio del saber médico terminara por extenderse al lenguaje habitual. El origen de la palabra es conocido: Hipócrates, en el siglo IV A.C., creyó que los humores elaborados en el hígado, (Hipo: debajo; condros: cartílago - debajo de los cartílagos costales), producían enfermedad. Inventó el término sin saber que iba a ser aplicado a las ocasiones en que la enfermedad no se produce, pero sí ciertos “malhumores”.
Moliere inmortaliza el arquetipo con su obra “El enfermo imaginario” (1673), en la que un hipocondríaco irremediable, al cabo de unas cuantas peripecias, termina consagrándose a la Medicina. Además de una caracterización memorable, la obra ya convocaba a rastrear la hipocondría en las raíces de nuestra vocación. Una anécdota ilustrativa de la época del estreno de El enfermo imaginario: Moliere era actor. Se reservó para sí el papel de Argan, el hipocondríaco. En la noche de la cuarta función, se sentía verdaderamente mal. Pero salió al escenario aun así, tratando de disimular su padecer detrás de su personaje. Todos creían estar presenciando una actuación maravillosa. El hecho es que Moliere se desvaneció, la función debió suspenderse y Moliere falleció a las pocas horas. Se encontró con el destino fatídico que todo hipocondríaco desafía y que suele teñir sus vínculos más cercanos: que el día en su padecimiento sea real, nadie le crea.
La anécdota podría tener algo o mucho de fábula, pero aun así resulta inquietante cómo se superponen en el desenlace los diversos planos: el autor, el personaje, el actor, la ficción, la realidad. Una obra que ya desde su título avisa al espectador que el enfermo es sólo imaginario, que lo que vea de signo de enfermedad será sólo un remedo. Un personaje al que ya sus circunstantes (los otros personajes) no le creen, porque ya saben, como sabe el espectador porque se lo avisó el autor, que su enfermedad no es tal. Un Moliere dramaturgo que dedicó a la Hipocondría la que así terminaría siendo su última obra; un Moliere actor que luce inmejorable; un Moliere sujeto que se está muriendo inmejorablemente delante de un público y de sus colegas actores sin que alguien pueda creerle. Una situación, tal como el teatro manda, realmente tragicómica.
Pero hay en la anécdota un provecho más que queda por extraer y que encierra un aspecto sustancial de la cuestión. Se trata de un elemento que está más allá de la medida de verdad histórica que tenga este relato, pero que apunta a un aspecto central: el núcleo de verdad que invariablemente anida en la hipocondría. Y que el contexto de aquella situación enmascaraba con sus múltiples planos superpuestos. Ese elemento, formulado en lenguaje de entrecasa, podría expresarse como: … “es que con el cuerpo nunca se sabe”. O bien, si se quisiera decirlo en un lenguaje más conceptual: no hay saber sobre la vida y la muerte, sobre el cómo, el dónde, el cuándo (esas referencias temporo – espacio - contextuales que tienen la virtud proverbial de sosegar las inquietudes más álgidas del yo); no hay verdad fidedigna sobre el cuerpo y su finitud; la muerte puede acecharnos y nada de lo que pretenda afirmarse en ese terreno resulta consistente. Es por eso que el cuerpo es siempre terreno fértil para una especulación angustiosa. Si cualquier aseveración es susceptible de su puesta en duda, esto es mucho más radical cuando de la muerte se trata. Porque, ¿quién sabe que no está enfermo? ¿O que no va a estarlo pronto? El hipocondríaco convierte la incertidumbre en certeza: no sé lo que tengo, pero tengo algo. O aún más: no sé lo que tengo, luego, tengo algo. La mera posibilidad juega a su favor. Y esto se pone en escena de manera dramática tanto cuando es él quien dice sobre su cuerpo, como cuando es el médico el que se pronuncia y entonces él… pues no puede creerle. Como la respuesta no puede ser absoluta, ni siquiera definitiva, la duda hipocondríaca se eterniza.
Punto de detención de la trama simbólica, caducidad de ese encofrado sin el cual la angustia emerge. Y esta es la angustia de la muerte, angustia relativa a la conciencia de la muerte. El punto de verdad de toda hipocondría. El punto en el que el hipocondríaco, aun el más delirante, tiene, tenemos, algo de razón.
Las formas clínicas
Es en virtud de esto último, que no haya verdad asible que haga de sostén, que el hipocondríaco se convierte en un consultador consuetudinario, un paciente perpetuo, las más de las veces de varios profesionales, en simultáneo o en sucesivo. “Doctor shopping”- así los llaman en U.S.A. Licitadores permanentes de médicos, podríamos decirles acá. En el otro polo, contracara de la misma moneda, están aquellos que jamás consultan por temor a que les diagnostiquen ese algo que los desvela. Hay lugar también para los hipocondríacos discretos, que en su afán de prescindir de los médicos en persona, frecuentan los múltiples foros que hoy existen en la web, redes de ayuda, páginas de consulta sobre salud (la web.MD; p.ej.). Sitios de Internet elevados por un momento al sitial del oráculo, a los que acuden antes o después de la consulta con el médico, para poner luego en contrapunto las respuestas obtenidas con la palabra del profesional [3]. Es claro: no puede creer en ninguna.
Su extensión en la clínica, en la vida, es bien amplia. Y su medida, variable. Desde el temor tenue, la sospecha fugaz que atenaza, la espera tensa de un resultado, o el instante en que un dolor fugaz llama al miedo, hasta la convicción delirante de la hipocondría hecha psicosis, pasando por su presencia infaltable en la irrupción de la angustia, hoy bien descripta en el ataque de pánico. Y también en su capacidad para visitar al sujeto en determinadas etapas del ciclo vital: la pubertad, la involución. O en circunstancias singulares: el duelo, el desarraigo, la pérdida de un objeto simbiótico, los años de estudio del estudiante de Medicina, o de Psicología.
El hipocondríaco ha perdido, o pierde de a ratos, o no ha logrado construir su confianza en el cuerpo. Se ha dicho bien que, en estado de equilibrio, el cuerpo es propio. O que el Yo, precisemos, lo experimenta propio. Y en la hipocondría, el cuerpo es otro, es lo otro, es de Otro.
Ya con sagacidad, la vieja Psiquiatría consignaba en el hipocondríaco una particular manera de vivir el cuerpo, de vivir en el cuerpo. Si la cenestesia es el conjunto difuso de sensaciones que el sujeto tiene acerca del soma, (algo así como una conciencia somática de sí) el hipocondríaco, decían los textos, tiene una cenestesia penosa. Una amplificación o distorsión somato-sensorial, un umbral bajo, o alterado, de la sensación corporal. Así, un movimiento, un ruido, o incluso un dolor, propio de la fisiología corporal “normal”, se vuelve padecimiento, duda, angustia, pregunta por la muerte.
La conciencia de finitud resulta en él exacerbada. Podríamos situarla en algún punto de un continuum que tiene en un extremo a la negación maníaca de toda limitación corporal, el desafío a los límites del cuerpo, el deporte de riesgo (en el que siempre, dicho sea de paso, el interesado se juega en el terreno de la pasión, que es más extrema aún que el deporte elegido).
En una zona intermedia, zona de “equilibrio”, una relativa armonía del yo logra preservarse, la conciencia de finitud que todos consideraríamos saludable, el reconocimiento de los límites, la prudencia, el chequeo anual, dejar de fumar, la noción de los años que acumulamos, los riesgos que ya no afrontamos, la alimentación que empezamos, probablemente tarde, a cuidar como variable. Y luego, un paso más allá… su presencia en alguna de sus formas.
Pero es necesario ejercitar la sintonía fina. Porque con ella empieza a sugerirse que lo que llamamos hipocondría es, en rigor, un conjunto heterogéneo de elementos que tienen rasgos comunes, pero también diferencias. Acudamos a las definiciones más divulgadas. En ellas se ve con claridad que elementos de distinta esfera son mencionados como equivalentes. La mayoría de ellas confluye en una formulación de este tipo: Hipocondría es la convicción, o el temor, o la sensación de estar padeciendo o por padecer una enfermedad por lo común grave y con riesgo para la vida. Pero hay que resaltar que no es lo mismo la convicción, que el temor, que la sensación (física).
Habría que distinguir entonces entre:
- tener la idea o creer de manera infundada que se está enfermo. La manifestación tiene lugar en la esfera del pensamiento, lo cual nos aproxima al terreno de la obsesión en las Neurosis, o a la paranoia, en las Psicosis.
- sentir un temor o una preocupación constante o desmedida ante las peripecias de la salud, o ante la posibilidad de enfermarse y morir. Aquí el indicador se localiza en el área de la afectividad, y nos pone en relación con el campo de las depresiones. (¿Será discernible en la clínica un temor a la muerte en un sujeto tenido por sano que no implique hipocondría?)
- sufrir una molestia física, que luego se interprete catastróficamente. La participación del cuerpo sería un dato de relevancia. (Aunque… ¿cómo establecerlo? El dolorímetro no ha sido inventado y ni siquiera es posible afirmar que exista acaso algún dolor “real”) Esta opción nos confrontaría con los límites difusos entre hipocondría, somatización (Stekel, 1927) y patología psicosomática.
- Se podría agregar una cuarta alternativa: la del paciente que dice percibir aquello que constituye la prueba de su enfermedad. Un paciente de consulta reciente, difícilmente caracterizable por lo demás como un psicótico, decía ver unas manchas en su piel, nunca constatadas por la maratón de dermatólogos que consultó, y que él relacionaba con el SIDA. El dato de relieve aquí sería la participación de la percepción, visual en este ejemplo.
Aún más. Podrían asociarse un elemento del pensamiento (la idea de estar padeciendo un infarto), un afecto (el miedo) y un evento corporal (el dolor en el pecho, previo o posterior, quién sabe). Sería de buen criterio en ese caso procurar establecer, si acaso fuera posible, la secuencia que el evento siguió. Pues la resultante psicopatológica seguramente no sería la misma.
Y siguiendo por el sendero de la semiología fina, vale también la pena distinguir los diversos “temples” con que el discurso hipocondríaco nos interpela. El tono reivindicativo que puede adoptar (Freud empezó por relacionar la Hipocondría con la paranoia en el caso Schreber de 1911), o el regodeo descriptivo y minucioso del padecer, o el carácter de lamentación, o cierta impudicia que puede resultar algo obscena, sugiriendo algún fallo en el registro del asco o del rechazo suscitado en quien escucha. En fin, pistas de la clínica que orientan caminos diferentes.
Desplegadas así las variadas presentaciones de la hipocondría, se impone una cuota de sentido común epistemológico que nos permita distinguir la heterogeneidad en el conjunto. Y así se va instalando la idea de que el término hipocondría designa un universo complejo, y lo que es más decisivo, cuyos diversos componentes reclaman diferente abordaje clínico. Lo cual podría sugerir la pertinencia de referirnos a las hipocondrías, así dicho, en plural.
(*) La presente versión de este texto presentado en el Colegio de Psicoanalistas el 3/10/09 se ha visto enriquecida con los aportes de los colegas en esa ocasión.
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