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Título:The Fourteen Station XII, Francesco Clemente, 1981-1982.
Título:The Fourteen Station XII, Francesco Clemente, 1981-1982.
Imagen obtenida de: http://francescoclemente.net/1980s/8.html
La adicción. Un invento moderno
Por Esteban Benetto
estebanbenetto2003@hotmail.com
 

¿Quién nos contara alguna vez la historia de los narcóticos,
que es casi la historia de la «cultura», de la denominada «cultura superior»?

Nietzsche, Friedrich, La Gaya Ciencia, aforismo 86 [1]







La modernidad es quien articula aquello que por esencia había permanecido por milenios separado: drogas y adicción. Debemos a nuestra época la posibilidad de nombrar el abuso y la dependencia de drogas con la palabra "adicción". Toda historia de las drogas en sociedades pretéritas no debería prescindir, a la hora de entender el fenómeno, de su etimología.

Precisamente, el término adicción en su acepción latina (addictio) y más ciertamente por su extendido uso en la Roma clásica la palabra adicto (addictus, -a,-um) era en su origen en Roma de uso estrictamente jurídico y refería concretamente a un individuo que habiendo contraído una deuda y no cumpliendo con la obligación con la que se había comprometido era tomado legítimamente como esclavo por su acreedor, perdiendo así su libertad, derechos ciudadanos, etc. En el año 326 a.c el senado romano puso fin a esta solución de la que los usureros romanos se valían, Tito Livio cuenta en el libro VIII de su célebre Ab Urbe condita libri cómo se llega a la derogación de esta figura legal: “Cayo Publilio le había comprometido su persona por una deuda que su padre había contraído. La juventud y la belleza del deudor, que debería haber provocado sentimientos de compasión, sólo sirvió de incentivo a la lujuria y el insulto. Viendo que sus infames propuestas sólo llenaban al joven de horror y repugnancia, el hombre le recordó que estaba absolutamente en su poder (…) Destrozado y sangrando, el muchacho huyó a la calle y a voz en grito se quejó de la lujuria y brutalidad del usurero. Se juntó gran multitud y, al enterarse de lo ocurrido, enfureció por el ultraje perpetrado contra alguien de tan tierna edad (…) los cónsules consideraron necesario convocar enseguida una reunión del Senado, y conforme los miembros llegaban al edificio, la multitud exhibía la espalda lacerada del joven (…) [a partir de ese momento] serían los bienes, y no las personas de los deudores, la garantía de la deuda. Así fueron liberados los deudores detenidos y se prohibió que cualquiera fuese en lo sucesivo confinado.” [2]

Vemos claramente cómo el término latino expresa la visión actual de la relación del moderno addictus con las drogas. Relación que no fue la misma en la noche de los tiempos, fueron necesarios una serie de elementos que sería imposible mencionar aquí, pero, nos creemos en condiciones de señalar algunas de las operaciones que se han producido para construir, y por así decirlo, de inventar las adicciones.

1- El consumo de drogas tenía entre sus componentes esenciales para los pueblos antiguos un momento profundamente sacro y público, religioso si se lo quiere llamar así; marcado generalmente por cuidados rituales que acompañaban la ingestión de hierbas u hongos. El individuo adicto moderno es alguien que se retira a una esfera privada y autónoma desprovista de ritual alguno. El antiguo se embriaga para encontrarse con lo oculto, lo inasible, lo supra-real; en nuestra época, el adicto se droga para huir de la pesadez de la existencia donde todo ha sido - o está a punto de ser- revelado. Aquello que con tanta precisión logró describir Baudelaire, poeta maldito par excellence, quien tuvo experiencias con diversas a mediados del siglo XIX. Él aludía con el término "spleen", al tedio, el hastío, producto de una realidad que se le presentaba siempre como la misma. Baudelaire nos abre las puertas para entender lo que la modernidad construye como "adicción", cuando en sus relatos sobre sus experiencias con el opio relata que se sentía "él mismo fumado por la pipa" nos señala que se ha consumado una suerte de inversión respecto del consumo sacro-antiguo respecto del consumo desritualizado propio de la modernidad. De allí que, señala Sloterdijk en su texto Extrañamiento del mundo, siguiendo al psiquiatra y psicoanalista Harold Searles "cada loco es alguien que ha sido vuelto loco, (…) cada fanático es un fanatizado y cada adicto es uno que ha sido absorbido por alguien, (…) cada  operación opera la causa de que el sujeto ha perdido la soberanía sobre aquello que lo satisface". [3]

Los antiguos perseguían lo mántico, romper con la restricciones gnoseológicas para el conocimiento del mundo al que nos limitan los sentidos y descubrir esencias ocultas. La embriaguez de las drogas acercaba, entonces, a los hombres a la verdad, a la revelación. Actualmente pensamos a quienes hacen uso de drogas (¿es necesario recordar que se las llama estupefacientes?) como criaturas que han huido de la sociedad y necesitan ser curadas, ya que son ellas las que están presas del error.

Con esto queremos reafirmar que todo discurso sobre adicciones es siempre un decir desde quienes ya están, al menos, hablando desde la sobriedad y la verdad. Embriaguez y magia no eran mentadas como "adicciones" por nuestros ancestros a pesar que ya existía el abuso de substancias. Ningún consumidor por más excesos que cometiera sería tildado como alguien que ha devenido "esclavo de tal o cual hierba".

La modernidad sólo considera un buen menester explorar los secretos del dinero y el éxito, muchas veces uno conduce al otro; en otras se invierte el efecto. Es en este marco en el que el adicto es visto como alguien que ha hecho un fracaso de su vida, las drogas duras se inscriben en esta época como una de las alternativas para quien no logre incluirse en el pequeño séquito de triunfadores actuales, por decirlo con Sloterdijk: "quien no pueda drogarse con éxito o con dinero simplemente tiene que consolarse con los sustitutos de gracia química". [4]

Resta por dar explicación al interrogante que nos ha ocupado en esta sección ¿cómo ha sido posible esta íntima e inseparable relación entre drogas y adicción?; es menester insistir en ello pues esta cuestión se nos aparece muy natural, de ese modo la sociedad no la somete a su correspondiente revisión crítica.


El señorío sobre el cuerpo propio. Del cuerpo-divino-trascendental a la inmanencia del cuerpo-propio

El hombre antiguo, en tanto se considera creatura establece con su cuerpo una relación siempre mediada por la divinidad, no dispone, en definitiva, a sus anchas, de su ser. Encuentra en la trascendencia divina un límite que se le impone en muchas esferas de su vida. Enfocado desde una perspectiva negativa muchas veces este hecho ha sido pensado como un estrechamiento de la libertad de los sujetos, ya que muchas veces esta trascendencia está legitimada, en última instancia, por ciertos dogmas que no pueden cuestionarse; desde otra visión el individuo cuando se da él mismo su fundamento –previo enmudecimiento de los dioses- que no es dado en la forma de un dogma sino del libre albedrío, [5] se vuelve así impermeable respecto de toda trascendencia divina y más susceptible a devenir esclavo de las drogas.

 En el mundo antiguo encontramos una fuerte sujeción a lo divino, por ejemplo, los oráculos (el délfico entre otros muchos) tenían una relación íntima con la embriaguez y las sacras drogas, éstos eran proferidos desde el trípode de la pitonisa que se encontraba situado sobre una profunda grieta de la roca desde la cual emanaban gases tóxicos que, acompañados por la ingestión de hojas de laurel, producían un estado psicotrópico en la mujer, momento en el cual era proferido el mensaje del dios Apolo. Las pitonisas eran cuidadosamente elegidas y consagraban su existencia (como su cuerpo) a la misión emprendida.

El sujeto moderno establece con su cuerpo una relación que le permite, sin culpas, marcar su cuerpo mediante tatuajes, piercings o castigarlo con alcohol y drogas ya que de esto no se le debe rendir cuentas a nadie, dado que es él quien decide sobre su cuerpo.


Conclusiones

Más allá de la imposibilidad de determinar un momento preciso en que las experiencias con drogas comienzan a presentarse como un recurso del que los individuos se sirven para romper –aunque más no sea por breves lapsos- con lo instituido, este pasaje de lo sacro a lo profano, de lo público a lo privado, es observable desde distintas denominaciones: “experiencia secuestrada” [6] cómo la ha caracterizado Giddens siguiendo a Foucault; “individuo privatizado” la bautizaría Cornelius Castoriadis; Walter Benjamin en El Narrador sorprendía hablando de “el fin de la experiencia como algo comunicable”. Son estos todos términos que aluden un mismo fenómeno desde distintas matrices conceptuales, a saber: la vida ha devenido tan incómoda que empuja a los sujetos a la búsqueda de satisfacciones sustitutivas (poco importa qué consecuencias arrastren); ellas son concomitantes con el malestar en el que se vive.

Para terminar nos gustaría hacerlo mencionando a Baudelaire, quien, a través de su pensamiento, intempestivo y a la vez vigente, nos obliga a seguir reflexionando, citamos pues los versos que cierran su poema Epígrafe para un libro condenado:

Alma curiosa que padeces
Y en pos vas de tu paraíso,
¡Compadéceme!... ¡O te maldigo!

 
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Notas
 
[1] Nietzsche, Friedrich, La Gaya Ciencia, Editorial Akal, Madrid, España, 2001, p.127.
[2] Tito Livio, Ab urbe condita libri, Libro VIII, cap.28.
[3] Sloterdijk, Peter, Extrañamiento del mundo, Editorial Pre-textos, Valencia. P.146
[4] Ibid. p.138
[5] Sin querer extendernos demasiado en la cuestión creemos que es bien clara esta cuestión en la ética kantiana. Podemos ver las problemáticas consecuencias del planteo ético de Kant, en tanto deudoras del compromiso gnoseológico-metafísico asumido en la Crítica de la razón pura. Para Kant el imperativo categórico exige para su formulación la abstracción de todo contenido. En efecto, como individuos libres tenemos la capacidad de darnos nuestros propios principios prácticos de acción siempre que estos puedan subsumirse bajo la clave del imperativo categórico, que elimina la particularidad mediante la exigencia de que el contenido de los mandatos prácticos sea universalizable e incondicionado. Las máximas se presentan, según el panorama kantiano, como deberes queridos por sí mismos, como operaciones orientadas por la razón práctica que, por otra parte, se funda en el principio de no contradicción.
[6] Giddens, Anthony, Modernidad e Identidad del Yo, Editorial Península, Barcelona, España, 1997.
 
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