Walter Benjamin inicia su texto de 1921 La tarea del traductor con una extrañísima pregunta: “¿Se hace acaso una traducción pensando en los lectores que no entienden el idioma original?” Y a continuación agrega: “¿Qué ‘dice’ una obra literaria? ¿Qué comunica? Muy poco a aquel que comprende. Su razón de ser fundamental no es la comunicación ni la afirmación. Y sin embargo la traducción que se propusiera desempeñar la función de intermediario sólo podría transmitir una comunicación, es decir, algo que carece de importancia.” [1]
Estas preguntas y esta respuesta (el hecho de que la obra literaria –ya sea en su versión original, ya sea en su traducción– no comunica nada, o comunica muy poco, sobre todo al que comprende) nos coloca en el centro de la cuestión que aquí nos convoca: El verdadero problema de la necesidad de las traducciones. El para qué de lo que se traduce. ¿Para acercar una obra a lectores que desconocen la lengua original en la que fue escrita esa obra? ¿Para acrecentar una grilla de antecedentes académicos? ¿Para comunicar? ¿Qué cosa y a qué destinatarios? Si los que están “habilitados” para juzgar de un modo óptimo el estatus de una traducción, su adecuación al texto primigenio, sus errores y aciertos ya saben, ya conocen el texto tal y como fue escrito, y no necesitan leerlo, en nuestro caso, en español, ¿para qué se traduce entonces?
Por otro lado, ¿es necesario pensar la traducción como una sucesión de equivalencias transparentes entre dos lenguas o, más bien, hay algo que se sustrae a toda lengua y que siempre aparece como inasible incluso en su lengua vernácula? ¿O traducimos para seguir glosando, desde la periferia en nuestro caso, el gran texto occidental?
Preguntas, todas estas, que nos llevan al núcleo de la teoría benjaminiana acerca del lenguaje y de la traducción (y, si se quiere también, de su filosofía). Podemos afirmar que en la primera mitad del siglo XX Benjamin elaboró un concepto fundamental de traducción que determina al mismo tiempo la esencia del lenguaje y la esencia del pensamiento: pensar es traducir. Así sin rodeos. La traducción no se da sólo entre diferentes idiomas, sino que el propio lenguaje humano es producto de un proceso de traducción. Se trata un camino fenomenológico, pero que en vez de ir de la conciencia a lo originario, va de las cosas a la lengua. En su temprano ensayo de 1916 titulado “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos” Benjamin no sólo sienta las bases de su teoría de la traducción sino que también esgrime una peculiar teoría del lenguaje de las cosas y de la magia del lenguaje.
Para el propio Benjamin este aspecto mágico es: el problema originario del lenguaje. En esta postulación de una esencia mágica se encierra una crítica a la concepción instrumental del lenguaje: el lenguaje no es sólo un vehículo de transmisión cuyo objeto “es la cosa” y “cuyo receptor” es la persona. Por el contrario, para Benjamin “toda expresión de la vida espiritual del hombre puede concebirse como una especie de lenguaje” [2]. Es decir: todo es lenguaje, es cifra. Y cuando decimos, siguiendo a Benjamin, todo, es todo. Y el propio Benjamin se encarga de remarcar que esta caracterización no debe pensarse como una mera “metáfora”: así no hay nada que no participe del lenguaje. ¿Y qué comunica el lenguaje? “Comunica su correspondiente entidad o naturaleza espiritual. Es fundamental entender que dicha entidad espiritual se comunica en el lenguajey no por medio del lenguaje”[3]. ¿Qué significa esto? Muy simple: Por medio del lenguaje –es decir, en su uso instrumental- se transmite un contenido; esto es, lo referido a la palabra. Nos referimos a los usos del lenguaje, a las informaciones, a los contenidos significantes. Por el contrario, en el lenguaje se transmite algo bien diferente: en la expresión o en la forma de hablar hay algo irrepetible, algo que puede no concordar con lo dicho. En términos del mago Benjamin: aquello que nos reenvía a la infinitud.
Así, es fundamental la forma de lo que se dice. En un eco nietzscheano -quizá a contrapelo del propio Benjamin- la forma precede, o es más importante, que el contenido. Digámoslo: la forma es el contenido. La forma de lo dicho puede generar un significado independiente de lo que se dice pero fundamentalmente siempre latente. Veamos: “¿Qué es lo que dice un poema? ¿Qué transmite? Muy poco a aquel que lo entiende. Su esencialidad no es ni la transmisión ni la expresión” [4]. Así, el lenguaje de la poesía dice algo que va más allá de lo nombrado, algo diferente al mero contenido de sus palabras. Y eso que dice es, justamente, una entidad espiritual, el lugar en que el lenguaje se comunica a sí mismo. El lenguaje es, de este modo, el médium de la comunicación. Mediación que refleja la inmediatez de toda comunicación espiritual y constituye el problema de base de toda la teoría del lenguaje. Es a esta inmediatez que Benjamin la caracteriza como “mágica”. [5]
¿En qué sentido el propio Benjamin habla de “magia de lenguaje” cuando se refiere a esta transmisión inmediata que se da en el lenguaje? Aquí Benjamin recupera no sólo la teoría del lenguaje de romanticismo alemán temprano -del que podemos afirmar, siguiendo a Menninghaus y a Kathrin Busch- retoma buena parte de los estudios etnológicos de Marcel Mauss. Según Mauss en la magia el efecto no es generado mecánicamente, ni siquiera es el resultado de actos rituales, sino que va más allá de ellos. Los excede. Excede, podemos decir, los rituales que lo han originado. La tesis de la magia del lenguaje postula que en las capas de lo que se dice hay significados latentes. Y, al igual que en las teorías de las prácticas mágicas, en la teoría de la magia del lenguaje de Benjamin, la transmisión es inmediata y latente, pero al mismo tiempo contagiosa y efectiva. Lo expresado y lo causado son, por lo tanto, uno. Esto es lo que aleja a Benjamin de las teorías de la perfomatividad, ya que en el lenguaje se cifra algo diferente de lo representado por las palabras.
El lenguaje si, como ya dijimos, todo es lenguaje, es el principio formativo de la expresión en general. En un determinado lenguaje se expresa una forma de decir y esa forma de lenguaje funda una cultura particular. La forma de un lenguaje puede considerarse así como correspondiente adscripción a un mundo. No porque “espeje” al mundo, sino justamente porque el lenguaje transmite la “fisonomía de las cosas”, su valor “expresivo”. En términos husserlianos, el “cómo de su manifestación”. El mundo de la vida se expresa así por completo, se “muestra” –para seguir con la retórica fenomenológica- en el lenguaje de las cosas. El mundo de las cosas también es mágico porque concomitantemente a él se configuran usos, sentidos y accesos latentes.
Y así las cosas también tienen lenguaje: las cosas nos afectan y esta es la condición de posibilidad para poder nombrarlas. En Berliner Kindheit um neunzehnhundert Benjamin nos habla acerca de la fuerza efectiva de las cosas, fuerza que precede a la disposición lingüística. El ser humano vive encerrado en la materia. El mundo circundante lo afecta hasta el punto de la mímesis: “El niño está detrás de la cortina, se convierte él mismo en algo flotante y blanco, en un fantasma” [6]. Así, el hombre se “desfigura en semejanza”. El hecho de que las cosas del mundo posean efectos contagiosos y de que no nos podamos distanciar de ellas condiciona no sólo el acceso humano al mundo sino también la capacidad de actuar sobre o en el mundo.
Así, las cosas modifican, forman o deforman a los hombres, y los hombres, a través de su capacidad de nombrar traducen lo real, manifiestan sentidos latentes. Los comportamientos y las prácticas de los hombres se modifican según los sentidos sedimentados y, al revés, esos sentidos son producto del ejercicio propio del médium del lenguaje humano.
¿Cuál es entonces, en este contexto en el que todas las manifestaciones humanas son portadoras de una espiritualidad propia, es decir, de un lenguaje propio, la tarea del traductor? Por un lado, si como el propio Benjamin afirma no hay entidad de lenguaje que en él mismo no refleje la totalidad de la vida espiritual del hombre, no hay texto entonces que no sea traducible por esencia. Y ¿qué quiere decir que un texto sea traducible por esencia? Que eleve las condiciones de posibilidad bajo las cuales se enuncia una época, es decir, que fuerce ser dicho de otro modo, bajo otro contexto y otra tradición. Es decir: los textos que traducimos o que deberíamos traducir son aquellos que, como afirma Alejandro Kaufman [7], se han escrito como si no fuera posible más que leerlos muchos años después de haberse escrito. Como si realmente tuvieran sentido en otro tiempo y lugar. Es decir: traducidos.
Al mismo tiempo con su traducibilidad esencial, el texto lleva en sí mismo una intraducibilidad esencial, es decir, aquello que lo hace propio, lo hace original. Su silencio, su marca de origen. Pero podría preguntarse aquí: ¿qué es lo que fuerza a elevar las condiciones bajo las cuales se enuncia una época? Y aquí tenemos un doble movimiento. Por un lado, la ley de traducción, como afirma Benjamin en La tarea del traductor, no expresa la equivalencia y la sustitución, sino antes bien, expresa la conexión de vida. Y la conexión es parentesco, es proximidad, es distancia también. Es, en definitiva, historia.
Por eso, el traductor, al tiempo que mide la proximidad (o la lejanía entre las lenguas), hace ontología. Para decirlo en términos heideggerianos, hace una ontología de la temporalidad. Es el encargado de medir la distancia o la proximidad hermenéutica de un texto, la relevancia de sus términos. Es el que ilumina regiones insospechadas u olvidadas de una cultura. Y si todo es lenguaje, y en la infinitud de lo que se dice se esconde más de lo que se muestra, la tarea del crítico literario –siguiendo a Benjamin- o la del traductor es como la tarea del alquimista. Es decir: buscar la quintaesencia, o el sentido oculto, sin jamás poder asirlo en su completitud. Por eso, todo lenguaje es traducción, porque lee las marcas de una época, las transformaciones de la percepción, la forma en que los sentidos sedimentados de las manifestaciones culturales se esconden sentidos latentes.
Como Benjamin dice en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica: “El modo, bajo el cual se organiza la percepción humana (el medio en el que esta se desarrolla), está condicionado no sólo natural sino también históricamente” (8). Por eso afirmábamos recién que el problema del traductor es el problema del tiempo de los hombres. El dilema en el que se resuelve la tensión entre la fidelidad (imposible) a un texto y su traición.
Por eso mismo, no hay transmisiones logradas, tampoco fallidas, hay ejercicios de leer a contrapelo las manifestaciones de los hombres. Hay intentos de conjura. Hay una sintaxis que es necesario romper, unos sentidos que son necesarios violar. Nada nos diría hoy el sentido “original y unívoco” de los textos de Benjamin escritos hace casi un siglo. Por eso traducir es transformar, conectar lenguas que, como vimos, es conectar mundos, conectar vidas, conectar culturas. Con sus sentidos explícitos y sus silencios concomitantes; con sus genealogías y sus manifestaciones latentes.
Finalmente y siguiendo la imagen benjaminiana que aparece en Las afinidades electivas de Goethe, podemos decir que entre el buen traductor y el malo hay una relación como la que se da entre el químico y el alquimista. Mientras uno –el químico- se dedica a describir lo real (eso sería pretender un isomorfismo entre una lengua y otra, eso sería atarse a la fidelidad), el otro, el buen traductor, es un alquimista: busca, con una mirada a contrapelo, en las obras de la tradición, del presente y del pasado, conjurar su contenido de verdad. En él se muestra pues el tiempo de los hombres. Por eso busca y nominaliza, por eso traduce, y porque es humano tal vez nunca deje de traducir.
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