“La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles” [1].
Con este verso da comienzo la Ilíada, el poema más antiguo de Occidente, fechado según el consenso de los estudiosos en el S VIII a.C.
La primera palabra, ménis, “cólera” según la mayoría de las traducciones, es controvertida. En verdad no se trata de un sentimiento de enojo más o menos violento y pasajero sino de un afecto más permanente, un resentimiento arraigado y tenaz, que más convendría traducir como “rencor”. El escritor italiano Alessandro Baricco, en su recreación moderna del poema [2], hace decir a Aquiles “…permanezco anclado en la ira”, subrayando esta significación del término.
Como sabemos, el poema no narra el desarrollo de la guerra de Troya, sino que en el escenario que la misma proporciona, durante poco más de 50 días del décimo año del sitio, la obra trata precisamente del rencor de Aquiles, “el de los pies ligeros”, el más poderoso y temible de los guerreros aqueos, contra el “jefe de hombres” y comandante de la expedición contra la ciudad asiática, Agamenón, rey de Argos. Éste había ofendido gravemente el honor de Aquiles al despojarlo de una mujer, prisionera de guerra, que gozaba de los favores del héroe. Las consecuencias de este rencor y sus vicisitudes, dan cuerpo a los más de 15.000 versos que componen la obra.
Si por un lado Aquiles incurre en ménis, Agamenón es culpable de hýbris, “desmesura”, “abuso de poder”, “desafío a los dioses”. Este término ha sido bastante bastardeado por algunos psiquiatras contemporáneos, al punto de describir un “síndrome de hýbris”, que afectaría a los gobernantes ensoberbecidos por el poder y que en su opinión debería ser incluido en la clasificación del DSM como una variante de los trastornos paranoides [3]. En su contexto histórico cultural la hýbris es el acto que condena al héroe trágico a cometer el error (hamartía) que lo arroja a su destino. Toda la tragedia del siglo V a.C. se sostiene en la hýbris del héroe. El propio Edipo ha incurrido en ella al desafiar el enigma de la Esfinge y gozar irrestrictamente de ser considerado el más sabio de los hombres [4]. El contrapunto de la hýbris era la frónesis, el equilibrio en el juicio, propio del sabio y el anciano. Allí abreva Nietzsche para definir lo dionisíaco y lo apolíneo.
¿Por qué iniciar por aquí este breve recorrido por el tema que propone la mesa? En principio porque la obra trata sobre el exceso, el de la ménis de Aquiles –volveremos sobre este término y sus matices: ira, enojo, cólera, rencor- y el de la hýbris de Agamenón, pero además en todo su desarrollo no se priva de exhibir obscenamente la crueldad de la guerra cuerpo a cuerpo, con descripciones minuciosas de las heridas infligidas por ambos bandos en pugna. El poema muestra el horror mediante la belleza del verso, un modo de procesar el exceso, quizás el más eficaz. La poiesis es creación a partir del exceso. Hace entrar lo obsceno en escena.
La segunda razón para apelar a la literatura está en el espíritu de la obra freudiana. Siempre afirmó que los psicoanalistas tenemos más que aprender de los poetas que ellos de nosotros. Y el sustrato cultural de la Grecia clásica fue un caldo de cultivo más que propicio para desarrollar sus conceptos. ¿Acaso no afirmó que la teoría de las pulsiones es “nuestra mitología”? [5]
Para ir entrando en el tema que nos convoca, la pulsión y sus excesos, apelaré a la ayuda de un filósofo marginal y pornógrafo excéntrico, que exploró muy diversos campos del saber con una mirada diagonal, un “inclasificable” algo olvidado, pero que ejerció una fuerte influencia en la intelectualidad francesa de mediados del siglo pasado, en particular sobre Jacques Lacan, que le debe sin reconocerlo algunas ideas fecundas, en especial la que fue germen del objeto “a”, en particular en su significación de “plus de gozar”. Me refiero a Georges Bataille. En un texto fundamental [6] afirma que “…no es la necesidad sino su contrario, el ‘lujo’, lo que plantea a la materia viviente y al hombre sus problemas fundamentales”.
Su idea central es que la energía universal es excesiva y debe ser disipada de algún modo para permitir la vida y la reproducción. Ese exceso, la “parte maldita”, es lo que pone en movimiento todo intercambio social. En el principio fue el don, la entrega sin reciprocidad, el sacrificio inútil de una parte excedente, la destrucción, lo que da lugar a todas las formas de socialidad. Diversos son los modos de disipar ese excedente: el lujo, las obras inútiles, suntuarias, como las grandes catedrales o las pirámides; el sacrificio religioso, la ofrenda de riquezas, el potlach, la guerra, la reproducción sexuada, el erotismo.
En los poemas homéricos esto se evidencia en los sacrificios a los dioses de innumerables riquezas, en los suntuosos regalos para ganar prestigio ante el otro y dejarlo en deuda y fundamentalmente en la destrucción masiva que resulta de la guerra.
Me parece oportuno recordar aquí que Freud piensa del mismo modo a la primera operación psíquica, como la expulsión de un exceso libidinal inasimilable [7], el escupitajo, que constituye un objeto fuera del yo, una realidad “externa”. El mismo modelo utiliza Klein cuando define a la deflexión de la pulsión de muerte como la operación inaugural posibilitadora de la vida síquica.
En cuanto al erotismo, la sexualidad propiamente humana, es el tema de una de sus principales obras [8] donde lo define como una exuberancia de la vida, que sin embargo no es extraña a la muerte misma: “El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”. Deudor indudable del psicoanálisis, sus ideas son congruentes con las de Freud, para quien la sexualidad es un exceso de por sí y está preñada de pulsión de muerte.
Desde “Tres ensayos” la humanización del cachorro, su imprescindible libidinización, es el resultado de lo excesivo en la sexualidad del adulto, que toma al niño como un objeto sexual “de pleno derecho” [9].
Cabe preguntarse entonces ¿de dónde proviene esta cantidad excesiva? En su temprana teoría traumática la causación de la neurosis provenía necesariamente de un acto abusivo del otro. Cuando esa hipótesis se derrumba y deja de creer en su neurótica, la causa se desplaza a la órbita psíquica, al reconocer la eficacia a posteriori del recuerdo, nachträglich. El exceso en cuestión ya no proviene del otro sino del interior mismo del sujeto, ello pulsa.
Este punto ha dado lugar a controversias en el movimiento psicoanalítico. Si bien reconocer el carácter psíquico de la vivencia traumática abrió un campo amplio de exploración clínica, también dio lugar a desestimar la responsabilidad de los otros significativos en las experiencias traumáticas, lo que promovió una clínica culpabilizadora, para nada infrecuente en nuestro medio. En tiempos de juventud, solíamos guiarnos por la pregunta de Freud a Dora –Lacan dixit-: “¿Qué responsabilidad te cabe en aquello de lo que te quejas?”, que a menudo se entendía como: “la responsabilidad de lo que te pasa es sólo tuya”, con lo que la de los otros involucrados quedaba completamente opacada.
Ya en los tiempos fundacionales la primitiva teoría del trauma como hecho efectivamente acontecido es recuperada por Ferenczi, lo que tiene profundas consecuencias en su clínica, una historia interesante en la que no nos detendremos [10]. Más cerca de nosotros, su valor se actualiza en el concepto de seducción generalizada de Laplanche, que por una vía más compleja retoma la idea de un acto inconsciente del adulto para seducir al infante, único modo de libidinizarlo, en definitiva de humanizarlo. La sexualidad proviene siempre del otro como vivencia prematura y traumática, afluencia excesiva de cantidad sobre un aparato psíquico incapaz de asimilarla. Sólo el amor en el cuidado y el amparo protésico del otro son capaces de suplementar el desvalimiento psíquico para que ese impacto traumático no lo arrase.
Ahora bien, la vivencia traumática tiene dos destinos posibles: acontecimiento o catástrofe [11]. Será un acontecimiento si el sujeto logra significarla como experiencia nueva, como apertura a dimensiones desconocidas de su vida emocional. Balint hablaba de un “nuevo comienzo” [12]. Nuestros pacientes neuróticos han logrado hacer del trauma una experiencia fundante de algún tramo de su historia, al menos parcialmente. Nos consultan por las fallas en ese procesamiento, más o menos graves, con sus síntomas, inhibiciones, angustias, adicciones, depresiones, pero no han sido devastados por los traumas infantiles. En esos casos siempre encontramos en sus historias tempranas a un otro significativo, un adulto responsable capaz de ternura, esa función tan decisiva que puso en valor entre nosotros Fernando Ulloa.
En cambio son cada vez más frecuentes las consultas de quienes no se han salvado sino que en algún momento de la vida se hundieron en la catástrofe [13]. Borderlines, psicóticos, adictos, panicosos, anhedónicos y jóvenes sin motivación, recurren a nuestros consultorios en busca de un alivio que requiere de un complejo zurcido terapéutico, muchas veces lejano a los estándares analíticos de otros tiempos.
Si, como acabamos de afirmar, la eficacia traumática proviene de la complejidad del vínculo de crianza, la pulsión es el montaje necesario para procesar esa cantidad en exceso. Este montaje -fuente, objeto, perentoriedad y meta- pone de manifiesto que la sexualidad se sostiene mal, que no tiene un objeto adecuado capaz de hacer cesar su empuje. Es una fuerza constante y en esa constancia se manifiesta el exceso, a diferencia del instinto animal, fuerza de choque momentánea, que surge ante la urgencia de una necesidad y provoca una respuesta adecuada para satisfacerla. Por ello la pulsión sólo puede lograr satisfacciones sustitutivas, ya que la plenitud, el estado de Nirvana implica la muerte psíquica.
El concepto de pulsión ordena el campo de la sexualidad y lo independiza de la función reproductiva. Su empuje desborda por completo las determinaciones biológicas. Los últimos años son testigos de transformaciones importantes en ese campo. Las llamadas “nuevas sexualidades” dan carnadura actual a las perversiones polimorfas del infante freudiano, haciendo realizables gracias a la tecnología médica fantasías que estaban recluidas al ámbito psíquico.
Para aproximarnos desde otra perspectiva a los modos en que el organismo psíquico asimila, procesa, tramita o deriva el exceso pulsional, nos detendremos en una experiencia singular. En ocasiones, ante un aflujo repentino de cantidad que perfora la barrera antiestímulo, se produce el más imperativo de todos los procesos y quizás por eso mismo una experiencia constitutiva de la subjetividad: el dolor. Resulta indiferente, a nivel del mecanismo psíquico en juego, que se trate de dolor físico o psíquico. El dolor no es el displacer, está más acá del principio del placer, deja tras de sí facilitaciones permanentes, como si un rayo hubiera pasado por él. En este sentido el dolor es arrasador, paraliza, cesa de producir trabajo. Es, podríamos decir, desubjetivante.
El torturador sabe que para su víctima es imposible sostener la investidura psíquica frente a un dolor extremo. Toda la cuestión reside en cuál es el umbral, pero siempre lo hay. Un umbral más allá del cual el aparato psíquico se disgrega. Este punto de vista ubica al dolor como absolutamente mudo. Si la angustia es un centro gravitatorio para la experiencia analítica, el dolor, en cambio, constituye uno de los límites de su acción.
Si bien no es posible la huida, sí cabe algún movimiento que posibilite la ligadura. Se produce así una suerte de aprontamiento del aparato para recibir el nuevo dolor, que ofrezca un camino a la tramitación. Es la vía que podríamos definir como la que va del dolor a la angustia, que por cierto tiene varias estaciones intermedias. Una de ellas es el enojo. El amparo del Otro primordial o sus sustitutos es, en este proceso, decisivo.
Como resultado del trabajo de muchos años de análisis arribamos con Rolando, un hombre ya cincuentón, a algunas construcciones que permitieron articular varios de sus síntomas y trastornos neuróticos. Durante un largo período de su vida apeló a diversas drogas para acallar un dolor intolerable vinculado con su vida infantil. Siempre se había esforzado por ser un niño ejemplar, abanderado en la escuela de doble escolaridad, era capaz de aprender de memoria largos pasajes de los textos que debía estudiar, aprendía inglés y jugaba al fútbol con destreza. Todas esas ocupaciones eran un recurso para eludir la locura de su madre, una mujer emocionalmente muy lábil, que solía propinarle una paliza ante la más mínima contrariedad. Ya adulto, llegó a reconocer las marcas que esos golpes habían dejado en una de las puertas de su casa familiar. Pero el dolor fundamental no provenía de las marcas de su cuerpo sino del hecho de que su madre era incapaz de reconocer el esfuerzo de Rolando por satisfacer lo que suponía eran los mandatos de sus mayores. Su padre, a quien le confesaba los malos tratos, escuchaba sus quejas pero sólo atinaba a decirle que su madre era un poco nerviosa y que debía comprenderla, lo que redoblaba el impacto traumático de esa falta de reconocimiento. Poco a poco ese dolor fue metamorfoseándose, ligándose, para resurgir bajo la forma de un enojo desbordante, marcado por la incomprensión de algunos actos o dichos de su madre que operaban como desencadenantes.
El análisis del enojo –la ménis de Rolando- marcó largos tramos del tratamiento, ya que le malograba muchas relaciones. Como resultado de ese trabajo un día me propone que cuando en su decir apareciese “enojo” debía entenderse “infantil”. Donde dice…debe decir…
Hasta entonces me lo había representado como un niño cohibido, temeroso de los otros, pero en ese momento lo imaginé a sus nueve o diez años, enojado, con el ceño fruncido, masticando rencor. Y desde esta visión contratransferencial se ordenan algunas piezas de esa historia hecha de retazos, como todas las historias de análisis. Si bien en su adultez de ese trastorno no quedaba nada, hasta sus doce o trece años Rolando había sido tartamudo, el precio que pagaba por su abnegación y sobreadaptación y fundamentalmente por no gritar su odio y su enojo. Un niño desbordado por el enojo y sin poder hablar de corrido. Eso sí, cuando repetía las lecciones aprendidas de memoria no tartamudeaba.
A los doce años toma una decisión que cambiaría su vida y el destino de su padecimiento. Resuelve aprender a jugar al fútbol con la izquierda. En un verano logra dominar esa técnica y consecuentemente supera la tartamudez. Misteriosa -al menos para mí- relación entre el hemisferio derecho y el trastorno del habla. Durante años la tramitación de su dolor había quedado estancada en el enojo y la inhibición. Su creatividad estaba arrasada. Con esta insólita técnica había inventado un modo de hacer algo diferente.
Aún luego de repetidas experiencias, ante la irrupción de un nuevo dolor el aparato registra un único movimiento: la succión de las investiduras por la huella del objeto doloroso genera una formidable contrainvestidura que empobrece al aparato y lo reduce a la parálisis, engendrando un afecto oprimente, provocando una lesión psicosomática o desencadenando una compulsión irresistible. Los efectos de descarga se cumplen por vía de reflejo, vale decir, sin la mediación del aparato anímico. El grito es su paradigma.
A veces, cuando Elena se enoja, la ira la invade de tal modo que estalla en un grito, y una vez descargada, su estado de ánimo se restablece de inmediato, como si nada hubiera pasado. Su pareja la ve como a una loca y ya está acostumbrado. Pero a ella le intriga lo ajeno que le resulta ese grito, que sale de su boca inesperadamente. A su niño de 3 años le pasa algo parecido, luego de la descarga se asusta de su propia violencia y le pide imperiosamente que lo abrace. Esos gritos carecen de significación, no son interpretables sino como descargas automáticas y son incapaces de entrar en el curso asociativo sobre el que tienen un efecto disruptivo y desorganizador.
Hemos aprendido con Lacan a pensar el dolor como goce, un límite a la acción analítica, ante él la reacción motriz de huida es imposible. De cómo cada sujeto logre tramitar el desamparo del Otro, de qué trama sea capaz de tejer en derredor de esa carencia primordial, dependerá su destino: la angustia, equivalente general de los afectos y motor del deseo o el dolor que rompe cualquier equivalencia posible. Y cuando el dolor se interioriza adquiere una notable semejanza con una pulsión. Pero su meta es sólo el cese del estímulo y no la ganancia de un placer directo de satisfacción. Podría pues decirse que actúa como una seudo-pulsión.
El circuito pulsional es una medida de la exigencia de trabajo que impone al sujeto su condición sexual. El dolor en cambio es imperativo sin medida; no recorre un circuito, se impone sencillamente una cancelación en la fuente misma, por la vía tóxica, ya sea como consumo de sustancias, o como reacciones compulsivas variadas. Esta seudo-pulsión no aspira a la satisfacción, por lo cual la vía de la sustitución, esto es, del trabajo psíquico, no está abierta. La represión no es un destino del dolor, la defensa frente a él es de un carácter tan perentorio como él mismo.
La inmediatez que define a nuestro tiempo, la sobreoferta de recursos narcotizantes en las pantallas que nos espejan, le extraordinaria difusión de los psicotrópicos legales e ilegales, alimentan la ilusión de eficacia de este mecanismo. Acallar el dolor en la fuente, de inmediato, es más deseable que atravesar la angustia productiva de un proceso terapéutico. Y esa demanda legítima, la de reducir lo antes posible el sufrimiento, debe ser alojada también en nuestros consultorios.
En la intimidad del consultorio, en ese encuadre controlado y seguro, también tenemos que vérnoslas con la pulsión y sus excesos. Los psicoanalistas trabajamos en un campo libidinal en extrema tensión como es la situación transferencial y comprobamos repetidamente la fuerza explosiva que tiene. Todos hemos experimentado reacciones emocionales extremas en los pacientes o en nosotros mismos. En algunos casos fueron ocasión de progresos en el trabajo, otras veces debimos adjudicarles la producción de actings-out o pasajes al acto, en otros significaron la ruptura del vínculo transferencial.
Una herramienta decisiva para operar con esa libido es la regla de abstinencia, que consiste en no ofrecer al paciente ocasión de satisfacer en el dispositivo sus mociones pulsionales y sus demandas amorosas. La abstinencia del paciente es lo que guía la decisión del analista, para preservar la productividad deseante. Para ello se precisa de una abstinencia del analista. Rehusamiento (Versagung) a satisfacer su propia libido, ya sea su narcisismo, su omnipotencia, su furor curandis, sus tendencias sádicas o masoquistas, para posibilitar lo esencial, la apertura de la escucha, la capacidad de deponer los propios fantasmas para hacer lugar a la palabra del analizante. Se ha caricaturizado la figura del analista con el cuasi mudo e inexpresivo personaje que responde con un monosílabo o en el mejor de los casos con el clásico “¿a Ud. qué le parece?” a cualquier pregunta de su paciente, muy especialmente si se refiere a algún aspecto de su persona. Eso no es la abstinencia, al menos no la garantiza en lo más mínimo. El silencio, la falta de respuesta a ciertas demandas decisivas del paciente, puede ser un modo de “gozarlo”, tanto como una indicación, un consejo o un mandato imperativo, de los cuales en general nos cuidamos más. Ferenczi, a quien ya nombré en estas líneas, centró su atención en los efectos iatrogénicos de lo que llamó hipocresía del analista. Pensaba que en el espacio transferencial podían recrearse situaciones traumatogénicas de la infancia de los pacientes, esterilizando de este modo cualquier efecto terapéutico. Era plenamente consciente del poder que el amor de transferencia nos otorga y se cuidaba mucho de no ejercerlo, y para eso apostaba a la sinceridad. No podemos adentrarnos demasiado por este camino, que nos llevaría muy lejos, pero con esta referencia a uno de los discípulos más lúcidos de Freud quiero subrayar que la abstinencia como regla ética no debe confundirse con la indiferencia. La empatía con el padecimiento psíquico es imprescindible para la cura.
El exceso, la parte maldita, también habita en las instituciones, en todas ellas. Los modelos freudianos del ejército y la iglesia conservan plena vigencia y se demuestran una y otra vez como las dimensiones ineludibles de toda experiencia institucional. Una u otra estructura libidinal constituyen líneas de fuga de todo grupo de personas reunidas con un propósito común. Desde el comienzo de su historia, el psicoanálisis ha intentado sortear estas tentaciones en el interior de sus instituciones. La sociedad de los miércoles y los anillos que acreditaban pertenecer a los elegidos de esa originaria logia talmúdica, el intento de disolución anual de la sociedad de Viena, la fundación de la Internacional, los procedimientos de autorización de candidatos o de “pase”, la larga serie de enfrentamientos, escisiones, dogmatismos y pasiones que jalonan estos más de 100 años de historia de nuestro arte, demuestran que ni con la poderosa herramienta del psicoanálisis hemos podido eludir ese siniestro destino. Hacemos lo mejor que podemos, y afortunadamente vemos que gana terreno el diálogo sostenido en la experiencia clínica por sobre las rigideces doctrinarias y las diversas formas de sumisión y totalitarismo que conocimos de cerca en otros tiempos.
Tal vez el avance de la barbarie que amenaza invadir hasta los ámbitos más íntimos de la vida en sociedad, nuevo rostro del malestar en la civilización, nos hace tomar más consciencia de que nuestro instrumental, si bien poderoso, es insuficiente y que ningún sistema teórico es capaz de resolver por sí solo los problemas que la clínica de nuestro tiempo nos presenta cotidianamente.
[*] Presentado en la Mesa de apertura del Simposio de APdeBA, octubre de 2015.
|