Creo que uno de los aspectos de nuestra práctica que precisa de mayor
atención, dada la evolución innegable tanto de la psicopatología como de la
clínica psicoanalítica, es lo que denominamos relación terapéutica, otros
prefieren puntualizar: relación analítica; hablaré de ellas como si fueran
sinónimos.
El tema de la relación terapéutica ha cobrado mayor importancia en los últimos
años. No traigo un tema nuevo, el mismo Freud declara en 1913: “el primer
objetivo del tratamiento es ligar al paciente a la cura y a la persona del médico”.
Es pues un asunto que me parece decisivo en las posibilidades de llevar a
término un proceso terapéutico, primera inferencia, la relación terapéutica no
está garantizada, la relación terapéutica ha de construirse, y el elemento
decisivo en este sentido es el deseo del analista, esto lo había recordado
suficientemente Lacan. Ahora bien, las descripciones y los estudios realizados,
desde diversas corrientes, me parece que dejan de lado algunos aspectos
importantes que ahora quiero destacar y que en mi práctica se han ido
revelando como determinantes. No quiere esto decir que para los demás tenga
que ser igual.
El modelo de relación que propone Freud la sitúa en un momento del
desarrollo, en un contexto, donde las capacidades simbólicas están
desarrolladas y el lenguaje verbal es el mecanismo privilegiado para
comunicarse. Freud está pensando principalmente en términos de neurosis. El
episodio del carrete o del fort-da es el ejemplo paradigmático utilizado para
explicitar su posición. Otros autores, sin embargo, llevados por su práctica, se
ven llevados a intentar pensar qué ocurre en estadios más precoces del
desarrollo humano.
La relación humana más temprana es la relación con el cuidador primario, la
madre en la inmensa mayoría de los casos. Autores como Winnicott nos
señalan las semejanzas entre el papel de la madre y, posteriormente el del
analista. Aunque esto ha dado lugar a confusiones fáciles, como señala
Jacques Andre: “Una cosa es que el paciente identifique a su analista como
una good enough mother, otra muy diferente que el terapeuta asuma ese
lugar”. El psicoanálisis, como otras ciencias también sufre de esos vaivenes en
los cuales pasamos de un extremo a otro con enorme facilidad y con poca
reflexión. Maternaje o introducción del tercero me parece un debate estéril, si
se trata de optar por uno y denostar el otro.
Este mismo modo de razonar binario, que Derrida criticó con extraordinaria
agudeza, es el que ha llevado a descalificar cualquier conocimiento que
proviniese de la observación, expulsando a los practicantes de tal herejía a las
tinieblas exteriores bajo el estigma de: eso no es psicoanálisis.
A través de las observación de niños, pero combinando esos hallazgos con la
clínica es como, según D. Stern, vamos a conseguir comprender mejor la
matriz de relaciones en la que crecemos, ese universo simbólico del que nos
habla Lacan, que contiene y antecede al sujeto, sin que este pueda
aprehenderlo jamás. En Lacan son las formas imaginarias, el terreno del amor
y de las identificaciones, lo que imposibilita al sujeto para acceder el orden
simbólico en el cual su falta lo constituye.
Nuestro punto de vista, a someter a debate, es que más bien es el trabajo con
las emociones y los afectos, el que precede, prepara y permite, o no, el trabajo
significante, el trabajo simbólico.
Este trabajo con los afectos es el que Stern denomina, affect atunement,
entonamiento afectivo, es la condición necesaria para el desarrollo de una
relación en la cual los procesos simbólicos, tales como el que mencionábamos
antes del carrete, es decir, simbolizar la ausencia en lugar de angustiarse por
ella, tengan lugar. No se trata de sustituir un orden por otro, se trata de
comprender que ambos son igualmente necesarios, que los intercambios
simbólicos son precedidos y facilitados por otros mucho más básicos, en los
que los afectos se sincronizan. Yo creo que cuando Lacan introduce los tres
órdenes también está intentando crear una combinatoria que recoja los
aspectos que Freud había denominado por su parte, afecto, al que denominó
quantum en una elección desafortunada, y la idea. Sin embargo, el peso de lo
simbólico es extraordinario en la concepción lacaniana del psicoanálisis.
El símbolo, en nuestra manera de comprender el desarrollo y el establecimiento
de relaciones significativas, surge del encuentro con el otro, no de la ausencia
del otro. Podríamos decir que aparece en esa alternancia que se va a dar entre
el encuentro y la separación, como una dinámica en la cual el sujeto va a poder
mantener su identidad.
Esa alternancia de los encuentros no se produciría sin la colaboración activa
del bebé, esto es algo que la observación de infantes nos aporta a la relación
terapéutica, y que nos va a permitir pensar un trabajo terapéutico con pacientes
donde ambos tratarán ir más allá de lo que Benjamin denomina la división entre
sujeto agente (el terapeuta) y sujeto paciente. ¿Por qué?, porque esa división
obstaculiza, eterniza, estanca el progreso terapéutico.
Hay un aspecto que a nuestro modo de ver tiene una importancia crucial, en el
porvenir de la relación terapéutica y al que no se le presta demasiada atención:
Ese aspecto es el ritmo, el ritmo es el primer orden humano que irrumpe en las
relaciones y las modula; estas secuencias de las que hablábamos no se
producen de modo arbitrario ni caprichoso, hay un ritmo inconsciente -en
sentido descriptivo -, es el patrón que permitirá el intercambio, y posteriormente
la interacción, la comprensión y la multitud de relaciones que se van a dar entre
los humanos. El ritmo es el ordenamiento más primario de las relaciones
humanas.
El ritmo es un concepto básico del lenguaje musical, que si nos fijamos se
opone a la métrica, igual que en la obra de Winnicott el jugar, playing, se opone
al juego reglado denominado game. El jugar es un impulso básico que según
Rodulfo permite la construcción del cuerpo. El ritmo se crea desde dentro, la
métrica se dicta desde fuera.
Dice Lara Lizenberg (1) que, en el siglo VII, para los griegos el ritmo era la
forma particular y distintiva del carácter humano.
El ritmo, sin embargo, es un tema al que los psicoanalistas han prestado
relativamente poca atención, mientras que otras corrientes psicoterapéuticas
sin embargo lo han tenido más en cuenta. Sin ritmo no hay posibilidad de
comunicación, de intercambio humano.
En un texto reciente, Curvaturas, dice Rodulfo: el ritmo recorta el cuerpo,
precisamente ese recorte del cuerpo es lo que facilita, lo que permite el
encuentro con el otro. El ritmo es lo que permite al sujeto tener conocimiento de
que hay otro con quien interactuar. El ritmo ha estado presente, no obstante,
en las preocupaciones del psicoanálisis:
- Ritmar las intervenciones del analista, en una sesión o a lo largo del
tratamiento: cómo, cuándo y para qué intervenir.
- Definir el número de sesiones, el ritmo de las sesiones, aunque ahí
juegan fuerte otros factores.
- Dando sentido de continuidad del tratamiento - en función del ritmo de
las sesiones -, es decir, los perjuicios de las interrupciones o de las
discontinuidades inevitables en algunos análisis.
Volviendo al concepto de entonamiento afectivo de Stern, podemos decir que
eso es lo que permite el desarrollo de un ritmo de interacciones, de
intercambios, de diálogos en definitiva, con un carácter preverbal y corporal, es
todo el cuerpo el que interviene en la expresión. Estos intercambios van a
generar una matriz, una pauta, un modelado, una manera de relacionarse: los
bebés y sus cuidadores crean pautas de juego, de intercambios sonoros,
corporales, donde cuerpo y lenguaje se entrelazan en una mezcla
extraordinaria. Un intercambio sujeto a muchos factores de desequilibrio, el
principal, la ausencia, la perturbación de ese ritmo que va posibilitando la
creación de un sentimiento de mutualidad afectiva.
Esa matriz relacional, ese ritmo fundador de los intercambios, queda inscrito en
el sujeto, tiene mucho que ver con lo que se ha dado en llamar memoria
procedimental, es decir, con una memoria previa al lenguaje y al símbolo, y que
por lo tanto se conserva y transmite por circuitos más primarios. Está en
relación también con esos elementos que Bleichmar llama, signos de
percepción, y que tratan de definir esas experiencias previas a que el sujeto
disponga de la capacidad de representar; en todo caso, ocupará un lugar
previo al orden simbólico, pero preparatorio precisamente de ese orden.
Nuestra hipótesis, todo trabajo tiene que tener una hipótesis, aunque sea de
bolsillo, de quita y pon… Nuestra hipótesis defiende que ese ritmo que se crea
en los primeros intercambios entre el bebé y su cuidador, y que produce lo que
Stern denomina entonamiento afectivo, ese ritmo, es la matriz sobre la que se
funda el tercero analítico. ¿Qué es el tercero analítico, para algunos un
concepto común y cotidiano, para otros más extraño? El tercero analítico es lo
que sustenta que, una vez creado el vínculo entre terapeuta y paciente, este
vínculo resista las adversidades inevitables de todas las relaciones.
El psicoanálisis ha comenzado un proceso necesario, la desmitificación del
terapeuta, después de todos los excesos y absurdos a que eso había dado
lugar, después de la esclerosis de la práctica a la que obligaba. Recordemos
ese punto de partida que signa Paula Heinmann en su artículo On
countertransference.
Ese descentramiento también del terapeuta, que era una tarea inaplazable,
conlleva, sin embargo, que nos preguntemos: ¿cómo se sostiene la experiencia
terapéutica, eso que decía Freud es el primer objetivo: ligar al paciente a la
figura del médico, al tratamiento diríamos ahora, cómo abordamos esa
problemática de la adherencia al tratamiento?
Mi experiencia es que ese vínculo no se sostiene por la brillantez de las
interpretaciones del analista, ni por el deseo del analista, ni por la capacidad de
sugestión, ni siquiera de empatía. Es algo mucho más primario e inconsciente
que denominamos tercero analítico, o si prefieren terceridad, heredero o
evolución del entonamiento afectivo, del ritmo de intercambios primarios creado
entre el infante y la madre.
- El tercero, para Jessica Benjamin, es una cualidad de la experiencia de
la - relación subjetiva que produce un cierto espacio mental interior.
- Es un principio, una relación, una función.
- No es el analista, no es el paciente, es algo que surge entre los dos y no
pertenece a ninguno. Las resonancias con el espacio transicional de
Winnicott son evidentes.
- El tercero no está en la mente del analista: el insight es una experiencia
intersubjetiva que altera el self de la pareja terapéutica.
No soy el único en considerar que Lacan percibe la importancia de este tercero
en el trabajo analítico, para Lacan el tercero es lo que libra a la relación
terapéutica del derrumbe, y esa función la cumple lo imaginario, en un primer
momento, pero la tesis lacaniana que conocemos y que se transmite en su
enseñanza es otra: el tercero es el lugar que ocupa el padre simbólico al
establecer el corte, la prohibición en la dualidad narcisística e incestuosa entre
madre e hijo.
La idea del tercero es que podemos mantener una representación del mundo
válida frente a fracasos y decepciones que lo cuestionan. Así ha estado ligado
a la fe en el amor, la bondad humana y el valor de la legitimidad, es decir, de la
ley.
Es el espacio mental intersubjetivo que se crea en la cesión del analista. Este
aspecto de cesión del analista, es fundamental. La tesis de la autora es que
ante un momento de incomprensión o de confrontación con el paciente, es el
analista el que tiene la posición más adecuada, y por lo tanto es al que le
corresponde ceder ante el otro. Y esa cesión instaura un tercero que garantiza
el vínculo.
¿Por qué? Porque implica el reconocimiento del punto de vista del otro sobre la
realidad, un cierto abandono de sí mismo y una conexión con la mente del otro
que acepta su conexión y su diferencia.
La experiencia de sintonía, de vinculación, de empatía, se ve continuamente
interrumpida y es tarea del analista restaurarla, con la ayuda del paciente. El
tercero no es algo garantizado estático, por el contrario es dinámico y abierto,
no es el Orden Simbólico que antecede y trasciende al sujeto, es una creación
intersubjetiva y, precisamente por ello, ha de restaurarse continuamente. La
ruptura de la terceridad lleva al estancamiento, a la repetición, al impasse.
Convendría también hablar de la renuncia al narcisismo, de la aceptación
temporal de ser objeto para el otro. Sin embargo la precisión de J. Benjamin es
para nosotros fundamental: ser objeto para poder ser en algún momento
sujeto, otro sujeto. Para devenir sujeto. Allí donde hay objetos, habrá sujetos
dice la autora. La subjetividad no es algo dado, se conquista y se mantiene.
Pero tener un sentido propio a veces implica oponerse a la opinión general
mayoritaria.
Ser un sujeto no es algo garantizado, ni por sí mismo ni para el otro, el otro de
la terapia en este caso.
Conclusiones
Nuestra tarea como terapeutas es facilitar la creación o la recreación de ese
entonamiento afectivo, de ese ritmo de intercambios que dará lugar a la
aparición de un tercero compartido. Ese lugar protegerá el tratamiento frente a
la destrucción del vínculo inevitable, a las rupturas, a las desconexiones, a las
separaciones: como la madre en Winnicott, ha de sobrevivir al odio infantil para
ser real.
Ese tercero compartido se destruye por nuestros lapsus, fallas, disociaciones y
vulnerabilidades, también por las ilusiones inevitables del terapeuta respecto
del tratamiento.
El terapeuta que sobrevive a su propia desregulación así como a la de su
paciente, que puede sentir la desesperación y demanda sin retaliación y sin
colapsarse, aparece ahora como externo e independiente, aunque no tan
lejano como para no ofrecer consuelo y empatía. Esta experiencia del tercero
diferenciador… es lo que significa reconocer la subjetividad independiente del
terapeuta.
(*) Congreso de FEAP. Madrid, 9 de noviembre de 2017
NOTAS
(1) Lara Lizenberg. Ritmo, el uso lúdico de la estructura
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