Me gustaría comenzar este capítulo contándoles un episodio que él mismo ha motivado, pues creo que ilustra de forma muy gráfica lo que he llamado fantasía de invulnerabilidad.
Verán. Mientras preparaba este trabajo quise hacerme con dos libro en francés que me pareció que tenían que ver con el tema, y los solicité a Amazon.fr con tiempo suficiente para recibirlos y leerlos antes de mi intervención. Uno de ellos llegó tal y como estaba previsto, según la fecha que te proporciona el vendedor, el otro se demoró más allá de la misma. Durante esos días de retraso recibí, como suele ser habitual, un correo de Amazon solicitándome que evaluase el servicio prestado. Puntué positivamente el libro recibido, y califiqué el correspondiente al que todavía no había recibido con un rotundo “Éxecrable”. Al mismo tiempo, como aconseja la página, me dirigí al vendedor y le interrogué sobre la inexplicable demora. Cuál no sería mi sorpresa cuando, a vuelta de mail, el vendedor, que firmaba como Stéphane, me envió la siguiente respuesta:
“Ce délai est en effet un peu long mais il n'est pas anormal non-plus. Je pense que vous allez recevoir le livre dans peu de temps. Revenez vers moi d'ici quelques jours, et si vous n' avez toujours rien reçu je vous rembourserai votre achat. Encore une fois, je vous présente mes plus sincères excuses pour ce contre-temps. En vous souhaitant une très bonne journée. Stéphane.
PS: Je viens de voir votre évaluation à mon égard. Je ne comprends vraiment pas pourquoi vous me tenez responsable de cela sachant que j'ai expédié votre commande le lendemain de votre achat. J'espère de tout coeur que vous allez bientôt recevoir votre livre et que vous serez d'accord pour revoir votre évaluation car je risque maintenant de ne plus avoir le droit de vendre sur amazon. Amazon est ma seule source de revenus et j'espère vraiment votre compréhension. Je reste bien entendu à votre disposition pour tout autre question. Vous pouvez aussi me téléphoner au …” (3)
La explicación de Stéphane me llenó de perplejidad por unos momentos. Me apenaba realmente que mi enfado pudiese perjudicarle. Yo había respondido a una evaluación impersonal sin pensar en ningún momento que comportaría perjuicio alguno para una persona concreta, sino dejándome llevar por el ejercicio racional de mis derechos como “consumidora”. Y ahí estaba Stéphane, haciéndome partícipe sin complejos de su fragilidad.
A partir de ese mail mantuvimos una correspondencia fluida y amable sobre los pormenores del envío, hasta que finalmente, dieciocho días después de la fecha prevista, el libro llegó y pude modificar mi evaluación sobre Stéphane. Como sugiere la opción de Amazon que elegí: el vendedor había resuelto mis problemas.
Sirve esta anécdota para ilustrar las relaciones impersonales que establecemos en este mundo virtual, relaciones que producen casi estructuralmente un incremento de la hostilidad… o de la impaciencia. Si el vendedor hubiese tenido un nombre y un rostro desde el principio de nuestros intercambios mi evaluación no habría sido tan estricta. El anonimato contribuye a reacciones intemperantes, en alguna medida crueles e intolerantes, tal y como señala Soto Ivars (4) hacia los otros, convertidos en una simple función sin rostro. Lo que he llamado en otros trabajos, el otro funcional.
En el psicoanálisis la idea de la fragilidad del ser humano, debida a su dependencia de los otros y a su extrema precariedad biológica en el nacimiento, está en la base de nuestra teoría y de nuestra práctica. Nacemos extremadamente vulnerables y necesitamos varios años de crianza con humanos para que nuestro cerebro termine de formarse. Esta aparente desventaja, frente a otros mamíferos que necesitan solo unos minutos para caminar -vean si no el nacimiento de esta cría de jirafa https://www.youtube.com/watch?v=kOA0iVmqApo- nos convierte al mismo tiempo en la especie que más debe al aprendizaje y, por tanto, que mayor plasticidad tiene a la hora de socializarse. Dependemos más de la cultura que de los instintos animales, más de las ilusiones y deseos que de las supuestas necesidades biológicas, que podemos someter a nuestras convicciones, como nos muestran los curas y las monjas (a pesar de que puedan hacerse con razón ciertas bromas sobre la pederastia en la iglesia que desmentiría mi afirmación anterior), o quienes inician una huelga de hambre por motivos ideológicos.
Todo esto para decir que el homo sapiens sapiens, como bien afirma José María Asensio Aguilera (5), muy bien podría haberse denominado Homo fragilis, aunque nuestra sociedad actual se esfuerce por hacérnoslo olvidar, como trataré de exponerles aquí. Nuestra fragilidad ontológica es tan elocuente que un psicoanalista, Luis Hornstein (6), ante el hecho de que todos fuimos desvalidos, se preguntará sobre cuáles son las circunstancias que hacen que algunos humanos dejemos de serlo, y de dónde provienen los recursos para la adquisición de cierta autonomía y seguridad, lo que sugiere que la verdadera pregunta ha de hacerse sobre el esfuerzo de los seres humanos por sostenerse y vertebrarse con los insuficientes recursos con que venimos al mundo.
El sociólogo Norbert Elías se esforzó por criticar la moral de la autosuficiencia defendiendo la intrínseca necesidad y dependencia de los hombres entre sí, señalando cómo el sentido de la vida solo surge de la relación de los hombres y las mujeres entre ellos. El individualismo y el aislamiento son productos de la industrialización; de hecho, nuestra moderna cultura individualista surge en el siglo XVI con la progresiva invención de la subjetividad. Entre los cazadores recolectores de nuestra prehistoria no existía el concepto de individuo sino que la identidad era grupal, relacional, basada en el lugar y las funciones que desarrollaba cada cual en la tribu. La fantasía de individualidad (7) es una invención patriarcal, como bien nos muestra Almudena Hernando en sus obras. Sin embargo, y a pesar de todo el tiempo transcurrido, un psicoanalista argentino, Enrique Pichon- Riviére, pensaba que seguíamos teniendo los mismos miedos que nuestros ancestros: a la pérdida y al ataque. Miedos que hoy están siendo negados por la subjetividad que nuestro sistema económico y social nos solicita y se fuerza por generar.
Al hombre no le gusta someterse a los límites. En primer lugar, porque forma parte del reino de los seres vivos, y como toda forma de vida, tiende a expandirse, emplea para ello los recursos que le ofrece su entorno, a riesgo de agotarlos. En segundo lugar, porque en el ser humano la conciencia del yo está tan desarrollada que todos ellos – todos nosotros- se sienten algo absoluto. Así de contundente se expresa François Flahault, en su excelente libro El crepúsculo de Prometeo (8), donde explora la vocación prometeica del hombre occidental, que elevó el mito de Prometeo, y su ideal individualista de dominación, grandeza y poder, a alturas inconcebibles, desde el Renacimiento hasta nuestros días, haciendo honor a la ambición que ejemplifica el mito mismo.
Veamos. Prometeo, según la Biblioteca Mitológica (siglo I o II d. De Cristo) fue el creador de los hombres, que moldeó con barro y agua. Es el titán que le robó el fuego a Zeus para dárselo a los hombres e inaugurar así las artes y la cultura, junto con la palabra. Pero, además de esos dones, Prometeo les ofrece implícitamente la tentación de la desmesura, lo que los clásicos llamaban hybris, que es lo que posee al joven Ícaro, hijo de Dédalo, cuando se eleva hacia el sol, desoyendo el consejo de su padre.
Además, en Prometeo encadenado, Esquilo escribe así:
Coro: ¿Entre los dones concedidos, tal vez no has ido más allá?
Prometeo: Sí, he impedido a los hombres ver su suerte mortal.
Coro: ¿Y qué remedio has descubierto para esta enfermedad?
Prometeo: He alimentado en ellos ciegas esperanzas.
Coro: Un don de gran utilidad has dado así a los hombres.
El espíritu prometeico niega la muerte, nos aleja de la mortalidad con ciegas esperanzas, un hermoso don que nos hace vivir la vida sin deprimirnos ante la evidencia de nuestra finitud; pero esperanzas que también nos alejan del conocimiento de los límites propios y de los del planeta, a riesgo de acabar con los recursos de unos y otros.
Son infinidad los pensadores contemporáneos que han subrayado los ideales de juventud impuestos en nuestras sociedades, apoyadas en los avances de una ciencia que promete la inmortalidad. Mientras que la juventud es potencia y fuerza, la vejez es sinónimo de enfermedad y muerte, y estas son ocultadas y negadas en beneficio de una representación de las edades del hombre que las excluye: seremos inmortales como los dioses, nos dicen convincentes especialistas en las famosas Ted Talks (9) Negar el envejecimiento es negar la vulnerabilidad del ser humano que está en el origen de nuestra condición: somos humanos porque somos dependientes de los demás, nacemos en una cultura en brazos de los otros significativos, sin cuyo sostén no lograríamos llegar a serlo.
Para sostener esa ficción prometeica de negar la muerte confiamos en el optimismo científico y en cuatro errores o ilusiones necesarios para creer en él. Sigo a Flahault, que enumera estos errores:
El primero es creer que el hombre no forma parte de la naturaleza, y que puede explotar la tierra a su antojo, sin límite alguno (Trump, Bolsonaro y nuestros locales españoles de ultraderecha siguen pensando y proclamándolo así).
El segundo error o ilusión consiste en creer que donde hay racionalidad no hay desmesura, hybris, cuando sabemos que los seres humanos no abandonan por la razón su tendencia a lo ilimitado, su tentación de omnipotencia.
El tercero sería negar la interdependencia humana, lo que ha conseguido el triunfo del individualismo, como veremos aquí.
El cuarto y último error consiste en la ilusión de creer que existir de manera incondicional y absoluta, es decir, alcanzar la felicidad, puede lograrse realmente. Lo que constituye otra forma de desmesura, ya que no podemos ser completa y constantemente felices. Lo siento.
Como es fácil observar, el sujeto contemporáneo o posmoderno, neocapitalista y neoliberal, está construido en base a todas estas premisas. Es un sujeto que mantiene la ambición prometeica de alcanzar la inmortalidad y negar los límites; un sujeto empeñado en negar la castración, como diría nuestro querido y, casi siempre, admirado Sigmund Freud.
Pues bien, el mito occidental de Prometeo, y también sus derivaciones, desde Descartes y Goethe hasta Niezstche; el ideal de ser como dioses, es un mito absolutamente viril, es decir, profundamente patriarcal: el autoengendramiento del hombre (Prometeo modeló en barro a los primeros hombres en una versión del mito), el saber y el poder, la emancipación y la audacia son representados como exclusivos de los varones, pues de todos ellos ha estado intencionadamente excluida la mujer. Fue una mujer, sin embargo, la que posibilitó hace doscientos años, una mirada nueva sobre el mito del héroe que se enfrenta a Zeus padre para arrebatarle el fuego en busca de la inmortalidad: la jovencísima Mary Shelley, con su obra Frankenstein, El moderno Prometeo. (10)
El joven doctor Víctor Frankenstein ambiciona crear vida humana, pero cuando lo consigue se horroriza de la criatura que ha creado. Su ambición desmesurada, su omnipotencia, le persigue hasta el final de la novela, en la que morirá a consecuencias de su empeño en perseguir al monstruo a través de los hielos árticos. Frente a él, como antítesis, la mesura del capitán que lo recoge, Whatson, quien al ver amenazado su barco por la presión ejercida por los hielos, decide abortar su misión, mesurar su ambición, y regresar a casa.
Es la misma mesura que muestra Dédalo, el padre de Ícaro, a quien podemos tomar como modelo de una ambición comedida, que contempla y tiene en cuenta los límites, como apuntamos más arriba. Dédalo advierte a su hijo de que, con las alas que él mismo ha construido con plumas y cera, no vuele cerca del sol ni descienda hasta las aguas del mar, pues el calor del sol derretiría la cera con la que están sujetas las plumas, y el agua las haría demasiado pesadas. Pero Ícaro desoye el prudente consejo paterno – es patrimonio de los jóvenes desoír la autoridad–, y vuela tan alto que el sol derrite la cera y se estrella contra la superficie del océano, mientras que su prudente padre llega sano y salvo a tierra.
Antítesis también entre la desmesura y la prudencia es la relación entre Antígona (11) y su hermana Ismene (12) quien le advierte de su exceso de orgullo al oponerse a la ley de la polis e imponer el deber familiar de enterrar a los muertos. Habla Ismene:
Yo por mi parte, pidiendo a los de abajo que tengan indulgencia, obedeceré porque me siento coaccionada a ello. Pues el obrar por encima de nuestras posibilidades no tiene ningún sentido (pag. 139).
Obrar por encima de nuestras posibilidades no tiene ningún sentido, advierte con moderación. Pero la prudencia de Dédalo, del capitán Robert Walton o de Ismene no gustan al hombre occidental que huye de los límites y se identifica, por el contrario, con la rebeldía de Prometeo y de Antígona, con la ausencia de límites de Ícaro. Como señala Flahault: “En general, la tradición filosófica occidental ha dedicado mucho más esfuerzo a enmascararnos nuestra vulnerabilidad que a reconocerla y pensarla. Sorprende constatar hasta qué punto la herida narcisista que nos infligen nuestra dependencia y nuestra vulnerabilidad nos hace crédulos respecto de discursos que, al negarlos, nos permiten ser en idea lo que no somos en la realidad.” (pag. 161).
La filósofa feminista Judith Butler (13), en la última conferencia que ofreció en España en el CCCB, el 17 de abril de 2018, reflexionó sobre la interdependencia entre los seres humanos e identificó la idea de que los hombres somos como islas (unos Robinson Crusoe autosuficientes), tan cara al liberalismo, como una teoría sexista y ridícula, apostando por un necesario reconocimiento de la vulnerabilidad y la dependencia mutuas. Una idea que está en el centro del pensamiento de Esquirol (14) sobre la proximidad, o de Marina Garcés y su conexión entre vulnerabilidad como la revelación de no poder ser sólo un individuo. Lo mismo recoge Adam Phillips en su libro Elogio de la bondad (15). Nos pertenecemos los unos a los otros - cita al filósofo Alan Ryan-, y la vida buena es la que refleja esta verdad.
Sin embargo, hoy esta verdad ha pasado a ser clandestina. Las grandes aspiraciones dictadas por el pensamiento hegemónico para nuestros contemporáneos son la independencia y la autonomía, y aceptar ese "pertenecernos los unos a los otros" inspira temor y silencio, pasando a ser uno de los grandes tabúes de nuestra sociedad, de tal forma que toda muestra de vulnerabilidad y dependencia nos produce vergüenza. Un sentimiento que, precisamente, aparece en los hombres y las mujeres cuando sienten que se alejan de los ideales que se han impuesto y son descubiertos por los otros. Los ideales de omnipotencia a los que nos referiremos.
Ahora bien, ¿qué sujetos produce el neoliberalismo?
Lascia ch`io pianga
Ma cruda sorte
Fréderic Häendel, Ach, Homo fragilis
Ya en 1986 Ulrick Beck hablaba de la sociedad del riesgo, incluyendo en este concepto no solo los riesgos medioambientales y económicos, sino la profunda crisis de las instituciones sociales, la ampliación del capitalismo, la ruptura de lazos sociales, la uniformización en el pensamiento; Zygmund Bauman (16) apuntó, en sus ensayos sobre la modernidad y el amor líquidos, en la misma dirección.
Otro filósofo que interpreta nuestro caótico mundo actual, Slavoj Zizeck, en su libro Esferas (17) señaló cómo los seres humanos hemos perdido la protección de los mitos, de las ideologías y de una visión del mundo protegida por las esferas celestes del modelo ptolomeico que se perdió con el desarrollo de la astronomía: el descubrimiento del universo frío que Pascal y Niezstche identificaron como fuente de temor para los hombres. Sin esferas protectoras, ni la placenta, ni la familia, ni las ideologías, ni mitos ni religiones, los hombres y las mujeres percibimos nuestro brutal desamparo ante el universo frío. Preciosa metáfora.
Vivimos, pues, un tiempo sin certezas. Nos encontramos en sociedades generadoras de un enorme nivel de precariedad y de angustia, de miedo, llenas de incertidumbre sobre el futuro, donde el trabajo no da ninguna estabilidad y la identidad de género está en constante revisión. Trabajo e identidad de género que han sido hasta hoy dos columnas vertebrales de nuestra identidad individualizada posmoderna. Todo esto produce, en palabras de otro filósofo, Paul Virilio (18) : “… un mundo que descubre que tiene buenas razones para tener miedo, pero que continúa convencido de que sólo se salvará aumentando cada vez más la velocidad y tratando de lograr la ubicuidad” (pag. 12).
En nuestra sociedad actual se ha producido un desprestigio de los valores tradicionales, así como la deconstrucción de los grandes relatos y el avance de ideales individualistas, lo que ha debilitado las instituciones que nos protegían: la iglesia, la familia extensa, los sindicatos o el Estado del bienestar. Además, nos acecha el miedo a la desaparición de nuestro planeta, al terrorismo, a la precariedad, incrementando los niveles de incertidumbre. El miedo se ha vuelto cósmico, pues tememos no tener ningún control de la realidad ni ninguna institución que nos proteja. Y este miedo cósmico está vinculado con la velocidad, que hace que percibamos una realidad alterada, virtual, donde apenas se conserva la materialidad y la corporalidad del mundo, cuya lógica es informacional.
Cuando asistí, en 2014 en Barcelona, a la excelente exposición Big data, sobre el mundo virtual y sus retos, lo que más llamó mi atención fue la materialidad de ese mismo mundo, aparentemente evanescente. Nuestros ordenadores están interconectados gracias a una cantidad ingente de pesados cables que recorren de punta a punta los océanos del mundo. Cables enormes, dañados por huracanes, tiburones o barcos de pesca, que necesitan ser reparados costosamente por buzos y artefactos, por trabajo humano. A esto, añadamos edificios gigantescos construidos para albergar los megaordenadores que recogen la información y la distribuyen, refrigerados por cantidades inimaginables de energía. Fisicidad extrema en un mundo que se ofrece como exclusivamente virtual, sin más referente físico que la belleza del diseño minimalista de nuestro portátil. Jamás, antes de ver esa muestra, hubiera sospechado lo que aprendí allí: el trabajo físico, instrumental, mecánico, medieval, el tiempo previo que necesita el disfrute de las nuevas tecnologías y de la velocidad que implican. Lo sé, lo sé, soy una completa ignorante tecnológica. Pero confíen un poco en mí, sigamos con la velocidad.
Como la confianza necesita tiempo para construirse, como sin lazos ni vínculos sólidos no hay fe en el otro que resista, la confianza en nuestros semejantes no sobrevive bien al mundo de la instantaneidad. Nos hacemos desconfiados por desconocimiento del semejante, que se torna más y más inmaterial (recuerden al pobre Stephane de Amazon con el que iniciamos este recorrido), por lo que Virilio pronostica un nihilismo radical a corto plazo, un no creer absolutamente en nada que ya se percibe y se expresa en la desafección política de nuestras sociedades. Bonito panorama, dirán. Ejemplificar con el abstencionismo de las últimas elecciones autonómicas andaluzas de 2018 este punto, donde la abstención fue de un 41,42%, es una obviedad que, sin embargo, no me resisto a no utilizar, por su eficaz elocuencia.
Además, ya lo habrán notado, los individuos posmodernos nos resistimos a estos argumentos aparentemente catastrofistas, pues salimos corriendo ante el sufrimiento que implica estos conocimientos. Pero nuestro esfuerzo por no verla no elimina la realidad. Pues bien, el miedo cósmico, la incertidumbre, el desafecto y el individualismo han generado un desplazamiento de la fobia, como temor a un objeto preciso, por la angustia, experimentada como un malestar indefinido y sin objeto aparente. Vamos a explicarlo.
Tal y como escribe Bauman (19), el miedo cósmico que según Batjin es innato al ser humano, miedo a lo inconmensurable, se domestica en las distintas culturas con el recurso a las religiones, que lo convierten en un miedo oficial, más manejable, pues, allí donde el primero producía una angustia indefinida a lo desconocido, este miedo domesticado tiene la posibilidad de representar el peligro en algo concreto (los bárbaros, los inmigrantes, las mujeres, los extraterrestres), y convertir, como señaló Freud, la angustia en fobia, con la consiguiente posibilidad de aumentar nuestra capacidad de defendernos contra ella. Antes de la modernidad, el ciudadano del mundo estaba protegido por identidades fijas, tribales, gremiales, profesionales, de género, y por la obediencia a la autoridad, representada por el señor feudal, la monarquía, la iglesia. El miedo al otro era concreto, los enemigos tenían rostro y se podían identificar. Veían un estandarte con otros emblemas y corrían a protegerse al castillo, cuyas murallas garantizaban cierta seguridad. Estaríamos ante la fobia, simplificando mucho.
Sin embargo, en las sociedades del capitalismo financiarizado, el adelgazamiento del estado y de la protección que este ofrecía han convertido las fuentes del miedo oficial en insensibles y sordas, como ya lo eran las del miedo cósmico, de modo que regresamos a la angustia sin nombre, indefinida, cuyas manifestaciones más evidentes se hacen notar en el incremento constante del malestar psíquico y del consumo de psicofármacos.
Así pues, el miedo cósmico ha sustituido la fobia por la angustia, dado que ya no hay un objeto definido como aterrador del que protegerse, sino que el peligro es difuso y acéfalo (el mercado, el neocapitalismo, el individualismo, el cambio climático). Amador Fernández Sabater (20) afirma que:
“En nuestras sociedades, la vida se vuelve cada vez más precaria: la indefensión y la desprotección son tendencias generales, transversales.”
El capitalismo hoy no mira simplemente por su reproducción regulada, sino que busca incesantemente la conquista de nuevos territorios objetivos y subjetivos: nuevas tierras y nuevas capas del ser que explotar. Es un capitalismo de rapiña. Como defensa a este estado de pánico que nos deja más indefensos que cuando el estado de bienestar velaba por nosotros, se producen diferentes respuestas. Una de ellas es la insensibilización radical que también señala Sabater. Esta conquista permanente requiere, no sólo de la abolición de las viejas regulaciones y protecciones (fruto muchas veces de las luchas de la gente de abajo), sino de una insensibilización radical (21) En la guerra de todos contra todos, la competencia general y el sálvese quien pueda, el otro debe percibirse ante todo como obstáculo o amenaza: como enemigo.
Es esa insensibilidad radical, esa negación de los sentimientos, y la instalación en un orden de respuesta retaliativa, reactiva, de represalia, de ley del Talión, lo que sostiene la fantasía de invulnerabilidad que caracteriza al sujeto producido por el modo de producción del capitalismo tardío. La competitividad que el mercado, convertido en amo absoluto, exige, es contraria a la solidaridad y a la reflexividad, pues se trata de obtener el éxito a toda costa, y se ha instalado en las relaciones humanas para quedarse. Unas relaciones que buscan el éxito y en las que se desprecian y se descuidan los lazos interpersonales. El vocabulario de la empresa, del capitalismo, ha impregnado las relaciones humanas. Ahora, más que ciudadanos o vecinos, somos emprendedores y consumidores.
Como se ha mostrado hasta la saciedad desde la sociología, la filosofía o el psicoanálisis, (Sennett, Bauman, Beck, Ricardo Rodulfo, Butler), el sujeto producido por la modernidad tardía -que toma como modelo la invulnerabilidad de la juventud- es un ser individualista, supuestamente omnipotente y pretendidamente autónomo, que niega la fragilidad. Un sujeto alexitimico, con escasa mentalización (capacidad para identificar y expresar sus pensamientos y afectos), por tanto, dado más a un funcionamiento imaginario narcisista que a la tristeza de la reflexividad simbólica.
Detengámonos un momento a explicarlo. En este contexto, el olvido y el desarraigo afectivo se presentan como condición sine qua non para la adaptación social y para el éxito, pues los imperativos del régimen de verdad que nos afecta exigen individuos flexibles, fragmentados y compartimentados, cuyo mecanismo de defensa básico no es ya la represión propia del sujeto moderno freudiano, sino la disociación que le permite desvincularse rápidamente, desconectar del conflicto y de los vínculos y compatibilizar actitudes opuestas sin demasiada angustia. Nos detendremos después a explicar este punto.
Un individuo que huye de los sentimientos, incluido el de su propia vulnerabilidad, sus limitaciones o sus carencias -su fragilidad-, construyendo un falso self (22), identificado con la fortaleza y una fantasía de invulnerabilidad, que lo haga capaz de sobrevivir a las exigencias que le impone nuestra cultura occidental globalizada. Los valores que se proponen para la construcción de los sujetos en ella socializados serían los que imperan en el neoliberalismo: individualismo a ultranza, acumulación de experiencias (23), relaciones superficiales y plurales (24), vínculos frágiles, deslocalización y consumo. Zygmunt Bauman denuncia un fetichismo de la subjetividad característico de la sociedad de consumidores, y la subjetividad de los consumidores contemporáneos está hecha exclusivamente de elecciones de consumo, por lo que nos encontramos con un yo vaciado que rechaza constituirse en sujeto.
Como dijimos, para Adam Phillips (25), la bondad, en tanto solidaridad, generosidad y cuidado de los vínculos con los otros, se desprecia, o se convierte en un placer clandestino, secreto, pues confesar la bondad o practicarla nos hace vulnerables. La propuesta es, por el contrario, ser autónomos e invulnerables, amos absolutos de nuestra vida, sin necesidad alguna de vínculos.
Vemos, pues, que los factores de protección ante la vulnerabilidad ontológica del ser humano se han dinamitado en nuestra cultura; además, y como efecto de lo anterior, se tiene la sensación de que no hay nada que hacer para cambiar las cosas, pues, como dice Miguel Benasayag (26): “Notre ‘ne rien faire’ va dans le sens de ne pas s´opposer á l´ordre d`un monde qui est lié, paradoxalment á une hyperactivité conformiste”. (pag.9) (27).
La impresión de no poder hacer nada sume a los hombres y mujeres actuales en una especie de indefensión aprendida que pasa desapercibida, pues en lugar de abocar en una pasividad, como estudió Seligman, desemboca en una negación de esa vulnerabilidad y en una compulsión a actuar, a menudo, vacía, como veremos, enfocados ambos a construir una falsa representación de omnipotencia. Y,sin embargo, a pesar de estas aspiraciones de autonomía e invulnerabilidad -como señala Judith Butler (28) - la figura del individuo absoluto, en el sentido etimológico del término “absoluto”, es decir, “carente de relación”, se revela de este modo como una insólita abstracción con arreglo a la cual, no obstante, gira nuestra civilización individualista.
La producción no solo produce un objeto para un sujeto, sino también un sujeto para el objeto, afirmaba Karl Marx; el capitalismo es, pues, un modo de producción de subjetividades. Nuestras sociedades actuales no son compatibles con la fragilidad del ser humano (29) y, para hacerle frente a esta inhóspita realidad, la construcción subjetiva contemporánea ha sufrido unas modificaciones considerables que han dado lugar a nuevas subjetividades que nada tienen que ver con el hombre moderno freudiano.
Hemos calificado al sujeto adaptado a estos requerimientos como invulnerable e invertebrado, y nos interesa investigar estas características en algunos síntomas del malestar contemporáneo como la obesidad; el recurso a la actuación como defensa; los hombres y mujeres huecos; la fantasía de invulnerabilidad en las relaciones erótico- afectivas; la masculinización de las mujeres y, por último, el optimismo tecnológico que nos consuela con esperanzas vanas de soluciones científicas, mágicas en realidad, frente al deterioro medioambiental del planeta.
La epidemia de obesidad mórbida ha mostrado un modo de defensa grato a la fantasía de invulnerabilidad: la racionalización. La fábula de Esopo sobre la zorra y las uvas es un ejemplo claro de la intelectualización o racionalización, que es como llamamos los psicoanalistas a la justificación de una debilidad convirtiéndola en ventaja. Traemos aquí la fábula, en su versión de Samaniego, por su exquisito valor explicativo:
“Es voz común que a más del mediodía,
en ayunas la Zorra iba cazando;
halla una parra, quédase mirando
de la alta vid el fruto que pendía.
Causábala mil ansias y congojas
no alcanzar a las uvas con la garra,
al mostrar a sus dientes la alta parra
negros racimos entre verdes hojas
Miró, saltó y anduvo en probaduras,
pero vio el imposible ya de fijo.
Entonces fue cuando la Zorra dijo:
No las quiero comer. No están maduras.
No por eso te muestres impaciente,
si se te frustra, Fabio, algún intento:
aplica bien el cuento,
y di: No están maduras, frescamente.”
El obeso posmoderno no se culpa de su desmesura, sino que discute el ideal estético de delgadez para ampliarlo y crear un ideal sustitutivo. El empoderamiento de las mujeres y la aceptación de las infinitas variaciones de los cuerpos han contribuido a un discurso, bendecido como lo políticamente correcto, donde la deformidad poco saludable de la obesidad mórbida se convierte pretendidamente en ventaja, en una forma de diversidad y de belleza. La trampa del relativismo neoliberal ha hecho el resto, tratando esa desmesura como una variedad corporal más. Modelos como Tess Holliday (30) se muestran orgullosas de sus 120 kilos, no solo negando la patología que encierra su obesidad, sino haciendo ostentación de ella.
Recurrir a la actuación continua para huir de cualquier posible percepción de la fragilidad es un mecanismo cada vez más utilizado por los jóvenes, y no tan jóvenes, a quienes el mercado les exige emprender, desplazarse, elaborar currículum variados, no detenerse nunca. La inmovilidad es sinónimo de angustia, la inhabitable habitación de Pascal, que refleja al hombre solo con su vacío de identidad estructural, es hoy más que nunca, imposible de soportar en un mundo hiperconectado, donde la identidad imaginaria, adherida a los modelos propuestos socialmente, sustituye a cualquier creación subjetiva.
Hombres y mujeres huecas, indiferentes al sufrimiento propio y ajeno, amorales, lánguidos, sin compromisos sociales ni lealtades personales, zombis, así son también los hiperadaptados al sistema. Hombres huecos, con sus cabezas llenas de aserrín, como les llamó Eliot, masa indiferenciada y pronta a cambiar de patrón, pues, invertebrados, carecen de puntos sólidos de referencia, y su peligrosa maleabilidad les permite cambiar de amo sin pudor. Clínica del vacío, ausencia de subjetividad, normopatía sin conflicto donde la angustia, cuando aparece, lo hace sin nombre ni representación, generalizada.
La particular constelación de los individuos contemporáneos en las relaciones afectivas, nos hace vincular la fantasía de invulnerabilidad a la huída de los afectos. Especialmente, el vínculo amoroso produce dinámicas nuevas, miedo al compromiso y amores de usar y tirar que hemos teorizado como Modelo Tinder (31) en irónico homenaje a la famosa aplicación de contactos. Las consecuencias que esta regulación nueva de los protocolos de conquista y del vínculo erótico ha comportado para las mujeres ha sido una rigurosa disciplina emocional que mutila y niega sus necesidades afectivas, y también su progresiva masculinización (32) para adaptarse a la propuesta afectiva hegemónica, más afín a la tradicional educación sentimental que el patriarcado asignó a los varones.
En otro orden de cosas, la omnipotencia se advierte también en el optimismo tecnológico que presenta como posible un mundo feliz, sin sufrimiento ni dolor, a costa -eso sí- de que sucumbamos a una radical homogenización, una muestra más de la fantasía de invulnerabilidad, en esta ocasión como negación colectiva de los límites del planeta.
La individualidad imperante muestra el éxito de una constelación psíquica identificada con la invulnerabilidad y deficitariamente vertebrada, lo que le permite una adaptación sin conflicto -facilitada por la disociación- a pulsiones contradictorias. Una individualidad que es adoptada por los hombres y mujeres contemporáneos para sobrevivir a la creciente incertidumbre que caracteriza al sistema neoliberal e inhumano que nos gobierna, a partir de la negación de la fragilidad, mediante la identificación con un self grandioso, invulnerable e invertebrado.
La resistencia a estas operaciones performativas de individuos iguales pasa por oponer a esa individualidad una subjetividad creativa y dinámica, vertebrada y frágil, apoyada en los vínculos y en el compromiso con los otros próximos.
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