Dicen que para muestra basta un botón. Y este dicho bien puede representar exactamente lo que la maquinaria pornográfica produce: una imagen totalizadora que condensa y sintetiza aquello que se dice que es el sexo (y debe ser). Basta una película porno para encontrar aquellos recursos que una y otra vez se repiten en todas las otras películas del género. Más allá de las pequeñas variaciones de cada relato, las secuencias narrativas son siempre las mismas: el superpoderoso pene que penetra lo que encuentra a su alcance; la mujer extasiada que –en las mil y una posiciones– abre su vagina, su boca y su ano para recibir gustosa al héroe falo; la infaltable proeza del mete-saca y la eyaculación como final. Una misma mercancía que una y otra vez sale expulsada de la maquinaria pornográfica.
La pornografía tiene sus inicios en la literatura erótica del siglo XIX y ha tenido múltiples expresiones en distintos dispositivos. Pero el porno tal como lo conocemos ahora tuvo su explosión a partir de los años 70 (tomando como paradigma inicial a la película Garganta Profunda de Gerard Damiano) y fomentó el desarrollo de una industria cinematográfica sin precedentes que ahora encuentra nuevas formas de expresión, expansión y consumo a partir de Internet y los nuevos dispositivos tecnológicos al alcance de un público masivo. Éste es un producto inmerso en el mercado de los bienes culturales masivos, donde la propuesta ya no es tanto promover la producción de contenidos sexuales auténticamente diversos sino aquellos que han demostrado su efectividad y consumo. Mercado. Cuerpo. Roles sexuales. La particular expresión que la pornografía hace de estos tres elementos y la relación que se establece entre ellos es lo que la pospornografía criticará e intentará de-construir para que nuevas modalidades de producción, consumo, representación del cuerpo y de la sexualidad sean posibles.
Producción y consumo del porno mainstream
De la mano de las innovaciones técnicas y la incorporación de las tecnologías hogareñas, la industria pornográfica fue ajustándose a los cambios para seguir manteniendo su nivel de producción, consumo y ganancia. La adaptación en los dispositivos implicó que a la difusión de la película porno en salas de cine le siguiera el video a partir del uso ampliado de videocaseteras y reproductores de DVD de uso doméstico. De este modo, el porno ganó accesibilidad e inmediatez: cualquier persona podía vivir la experiencia pornográfica en el living de su casa. Pero este retorno al ámbito de lo privado toma su exacerbación y su forma más realizada a partir de la aparición de Internet. La red es el nuevo hábitat del porno y el cambio le sienta como anillo al dedo. La disponibilidad que ofrece la red de redes (acceso ilimitado a los contenidos producidos en todo el globo, las 24 horas del día) abrió un enorme mercado para la producción y comercialización de contenidos pornográficos. Ni lentos ni perezosos, los grandes estudios ya no producen películas porno para formato video o DVD, sino que han comprendido que en la actualidad los contenidos deben circular por Internet y a través de los nuevos dispositivos tecnológicos habilitados para contenidos digitales: telefonía celular, tabletas, etc.
La maquinaria pornográfica funciona como uno de los productos que más determinan nuestra cultura de masas y que más caracterizan el comportamiento del consumidor contemporáneo. La pornografía ofrece al mercado contenidos que se orientan de manera exclusiva a la estimulación sexual del espectador; pero al estar inmersa en la sociedad de consumo actual –caracterizada por el consumismo, la cultura de la imagen, el individualismo, la redefinición del espacio público y privado, la atomización de las relaciones sociales, etc– responde a las mismas lógicas de eficacia técnica y satisfacción garantizada que cualquier otra mercancía. El espectador deviene en consumidor al exigir la eficacia del producto cultural que compra (recordemos que el acceso a la pornografía muchas veces está habilitado para quienes pagan por ella). Esta eficacia debe estar en relación directa con la velocidad, la inmediatez del consumo y la efectividad en el resultado, como si el porno fuera un producto de fast food sexual, tal como lo expresan Barba y Montes en su trabajo La ceremonia del porno (2007). Y esta comparación no es exagerada si pensamos que la maquinaria porno replica el sistema fordista de la producción en serie: miles y miles de contenidos de sexo explícito producidos bajo la misma matriz ideológica son expulsados al mercado para su consumo masivo. La porno-comida alimenta día a día el imaginario sobre la sexualidad de miles de sujetos que la consumen por todos los medios, y acostumbra los paladares como si no hubiera otros sabores diferentes.
En general, la pornografía está vinculada al consumo secreto e individualizado. Si bien las salas de cine porno funcionan como un espacio social en el que la proyección fílmica es una mera excusa que enmarca los encuentros sexuales furtivos que allí suceden, el ingreso del porno al hogar ha vuelto a reinsertar este tipo de contenidos en el mundo de la intimidad. La proyección en sala había sacado del closet al porno y lo había ubicado en un lugar intermedio entre lo público y lo privado que comenzó a quebrarse con la llegada del VHS o DVD. Finalmente, el acceso a la pornografía a través de Internet ha cerrado definitivamente la puerta de casa para instalarse en la pura intimidad de las personas y las pantallas de sus computadoras (y actualmente, de sus smartphones). Pero el porno no se ha retirado totalmente del ámbito público, sino que lo ha reconvertido en virtualidad. Lo cual trae aparejado nuevos hábitos de consumo que implican la transformación del consumidor pasivo en potencial sujeto pornográfico. Gracias a las tecnologías domésticas de producción de contenidos audiovisuales, como las webcam, el consumidor es capaz de ser actor, director y productor de su propio material porno; y así puede reinsertar su intimidad en el ámbito público, tal como sucede en el porno amateur y en las salas de video chat. A la vez público y privado, el porno en Internet abre la posibilidad a una auto-pornificación por parte del consumidor. El interrogante es saber si la pornografía producida desde la esfera de los consumidores es reproductora del orden sexual vigente o si en cambio es crítica y resistente al mismo. He aquí uno de los puntos claves en el paso de la pornografía a la pospornografía: la apropiación de las herramientas técnicas y de los canales de difusión por parte de los sujetos no sólo está en función de producir contenidos pornográficos sino también en que éstos tengan la intención de ser críticos a las representaciones que ofrece la pornografía mainstream inaugurando una disputa en torno al sentido construido sobre la sexualidad.
El cuerpo pornográfico
La pornografía es uno de los discursos contemporáneos de la sexualidad que más cumple la función de ser pantalla de las prácticas sexuales “normales” y guía de lectura de los cuerpos. Las producciones pornográficas no sólo ordenan las prácticas en los parámetros de lo heteronormativo sino que también organizan lo sexualmente inteligible en relación a los cuerpos en escena. De aquellas infinitas sesiones sexuales que la pornografía muestra en cada una de sus producciones se desprende una representación respecto al cuerpo sexuado, como un cuerpo fragmentado y genital, como una máquina que desempeña sin margen de “error” determinadas prácticas corporales que se ponen en juego en la performance sexual. Esta representación del cuerpo pornográfico demuestra de forma reiterada los roles sexuales según lo que se espera de cada cuerpo asignado como femenino o masculino, contribuyendo así a una naturalización del sexo en términos heteronormativos. Estas representaciones del cuerpo en el porno producen un saber y una norma que iguala el sexo al coito, el sexo a la genitalidad. Siguiendo la argumentación de Javier Sáez, podemos decir que la pornografía logra objetivar el sexo, principalmente el masculino, ya que está producida hacia un consumo masculino, teniendo en cuenta una mirada masculina, básicamente heterocentrada, y los genitales masculinos como centro de la narración (Saéz, 2003). El porno como género trabaja siempre sobre la misma representación: la del coito. Reitera de manera aleccionadora la misma ritualidad sexual: penetración, eyaculación y orgasmo. Esta representación responde a la concepción de la sexualidad heteronormativa (donde lo “normal” es lo hetero) y coitocentrada (donde el sexo es el coito y los genitales son la única zona erógena del cuerpo). La sexualidad deviene en genitalidad como único horizonte posible de sentido y exploración. Los órganos reproductivos devienen en órganos sexuales, en zonas hegemónicas del placer. El cuerpo pornográfico es un cuerpo genital, penetrado o penetrante, una máquina sexual hecha de fragmentos, piezas de encastre, recortes corporales sexualizados como si fueran el todo de la sexualidad humana. Placer territorializado únicamente entre las piernas. Penes erectos que una y otra vez penetran vaginas, anos, bocas y cuanto pliegue sea posible de invadir. La reiteración frente a cámara de ciertas prácticas deviene representación globalizante de lo sexual frente a otros usos-agenciamientos del placer no relatados en el porno.
Aquello que la cámara no muestra en el porno y aquello que muestra hasta el hartazgo implica un tipo de registro fílmico particular sobre el que se opera un recorte sobre el cuerpo y un señalamiento del sexo. Para dar cuenta de cierta representación de la sexualidad, la pornografía recurre a ciertos recursos estilísticos que se reiteran una y otra vez; lo cual contribuye a trazar las intencionalidades reproductivas y normativas que este tipo de discurso soporta en sí mismo y ofrece a sus consumidores. Dentro de las estrategias enunciativas que el género pornográfico utiliza para construir su mundo de genitalidad recurre fundamentalmente al uso de los primeros planos; a partir de esta estrategia los cuerpos dejan de ser tales para ser zonas fragmentadas y amplificadas. Los planos de cumshot típicos del porno, donde una persona eyacula en el rostro de su compañero/a como también los meat shot (tomas de partes del cuerpo fragmentadas que recuerdan a las piezas de carne) y los medical shot (tomas de primerísimo primer plano de los genitales como si fuera una visión médica) son los recursos más ejemplares de estética porno. En su trabajo “Pospornografía”, Fabián Giménez Gatto asegura que esta inmediatez de lo sexual sometido a la tecnología del zoom construye un discurso cinematográfico centrado en erecciones, penetraciones y eyaculaciones sin rostro (2008). Estas capturas de algunas zonas corporales funcionan como una sinécdoque sexual: en el porno los fragmentos corporales-genitales que se reiteran frente a cámara “son la parte que representa el todo”, un supersigno aglutinador que representa todo lo imaginable de la sexualidad. Los fragmentos son el sexo, no hay nada por fuera de ellos. Su contundencia es inevitable. Abocado a la reiteración frente a la cámara de aquellos movimientos mecanizados que dan cuenta de su “sexualidad”, el cuerpo pornográfico deviene en un cuerpo-máquina tal como un motor que una y otra vez repite la misma secuencia mecánica.
En el porno ya no se representa a las personas explorando su sexualidad mediante diversos usos del cuerpo, es decir sujetos libres a la experimentación de sus placeres. El cuerpo pasa a ser un objeto puro, cosificado, un autómata condicionado por la rítmica de las penetraciones y eyaculaciones. Puede decirse que el porno recuerda al registro documental dando la ilusión de que lo que se ve en pantalla es la revelación de lo real. En líneas generales, no hay mucha diferencia entre los documentales sobre la reproducción de animales salvajes y la muestra documental de la genitalidad entre los humanos que ofrece la pornografía. Los actos sexuales en pantalla deben mostrarse con la misma pretensión de realidad que un documental para que no pierdan su efecto de verdad sobre el espectador. La acción genital así documentada resulta profundamente veraz y solo se ve interrumpida por los lapsus en los que los personajes desarrollan las acciones que hacen avanzar el relato. Estos momentos son los tiempos muertos del porno, dado que allí no está pasando nada en términos pornográficos, que es lo que importa en este tipo de contenidos. Los relatos pornográficos resultan una construcción audiovisual que juega a mostrar la verdad del sexo bajo la égida de lo explícito como lo verdadero (Giménez Gatto, 2008). Lo importante es que muestre lo real, lo que realmente sucedió allí. La eyaculación es la evidencia de que lo que ha pasado entre los actores frente a cámara ha sido verdadero, por ello es el signo distintivo de la discursividad pornográfica actual. El sexo allí representado por los actores no ha sido una ficción, sino un hecho real. En síntesis, el cuerpo pornográfico resulta una construcción discursiva que muestra una corporalidad sexual vinculada a lo mecánico, lo animal, lo genital eclipsando otras representaciones que puedan hacerse del cuerpo humano en vinculación con su sexualidad. Un cuerpo obsceno no tanto por su desnudez sino por la violencia simbólica de su presencia.
Detrás de escena: orden sexual y pornografía
El sexo en el porno es un juego de conquistas sexuales que no implica una actualizada batalla de los cuerpos erotizados sino una reiterada proyección de las jerarquías que existen entre los géneros en el sistema heteronormativo. En palabras de Javier Sáez, el porno es “un género (cine) que produce género (masculino/femenino)” (2003) y en este sentido es que funciona como refuerzo del orden sexual dominante. Tal como asumen Barba y Montes, “el porno reafirma el orden social en que se asienta (…). O, por lo menos, no lo perturba: el porno no es, ni mucho menos revolucionario. No es cierto que el porno no respete nada y vaya cada vez más lejos en su violación de tabúes” (2007: 73) El porno ingresa en ese conjunto de discursos-saberes inmersos en el dispositivo de sexualidad y que son dispositivos productores de verdad bajo cierto orden social/sexual. En este sentido, es bueno volver sobre la consideración acerca de que el discurso pornográfico produce un cierto saber e instala una verdad acerca de la sexualidad. El porno enseña, refuerza y normaliza; funciona como tecnología de sexo construyendo una representación que se naturaliza. Reproduce el orden heterosexual dominante y como tal contribuye a la producción de cuerpos inteligibles dentro de esos parámetros, ubicando en el orden de lo sexual “normal” a ciertas prácticas y regiones corporales. Producción y reproducción van de la mano en los saberes que eyacula el porno. Saberes que la pospornografía intentará de-construir a fin de habilitar un desvío en lo que respecta a las representaciones de la sexualidad y el cuerpo. No en vano se dice con mucha liviandad que el porno es un producto para hombres. Detrás de la enunciación propuesta por el porno hay una mirada masculina. Es por ello que el protagonista en las películas es el pene erecto. No importa realmente el rostro del protagonista varón: importa su pene, su performance sexual, su conquista y penetración, su eyaculación como significante central de la discursividad pornográfica. A partir de los recursos cinematográficos de hiper-realismo y exacerbada visibilidad, podemos pensar que la intención del discurso pornográfico es dar una sensación de realidad tan eficaz en la que el espectador no sólo se sienta un voyeur sino, fundamentalmente, el protagonista de la historia que ve en la pantalla. De ahí que no importe el personaje masculino en sí como rostro sino como pene erecto.
Es a partir de la genitalidad que se da la identificación entre el espectador y el protagonista. José Anta Félez nos recuerda que en el porno lo que se busca es un modelo definitivo de identificación, donde es el poder de lo masculino (representado por el pene) sobre lo femenino lo que recorre el eje de la película. El espectador es totalmente integrado, por identificación, a un modelo de creencias tipificadas, donde indudablemente existen líneas de poder tradicionalmente incontestables de predisposición de la mujer para con el hombre. (Anta Félez, 2001: 304) En este sentido, el porno no es solamente una muestra de genitalidad sino también un ejercicio teórico-ideal de formas concretas de poder. La excitación del espectador no se da simplemente por la visión de ciertas escenas sino por el efecto de identificación con el pene en pantalla que demuestra su poder frente a una compañera (o compañero) entregada a sus intereses.
El porno, entonces, asume la representación de la conquista y dominación masculina frente a la sumisión femenina como parte de su leitmotiv argumentativo y, de este modo, se inserta dentro de los discursos sobre la sexualidad que apelan al sistema heteronormativo vigente. En este sentido, el recorte del cuerpo que fomenta el porno desde una mirada masculina-hegemónica refuerza la diferencia sexual y la asignación de roles y género. El hombre es siempre el sujeto activo, penetrador frente a la mujer (u otro hombre, dado que parte del cine porno gay muchas veces reproduce esta lógica) que es la parte pasiva, penetrable, receptiva. En las películas porno todo es posible para el pene, menos perder la erección. Eso rompería el encanto. De este modo, se construye un relato pornográfico donde la genitalidad es el único territorio de lo sexual, donde las identidades sexuales están esencializadas y se naturalizan las respectivas jerarquías genéricas entre los sujetos, lo cual contribuye a re-instalar la lógica heteronormativa, coitocentrada, que domina la representación de nuestras sexualidades. Las dicotomías tradicionales de masculinidad/femineidad, varón/mujer, penetrador/penetrado, activo/pasivo son asumidas por la pornografía con su implacable fuerza discursiva y vueltas a poner en circulación masivamente gracias a la enorme estructura de la industria. Identificar esta continuidad entre el orden sexual dominante y la pornografía mainstream nos permite afirmar que no hay nada revolucionario bajo la propuesta pornográfica, y –lo que es aún más inquietante– no hay intención de ruptura alguna en pos de ampliar el imaginario sexual a partir de nuevas representaciones. No hay quiebres de tabú, ni los habrá mientras se siga poniendo la mirada en la ostentación del poder masculino. En este sentido, la reflexión de José Anta Félez es sumamente interesante y actúa como preámbulo pospornográfico: “un cine pornográfico bajo un poder femenino sería radicalmente diferente” (2001: 306).
Otro porno es posible: Arte, activismo y porno en la pospornografía
Nacida al calor de las luchas del movimiento queer y del transfeminismo, la pospornografía aparece en escena como respuesta crítica al discurso pornográfico mainstream desde las disidencias sexuales. Una crítica que ataca la mirada heteronormativa que subyace en el porno no desde una perspectiva censuradora y prohibicionista, sino a partir de la creación de producciones pornográficas que rompan con los estereotipos de sexo-género reproducidos en el porno, al tiempo que aspira a retratar la libre expresión de los géneros y la plasticidad de los cuerpos desde una mirada disidente. Para ello, hace uso de múltiples lenguajes expresivos como el video, las intervenciones urbanas, las performances, la fotografía y la experimentación sonora. La pospornografía produce nuevas narrativas del placer que no solo permiten la visibilidad de las sexualidades disidentes sino que además funciona como invitación a experimentar la sexualidad de manera lúdica, desprejuiciada y creativa. No pretende ser instructiva, ni aleccionadora. Todo lo contrario. Es inquietante, incómoda y perturbadora. Se aleja del porno para mostrar otras corporalidades posibles, declaradamente artificiales, híbridas, tecnológicas (Egaña, 2009). Las representaciones producidas no trabajan sobre la correspondencia entre sexo, género y práctica sexual, sino que experimentan una autorización plena al juego y la libre combinación entre estos tres elementos inamovibles en la lógica heteronormativa. Esta es su mayor y más deliciosa perturbación.
Estas nuevas producciones pospornográficas promueven una metodología de producción do it yourself (DIY), o hazlo tú mismo, en las que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y el trabajo en red son herramientas al alcance de la mano. La misma postura autogestiva se evidencia en los modos de circulación y consumo de pospornografía, muchas veces motivado desde festivales y talleres autogestionados en los que se socializan producciones, herramientas y experiencias. Estos desvíos que la pospornografía encara –defensa de las sexualidades disidentes y autogestión– hacen de estas producciones una interesante muestra de las expresiones artístico-políticas surgidas desde los márgenes de la sociedad contemporánea abocadas a disputar los sentidos impuestos y proponer nuevas formas de socialización y producción colectiva. Llegado a este punto, la pospornografía se desnuda como una apuesta política y artística. Política en tanto consideramos que intenta modificar el orden actual de las cosas, desafiando las representaciones de la pornografía mainstream como parte del dispositivo de sexualidad que funciona como reproductor de la diferencia sexual, la heterosexualidad obligatoria y que actúa como norma-regla con la que se mide qué es y qué no es “sexo”.
* Este texto es un fragmento del libro Usina posporno: disidencia sexual, arte y autogestión en la pospornografía (Título, 2014).
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