En 1992 la bellísima Sharon Stone está atrapada en sus instintos por cierto muy bajos. Sufre una compulsión al sexo conjuntamente con un impulso irresistible a matar a su partenaire, es decir a sus compañeros de fragor sexual a quienes despachaba al otro mundo con un filoso pica hielo usado en el momento oportuno. La película se llamaba Bajos Instintos (1) con Sharon acompañada en los protagónicos por Michael Douglas, el hijo de Kirk, una celebridad en la época del Hollywood más célebre. La película con una calidad mínima consiguió -sin embargo- cierta resonancia a partir del híper erotismo de Sharon muy entretejido con la muerte. Un combo no demasiado original si se piensa en un ser como el humano bastante proclive a soñar con hazañas sexuales a la vez coqueteando con la muerte. También resulta inevitable la asociación con las arañas asesinas tipo viuda negra que se fagocita al macho luego de la cópula. Ahora bien, el macho tendrá en cada época de celo ganas de copular aunque la hembra le coma la cabeza y la hembra, como todas las hembras, copulará aunque igualmente se comerá la cabeza del macho.
La reflexión con relación a esta conducta animal del biólogo e investigador Marcelo Cereijido (2) es muy elocuente. Dirá que la araña macho no puede recordar un abuelo que lo advierta del peligro que corre el nieto al arribar el turno inexorable de la posta sexual al igual que sus antepasados. La lógica de la especie dicta la repetición puntual de la cronología sin ninguna posibilidad de alternativas para evitar el mandato del instinto. Ni el macho puede evitar el instinto ni la hembra puede evitar el suyo. Recordemos una vez más que copular es muy propio de los animales con una sexualidad fundamentalmente al servicio de la reproducción de la especie. No puede decirse lo mismo de los humanos, siempre pendientes del sexo, nunca muy interesados en la reproducción de la especie.
En medio del verano pasado, el diario La Nación lanzó un editorial de admiración con relación a las niñas (12-14 años) enfrentadas a sus madres instigadoras de abortar los embarazos productos de violaciones a sus hijas. El editorial con título impactante Niñas madres con Mayúsculas, a diferencia de las abuelas abortistas (sic), fue publicado el 1 de febrero con alta resonancia. Muchas sociedades han enfrentado de modo problemático la discusión y sanción de leyes de legalización interruptora del embarazo. El presente artículo no es una reflexión sobre la validez o no de dichas leyes. En cualquier caso no está de más recordar que en los países en que es posible la interrupción del embarazo dicha interrupción no es ni se vuelve obligatoria sino que los involucrados pueden decidir la continuidad o no del mismo. ¿Cuál es aquí la cuestión en juego? Una de las cuestiones importantes en toda discusión social sobre el aborto es, ¿cuál es el fundamento (según La Nación) determinante en la posición de estas niñas para sostener un embarazo producto de un acto no querido ni mucho menos deseado, es decir una violación? Según se dice ahí el fundamento es la fuerza del instinto materno. Al respecto el editorial sentencia de un modo contundente: “… Más allá de la forma en que se gestaron los embarazos, nada deseada ni deseable, y recordándonos todo aquello que se ha predicado con justeza sobre la necesidad de una educación sexual preventiva que contemple información sobre el propio cuerpo, resulta admirable y emocionante ver desplegarse el instinto materno. Encarnado, corporizado, ese instinto vital arrasa con todo lo que se ha dicho y escrito desde una teoría reñida con el derecho a la vida. Despedaza el pañuelo verde, y al error inducido del…yo decido sobre mi cuerpo…”. No deja de sorprender una argumentación tal vez proclamada sin pensar demasiado. El párrafo en sí mismo es una especie de documento al resumir un pequeño puñado de ideas conformando un sólido prejuicio. Es sabido que la especie humana se caracteriza por guiarse por ideas pre-formadas instaladas fuertemente en nuestra psiquis. Así las cosas, la percepción humana suele confundir las ideas con la realidad constituyendo uno de los grandes fenómenos humanos: el prejuicio contaminando la precepción de la realidad. El editorial de La Nación es un magnífico ejemplo al respecto al asentarse sobre un lugar común, aquel que no se cansa de insistir o simplemente dar por supuesto, esto es que el humano es un ser biológico. Y esto a pesar de que la inconmensurable diversidad humana día y noche da ejemplos de la compleja trama de las relaciones entre la psiquis y la sociedad mostrando al susodicho humano como un ser más social que biológico. También puede ser un ser tan asocial como a-biológico en tanto y en cuanto es muy capaz de matar o de matarse o de todo tipo de crueldades. Pero sin dudas lo mejor del editorial es el brote de euforia al contemplar el despliegue del instinto materno (sic) despedazando al ¡¡¡pañuelo verde!!! Por lo visto una batalla más en la legendaria lucha entre la Naturaleza y la Cultura, en la ocasión con el triunfo de la Naturaleza de la mano del instinto materno haciendo trizas al pañuelo verde y todo sin la ayuda del pañuelo celeste.
También llama la atención, en el comienzo del párrafo de marras, eso de “Más allá de la forma en que se gestaron los embarazos, nada deseada ni deseable”…Más allá de la forma es una controvertida apelación a un más allá de la violación remitiendo, de este modo, a que la instancia biológica de vida está precisamente más allá de los derechos humanos. Por lo demás, qué quieren decir con la expresión “nada deseada ni deseable” en tanto y en cuanto es de suponer que las violaciones no son deseadas ni son deseables por parte de la sociedad. En cambio, si se tiene en cuenta que se trata de un editorial de uno de los diarios más importantes de la Argentina, y no de un artículo firmado, lo que resalta –existan o no niñas madres con mayúsculas- es que se trata de un texto con una argumentación en minúsculas. Ahora bien, si el instinto está en la base de la conducta de las supuestas niñas heroicas en definitiva es porque lo estaría en la base de la conducta humana. En tal caso los encuentros sexuales estarían programados biológicamente y la sexualidad atravesaría épocas de celo lo que a todas luces no es así en tanto la sexualidad humana no tiene época, ni momento, ni horas determinadas biológicamente, ni verano ni primavera, por lo tanto sin formas canónicas válidas para todos además de transcurrir tanto sea en lugares adecuados como inadecuados. Una sexualidad con normalidades aparentes en ocasiones ocultando peligrosas perversidades o bien ser manifiestamente perversas. En cambio cuando un gato está en celo sigue el mandato del instinto por tanto no tendría sentido felicitarlo en tal sentido, y si no está en celo no se le ocurre perseguir a ninguna gatita.
El problema con el remanido instinto materno es que es una certeza (ideológica) que es imposible de cuestionar para el pensamiento tradicional asentado en el arraigado hábito de no pensar. ¿Existe semejante instinto? Más aún, ¿existen instintos en la base de la conducta humana, como sí los hay en la base de la conducta animal? En rigor habría que decir que ni hay instinto materno ni ningún otro instinto. La especie humana es sin lugar a dudas la formación biológica más compleja, misteriosa, también más creativa para el bien o para el mal, infinitamente variable a la vez repetidora incansable en suma el producto de un monstruoso accidente biológico al decir de C. Castoriadis (3). Dicho monstruoso accidente biológico es el propio ser humano, un bicho sin instintos en su base razón por la cual es el único viviente en el planeta con una incertidumbre esencial en su existencia. Desde siempre los investigadores buscan lo que llaman “el eslabón perdido”, es decir el ser que comunique a la especie humana con la larga cadena de todo lo viviente. En suma el mono un poco más listo que el mejor chimpancé por tanto más cercano a nosotros pero sin ser como nosotros. Tal vez es posible que el mítico mono no se encuentre porque nunca existió. O aunque exista oculto y un luminoso día se desoculte, igualmente no desaparecerá el abismo insondable entre los animales y nosotros. Por estos días circula por internet la noticia de un nuevo hallazgo antropológico: el descubrimiento de una nueva especie humana, el homo luzonensis. (4) Restos óseos de unos humanoides descubiertos por especialistas en una cueva en las Filipinas. Por lo que parece son los restos de un homínido que vivió por esos lares hace unos 50000 años o 67000 años según las variadas estimaciones. Un cálculo a partir de un fémur partido, más unos cuantos dientes de un tamaño similar a los dientes humanos y algunas piezas más. Una de las cuestiones que remarcan es que la compleja evolución de las especies no es precisamente una cadena lineal provista de un sentido inmanente culminando en el ser más perfecto (el humano) etiquetado como ser racional. Los descubrimientos antropológicos como el homo luzonensis muestran una variedad histórica de la especie o especies humanas y no la simple falta de un eslabón que en el caso de aparecer terminaría con los misterios En cambio, quizás lo perdido sea el instinto. De ahí una de las posibles razones de la grieta entre lo humano y lo animal. Animales a los que amamos, cuidamos, descuidamos, maltratamos, y hasta los extinguimos todo muy propio de ese ser con más de una cara como el humano.
El personaje de Sharon Stone no tiene bajos instintos, ni altos ni medianos. No tiene lo que no hay. Padece y hace padecer una de las tantas locuras de los humanos ante la falta de regulación biológica de la sexualidad humana, lo que sin dudas agiganta la enorme tarea de la educación social. En este sentido, Freud hablaba de tres profesiones imposibles: gobernar, educar, psicoanalizar (5). ¿Por qué? De hecho se gobierna, se educa y se psicoanaliza. Todo el tiempo. Porque la ardua tarea de la educación, la conducción política y la reflexión psicoanalítica nunca pueden ni podrá eliminar la esencial incertidumbre humana. Ni debieran proponérselo. Suprimir la esencial incertidumbre de la vida humana es la máxima ambición de ideologías y religiones además de las inefables e inevitables compañías de seguros con coberturas capitalistas. Lógicamente no hay coberturas perfectas, ni religiosas ni ideológicas. Como se sabe tanto como se olvida nada ni nadie es perfecto. Tampoco lo es la vida. ¿Acaso sería deseable una vida sin muerte lograda a partir del éxito final de la extraordinaria evolución tecnológica de los humanos? Esa especie supuestamente superior, y en algunos aspectos efectivamente superior, alcanzando en su mejor extremo la soñada inmortalidad. En tal imposible caso ni Dios haría falta. Pero nada ni nadie nos librarían de la peor pesadilla: el infierno de un aburrimiento mortal.
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