Dice el entrevistador que Perón, el presidente derrocado, había construido un sofisticado sistema de riego, un verdadero microclima en Puerta de Hierro; que pasaba horas en su parque hablando a los árboles y cuidando su orgulloso rosedal. Y se pregunta, entonces, quién podía imaginar que la jardinería fuera el entretenimiento del hombre al que millones de argentinos esperaban del otro lado del Atlántico.
Él quiere persuadir –leo- con las encantadoras artes del anfitrión, que la simbología natural transparenta lo real. La historia, entonces, asume el aspecto de lo mínimo y los árboles se vuelven presencias mudas que sobreviven. En la orilla del mundo, reservan su secreto como lo hacen las rosas con cada floración. Las orugas y los ejércitos de hormigas amenazan el arte del buen gobierno.
-No dejo un día sin visitar cada árbol -dice el entrevistador que Perón le dijo. Los converso un poco ¿Sabe? Un árbol es algo importante. Vigilo las hormigas. Doy una vuelta por las rosas...
Hace unos años, volví a Madrid. Y en una tienda de saldos compré este libro. Mientras lo leía en un bar tranquilo, una tarde, se me acercó un argentino. Un señor mayor, que llevaba unos Ray Ban, y conservaba un corte al ras y engominado, que milagrosamente carecía de las canas que a su edad debían haber plateado, como en el tango, las sienes. Mi lectura fue la razón que atrajo su curiosidad.
-Conozco el libro, me dijo, y sin más, se sentó. De inmediato empezó con su relato. Su nombre era Jacobo Soto Nicholson y se refería a sí mismo como espía jubilado, aunque todavía conservaba su fachada de contador –así lo decía su tarjeta personal con una dirección en los pisos bajos de Puerta del Sol, cerca del olvidado Café del Correo.
Adivinada, detrás de los negros cristales, su mirada parecía fija, hipnótica, en dirección a la mesa de la esquina, contra el ventanal, donde dos mujeres jóvenes tomaban un té. Hablaba de tardes como ésta de hoy en que caminaban por el jardín, peripatéticos, escuchando al General. La botánica le interesaba desde entonces, y reconocía que no se había dado cuenta del increíble significado que se extendía tan oculto y tan a la vista. Perón iba presentando uno por uno los árboles, con la nominación científica que le correspondía, mientras la luz danzaba entre las reverdecidas hojas de las cuatro altas especies florecidas de Melia Azedarach o el inmenso Quercus Suber que era en sí mismo una isla de sombra.
Hay –me dijo inclinado sobre la mesa y asomando, por primera vez, los ojos marrones sobre el borde superior de sus Ray Ban- una íntima afinidad en todos los árboles y sus diferencias son sólo aparentes, detrás existe un sistema simbólico, coherente y universal. Todo árbol es un centro en la infinita circunferencia. El Axis mundi. Después de esta afirmación en voz baja, volvió, con el dedo índice, a empujar sobre la nariz los Ray Ban. Chinchón seco con hielo, café negro y un humeante Montecristo garantizaban que la visita tenía para rato.
-Ese libro no hubiera existido sin mi consentimiento. Traje al autor hasta Puerta de Hierro. Y no fue fácil. Lopecito no quería saber nada. Por eso, aquella tarde en que los presenté –se interrumpió con una carcajada monstruosa y teatral-, Lopecito se escondía detrás de un olmo viejo y machadiano. Escuchaba y anotaba todo en una libreta de almacenero que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón. Tenía un culo grande, de esos que cuelgan, y tal vez por eso mismo, caminaba con los brazos haciendo fuerza. El tipo sabía que yo venía a arreglar el despelote que él no podía remediar. Me mandaban los mismos que lo mandaban a él. Sí, pero había una diferencia: yo.
El Entrevistador cuenta en su libro que José Lopez Rega, el Lopecito del relato, fue un siniestro personaje. Era más que un secretario, un filtro interesado. Escondía las cartas enviadas a Perón y negaba al General cuando lo llamaban por teléfono. Si bien no especifica, cuenta en la Introducción, con el llamativo título de “Estrategias de un periodista sin poder”, que necesitó ayuda extra y muy costosa para saltar por encima de aquél secretario. El relato de Nicholson coincidía y se podía suponer como lo hice, que era auténtico. También es cierto que el espía jubilado había leído el mismo libro que se extiende páginas enteras sobre los cuatro días que duró la entrevista y el contexto político de toda aquella época.
Frente a mí, Nicholson se abría como un making of. Él era el intermediario no sólo para que un libro tuviese lugar; él era un eslabón para que sucedieran otra serie de cosas. Los militares en el gobierno de la Argentina querían negociar con el ex líder. No tenían alternativa ante la inminencia de las elecciones, después de dieciocho años de proscripción y censura. Pero la condición previa para empezar a hablar era la devolución del cadáver de la esposa: El cuerpo de Eva, primero embalsamado, y después robado y desaparecido se había convertido, durante años, en una suerte de trofeo de guerra hasta con la complicidad del Vaticano.
Detrás de sus negros cristales, sin horrorizarse, más que contar, confesó: pensaron, dijo, arrojarla al mar desde un avión o quemarla. Era una película de terror, pero muy mala. En uno de sus episodios, el jefe de los servicios escondió el cuerpo en su casa y una noche lleno de temores, escuchó ruidos. Se levantó y en la oscuridad vació su pistola sobre una sombra. Solamente al acercarse, a la luz de su linterna, pudo identificar al agresor. Era su mujer, embarazada de seis meses. El quilombo que se armó empujó a organizar otro operativo... Trasladaron finalmente, el cuerpo a Italia y lo enterraron en un cementerio de Milán con nombre falso. Inventaron una biografía para borrar otra biografía. La hicieron nacer treinta y tres años antes en Bérgamo, viajar y vivir en Rosario, donde se había casado y finalmente muerto en 1951 en un accidente de auto. Su último deseo no podía haber sido más adecuado: volver a su tierra natal, junto a sus seres queridos.
-No entiendo...-dije- ¿qué tiene que ver el libro con el cadáver de esa mujer?
-No entiende porque Usted no sabe... y de eso se trata. La momia tenía dueño, como en el cuento de Rodolfo Walsh. ¿Lo leyó?
No. No lo había leído, entonces. Tampoco le dio mayor importancia. En realidad, lo que le importaba era hacer sentir que él y muy pocos sabían algo más de lo que trascendió. Primero, riendo en forma exagerada y luego, cambiando rápidamente a una máscara de seriedad caricaturesca, dijo que Walsh lo advirtió en su cuento. Y cerró los ojos con fuerza, para recitar de memoria, torcido e inexacto: “si estos terribles secretos se hicieran públicos, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas...”
-Confiaba demasiado en la opinión pública! -remató, para distender con un sarcasmo, la terrible profecía.
Estaba acostumbrado a un juego teatral de medias verdades. El cadáver y el libro se relacionaban de alguna manera; me refiero a que ambos habían sido alcanzados, en mayor o menor grado, por la línea de fuego en que siempre luchan literatura y política; aunque nunca, en esa lucha, la realidad representada responda con la verdad de los hechos. El espía y el entrevistador –sospecho, ahora, después de algunos años- trabajaron en conjunto, sin saber demasiado uno del otro, reconociendo en común el desprecio que sentían por Lopecito y la obediencia ciega a lo que otros les mandaban a representar en el jardín de Puerta de Hierro. ¿Por qué no sospechar en ellos, a las orugas y a los ejércitos de hormigas?
-Usted, ¿estaba presente el día en que llevaron a Eva?
-Sí, ahí estaba, aunque omitieran mi nombre en las actas. Aquella otra tarde, mientras caminábamos, peripatéticos, por el jardín, yo había puesto en marcha el operativo. Aún faltaban varios meses para que confirmaran la entrega, pero el viejo zorro también tenía sus recursos para sospechar que algo no olía bien. Era necesario distraerlo, azuzar su narcisismo con visitas y entrevistas, dorarle la píldora. ¿Me entiende?
El entrevistador cuenta en su libro que todo lo sucedido aquellos días quedó registrado en una agenda manuscrita. Transcribe: "Todo el día en tensión y sin noticias. A última hora nos avisan que será el día 3, a las 16hs"... Luego agrega, intentando dar mayor verosimilitud al documento: “el jueves 2 de septiembre de 1971, es la única anotación en la agenda de Puerta de Hierro a la que pude acceder en forma directa”. Ciertos detalles y algunas marcas que delata la escritura –ahora que vuelvo sobre sus páginas- no hacen sino confirmar las palabras y sobre todo, los silencios de Jacobo Soto Nicholson. El relato exalta no sólo a la Evita momificada -“esa mujer dormida tenía aire de santidad”- sino también a la que en vida “sintió los ideales de justicia social”. No parece movido sino por la intención de contrastar al fantasma con el protagonista histórico. En varios lugares del libro en que abandona su objetividad y el estilo de la crónica, califica al ex líder de “falluto”. Concluye interpretando la historia a partir de la tradicional antinomia civilización o barbarie; en este caso, apela a estereotipos, a la rivalidad de un escritor consagrado contra un dictador latinoamericano. Se refiere, por supuesto, a Borges en el primer caso y no es necesario aclarar a Perón, en el otro.
El espía restregó el pucho del Montecristo en el cenicero y empinó, con exactitud, el resto de su inagotable Chinchón. Esta vez, se quitó los anteojos y volvió a mirar hacia una esquina, a la joven mujer que devolvió la mirada y el saludo elíptico, apenas esbozado con un gesto de la cabeza. Se conocían. Él, por lo bajo, dijo su nombre y sonrió. Sentí –me hizo sentir- que disfrutaba de algún recuerdo íntimo, grosero e inconfesable. Luego, volvió a cargar sus anteojos, y, como si se tratará de algo evocado una y mil veces, como si no mediara interrupción alguna, prosiguió.
Alrededor del cuerpo, nadie que la hubiera conocido en vida, podía dejar de conmoverse. El viejo al verla, exclamó su nombre y se llevó una mano a los ojos para restañar alguna lágrima; luego encendió un cigarrillo de los que se hacía traer de la Argentina. Una vez abierto el ataúd, el silencio y la emoción invadieron cada rincón. Impresionaba al más bruto. Sin estar despeinada, la cabellera lucía opaca de años de humedad y mugre; unas horquillas con óxido se me deshicieron entre los dedos.
Atorrantes, exclamó el viudo. Comprobaba así, después de catorce años, cómo se habían ensañado con ella antes de enterrarla; podía reconstruir mentalmente la macabra y perversa historia del odio; las marcas hablaban: varios cortes en la cara y en el cuerpo, la nariz destrozada, la planta de sus pies herida y con restos de brea, tajos en sus orejas y un dedo de la mano, cercenado. No podía haber ninguna duda de que la momia era la mujer amada y que ella había sido vejada y mutilada. La visión de aquella mujer dormida, casi una muñeca de cera, ahogaba su pensamiento; lo que a ella le habían hecho, era un mensaje siniestro: ¿cuánto más no podía ocurrirle a él o a quienes, como él, en el futuro, se opusieran al mandato del poder real del mundo? Mientras mis manos ayudaban a correr el sucio sudario de la muerta, vi al viudo temblar. Le oí pensar cada una de aquellas palabras, ahí, escondido detrás del humo denso del tabaco. Yo no le saqué los ojos de encima, cuando la pálida desnudez de la momia quedó, entonces, al aire...
-Pero ¿qué pretendía?- pregunté impaciente.
-¿Qué le parece?- respondió sin inmutarse y me sorprendió, al colocar su mano sobre la mía- No se trataba de un caso más de necrofilia nacional, tal como nuestro amigo, el autor del libro, y sus miles de colegas argumentaron una y otra vez, hasta convertirla en la única explicación posible. ¡Qué injustos y poco originales son estos cagatintas! ¡No reconocer el arte detrás de la trama! ¡Ni una pequeña suspicacia, ni un guiño cómplice para los que tejíamos en las sombras!
El espía pidió otro Chinchón y un café más. Esperó parsimonioso a que aquella mujer de la mesa vecina se levantara; él, entonces, con una amabilidad inesperada fue a su encuentro. Los vi intercambiar algunas palabras. Los vi dirigir hacia mí sus miradas. Un corto adiós bajó el telón de la patética escena. Nicholson, orgulloso y obsceno, volvió a la mesa, encendió otro Montecristo y prosiguió con el relato:
-La clave estaba en un informe confidencial de la CIA. No había dudas. Hablaba de la salud del dictador latinoamericano. ¿Cuánto más podría vivir el viejo? ¿Qué había mejor que un fulminante infarto para evitar su regreso? Desde arriba, nos confirmaban la patología cardíaca y el plan. Había que empujar su corazón al precipicio de las emociones más fuertes. Había que infartarlo.
Aquel hombre era un extraordinario fabulador o decía la verdad. Nunca lo sabré. Su aparición en el bar no fue sino uno de los bordes perfectos en que la realidad supera a la imaginación. El espía jubilado nunca volvió a cruzarse en mi camino. Tampoco lo busqué. Creo que fui solo el pretexto, la manera elegante de darse importancia y forzar el reencuentro con aquella joven de la otra mesa. Le importaba menos confesar el arte secreto para asesinar a un hombre, que probar a su edad las mucho más antiguas artes de la seducción.
Después de aquella tarde, mi paso por Madrid requería llegar a Puerta de Hierro. Fui al día siguiente. En la calle Navalmanzano, debía estar la quinta 17 de Octubre, ahí, en el número 6 de un camino curvo, que nace y muere en la calle Fuentelarreyna, rodeado de mansiones de empresarios, banqueros y embajadores. Pero la quinta había sido demolida hacía unos años.
Y a mis pies, donde seguramente hubo un jardín con árboles y rosales, se abría una senda de hormigas, interminable.
“Perón en el jardín y otros relatos”, Amazon.UK, 2018
Libro de relatos desde una mirada realista y perpleja. El autor recoge recuerdos y testimonios de un mundo instalado entre lo histórico y lo ficcional, donde los personajes nos sorprenden con interpretaciones inesperadas. Prosa poética y significativa en que las voces de los narradores van tejiendo una trama detrás de la trama. Un famoso reportaje en el exilio, en Madrid, al ex presidente argentino, Juan Domingo Perón, es evocado por un personaje siniestro y su testimonio más que develar un secreto, parece ser un velado pretexto de la seducción de contar. El tatuaje africano en las nalgas de una niña, el relato de un abuelo sobre una historia olvidada de un amor de inmigrantes, el crimen de una prostituta injustamente adjudicado a un marinero que no sabe hablar español, o la amistad de dos transexuales contada por un testigo misterioso, entre otros relatos no menos sorprendentes nos adentran por el frondoso sendero que este libro abre en la nueva ficción argentina.
Osvaldo Picardo
(Mar del Plata, 22 de noviembre de 1955) es un poeta, ensayista y crítico argentino. Es una de las figuras destacadas de la «poesía de pensamiento» que se dio en el período posterior a la dictadura cívico-militar (1976-1983) en el fin del siglo en la Argentina. Ha escrito ensayos y crítica literaria para publicaciones y periódicos del país y del extranjero, así como en catálogos para exposiciones plásticas y revistas culturales del país y del exterior. Entre sus primeros libros de poemas cabe destacar: Quis, quid, ubi. Poemas de Quintiliano (Martin, 1997) ahonda una «poética de pensamiento» y se observa con claridad una escritura «de la existencia en la que la referencia de lo cotidiano, la mención directa de los datos inmediatos de la conciencia, las circunstancias banales, las cercanías de lo contingente son trascendidas hasta adquirir condición dramática» (Giannuzzi). El libro siguiente fue Una complicidad que sobrevive (Martin, 2001) que le valió el premio de poesía del Fondo Nacional de Las Artes. En el año 2008, apareció Pasiones de la línea (poemas de Nicolás de Cusa), de Ediciones En Danza (Buenos Aires), en que «combina con trabajada naturalidad la experiencia de la inmediatez con una suerte de lógica meditativa» (Romano).Manizales, Universidad de Caldas (Colombia), entre el 18 y 21 de octubre de 2005. Otros libros recientes son Mar del Plata (2010) y 21 gramos (2014).
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