Pronunciada el 26 de febrero de 1948 en París, la conferencia “Esquema de una historia de las religiones” contiene in nuce algunas de las intuiciones fundamentales de la póstuma e inacabada Teoría de la religión. Se trata de un intento de elaboración de, por un lado, una filosofía de historia y, por el otro, de un intento de diferenciación de las esferas de lo sagrado y de lo profano.
En una aparente sucesión cronológica pero que obedece a un desarrollo “lógico” [1], es decir, al salto que se verifica en el pasaje de la animalidad al surgimiento de la subjetividad o del “yo”, Georges Bataille inicia su análisis desde el plano de la vida animal, que, considerada desde un punto de vista estrecho, puede ser representada como la inmanencia y la inmediatez.
Concebida desde la perspectiva de la indiferencia no reglada de la fuerza, la inmanencia del animal con respecto a su medio se cifra en la situación paradigmática, y particular, de un animal que come a otro animal. Pues en el acto de devorarse las especies unas a otras no hay una posición del objeto como tal. Lo fundamental es aquí la similitud que atraviesa la relación entre los animales, “que se basa en que el animal que come al otro no distingue aquello que come como nosotros distinguimos un objeto” [2]. Por el contrario: el animal devorado no es considerado desde una perspectiva objetual, no hay entre el ser vivo devorado y el devorador una relación de subordinación como la que une al hombre con sus útiles. Entre los animales no hay más subordinación que la resultante de la fuerza. Nada se da en la naturaleza en la duración temporal. Sólo en la medida en que somos humanos el objeto se configura en el tiempo con su carácter aprehensible. Por el contrario, el animal comido es destruido en un más acá de la duración, es consumido y desaparece en un mundo donde nada es puesto fuera del tiempo actual, es decir, fuera del presente eterno de la inmanencia y de la inmediatez. Mientras que en la humanidad, el animal comido es matado y luego cocido, es decir se lo trata como a una cosa separada. Campo de posibilidades subordinadas al hombre, el útil que sirvió para matar al animal y el mismo animal retirado de la exuberancia sagrada, no conforman más que una relación de subordinación que encadena la violencia [3] e inmediatez de la naturaleza a un conjunto de operaciones racionales. Por ello mismo: “La apatía que traduce la mirada del animal tras el combate es signo de una existencia esencialmente igual al mundo en el que se mueve como el agua en el seno de las aguas” [4].
Bataille desanda el camino que va desde nuestro sentido cristalizado de lo sagrado, implicado en la dialéctica entre trascendencia e inmanencia, hasta la situación originaria o el momento justamente “en que el hombre habiendo creado un plano de cosas se sitúa, el mismo, sobre este plano de cosas” [5]. Confinada en los límites de un monismo materialista, la pretensión genealógica del pornógrafo francés se esmera en aclarar que, en rigor, “trascendente” no designa ni un más allá misterioso e inasible ni simplemente un objeto o conjunto de objetos no-materiales. Por el contrario, se trata de asunto de perspectivas y, dicho de un modo grandilocuente, de una determinación gnoseológica (que hunde sus raíces en un compromiso ontológico y prolonga sus consecuencias hasta las esferas éticas y políticas).
La “situación de cosas, de los objetos, en relación con el sujeto, es la situación de trascendencia” [6]. La verdadera trascendencia es la distancia que nos separa, lo único que podemos compartir, el vértigo fascinante, ese abismo que es la muerte. Dificultad fundamental para el hombre, la posición de trascendencia, es la “reacción de un mundo en el cual el hombre no penetra y con el cual no tiene comunicación” [7]. Frente a una vida sin inmediatez y compartimentada bajo la égida de la subordinación, ya no sólo como señalaba Bataille “de una parte del mundo a otra”, sino atravesada micropolíticamente por una multiplicidad de redes de sometimiento y poder, no habrá más otra cosa para oponer que la lógica de la afectividad y del contagio.
Trascendente es entonces el mundo profano, el mundo de los objetos, por resolución conceptual y tranquilidad consuetudinaria, resultantes de la intencionalidad humana. Mientras que lo sagrado aparece corrido al lugar marginal de una existencia sin demasiadas reglas y con menos salvaguardas aún, en la pura inmediatez del instante eterno. Se puede afirmar que si el surgimiento del mundo profano está estrechamente vinculado con la elaboración de los útiles, estamos en los albores del surgimiento de la humanidad, atravesada desde entonces por “una suerte de dificultad fundamental”.
La historia de la humanidad es, para Georges Bataille, el surgimiento de la posición separada del hombre respecto de la naturaleza; es decir, por medio del trabajo y las obligaciones el hombre que fabrica y objetiva sus útiles se objetiva a su vez a sí mismo. Podemos decir que, a diferencia de los animales que están en el mundo en una relación de inmanencia o inmediatez, el hombre es creador de objetos: esos útiles establecen para el hombre una relación de exterioridad y no-yo. Así, el útil se subordina al hombre y éste por su parte se reconoce en los productos que sólo puede obtener a partir de la transformación de la naturaleza por medio de los mismos útiles. Es decir: se reconoce en sus productos mediatos y desprecia ahora la inmediatez de la vida animal. De este modo, hay una subordinación del hombre a los objetos que lo trascienden y que conforman el mundo de la utilidad. Por lo tanto, el trabajo inaugura la separación del hombre con la animalidad y la asunción del destino trágico de la humanidad: se es aquello que se produce en una relación de trascendencia respecto de la intimidad perdida de la naturaleza. Esta situación de las cosas, de los objetos, en relación con el sujeto, es la situación que desde ahora en más llevará el nombre de trascendencia.
Así, el hombre se reconoce en sus productos negando a la naturaleza. Cito, al respecto, un texto de Bataille que refiriéndose a Hegel da cuenta de este movimiento:
“Negar la Naturaleza es negar el animal que se sirve de soporte de la Negatividad del hombre. Sin duda no sería el entendimiento lo que hace que haya muerte del hombre al romper la unidad de la naturaleza, sino que la Acción separadora del entendimiento implica la energía monstruosa del pensamiento, del “puro Yo abstracto”, que se opone esencialmente a la fusión, al carácter inseparable de los elementos, constitutivos del conjunto, y que mantiene con firmeza la separación.” [8]
El hombre agencia, desde entonces, su fuerza productiva con vistas a fines que se inscriben en el plano de los medios: unos y otros coinciden ahora en el plano de la utilidad. Si, por un lado, el trabajo es la negación inmediata del deseo, es decir, la subordinación a un fin lejano que no es otro que aquel que apunta a la obtención de bienes materiales para garantizar las energías necesarias que aseguren el proceso productivo; por el otro, el temor a la muerte no sólo suspende ese deseo inmediato y animal sino que opera, al mismo tiempo, a la base de la lógica de la utilidad que explica el proceso de secularización del hombre respecto de la exuberancia de la naturaleza y la pérdida de la inmanencia de lo sagrado.
De este modo, el hombre elabora el mundo profano que, brevemente y recapitulando lo anterior, se caracteriza por: a) en la esfera que atañe estrictamente a las pasiones, un sosiego de su fuerza animal que clausura la satisfacción inmediata del deseo; b) un deseo mediato, por lo tanto, que se estructura ahora bajo la égida de las prohibiciones del asesinato y del incesto; c) el temor y la angustia ante la muerte como los presupuestos fundamentales que animan la vida del hombre, en tanto proyecto, con la única condición de asegurar simplemente su subsistencia y la perdurabilidad de su forma; d) en lo que respecta a la formación de la subjetividad, una racionalidad instrumental subordinada a la temporalidad del trabajo, que configura al mismo tiempo una conciencia moral y jurídica; y e) finalmente: se trata de un mundo de objetos trascendentes y separados del hombre.
Pero el hombre no dispone de un deseo que se consume simplemente en gastos racionales y útiles, no es simplemente un sujeto –y objeto a la vez– que se reconoce en sus productos negando la naturaleza; él mismo es, más allá de la legalidad que instauran la razón y las prohibiciones, una fuerza. Y esa fuerza niega a su vez el mundo de las prohibiciones y tabúes, el mundo de las leyes y de la moral.
Esta negación de la negación abre al hombre a lo sagrado, a la inmediatez animal. Se trata de las experiencias, como el erotismo o el arte, que dan cuenta de la satisfacción inmediata del deseo. No importa ya el consumo productivo con vistas a un fin, sino que prevalece ahora una forma de gasto bajo la modalidad de lo improductivo. Un consumo que libera la violencia contenida en el mundo profano, hasta entonces latente en el mundo sagrado.
De este modo, el hombre que domina también percibe la subordinación como un límite: “desde el momento en que un objeto se subordina al hombre, el hombre ya no entra en el ámbito definido por este objeto, se sitúa por fuera y puede sentir en cualquier momento el deseo de llevar la dominación hasta la comunicación” [9]. Se trata pues del momento en que la dominación se muestra por completo, es decir, en el momento en que ella es suprimida. “Este doble movimiento del deseo, de dominar y comunicar, se traduce -en los hechos- en la destrucción del objeto” [10]. En este punto, Georges Bataille introduce el principio del sacrificio cuya finalidad es la destrucción. El sacrificio destruye los lazos de subordinación reales de un objeto. De este modo retira a la víctima del mundo de la utilidad y la devuelve al mundo del “capricho ininteligible”, al plano de la inmanencia y la inmediatez naturales. Se trata entonces de un regreso a la intimidad perdida: cuando un animal ofrecido entra en el círculo en el que el sacerdote lo inmolará, se verifica un tránsito del mundo de las cosas –cerradas para el hombre y que no son nada para él– al mundo de la inmanencia, de la intimidad, “conocido como lo es la mujer en la consumación carnal”.
El sacrificio aparece como la antítesis de la producción con vistas al futuro, pues se trata de un consumo que no tiene otro interés que el instante mismo. En este sentido es don y abandono: lo que se ofrece no puede ser un objeto de conservación para el donante. “Sacrificar es dar como se echa carbón a un horno”. La premisa fundamental del sacrificio es pasar de un orden duradero, en el que todo consumo de recursos está subordinado a la necesidad de durar, a la violencia de un consumo incondicional. Es decir, salir del mundo de las cosas reales, cuya realidad es fruto de operaciones serviles encadenadas a largo plazo y jamás en el instante presente.
Unida al sacrificio, la fiesta quiebra el mundo de la trascendencia y de las objetividades: desencadena las pasiones del hombre en el mundo. Si en la actividad productiva de las cosas la violencia, propia de la inmanencia y la inmediatez naturales, es contenida y reservada a una cierta cantidad de actos que están unidos a ciertos objetivos precisos; desde que se desencadena la fiesta, los actos ya no están más unidos a ningún tipo de finalidad aparente. En términos de Georges Bataille, se trata de la comunicación de dos seres discontinuos, de una epifanía de lo sagrado, recuperado gracias al contagio y la comunicación del gasto improductivo. Pues “sacrificar no es matar, es abandonar y dar”. Así la fiesta reúne a los hombres en una aspiración a la destrucción. Allí se reúnen todas las posibilidades de consumación –el término consumation es fundamental en La parte maldita, por ejemplo, y se refiere a un gasto sin contrapartida o a una consumación de riquezas hasta su agotamiento [11] –: la danza y la poesía, la música y las diferentes artes contribuyen a hacer de la fiesta el lugar del desenfreno espectacular.
Sin embargo, “el desenfreno de la fiesta está, en definitiva, si no encadenado, al menos limitado a los límites de una realidad de la cual es negación”. Es decir, la fiesta está destinada a la esfera cerrada de una comunidad particular. Entonces, la fiesta es soportada en la medida que reserva las necesidades del mundo profano.
Finalmente y siguiendo el análisis de Georges Bataille, podemos concluir que el surgimiento de la cultura está unido al surgimiento de la posición separada del hombre respecto de la naturaleza. O, en otros términos, al surgimiento de una racionalidad trascendente que encadena la violencia interior a la fabricación de útiles y al mismo tiempo a la subordinación de sus semejantes. Podemos decir entonces que si lo sagrado se vincula al plano de las fuerzas violentas propias de la inmanencia y la inmediatez naturales, lo profano se vincula al mundo del trabajo y de la racionalidad instrumental que encadenan, a una lógica instrumental de medios y de fines, las pasiones desencadenadas en la naturaleza. La fiesta y el sacrificio son intentos por romper, de un modo inacabado e impotente, la tragedia de un mundo escindo entre la utilidad y el gasto, entre lo sagrado y lo profano, entre lo erótico y lo fúnebre, entre la vida y la muerte.
Por ello mismo, la naturaleza de la filosofía es ser algo nunca acabado y, en tanto forma incompleta del espíritu, expresa el “carácter necesariamente colectivo del trabajo filosófico que persigue la existencia humana” [12]. Como en la orgía, como en la fiesta, nunca estamos solos, nunca pensamos solos. Pensamos (y escribimos) en el riesgo sacrificial del encuentro con las pasiones que nos atraviesan y nos constituyen.
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