Rita Kratsman encuentra en Monet su Virgilio: guía y pretexto en su doble acepción. Prehistoria de una escritura y escritura de otra historia: la del instante.
Giverny es la historia de un viaje, pero ante todo el lugar al que uno también iría a vivir. Topos de un tiempo recobrado en su fugacidad, sus refracciones, en los escamoteos de la luz. Giverny es eso mismo, siempre distinto, donde Heráclito (primer impresionista) acaso nunca habría conseguido permanecer. Rita Kratsman en cambio consigue, con maestría exquisita, transportarnos a través de un aire de familia, de época, de correspondencias. Proust, Debussy, Mallarmé, pero además Zola. Y Baudelaire, claro, “rey de los poetas, verdadero dios”, diría Rimbaud, quien rindiera, en su “Soneto de las vocales”, honores a la teoría estética del divino soberano de la modernidad. De estos diálogos trata Giverny, de estos símbolos, en lo que el término tiene de unión y encuentro. Color y palabras, agua y luz, nenúfares y tuberosa de México, madeleine y tarte Tatin.
En Giverny Kratsman ensaya la sutileza de una exuberancia edénica, una lengua desplegada en la obstinación de nombrar las reminiscencias del silencio, sus mudanzas, su debussyano “juego de olas”. Es un saber —que excede el saber del viajero— pulverizado en un decir de ensoñación y alborada, de esa inocencia, que es otra forma de curiosidad y destierro.
Giverny es el poema en el que uno querría vivir. Y vivir en Giverny es el anhelo, el mío al menos, de retornar siempre a él.
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