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The Beloved , de Dante Gabriel Rossetti, 1865.
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Imagen obtenida de: http://palettespinturaypoesia.blogspot.com.ar/2009/01/dante-gabriel-rossetti-la-amada-1865.html
La revolución del arte o la disolución de la política: entre Heidegger y Benjamin
Por Julián Fava
fava.julian@gmail.com
 
El propósito del presente trabajo es indagar las posiciones de Walter Benjamin y Martín Heidegger a partir de dos trabajos que datan de 1936: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y El origen de la obra de arte. Ambas propuestas filosóficas intentan dar cuenta de los límites del arte para expresar la verdad en la época de la técnica, pues ¿es posible que el arte exprese todavía la esencia de la verdad? Para ello es necesario responder otras preguntas antes: ¿cómo y qué verdad se manifiesta en la obra de arte?, ¿qué relación guarda esta verdad con la historia? Y más aún: ¿qué concepción de la temporalidad subyace a estas concepciones estéticas? Si la obra de arte ya no es capaz de expresar la esencia de la verdad, ¿cuál es la razón? Incluso: ¿cuáles son las modificaciones que esta verdad introduce en el arte y cómo cambia, a partir de las innovaciones técnicas, la función del arte?

El comienzo del siglo veinte estuvo marcado por el advenimiento de la sociedad de masas, el desarrollo de la técnica y el despliegue del capital económico. Esta situación es percibida con pesimismo por el ámbito intelectual de Alemania, y no son pocos los pensadores que ven en ella la culminación de la decadencia occidental. A esto debemos sumar el efecto que tiene la ideología del progreso, como también los grandes avances de la técnica sobre la tradición. Frente al retraimiento de ella, no son pocos los intentos por revitalizar la cultura germana [1], ni los llamados dirigidos hacia el arte para reencantar el mundo. Las modificaciones que acarrean la técnica y el avance de las masas no sólo alcanzan a la tradición, sino que también implican modificaciones en la manera de pensar la política y el arte, y, más ampliamente, en el pensamiento mismo.

En este marco se inscriben las obras que me propongo tratar. No es difícil percibir, a simple vista, las diferencias en los planteos de Heiddeger y de Benjamin. Si bien los textos de El origen de la obra de arte y La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica tienen un común denominador, se puede ver en ellos dos maneras de concebir la situación, ya sea referida a la historia, la tradición o la política misma.

¿Cuál será el lugar del arte en esta nueva configuración histórica? Si bien tanto Heidegger como Benjamin cuestionan el paradigma filosófico que define a la obra artística, las respuestas a esta pregunta se alejarán al punto de diferir en sus resultados casi totalmente. Benjamin por su parte ve con cierto optimismo el avance del valor exhibitivo sobre el cultual (y esto en gran medida como producto de las posibilidades de reproducción de la obra de arte posibilitadas por la técnica). Si esta situación parece abrir nuevas posibilidades, es por la particular concepción que tiene Benjamin de la tradición en tanto ésta siempre es destructiva. Heidegger, en cambio,  parece manifestar cierto descontento frente a esto. De hecho, él percibe la época de la técnica como la victoria de un determinado modelo metafísico (aquel del sujeto moderno), donde se manifiesta la decadencia de la cultura occidental.

Para responder a la pregunta acerca del lugar y del papel que debería tener el arte en la época de la reproductibilidad técnica es para Heidegger y Benjamin una cuestión que está ,como veremos, íntimamente vinculada con la concepción de la historia en ambos autores.


I

La pregunta por el origen de la obra de arte es también pregunta por la esencia del arte. Heidegger no acepta como respuesta que su origen sea el artista, ya que tanto el artista como la obra de arte dependen del concepto mismo de arte: “Qué sea el artista nos los dice la obra. Qué sea la obra, sólo nos lo puede decir la esencia del arte” [2]. Es necesario, entonces, encontrar primero la esencia del arte. Para ello Heidegger indaga en la obra efectiva.
La obra efectiva tiene carácter de cosa. Hay que determinar entonces, en qué consiste el ser-cosa de la cosa. El pensamiento de occidente ha determinado el concepto de cosa de tres maneras. En primer lugar, nota Heidegger, que se ha interpretado la cosa como hypokéimenon, como “aquello alrededor de lo que se han agrupado las propiedades” [3]. Una segunda interpretación es aquella que concibe la cosa como la unidad de una multiplicidad de sensaciones. Por último, la tercera interpretación mencionada por Heidegger es aquella que concibe la cosa como un entramado de materia y forma. La interpretación que determina la cosa como sustrato de propiedades atropella la esencia de la cosa, la aleja al punto de no poder ser alcanzada; la segunda, en cambio la acerca “en un intento desmesurado de llevar la cosa al ámbito de mayor  inmediatez posible respecto de nosotros” [4]. Ambas interpretaciones hacen que la cosa desaparezca. La tercera interpretación, en cambio, permitiría que la cosa repose en sí misma.

“Materia y forma no son en ningún modo determinaciones originarias de la mera cosa” [5]. Esta interpretación tiene su origen, en cambio, en la utilidad. De hecho, esta determinación de la cosa sólo es atribuible a los útiles. Es en la utilidad en lo que se basa la elección de la materia y la forma. Ahora bien, si materia y forma son determinaciones más propiamente del útil que de la mera cosa, ella se define como un útil desprovisto de su ser-útil, como lo que permanece detrás de la utilidad. Esta determinación no deja de ser un atropello a la esencia de la cosa. Lo que Heidegger se propone entonces es volverse hacia lo ente pensarlo “en él mismo a partir de su propio ser, pero al mismo tiempo y gracias a eso, dejarlo reposar en su esencia” [6].

El útil ocupa una posición intermedia entre la cosa y la obra. Con su ayuda, y en virtud de esta posición intermedia, se podrán concebir también todos los demás entes que no tengan el carácter del útil. Para encontrar el ser-útil del útil Heidegger recurre a la contemplación de un cuadro de Van Gogh. En el cuadro se representan unas botas de campesino. En él se pone de manifiesto que el ser-útil sólo se alcanza en el proceso de utilización del útil, es decir, cuando no se piensa en el útil que se está utilizando, sino que simplemente se lo utiliza. Sin embargo el cuadro también deja manifestarse otros rasgos del ser-útil, que en la cotidianidad y uso del útil permanecen ocultos.  El ser-útil también reside en otro modo esencial de su ser, que aquel que los usa no puede percibir; se trata de la fiabilidad constitutiva del útil. Esta fiabilidad es la que hace posible la utilidad. Se ha alcanzado el ser-útil del útil en la contemplación del cuadro de Van Gogh.

El manifestarse del ser-útil del útil en el cuadro muestra la esencia del arte. El arte permite que el ente salga a la luz en el desocultamiento de su ser. La esencia del arte queda entonces definida por Heidegger como “ese ponerse a la obra de la verdad de lo ente” [7]. En la obra de arte acontece la verdad, se instala la apertura de lo ente.   

Quizás aquí ya se podría pensar un punto de divergencia respecto del planteo benjaminiano, ya que para Benjamin si algo se manifiesta en la obra de arte, es la apariencia como velo necesario, es el ocultamiento permanente de la idea. El texto de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica se inscribe en el marco de un tratamiento del arte como bella apariencia. Si la bella apariencia se puede analizar en términos de armonía es por que hay otro concepto que la ilumina, a saber, el de lo carente de expresión. Lo carente de expresión irrumpe en la imagen bella como contrafigura, marcando la distancia que hay entre apariencia y esencia. En la obra de arte no hay un mostrarse de lo infinito en lo finito, sino su distancia. La idea queda sólo referida por lo carente de expresión y en oposición a la apariencia.

En tanto que lo carente de expresión hace que apariencia y esencia permanezcan sin mezclarse posee una potencia crítica. Lo carente de expresión interrumpe en la palabra, irrumpe en la imagen, destruyendo la falsa totalidad del símbolo. Así, la tesis hegeliana acerca de la obra de arte como manifestación sensible de la idea, es negada por Benjamin. Sin embargo esto que desarticula a la obra de arte bella como totalidad, también la completa al volverla un fragmento del mundo real. En esto radica la relación entre lo carente de expresión y lo sublime, en tanto que poder sublime de lo verdadero.


II

La verdad es entendida por Heidegger, valiéndose del término griego, como alétheia, como des-ocultamiento del ser. Esta verdad acontece en la obra de arte. Ahora bien, a la luz de los desarrollos posteriores a Ser y Tiempo,el ser es siempre su modo de darse histórico a los hombres en una determinada época. La historia del ser, así entendido, es el eventualizarse histórico en las aperturas. La apertura del ser, en donde el Dasein es, por antonomasia, histórica.

En Ser y Tiempo Heidegger intenta fundar la historicidad en la temporalidad auténtica del Dasein. La historicidad posee un carácter ambiguo. Ella puede hacer sumergir al Dasein en el olvido de sí, en tanto es próxima a la temporalidad impropia, pero también le permite convertirse en tradición y asumir sus posibilidades fácticas. El Dasein queda así, arrojado en un mundo de posibilidades fácticas y puede convertirlas en propias si asume lo transmitido y lo elige ‘como posibilidad propia’. 

El Dasein convierte así en tradición el legado transmitido y lo asume como propio.  Este ‘hacer tradición de sí’ por parte de Dasein se funda en una repetición, que implica una apropiación. Es en esta repetición, entendida casi como recreación, donde se funda la posibilidad de una historicidad propia.

La tradición posee entonces un carácter ambiguo, ella puede ser auténtica o inauténtica, constructiva o destructiva. Si bien la tradición puede sumir al Dasein en la inautenticidad y el olvido de sí, es sólo sobre ella que el Dasein adquiere una historicidad auténtica. Para que la historia no sea un olvido de sí del Dasein, es menester pensar el pasado, no sólo como perteneciendo a un tiempo anterior, sino también como ‘determinado’ por el presente. Esta reunión entre pasado y presente no se deja pensar si se piensa el presente como un punto de transición, más bien hay que pensarlo como un ‘momento de visión’, en el que se asume que el pasado es una temporalización del presente [8].

Así, la entrega del pasado es la tarea de un sujeto histórico. La existencia impropiamente histórica, cargada con el "pasado" que ha quedado a la zaga y que se ha vuelto irreconocible para ella misma, busca, por lo contrario, lo moderno [9].  En otras palabras, en la existencia impropiamente histórica el Dasein toma la tradición como un pasado dado, impersonal. En cambio, la existencia propiamente  auténtica requiere que la tradición sea el trabajo de un sujeto que resuelto, y vuelto a su estado de yecto, elige las posibilidades que le han sido dadas, pero no necesariamente como habiendo sido dadas, sino más bien como habiendo sido elegidas.

La existencia propiamente auténtica depende de un acto de repetición, de recreación del origen para transmutarlo en otro comienzo. No se puede dejar de hacer alusión en este punto a la concepción heideggeriana de ‘poesía originaria’. El hombre pone a la luz el ser del ente en cuanto nombra lo que éste es, así el hombre habita el mundo como poeta. “La verdad como claro y encubrimiento de lo ente acontece desde el momento en que se poetiza” [10]. A través del lenguaje el hombre abre el espacio para el juego entre ocultamiento y des-ocultamiento. El hombre es así el autor de esta violencia originaria que los griegos definieron como téchne,  entendida aquí como el saber que permite poner-en-obra-la-verdad. Aquí el lenguaje no se limita a ser un medio de comunicación: el lenguaje conserva la esencia de la poesía originaria por ser él el que lleva por primera vez lo ente a lo abierto.

A partir de la definición dada en El origen de la obra de arte la esencia de la poesía[Dichtung] se revela como el desocultamiento del ser del ente, como lugar de la verdad. La poesía entonces instaura la verdad.  El decir de la poesía proyecta el claro en el que lo ente se manifiesta [11].

La esencia del arte, dice Heidegger a continuación, es poema; ya que la esencia de éste es la fundación de la verdad. Esta verdad es el espacio de combate entre el mundo y la tierra, entre Welt y Erde. En la obra de arte se “levanta un mundo”. “Mundo” debe entenderse aquí como la apertura de las vías de las decisiones de un pueblo histórico. Simultáneamente la obra de arte trae aquí la “Tierra”, definida como lo que siempre se cierra a sí mismo. Tierra y Mundo nunca se dan por separado, si bien son antagónicos. La Tierra sostiene el Mundo, y este permite que ella se manifieste como lo inobjetivable, como lo que se sustrae a la nominalización. Heidegger ejemplifica este combate entre Tierra y Mundo, que se pone de manifiesto en la obra de arte, a través del templo griego.

La obra de arte es entonces el llevar a la manifestación, y mantener allí, este combate. En tanto que levanta un Mundo y trae aquí la Tierra, en el arte se deja ver el juego inherente a toda verdad entre desocultamiento y ocultamiento. Esta pugna busca establecerse en la obra de arte, donde Mundo y Tierra conquistan la unidad. Al abrirse, un mundo le ofrece a una humanidad histórica sus decisiones esenciales, y a la vez, trae a la vista lo aún no decidido.

El arte funda la verdad, y ‘fundar’ para Heidegger posee tres sentidos: el de ofrenda, el de fundamentación y el de comienzo. El arte establece un comienzo, que resulta auténtico cuando constituye un salto. A esto quizás se refiere Heidegger cuando dice que “el proyecto histórico viene de la nada desde la perspectiva de que nunca toma su don de entre lo corriente y conocido hasta ahora”, si bien también “nunca viene de la nada, en la medida en que aquello proyectado por él, sólo es la propia determinación del Dasein histórico que se mantenía oculta" [12].

El arte, entonces, es en su esencia histórico, en la medida en que da origen a la existencia histórica de un pueblo. Y aquí historia debe entenderse como el emerger de un pueblo a la misión que les es dada como ofrenda. El arte, al llevar a la figura el combate entre Mundo y Tierra, hace al sentido esencial de un pueblo. La historicidad de un pueblo es el permanente y renovado decidirse entre el ser-sí-mismo y el no ser.

La obra tiene un carácter que sobresale: el de ser-creación. Este carácter, dice Heidegger, no sobresale porque haya que marcar la creación de un gran artista, sino más bien porque el haber sido creado pone de manifiesto que allí ha acontecido algo, y sigue aconteciendo por primera vez, “que dicha obra es en lugar, más bien, de no ser[13]. La obra necesita no sólo de un creador, sino también de cuidadores. Heidegger denomina ‘cuidado por la obra’ el dejar que la obra sea una obra, el contemplar la obra en la demora y dejar que ella nos empuje fuera de lo habitual. La verdad que acontece en la obra de arte queda, así a cargo de una humanidad histórica que pueda permanecer en la apertura de lo ente acaecida en la obra. Este cuidado es un “saber lo que se quiere en medio de lo ente”, que reúne a los hombres “en la pertenencia a la verdad que acontece en la obra” y funda así el ser-con-otros y para ellos como exposición histórica del Dasein a partir de su relación con el des-ocultamiento.


III

Hemos marcado, al comienzo del trabajo, que Benjamin y Heidegger diferían en su  manera de pensar la verdad en el arte. Sin embargo, esta es sólo una de las diferencias en cuanto a sus planteos. Quizás la más notable y determinante sea aquella que concierne a la manera de concebir la historia.

En El origen del drama Barroco Alemán, Benjamin opone el tiempo trágico al tiempo del Trauerspiel. El tiempo de la tragedia se condensa en las acciones de un individuo, es único, completo y finito. Esta manera de pensar el tiempo encuentra su modelo de objetividad en la figura del héroe, quien toma el destino, que ya estaba predeterminado, en sus manos como resultado de una anagnórisis, en la que asume su destino. Este tiempo implica, entonces decisión, resolución, es colmado y finito.

En contraste con él, se alza el tiempo del Trauerspiel. Esta figura temporal, cuya ley es la reflexión, es finita pero incumplida; en ella la figura no es el héroe sino el mártir, no hay decisión, sino más bien postergación de ella e inacción. El tiempo del Trauerspiel está signado por la irresolución  y la falta de desenlace. El  mártir no se enfrenta al inapelable cumplimiento del destino, sino a su propia inacción. Es la exposición de la catástrofe que implica la historia, donde las acciones terminan para recomenzar. Se trata de un tiempo sin redención, donde los muertos se transforman en fantasmas. El tiempo del Trauerspiel es un intermedio entre la temporalidad trágica y la mesiánica: si bien no se trata de un tiempo individual, como lo es el de la tragedia, este tiempo carece de universalidad histórica, la única universalidad a la que puede aspirar es una de carácter espectral.

El tiempo del Trauerspiel sólo se termina con la venida del Mesías, con la irrupción del Mesías, que pone término al tiempo histórico mismo. El tiempo mesiánico no es el tiempo en el que se piensa que transcurre la historia, un tiempo vacío y homogéneo, un continuum en el que nada acontece porque todo es propuesta del pasado. En este tiempo donde se piensa la historia no hay novedad posible. Se trata del tiempo de los vencedores. El tiempo mesiánico, en cambio, es un tiempo lleno. Benjamin está aquí haciendo referencia a la hermenéutica judía que tenía prohibido representarse el futuro. El futuro sólo era pensable como una actualización de las preguntas del pasado, sólo era pensable a partir de la memoria; en el futuro así pensado “cada segundo era la pequeña puerta por la que se podía colar el Mesías” [14]. El instante del Mesías es un instante heterogéneo, no situable en el curso homogéneo de la historia, ya que él mismo consiste en una interrupción de ésta.

Benjamin no analiza el tema de la temporalidad y de la historia en términos de autenticidad e inautenticidad como lo hace Heidegger; para Benjamin no hay posibilidad alguna de autenticidad en la historia. Origen y tradición poseen, a los ojos de Heidegger un carácter ambiguo: ellos pueden ser auténticos o inauténticos, pueden llevar al cumplimiento o a la destrucción. Esto no es así para Benjamin, para quien la tradición y el origen son siempre destructivos. La tradición siempre traiciona lo que entrega [15], no hay posible relación auténtica con la tradición ‘en’ la tradición, sino que el cumplimiento de la tradición sólo es posible a partir de la irrupción mesiánica que la destruye.

Benjamin distingue origen de génesis. El origen no describe aquel proceso por el cual los seres vienen a la existencia, no indica un gestarse histórico, sino que hace referencia a lo que emerge del proceso del aparecer y desaparecer. El origen da lugar a la historia y al tiempo histórico, pero estos no agotan su contenido. De esta manera el origen es siempre destructivo, ya que él da lugar a lo que se convierte en tradición a condición de volverlo inauténtico e imperfecto; lo pasado que se entrega al futuro es siempre transformado, destruido, nunca permanece íntegro en sí mismo. El encuentro entre inmanencia y exceso en el origen es catastrófico para Benjamin. Lo transmitido queda por siempre acosado por el exceso.

El lugar de la tradición es, para Benjamin, un lugar de lamento. Lo que la tradición nos entrega es siempre ajeno e indescifrable, la acción de entregar destruye lo que entrega. El origen, o momento de la entrega, está colmado de confusión e indecisión. Por esta razón dice Benjamin que la tradición es destructiva, y su carácter es el de la catástrofe. El lugar de la tradición es el del lamento, y la obra de arte es una ruina. Ella es el lugar donde se manifiesta la destrucción que acarrea la tradición.


IV

La técnica irrumpe en el mundo y crece de manera avasalladora. Benjamin ve en ella la apertura de nuevas posibilidades, entre ellas la de un efecto catártico producido por la ‘destrucción de la tradición’. Heidegger en cambio, la ve como el destino nihilístico de la metafísica.

En su texto La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica Benjamin nota que hay diversos modos de recepción de las obras de arte. Entre ellos hay dos que se destacan por su polaridad. Se puede recibir la obra de arte poniendo el acento en el valor ritual o bien en el valor exhibitivo. “La producción artística comienza con hechuras que están al servicio del culto... A medida que las ejercitaciones artísticas se emancipan del regazo ritual aumentan las ocasiones de exhibición de sus productos” [16]. El arte ha sufrido una modificación en su naturaleza misma a partir del crecimiento de los métodos de reproducción técnica. El valor exhibitivo parece reemplazar al valor cultual.

Este cambio acarrea el desmoronamiento de lo que Benjamin denomina ‘aura’. El aura se define como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Esta definición, dice Benjamin, no es más que la formulación del valor cultual en términos de la percepción espacio-temporal. “Lo esencialmente lejano es inaproximable. Y serlo es de hecho una cualidad capital de la imagen cultual” [17]. El valor de culto y, paralelamente, la obra de arte aurática, tienen como correlato un determinado modo de contemplación. Se podría decir que en la contemplación de la obra de arte aurática, se manifiesta la autenticidad de la obra, el ‘aquí y ahora’ de su origen, su existencia irrepetible.

Heidegger parece pretender para la obra de arte este tipo de existencia aurática. Para que la obra siga siendo obra depende de sus cuidadores, es decir, de una humanidad histórica que se demore en la verdad que acontece en la obra. “(…) la realidad más propia de la obra sólo es fecunda allí donde la obra es cuidada en la verdad que acontece gracias a ella” [18]. La obra de arte sólo es tal cuando se retira de lo que ella misma entrega, cuando conserva su aura. Ella mantiene su autenticidad mientras sigue siendo capaz de distanciarse del observador que la contempla, mientras no cae en lo corriente y ya conocido.

La técnica rompe con esta distancia, destruye el valor ritual. La técnica busca penetrar en la Tierra, en aquello que se manifiesta como lo que se cierra en sí mismo. No es sólo la técnica la que destruye el valor cultual de la obra, sino también las formas de saber que se dan en su época, las investigaciones de la historia del arte convierten a las obras en objetos de ciencia. Atravesadas por la técnica y sus métodos de reproducción las obras no pueden salir a nuestro encuentro.

El desmoronamiento del aura, y la paralela pérdida del valor cultural, no implican para Benjamin, una amenaza al arte. Son más bien el reverso de “la actual crisis y de la renovación de la humanidad” [19]. Estas modificaciones son correlatos de otros cambios a escala social, al desmoronamiento del aura le corresponde el emerger de las masas, y del proletariado revolucionario. Estas modificaciones reclaman cambios en el arte, así la función ritual que ésta poseía es suplantada por la política. La ritual confirmación de la tradición ha sido reemplazada por la política.

Dice Benjamin que la obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción. Actualizada esta disposición, el ámbito de la autenticidad no se sustrae ya a la reproducción. La originalidad depende de la idea de tradición, pero si el evento en el que acontece la verdad histórica, se sustrae a ella, este deviene reproducible. De esta forma, el original, en esta época, no es otra cosa que un negativo, esto conlleva a que la verdad se hace permanentemente actualizable.  Y Benjamin ve en la técnica la posibilidad de una liberación de la tradición a través de su destrucción.


V

Tanto Martín Heidegger como Walter Benjamin cifran en sus análisis de la obra de arte mucho más que una mera indagación estética. De un modo explícito de un lado; de un modo velado y oculto –como toda su filosofía– del otro; ambos filósofos piensan la obra en su desnudez material en tanto cruce que articula estética y política, destino de un pueblo e historia.

Por un lado, Walter Benjamín denuncia la estetización de la política frente a la alienación de los sentidos producto de la pérdida del aura de las obras artísticas y la consecuente “administración” por parte del fascismo de esos resortes que estetizan la política y la convierten en política de masas, pues: “las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las condiciones de la propiedad; el fascismo procura que se expresen precisamente en la conservación de esas condiciones” [20]. La culminación de esta estetización de la vida misma no culmina en otro lugar que la guerra:

“La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala (...) la guerra es bella, ya que crea arquitecturas nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas geométricamente...” [21].

La respuesta frente a esta crisis es la “politización del arte” implica la difícil tarea de restaurar la fuerza instintiva de los sentidos corporales humanos no evitando las nuevas tecnología sino atravesándolas. Se trata de una redención de las formas de concebir el arte y la producción de obras liberando los sentidos, liberando la fuerza de trabajo en el hombre, es decir, destruyendo la propiedad capitalista con todo lo que ella implica de explotación y alienación. Se trata, pues, de una propuesta revolucionaria: hay guerra y hay que invertir por lo tanto los signos de esa guerra. Eso es atravesar las nuevas tecnologías.

Es pertinente señalar aquí la sospecha que Martín Heidegger esgrimió a lo largo de toda su producción filosófica frente al avance de la técnica, ya que ésta no hacía más que ocultar al ser en un vertiginoso travelling desde el momento auroral griego hasta el siglo XX con su advenimiento de la cultura de masas y el auge del paradigma de los avances tecnocientíficos –en textos como Gelassenheit, por ejemplo, Heidegger se encargó de denunciar, claro está después de 1945, los perjuicios de los avances científico-militares.

Y curioso es que también Heidegger, como Benjamin, descubre que la vida fáctica está atravesada por la lucha. Pero, si Benjamín denuncia la guerra imperialista de los fascismos europeos del siglo XX, el filósofo friburgués piensa en la contienda entre Welt und Erde, por un lado, y por el otro, si leemos su producción que va de 1934 a 1942 encontramos una espiritualización de la vida fáctica que ya no se resuelve frente al abismo metafísico de la muerte sino que, por el contrario, asume que su resolución no es otra que la asunción de del destino histórico del pueblo. La pregunta por el qué, es decir, por el qué es el ser es reemplazada por la pregunta por el quién. Y la respuesta es obvia: el pueblo histórico –y no es necesario que aclaremos de qué pueblo histórico estamos hablando.

No podemos aquí, en virtud de la brevedad de este trabajo, desarrollar como deberíamos las lecciones sobre Hölderling en las que Heidegger da cuenta, siguiendo por ejemplo el tópico del destino histórico esbozado en el parágrafo 74 de Ser y tiempo y la “lucha” [22] entre cielo y tierra esgrimida en El origen de la obra de arte, pero sí podemos afirmar que allí donde Benjamin ve que hay guerra y que hay enajenación de la obra de arte y de los sentidos, Heidegger lejos de postular una programática que involucre la facticidad de la existencia, como sería de esperar en un fenomenólogo, elige una salida más próxima al misticismo: pensar la historia del ser como la historia de su ocultamiento no es otra cosa que esconder la lucha económico-social, el conflicto de las sociedades modernas, esas mismas sociedades que produjeron esa subjetividad cerrada que tanto le molestaba a Heidegger.

Pero este esencial espiritualizarse de la política en el destino histórico si bien renuncia a la facticidad del enfrentarse cuerpo a cuerpo y, por lo tanto, a toda posibilidad de redimir las condiciones de posibilidad de producción de lo humano, sean obras de arte o relaciones de poder, no renuncia, en cambio, a la guía ¿espiritual solamente? de un líder:

“El pueblo tan sólo se convierte en pueblo cuando llegan sus únicos supremos (Einzigsten), y cuando éstos comienzan a presentir. Tan sólo así el pueblo se hace libre (...) La filosofía de un pueblo es aquella que convierte a un pueblo en pueblo de una filosofía, funda al pueblo históricamente en su ser ahí y lo determina a la custodia de la verdad del ser” [23]

Esto escribía Heidegger en su Hütte entre los años 1936 y 1938, queda claro que esta espiritualización lejos está de renunciar a las condiciones que hacen posible la enajenación de los individuos, puesto que si denuncia la pérdida del momento auroral del ser, y por lo tanto de las obras de arte en tanto producidas por los hombres, oculta las condiciones que hacen posible esa pérdida y no obstante ello lo que hay es una destinación metafísica de un ser que se le muestra a los Einzigsten, a los únicos, a los supremos, que han nacido en determinado enclave de Erde y Welt: el germano.

La vida en común, sabemos –lo sabían también nuestros filósofos– implica conflicto y lucha, está en nosotros qué hacer con ese conflicto y con esa lucha, y esa elección no sólo es filosófica, sino que también es política.

 
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Notas
 
[1] Nietzsche, de hecho, ya lo había percibido tratando de revitalizar la cultura a través de la fundación de una nueva mitología, que en un principio tuvo como figura central a Wagner.
[2] Heidegger, M., El origen de la obra de arte, en Caminos de Bosque, Alianza, Madrid, 1996, p. 12.
[3] Heidegger, M., Op. Cit., p. 16.
[4] Ibidem, p. 19.
[5] Ibidem, p. 22.
[6] Ibidem, p. 24.
[7] Ibidem, p. 29.
[8] Heidegger, en este sentido, parecería estar siguiendo la concepción agustiniana del tiempo. Cfr. San Agustin, Confesiones libro XI, Ediciones Akal, Madrid, 2000.
[9] Heidegger M., Ser y Tiempo, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003., p. 422.
[10] Heidegger, El origen de la obra de arte, Op. Cit., p. 62.
[11] “El decir que proyecta es poema: el relato del mundo y la tierra, el relato del espacio de juego de su combate y, por tanto del lugar de toda proximidad y lejanía de los dioses… Todo lenguaje es el acontecimiento de este decir en el que a un pueblo se le abre históricamente su mundo y la tierra queda preservada como esa que queda cerrada.” Ibidem, p. 64.
[12] Ibidem, p. 65.
[13] Ibidem, p. 56.
[14] Cita de Benjamin tomada de Reyes Mate y Juan Mayorga, Los avisadores del fuego, en Isegoría, nº 23, España, 2000. p. 55.
[15] Tanto Heidegger como Benjamin retoman un aspecto olvidado del antiguo término latino traditio. ‘Tradición’, tal como fue acuñado por la ley romana, significaba a la par entrega y rendición.
[16] Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica en Discursos Interrumpidos, Buenos Aires, Planeta Agostini, p. 28.
[17] Ibidem, p. 24.
[18] Heidegger, El origen de la obra de arte, Op. Cit., p. 59.
[19] Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Op. Cit., p. 23.
[20] Ibidem, p. 25.
[21] Ibidem, p. 26
[22] El famoso término “Kampf” aparece designando la resolución de la existencia tanto en la lección sobre Hólderlin arriba citada como en Besinnug en donde reaparece como la disposicionalidad metafísica adecuada para pensar al “esenciarse del ser” en la historia. Cfr. Heidegger, Meditación, Buenos Aires, Biblos, 2006, p. 15.
[23] Heidegger, M., Aportes a la filosofía. Acerca del evento, Buenos Aires, Biblos, 2003, p. 44. Las bastardillas son nuestras.
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