Sabemos que la filosofía toma como objeto de su interrogación y su estudio la realidad en su conjunto y totalidad. La relación del sujeto con esa realidad pensada como lo otro, da origen a la ontología y es una relación basada en el conocimiento. Los griegos privilegiaban el conocimiento y planteaban que de ese modo el hombre se modificaba, se “convertía en” los objetos que alojaba, refiriéndose a contener en su mente lo más luminoso y significativo del objeto, su idea (eidos), es decir, su esencia. Consideraban que el hombre se alteraba, se enriquecía con la alteridad que conocía, pero se trataba de una relación de conocimiento. En el reino del Logos es hegemónica la herramienta representación. Importa mucho, en ese contexto definir la esencia de los objetos: esencia es lo que hace que algo sea lo que es y no otra cosa; su definición. Entonces se hace referencia al género próximo y a la diferencia específica. Sin embargo, no es al modo de individuos de un género como están juntos los hombres. Concebir al sujeto humano y a todo lo que existe, a partir de un principio de identidad unívoco, supone la eficacia de la categoría “homogeneidad”, que plantea una esencia común a todos los hombres, definida de una vez y para siempre, y que en Platón aparece situada en un mundo inmutable y eterno. Esta concepción se contrapone a una mirada que destaca la importancia de lo singular en su diversidad y heterogeneidad, cuestión ya muy presente en Aristóteles, lo que lo acerca enormemente al psicoanálisis, paradójica ciencia de lo singular.
Pero el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. La existencia del otro, pasó a ser objeto de una reflexión independiente mucho después, es decir que va adviniendo de a poco en la historia de la filosofía.
Es decir que toda la historia de la filosofía está recorrida por la contraposición y la alternancia entre momentos que plantean la identidad como la cristalización, fijeza y univocidad de una esencia, y posturas que plantean la reivindicación de la singularidad y de la diferencia en el interior del sujeto. Ya en la tragedia griega se va haciendo más firme la evidencia fecunda de que uno no es uno, sino dos; lo que alude a una alienación fundante. En la Ilíada y la Odisea esta cuestión de la unidad y la diferencia aparece como eje vertebrador del concepto de tensión y conflicto. Entonces se puede observar cómo el paradigma predominante en una época contiene su propia futura crisis.
Los filósofos presocráticos insistieron enormemente en el valor de la unidad, cuando pensaban en los cuatro elementos como clave de todo lo que existe, Pitágoras dirá el número, Parménides dirá el ser. Parecería que produce alivio la percepción de lo uno, porque lo uno es lo inteligible. Nietzsche capta ese punto esencial de lo griego en el que las cosas deben pagar la culpa de haber salido de lo Uno, de haberse diferenciado. En ese contexto, la multiplicidad sería una afrenta, un delito, un pecado, una caída. La noción de lo Uno, clausura y salvaguarda la identidad dejando afuera los movimientos turbulentos de la subjetividad.
Se puede advertir entonces que es muy fuerte en la historia del pensamiento y en la historia de las prácticas sociales y políticas, este espíritu platónico que reivindica lo eterno, lo homogéneo; la supremacía de la identidad sobre la diferencia, de lo uno sobre lo múltiple o sobre lo dual; de la ley sobre la singularidad.
Estos modos contrapuestos de concebir qué es, de qué se trata ser humano, son determinantes de la “relación con el otro”. Pensar al sujeto en proceso incesante de identificación, de duelo, de apropiación, es pensar su constitución en el espacio de la relación en/entre/con el otro. Cuando los paradigmas hegemónicos proponen una concepción esencialista, en la que “ un humano” está definido a priori, desconociendo los avatares de una existencia abierta a la temporalidad y el azar, la concepción del otro y del encuentro con ese otro estarán inevitablemente afectados y condicionados por una abstracción empobrecedora. La dialéctica hegeliana con sus movimientos de tesis, antítesis y síntesis supera los principios de identidad y de no contradicción, pero “aún así sería insuficiente al garantizar que lo diferente estará siempre atrapado. Creemos ilusoriamente que en la antítesis contemplamos el estallido de la subversión de lo otro, pero en secreto la contradicción trabaja para la salvación de lo idéntico” [1]. La superación de la dialéctica estaría del lado de pensar problemáticamente, pensar cada vez, pensar lo singular.
Kierkegaard, considerado iniciador del existencialismo, reacciona contra Hegel quien define al hombre singular como un momento pasajero, fugitivo, dialéctico del devenir de la Realidad. Sin embargo, la existencia de cada cual, hecho siempre excepcional, no depende de la esencia. La verdad es la subjetividad: una subjetividad atravesada por la angustia, “el temor y el temblor” y la paradoja [2].
La importancia desmesurada de las categorías de esencia, sustancia, naturaleza, y a veces cierta forma de concebir el objeto, implican un modo de eludir el devenir y la heterogeneidad; un manera de esquivar la incertidumbre cuya evidencia a veces se torna insoportable. Entonces se arman una serie de estrategias de modo tal que la conciencia alterada por el cambio y la duración, en vez de considerarse a sí misma en su alteración, se vuelca sobre los objetos en busca de fijeza. Los objetos (estético, amoroso, de conocimiento) tienen que ofrecerle a esa conciencia la fijeza que por sí misma no puede obtener. Se vuelcan entonces, una serie de predicados defensivos sobre los objetos, en búsqueda de una ilusoria permanencia [3].
Que algo sea contingente, significa que es, pero podría no haber sido y puede dejar de ser. La llamada realidad es fuertemente contingente. Es decir que la contingencia es una modalidad fundante que atraviesa todo lo que existe. En latín el verbo contingit equivale a suceder, tocar en suerte, designación no exenta de lo azaroso.
Spinoza dirá que algo es lo que puede. El hombre no estaría definido por la fijeza de su esencia, sino por su potencia y por su deseo.
Foucault y Deleuze, con esa desenfrenada lucidez que los caracteriza, proponen un platonismo invertido, es decir, sustituir el mundo de las esencias, inmutables y eternas, por lo singular, lo diverso, lo contingente. Instaurar una mirada más comprensiva de lo real, del mundo y del tiempo, donde la construcción de un sentido no eluda los intersticios, y el pensamiento trabaje por fuera de un cuadro de semejanzas, un pensar en escorzo, abierto, conjetural y divergente. Relativizada la marca determinante de la esencia, en esa dirección, entonces, entra el acontecimiento. Aparece el hormigueo de lo múltiple, de los individuos, una diversidad que “cae” fuera del concepto. Trabajo del sentido que ahueca y elabora un sentido nuevo que se va “constituyendo en alguna dirección sin cierre, al modo de las líneas de fuga” [4] .
Lo decisivo es la enorme red de prácticas, lo que ocurre, habida cuenta que, con frecuencia los postulados discursivos son refutados por la experiencia. Aunque presuponemos una categoría concepto/representación compleja, debe reconocerse queha habido un uso hegemónico de la representación (logos) como producción intensiva de objetividad y como otorgadora de sentidoen oposición aun pensamiento “que diga sí a la diferencia, un pensamiento de la multiplicidad dispersa y nómada” [5].
La historia no es solo la historia de las representaciones, sino de las “prácticas de subjetividad” [6].
Desde la perspectiva del otro que hoy nos ocupa, encuentro que la categoría alteridad articula en su interior, los conceptos de semejanza y de ajenidad, esta última como lo inicialmente no incluible en las representaciones previas, pero que constituye una propuesta de trabajo psíquico y es motor del vínculo con otros. Los modos de tramitación de esta complejidad abren a distintos desenlaces.
Otra cuestión es la ajenidad como negativa extrema a aceptar lo que del otro se presenta como diferente y se sostiene en la heterogeneidad radical, desconociendo de ese modo los intercambios ”constitutivos” logrados a través de la introyección y la proyección. El tú se transforma en él. Cuando se instala esta ajenidad compacta como mecanismo de expulsión del “nosotros” posible o que esta instancia no ha logrado siquiera construirse, fracasan las posibilidades de identificación empática con el otro; caen, se derrumban los lazos éticos de solidaridad con el semejante. El otro no es abarcable ni identificatoria ni discursivamente, y ese tope no es relativo a alguna cuestión particular, sino central y “definitivo”.
Alteridad y ajenidad radical plantean de modo diferente, el límite con el otro. Sin embargo “el alma está más donde ama que donde anima”, dirá San Agustín en tanto que Feuerbach, el hegeliano de izquierda que más influyó en Marx, sostiene que la esencia del hombre está contenida en la unión de un yo y un tú.
“Semejante a nosotros y al mismo tiempo exterior; la relación con otro es un Misterio”, categoría que ha sido planteada por Levinas y por Gabriel Marcel.
Entonces, la representación del otro singular va delineándose en la historia de la filosofía con un devenir zigzagueante. A partir del existencialismo, aparece “el otro” y los grandes temas que conciernen al humano en esa dimensión: la responsabilidad por la propia vida y por la del otro; el descubrimiento del otro no ya como dato sino como rostro, y que subvierte el “planteo gnoseológico”, la soledad, la subjetividad como secreto, la libertad, la temporalidad, la angustia, el ser-hacia-la-muerte.
Quisiera hacer referencia a una escena de la película Kaos, en la que el protagonista vuelve a la casa natal en Sicilia, donde la madre ha muerto recientemente, y estando solo en la mesa familiar, aparece la madre quien le dice, con mucho cariño, que no sufra tanto porque al fin y al cabo ya había vivido muchos años, y le sugiere entonces, que piense en ella como pensaba cuando estaba viva. El hijo le replica con tristeza, que no duda que va a pensar en ella como cuando estaba viva; pero que ya no habrá nadie que lo piense a él como ella lo pensaba. Ya no podrá pensarse como en ella se pensaba. Hay entonces una referencia a pensarse a partir de alguien significativo con quien se configura una experiencia, un vínculo, y sin la presencia de ese otro, uno habrá perdido un pensamiento que dé cuenta de la experiencia del “nosotros”. No me refiero solo a la posibilidad de pensarse, porque no se trata solo de operaciones entre representaciones, resabio de la conciencia cartesiana (“pienso luego existo”) sino de afectos e investiduras, de entrelazamientos entre subjetividades que hacen posible o inconcebible percibirse de una determinada manera, y en ese sentido la categoría experienciaes más inclusiva, más singular, más compleja. Lo esencial de unos y otros no es discernible solamente por el “yo pienso”.
La experiencia, que en circunstancias benévolas produce inscripción en el psiquismo, sedimentación y subjetivación, supone el pasaje por lo otro y por el otro, atravesar la hiancia, lo no previsible, lo que no ofrece garantía y puede ser fuertemente “discontinuo”. Pero, paradójicamente es en la experiencia donde se entrama el “nosotros” y también el “sí mismo”. Tal vez nosotros sea la primera persona; en tanto él, ellos y yo, cristalizaciones que ese nosotros produce.
Un pensador insoslayable a pesar de sus compromisos políticos y que influyó en todos los pensadores existencialistas es Heidegger, con sus categorías “existenciarias” descriptas como ser-con, ser-en-el-mundo, ser con los otros (convivir, concertar, compartir, conceder). Tienen relevancia el encontrarse, el cuidado, la preocupación, la temporalidad. El hombre habitando la casa del Ser que es el lenguaje.
El concepto de otredad tiene un perímetro y una densidad que no solo modifica y sustituye los conceptos de sujeto y objeto, sino que plantea otra encrucijada de problemas.
Hay un “entre” inicial en la construcción de la subjetividad humana. El análisis se remonta a lo largo de los hilos “del otro”: la “otra-cosa” de nuestro inconsciente, la otra-persona que implantó sus mensajes, la “otra-cosa” en la otra persona [8], pasando por los enlaces entre lo ominoso, y lo inicial y entrañablemente familiar.
Laplanche señala que ante la alteridad del otro, los recursos defensivos son la renegación de la diferencia y la destrucción, pasando por el más benévolo de la tentativa de asimilación. Pero la alteridad interna es la raíz de la angustia ante la alteridad externa, y es la que se busca reducir a todo precio.
Sabemos que el ajeno es presentado bajo la figura del desconocido, el extranjero, el intruso, el hereje, el refugiado, el esclavo y, por lo tanto, rechazado hacia un exterior amenazante.
Las relaciones con él se dan entre la “hostilidad y la hospitalidad”, actitudes éstas, que intentan controlar y regular, la herida en las propias certezas. Pero la exterioridad no está radicalmente separada de la interioridad. De hecho, no hay realmente exterioridad; lo externo está en relación con lo interno, doble frontera de una trama que separa y une.
A propósito de estas cuestiones quisiera citar y proponer como una metáfora extraordinaria de la alteridad que nos habita, al ensayo del filósofo contemporáneo Jean-Luc Nancy, muy cercano a Derrida, autor de dos ensayos recientes, entre otros trabajos relevantes, uno de ellos es El Intruso, cuyo título he tomado para esta presentación, en el que plantea una reflexión sobre la intrusión del extranjero: “es preciso, dice, que haya siempre algo de intruso en el extranjero, sin lo cual pierde su ajenidad, y que recibirlo sea también experimentar su intrusión, algo difícilmente admisible”. Y cuenta que, diez años antes de escribir ese ensayo, tuvo que someterse a un trasplante, recibir el corazón de otro. Su propio corazón, al fallar, era sólo a medias el suyo. “Mi corazón-escribe-se convertía en mi extranjero”..... “Si la ajenidad venía de afuera, era porque antes había aparecido adentro.”
“Para que el receptor soporte un corazón extranjero y no se produzca un rechazo, la medicina reduce su nivel de inmunidad, lo cual acarrea un doble efecto: el individuo pierde la identidad inmunitaria que es un poco su firma fisiológica y queda a merced de sus enemigos internos, los viejos virus agazapados desde siempre a la sombra de la inmunidad. Imposible referirse ya a la identidad de un “yo”. Entre yo y yo...hoy existen la abertura de una incisión y lo irreconciliable de una inmunidad contrariada”... “Después de tal aventura uno ya no se reconoce, pero “reconocer”no tiene ahora más sentido”... “Mi corazón tiene veinte años menos que yo, y el resto de mi cuerpo, al menos una docena más que yo. De este modo, rejuvenecido y envejecido a la vez, ya no tengo edad propia y no tengo propiamente edad”... “El intruso está en mí y me convierto en extranjero para mí mismo”. “Una vez que está ahí, si sigue siendo extranjero, y mientras siga siéndolo, en lugar de simplemente naturalizarse, él sigue llegando y su llegada no deja de ser en algún aspecto una intrusión; es decir carece de derecho y de familiaridad, de acostumbramiento”.
“Es una perturbación en la intimidad. Recibir al extranjero borrando en el umbral su ajenidad es no haberlo admitido en absoluto... Una ajenidad se revela en el corazón de lo más familiar: hay un nicho inexpugnable desde el cual digo “yo” pero que sé tan hendido como un pecho abierto”...
“El intruso soy yo, desnudado y sobreequipado, intruso en el mundo tanto como en mí mismo, inquietante oleada de lo ajeno”. [7]
Sin negar la especificidad de los problemas de la filosofía, el psicoanálisis, la biología, la antropología y la política, podemos no obstante, observando transversalmente esos lenguajes particulares que describen fenómenos análogos, realizar transposiciones metafóricas y referirlas a un mismo horizonte de sentido que da cuenta de la diferencia como una marca inscripta en el interior de lo humano.
Marc Augé en La guerra de los sueños, señala el carácter necesario de la pareja de conceptos identidad/alteridad en la constitución de las diferentes culturas. “Toda actividad ritual tiene como fin producir identidad por obra del reconocimiento de alteridades.” Los ritos de nacimiento, los ritos de iniciación, los ritos funerarios hacen entrar en juego a otro (un antepasado, generaciones anteriores, un dios o un hechicero) con el cual es menester establecer o restablecer una relación conveniente para asegurar la condición y la existencia del individuo o del grupo.
En el terreno de la biología, el filósofo italiano Roberto Espósito revisa el paradigma inmunitario actual planteando que abre a una perspectiva que invierte la tradicional interpretación de la incompatibilidad entre el sí mismo y lo otro, entre lo propio y lo extraño. “En realidad, no existe una experiencia de lo extraño que no esté supuesta por la de lo propio. El equilibrio del sistema inmunitario no es el fruto de la movilización defensiva masiva contra lo otro de sí, sino el punto de convergencia o la línea de conjunción entre dos series divergentes. Tal vez no exista una percepción de lo extraño no presupuesta por la de lo propio: lo extraño es perceptible, sólo si ya forma parte de lo propio” [8]. Lo otro es la forma que adquiere el sí mismo allí donde lo interior se cruza con lo exterior, lo propio con lo ajeno.
Hay una pregunta inquietante, tradicionalmente formulada a los dioses, y es la pregunta referida al porvenir. Su destino corre parejo a la pregunta por el sentido.
Los sentidos se constituyen, se deconstruyen, se cuestionan, sacrifican su univocidad y homogeneidad, su carácter determinista, su apelación a la esencia, a cambio de una mayor libertad y complejidad.
Volver a pensar el problema del otro, legitimar su esencial pluralidad, su exposición infinita, desplegar sus enredos y su singularidad, es nuestro desafío.
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