“(…) nacemos en la incertidumbre de diferenciarnos, porque no basta con existir biológicamente, es necesario aún que la individualidad biológica de un ser, para devenir subjetivamente viable (…) sea instituida, es decir, humanizada por un marcaje que haga de este individuo otro. Digo otro, no la prolongación ni el alter ego, ni el apéndice de alguien.”
“(…) para el inconsciente la lógica de las relaciones familiares implica una combinatoria entre elementos que se pueden sustituir unos a otros, de modo que el deseo incestuoso, al irradiar a todo el sistema, significa la indiferenciación y transforma en magma la entidad familiar.”
“(…) ¿qué es la familia en tanto que artificio destinado a permitir que cada generación represente el desafío edípico, es decir, el desafío supremo de la diferenciación apostando en el sujeto?”
Legendre, Pierre, El Inestimable Objeto de la Transmisión, pág 121, 30, 135, Siglo Veintiuno Editores, Méjico, 1996
Violencia sexual contra los niños
Veamos qué dice UNICEF respecto de su extensión:
“La violencia sexual contra los niños, particularmente contra las niñas, es condenada universalmente pero mucho más frecuente de lo que la gente cree. Es una violación global de los derechos humanos, de vasta proporción, con severas consecuencias inmediatas y de largo alcance tanto de salud como sociales. Puede tomar la forma del acoso, el tocamiento, el incesto, la violación o la explotación en prostitución o pornografía. Sucede en el hogar, las escuelas, las instituciones de atención, lugares de trabajo y dentro de comunidades en su conjunto. Ocurre en todos los sitios, en países desarrollados o en desarrollo así como en situaciones de emergencia.” (La traducción es nuestra) [1]
En nuestro medio, podemos ver los datos de consultas por abuso en la guardia del Hospital de Niños de la Catamarca en un trabajo conjunto con el Colegio de Psicólogos de Catamarca. Son “datos estadísticos verdaderamente alarmantes respecto de la frecuencia de las consultas por abuso” [2]. En el año 2010 el abuso motiva el 48% de las consultas y en 2011 alcanzó el 66%, el promedio más alto en cuanto a motivos de consulta. Si se le suman adicciones e intentos de suicidio esos motivos alcanzan el 88% de las consultas.
Por su parte, la Dra. Eva Giberti -Coordinadora del Programa “Las Víctimas contra las Violencias”- denuncia el aumento entre niñas, niños y adolescentes, desde el año 2009 (817) al 2012 (2418), del número de víctimas atendidas por el equipo móvil de la línea 137. [3] Asimismo, la Dra. Giberti refiere: “Es la tercera vez que publico en Página/12 estadísticas referidas al abuso sexual contra niños y niñas; el porcentaje mayor, estimativamente el 80 por ciento, intrafamiliar.” Señala, en esta nota, que las denuncias no progresan, que los chicos quedan a merced de sus victimarios y que las consecuencias, para ellos, son gravísimas. [4]
Suele decirse, si embargo, que se trata únicamente del aumento en el número de las denuncias, no de los hechos. UNICEF tiene programas para luchar contra la violencia que recae sobre la infancia y, por lo tanto, contra el abuso sexual infantil. Sus declaraciones dejan ver que el aumento en el número de denuncias acompaña al aumento de los hechos: “La escala de la violencia contra los niños ha alcanzado proporciones epidémicas. Cada año, cerca de un billón de niños están globalmente expuestos a alguna forma de violencia o explotación, ya sea experimentando violencia directamente o presenciándola en sus comunidades.” (La traducción es nuestra) [5]
A pesar de que siempre que se menciona el ASI (Abuso sexual infantil) se dice que está subinformado, las cifras son alarmantes: “Aproximadamente una de cada tres niñas y uno de cada siete niños experimenta violencia sexual en la niñez.” [6] Recordemos que el ASI intrafamiliar alcanza al 80% de esos casos. Asimismo, la OMS define a la población más vulnerable para este crimen como la que está por debajo de los cuatro años y la adolescente. [7]
El ASI intrafamiliar es incesto
Enmarcamos el tema, con las afirmaciones de Pierre Legendre respecto del proceso de subjetivación. El tabú del incesto, en este sentido, es clave para la institución de la genealogía y, por lo tanto de lo que se transmite como deseo y prohibición. En ese cruce reside la humanización y la ubicación del sujeto en la cadena de las generaciones.
Estamos en un todo de acuerdo, en este sentido, con los autores que reclaman un lugar discriminado -en el Código- para los casos de incesto de modo que no queden subsumidos en la categoría general del abuso sexual infantil. La calificación de “intrafamiliar” no alcanza para dar cuenta de la gravedad que implica este crimen. El eufemismo es ya toda una definición acerca de cómo se desconsidera su peso para las víctimas. Este destrato es la base sobre la que se asienta la desestimación de las declaraciones de los niños, la apelación al falso Síndrome de Alienación Parental y la desautorización y maltrato que se verifica hacia las madres protectoras de esos niños. La ley, denuncia la Dra. Eva Giberti, no reconoce el incesto como delito sino que se refiere al abuso sexual agravado por el vínculo: “(…) si el Código estima que el incesto no constituye un tipo particular de violencia en sí sino que forma parte de las violencias del estupro, puede conjeturarse que no se discierne entre los diversos tipos de violencias, aunque se intente involucrar a la misma al referirse al agravamiento por vínculo. Porque el vínculo no agrava sino que define la identidad de esa violencia; (…)” (En bastardillas en el original) [8]
La directora del Instituto de Derecho de Familia y Niñez del Colegio de Abogados de Bahía Blanca, doctora Adriana Reale, dice que los delitos más frecuentes que padece un chico son los delitos contra la integridad sexual, sobre todo en el ámbito intrafamiliar. Por eso, sostiene, la doctora Laura Chávez Luna, en su libro El abogado del niño, de reciente publicación, enfatiza la necesidad de su propio patrocinio en sede penal y sin considerar su edad. [9]
Es central, si queremos ocuparnos de estos delitos, considerar el modo en que la justicia trata estos casos. Nos basamos, para hacerlo, no sólo en las muchas publicaciones que al respecto hay en nuestro medio sino en publicaciones extranjeras [10]. En su mayoría, las sentencias judiciales privilegian el supuesto “Superior Interés del Niño” pero lo relacionan con la continuidad de los lazos familiares, lo que puede implicar la decisión de revincular al menor con el perpetrador, la reanudación de las visitas en caso de padres separados o de padres excluidos del hogar y, en los casos más trágicos, la reversión de la tenencia y la entrega de los niños a sus victimarios. El desprecio de la justicia por los derechos de los chicos en tanto sujetos coincide con ciertas características de época -la objetalización, denigración y pérdida de la consideración del otro en su rasgo de semejante así como la tendencia a satisfacer lo más inmediatamente posible todo impulso- que se han tratado ya en varios números de esta revista. Hemos sostenido, al respecto, que la piedra fundamental sobre la que se asienta nuestra cultura, la prohibición del incesto, vacila.
El niño frente al incesto
Las defensas de los niños que han sufrido incesto son frecuentemente la negación y la disociación. En el trabajo clínico con ellos estas posiciones subjetivas se expresan en los juegos, los dibujos y, sobre todo, la transferencia. Estos niños presentan notable exclusividad y rigidez defensiva, lo cual revierte en extrema pobreza y en riesgo para la subjetividad ya que se ofrecen, con este sesgo, a tolerar nuevos peligros.
Cuando Freud extiende el concepto de histeria para denominarla traumática, lo hace en relación con la analogía patógena que allí encuentra. Se refiere, entonces, al trauma como causa eficiente, no ligado a la lesión corporal sino al afecto de horror, el trauma psíquico. Estudia entonces la diversidad de rasgos que pueden calificar a una vivencia para que valga como trauma así como aquello que permitiría que esos hechos no devengan patógenos. Nos interesa detenernos en el valor que le da al proceso asociativo, a la rectificación que produce el que la representación traumática circule y se pueda resignificar. En este sentido, dice: “El recuerdo de una afrenta es rectificado poniendo en su sitio los hechos, ponderando la propia dignidad, etc.” [11]. Podemos, en el caso de los niños que han sufrido ASI, y sobre todo incesto, referir esta frase a la importancia que puede tener la revelación de los hechos y su escucha y valorización por el adulto que el niño elige para hacerlo; así como a lo que implica la tramitación que la legalidad jurídica puede agregarle a esa primera legitimación y, desde luego, a la elaboración psíquica favorecida por su despliegue en el ámbito clínico.
Nos parece necesario subrayar que, cuando nos referimos a la particular cualidad del trauma que constituye el incesto, no desconocemos lo universal del trauma que implica la humanización, la intervención del Otro, la carga erótica que allí se despliega, la herida que el lenguaje provoca en el viviente y que lo extrae del ámbito exclusivo de la necesidad. Nos hemos referido a estas circunstancias en varios artículos, en otros números de la Revista, y no volveremos ahora sobre ese punto [12]. Quizás sí sea necesario subrayar el doble movimiento de la operación del Otro. Éste no sólo incide sobre el infans con lo que emana de su propio Inconsciente y su vida pulsional sino que también aloja lo que deviene en el niño a partir de esa estimulación intrusiva y brinda las vías indispensables para su digestión psíquica, para impulsar la producción de complejidad que es la facilitadora de la elaboración. Si aquel trauma original es productor de subjetividad, el del incesto la arrasa, obliga al sujeto al despliegue de defensas tales como la negación y la disociación para soportarlo. Asimismo, la impulsión, las patologías del acto, suelen ser respuestas incoercibles en estos niños. Se trata de la vía disponible para una descarga inmediata.
El recurso a la negación -forma tolerada de la admisión en la Conciencia- y a la disociación afecto/representación es indispensable tanto para sostener lo insoportable de la situación que deja en orfandad como para preservar -de algún modo- al adulto victimario. Éste es, en el caso del incesto, una figura significativa en varios sentidos para la víctima. Lo es en grado tal que al niño le es prácticamente imposible establecer continuidad en las significaciones que otorga a los hechos, incluso a la representación de lo que él mismo representa para el otro. Cuando el niño, además, es muy pequeño, cuando el abuso incestuoso comienza muy tempranamente, podemos asegurar que estas defensas se establecen como constitutivas de la posición básica del sujeto, se integran como parte de su ‘ser’ de tal modo que resulta muy inadecuado el intento de hacerlas vacilar sin medir el riesgo. En la rigidez de estas defensas está en juego la estabilidad subjetiva del niño y, sabemos, nuestra intervención tiene como límite inamovible el riesgo de su desestructuración. Esta ubicación en el orden del ‘ser’ tiene que ver con lo temprano, pues se trata de inscripciones que insisten sin por ello poder enlazarse a un sistema representacional, lo cual permitiría -al menos- un tratamiento apaciguador. Se trata de defensas que acompañan la desubjetivación, operación propia del ASI; que son -en el caso de niños mayores- una última elección subjetiva y, más aún, en caso de incesto. En el caso de niños de muy temprana edad, se agrega, al impacto de la irrupción del otro, la vulnerabilidad del aparato psíquico incipiente, el no contar con la posibilidad del enlace que otorgaría alguna significación. Este rasgo es esencial para la constitución de un estímulo como traumático: la desaparición o la inexistencia del sujeto que podría significarlo.
Dificultades en la clínica
Nos ocupamos, en otro artículo, de la revictimización que se produce cuando las TCC (Terapias Cognitivo Comportamentales) tratan a estos niños, al promover el uso de las mismas defensas a las que ellos mismos han apelado frente al hecho traumático. Decíamos allí: “Comienzan por clarificar al niño sobre la naturaleza de la ambivalencia en juego, continúan con el entrenamiento para identificar los pensamientos disfuncionales y terminan por ayudarlo a distraerse, evitando la inactividad y la apatía. Asimismo, frente a la ira, le indican ocuparse con otra actividad, como ‘practicar un ejercicio físico o mental’ o ‘realizar respiraciones lentas y profundas’. Terminan enseñando a los niños ‘a hablarse a sí mismos de otra manera’. Por ejemplo: Voy a estar tranquilo; Voy a distraerme cantando una canción. Los inducen a ensayar y a practicar, lo que denominan autoinstrucciones, en situaciones reales.
Tenemos que caracterizar estas indicaciones con nuestros instrumentos. Están dirigidas a fomentar y a reforzar el uso de una defensa: la disociación. Sabemos que las defensas son los recursos del sujeto, aspecto inconsciente del Yo para Freud. Entendemos que con la consideración de su empleo armónico y balanceado se puede deducir la salud, con los reparos sabidos, de quien apela a ellas. La casuística es inequívoca respecto de que, en los casos de ASI, al momento del ataque, el niño tiene un único resquicio para responder como sujeto: la defensa que implementa, fundamentalmente la disociación. Tenemos de ello abundantes testimonios, algunos de los cuales recuperan sólo un retazo de recuerdo ligado a un detalle accesorio de la escena; aluden, de este modo, al estar en otro lado. Otros, más radicales, incluyen el recuerdo de haber apelado a ser otro en esa ocasión.” [13]
Nos preguntamos desde qué lugar, entonces, podríamos en la clínica abordar esas defensas y hasta qué punto avanzar, sobre todo en casos de actos incestuosos que comienzan durante el primer año de vida. ¿Acaso su rigidez permite asegurar que es necesario respetarlas hasta el punto de considerar que el sujeto deberá contar necesariamente con su exclusiva presencia? En estos casos, comprobamos -además- que puede haber serias dificultades para la instalación de la transferencia. Verificamos un uso del otro y del espacio ofrecido que tiene características utilitarias, que la confianza y el lazo afectivo son inexistentes o frágiles. ¿Se trataría, en estos casos, de acompañar al infantil sujeto hasta los límites tolerados por el sistema defensivo y de apostar a que, en otro momento quizás, se renueve la demanda con mejores probabilidades? Veamos algunos pantallazos, a pesar de las dificultades que se producen al preservar los datos, de un tratamiento en el que abundan esos obstáculos clínicos.
Es el caso de un niño que sufrió, muy tempranamente, el ataque sexual de su padre y que sólo pudo verbalizarlo a los dos años y medio. Los familiares, en après coup de la revelación, resignificaron situaciones que habían visto como muy inapropiadas, incluso agresivas para con el bebé y -por eso- fechamos el incesto desde bastante tiempo antes de que pudiera relatarlo. El niño llega a consulta a los 6 años, a partir de la judicialización del caso y luego de varios tratamientos breves, abandonados por falta de resultados y por su negativa a concurrir. Los adultos significativos con los que vive se quejan de sus dificultades para vincularse con pares, de su insomnio y del perfeccionismo con que encara todas las tareas.
Este niño, al que llamaremos Juan, desconoce y, por momentos, denigra a la terapeuta. Hace juegos estereotipados en los que prima el ordenar, clasificar, etc. Podemos entender la necesidad de realizar esas actividades posiblemente pacificadoras pero el descrédito desautoriza cualquier intervención. Juan se burla incluso ante cualquier sugerencia referida a los juegos mismos. Sólo juega a cosas en las que puede destacarse, lo cual empeora, en la vida, sus vínculos con los otros chicos. Desprecia a cualquiera que no haga las cosas perfectamente bien.
No es posible pasar a involucrarlo en lo que sucede. Niega toda dificultad en sus vínculos, niega la veracidad de lo que cuentan sus familiares. Se lo ve siempre sonriente y contento, muy lejos de la posibilidad de constituir un síntoma en el sentido de un sufrimiento que lo sea para sí mismo. Todo está siempre en orden para él.
Cuando elige juegos de competencia, eso sí, se molesta si pierde. Abandona, entonces, ese intento. Se niega a escoger juegos de mesa de los que desconoce las reglas. A pesar de este clima difícil, quiere concurrir. Cuando doy por terminada la sesión hace como que no ha escuchado, toma otro objeto y propone algo más. Esto se repite en cada ocasión. Mientras tanto, cito periódicamente a su madre, quien observa muy leves cambios en Juan, sobre todo en relación con mejoría en las dificultades del sueño. Aliento la realización de alguna actividad extraescolar que implique contacto con otros, pero Juan elige siempre aquellas a las que puede asistir casi sin vincularse con los demás. Por otro lado, sólo continúa si se destaca. La colaboración de la madre es una ayuda inapreciable en lo que intento: llegar a Juan por vías colaterales hasta poder abrir la de la transferencia.
En un momento, Juan elige un juego que dice no conocer y me pregunta cómo se juega. Interrumpe rápidamente mi intento de explicarle y lo deja a un lado sin mostrar más interés en él. Unas semanas después, me avisa que la próxima vez jugaremos con ese mismo juego. Cuando llega, se dirige al juego, lo abre y me mira al tiempo que señala sus elementos. Describo algunas características y le propongo jugar mostrando mis cartas y contándole, en cada ocasión, lo que voy pensando, de modo que él pueda ver cuáles son mis posibilidades y por qué elijo alguna sobre otras. Juan acepta y, luego de ver cómo transcurre el juego, hace comentarios burlones sobre mis pocas posibilidades de ganar en esas condiciones. Le digo que lo importante es que él pueda aprender y que hay ya mucha ventaja en que yo sea más grande y sepa jugar. Juan es muy inteligente, capta las explicaciones y, además, se alegra ostensiblemente cuando intervengo para decirle por qué no le conviene tal o cual elección. A medida que pierdo en ese juego explicado a su favor, Juan empieza a preguntar lo que no sabe. Privarse de ganar es el primer rasgo del otro que permite que Juan se instale de un modo menos mecánico, que haga lazo. Hay efectos posteriores de apaciguamiento en su presentación hipomaníaca. Poco tiempo después, la madre cuenta que Juan elige iniciar una actividad extraescolar para la que no es en absoluto diestro y que tolera muy bien que sean otros, más aventajados, quienes lo ayuden. Saber que gana gracias al otro, que no hay aprovechamiento de la diferencia, baja su estado de alerta, puede empezar a confiar.
Otro inconveniente es que evita acercarse a conflictos o jugar en terrenos fantasiosos. Sus juegos de roles e historias, con personajes, se limitan a escenas de lo cotidiano que nunca incluyen conflicto. Si lo hago yo, Juan resuelve rápidamente la situación; si incluyo personajes que podrían resultar peligrosos, como algún animal salvaje, los quita de la escena rápidamente. Todo transcurre por los carriles del orden y la rutina.
Armo, entonces, -antes de su llegada y después de varios meses de juegos de este tipo y señalamientos sin consecuencia en la estereotipia de los juegos- una especie de teatro. Divido el lugar en dos: personajes que harían de público, adultos y niños sentados como para ver un espectáculo, y dejo a su disposición un grupo muy numeroso de otros personajes monstruos y animales variados, ya conocidos por él, así como objetos útiles para armar diferentes escenarios. Es una propuesta ya establecida, en cierto modo, cosa que él nunca antes ha encontrado al entrar al consultorio. En ocasiones ha mirado los títeres pero nunca se interesó en ellos.
Juan mira todo con sorpresa, capta rápidamente de qué se trata y despliega un espectáculo. Inventa un argumento y hace actuar a los personajes: personajes feroces roban un cachorro y su familia pide ayuda a otros personajes para que lo salven. Todo sucede en un país al que se puede acceder con un truco mágico. La trama es compleja y, por momentos, divertida. Hay personajes de fantasía y escenas de magia. Por primera vez despliega un conflicto, peligros, y su resolución: la derrota de los feroces y el rescate del cachorro. Hago de público y, por momentos, intervengo en la obra bajo su dirección.
Este es el punto en que estamos en la apertura de la transferencia. Algo de la confianza se ha instalado y la problemática fue puesta desplegada gracias a la maniobra de hacerlo para otros y, por lo tanto, desde una mayor ajenidad permitida por la escenificación. Intervenir casi directivamente, poniendo los elementos de determinada manera, ofreciendo una posibilidad de modo tan manifiesto -como fue presentar los elementos al estilo de un teatro desde antes de su llegada- fue facilitador de su despliegue fantasioso y de su acercamiento a la escena traumática. Aprovechó sus recursos, sus propias defensas habituales, de otro modo. Quiero hacer, al respecto, un contrapunto con lo que señalábamos como intervención revictimizante de las TCC cuando llevan al niño a utilizar su limitado arsenal defensivo para ‘pensar en otra cosa’, para ‘tranquilizarse’, etc. En este caso, Juan apela a las defensas disponibles pero es la condición para desplegar una escena que nunca había podido ni mencionar ni dramatizar. Veremos luego cómo sigue este tratamiento. También me interesa señalar que los cuidados respecto de las intervenciones -el respeto por su limitado repertorio defensivo- tienen que ver con este carácter estructurante que el mismo tiene en los casos de incesto producido tan tempranamente.
El incesto en la cultura líquida
Zygmunt Bauman rectifica la proporción freudiana entre dicha y seguridad para señalar que “(…) la fuente del padecimiento parece ser ahora la carencia de seguridad, que envenena el goce de una libertad individual sin precedentes” [14]. Analiza el lugar de la difusión del incesto en esta cultura líquida y equipara el lugar del pánico ante ese crimen con el que, previamente, ocupó el pánico a la masturbación, como fuente de peligros y conducta de riesgo para la subjetividad, según lo indicara Freud en la sociedad victoriana. No se detiene, sin embargo, en la consideración de las diferencias, en la gravedad real del daño que el incesto inflige a las víctimas infantiles, etc. Dice: “(…) las principales víctimas del pánico al abuso sexual no pueden ser otros que los lazos intergeneracionales y la intimidad transgeneracional” [15].Se ocupa de evaluar los efectos que el aumento de las denuncias ejerce sobre las relaciones paterno-filiales. Es decir, Bauman considera que -dada la amplitud que ha tomado la información acerca del incesto- los vínculos familiares se han visto afectados, los lazos afectivos se han perjudicado, se ha acentuado la lejanía entre padres e hijos; como si el miedo a caer en ese delito de incesto condicionara a los padres para tomar distancias excesivas. Así como el peligro de la masturbación ubicaba a los adultos muy cerca, en su vigilancia, de los niños, la divulgación del tema del incesto, los aleja y releva de sus obligaciones: “Agrega una pátina legitimadora al ya avanzado proceso de mercantilización de las relaciones entre padres e hijos: la pujante tendencia a mediar ese vínculo, principalmente a través del mercado de consumo.”
Creemos que en este punto -de la cultura consumista- Bauman cerca acertadamente las razones que apartan a los padres de sus hijos al tiempo que los desresponsabilizan. En esta sociedad, los padres están en la vorágine de alcanzar productividad, del logro de la eficiencia y la conservación de la juventud, cuando no se encuentran desesperanzados y excluidos de todo proyecto. En ambos casos resulta difícil acompañar el crecimiento de sus hijos, ocupar un lugar de referente y de amparo, mantener la asimetría necesaria, etc. Vemos padres que no dejan de estar conectados mediante sus teléfonos celulares ni siquiera mientras pretenden jugar con los niños. Asistimos a la dificultad con la que se encuentran los médicos cuando reciben chicos en coma alcohólico, en las guardias, para conectarse con los padres, quienes no están disponibles, se encuentran bailando en otro boliche o rehúsan ser molestados cuando duermen. Se trata de una distancia que nada tiene que ver con la generacional, con la necesaria al amparo. Por el contrario, hay en juego una gran distancia afectiva y un inadecuado mimetismo que hace de los padres unos eternos jóvenes demasiado ocupados en sí mismos. Es en este marco de confusión intergeneracional que florece la patología incestuosa -y no sólo su difusión- así como otras que también tienen que ver con la impulsividad, la falta de límites y de tolerancia a la espera, el empuje a la satisfacción inmediata, etc.
[*] Creemos que puede resultar útil la lectura de un texto anterior, en el número 18 de esta Revista, como introducción al que ahora desarrollamos: Duerman tranquilos: aquí no ha pasado nada.
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