Insignificancia: algo que tiene poco valor, también algo sin sentido, in-significante. Milan Kundera, en La fiesta de la insignificancia, oscila entre ambos significados; pero también suma un tercero: quitarle el grave peso de la seriedad a la vida, mostrando el sin sentido de ésta. En la novela participa el todopoderoso Stalin, quien viendo flaquear su poder (siente que el pueblo está dejando de creer en él), se burla de sus acólitos en el Kremlin, que se inclinan ante él por temor, aceptando la imposición que él realiza de una única representación de la realidad –excelente descripción del totalitarismo-. Stalin es el Amo de la significación, y dicta lo que es la realidad. Crea una realidad social in-significante y convierte a quienes adhieran a la misma en seres insignificantes que también han perdido la brújula de su propio sentido. Son llevados como rebaño. Tal es la tragedia del totalitarismo, que tiene por momentos ribetes de comedia dramática en la pluma de Kundera. Stalin se burla de quienes lo adoran: puede contar una historia que es evidentemente una tomada de pelo, y ellos dudan acerca de si es verdadera o no, pero no se atreven a cuestionarla. Iósif se divierte al observar que su broma genera dudas acerca de la veracidad de lo que relata. “¿Es verdad lo que nos cuenta o es una broma?”, se interrogan los jerarcas. En una sociedad tomada por la insignificancia hasta el humor se ha perdido: en su lugar advienen la burla, el sarcasmo o el tomar una broma por algo verdadero.
A su vez Castoriadis, analizando el stalinismo, habló hacia mediados de los 80 de la destrucción del lenguaje. El estado totalitario soviético había reducido las palabras a señales pavlovianas (que generaban reflejos pavlovianos en los sujetos), habiendo perdido la dimensión poiética, permaneciendo solamente su aspecto instrumental. Alertaba con que ello no era un fenómeno exclusivo de la URSS (sobre la cual dijo, digamos de paso, que eran 4 palabras y 4 mentiras, o sea, una señal ante la cual los sujetos reaccionaban con asentimiento sin cuestionamiento alguno pese a los datos que la realidad ofrecía) y que en Occidente ocurría algo parecido aunque de otra manera, fragmentaria. Es una década más tarde que Castoriadis hablará del avance de la insignificancia. La misma es el destino al cual arrastran los regímenes liberales capitalistas a los sujetos y las sociedades.
Digamos que los arrastra –entre otras cuestiones- por haber puesto en su núcleo al consumo como significación. “Siempre más” consumo, por lo tanto producción: más desarrollo entonces de las fuerzas productivas, sin que las preguntas de por qué, para qué, cómo, para quiénes, etc. sean siquiera formuladas. Es el consumo lo que agita la vida social: sea de objetos, actividades, conocimiento –si es que éste puede ser consumido- arte –le vale lo mismo-, etc. Hasta los lazos son tomados por el consumo, que genera así lo efímero. Ya no lo efímero como ligado a la vida, su finitud, la carencia de sentido ofrecido de antemano. Hablamos de lo efímero como lo banal. Insignificancia y banalidad van de la mano. Consumo y velocidad también: para mantener la tasa de ganancia e impedir su decrecimiento se debe producir cada vez más. O sea, más rápido. Producir y consumir de modo cada vez más veloz. Estamos ante el imperio de una única significación: la del capitalismo. En realidad es un magma de significaciones imaginarias sociales, que producen representaciones, afectos y deseos. Entre estos últimos el más importante es el deseo de lo ilimitado.
Así, se han creado sociedades en las cuales el entronamiento del consumo de la mano de la significación imaginaria social del capitalismo ha devenido su núcleo. Vivir para consumir, consumir para vivir. Nada más banal ni absurdo. Pero obedece a la “racionalidad” del capitalismo. Y –decíamos- ha devenido en la única significación, también en la única representación; un haz de representaciones que anudadas dan un conglomerado de sentido. Una representación totalitaria que escapa a la mirada de los sujetos. Tal su éxito. Ha mejorado al modelo stalinista. Y ha triunfado en sociedades muy diversas culturalmente y con distintos regímenes de gobierno. Hasta suele anidar en el seno de otra significación, la del populismo; por lo menos así hemos podido apreciarlo en su versión vernácula.
Por supuesto que siempre hubo y habrá consumo. Ese no es el problema. Éste adviene cuando se lo propone como ilimitado y como el único objetivo de la vida social. Y es el consumo ilimitado como promesa de felicidad lo que hace a las sociedades y a los sujetos insignificantes.Y es lo que hemos relacionado como aquello que desde lo social se apoya en el modo de ser del inconsciente de la psique humana, y su deseo de que no haya límites.
Así, vivimos en una época en la cual es el consumo ilimitado el objetivo de las sociedades y los sujetos. Esto produce destrucción de sentido, pero también –como hemos sostenido- de la dimensión del afecto en la psique, afectando su función principal de figurabilidad: la transformación de la pulsión en representaciones (como las de palabra por ejemplo) y representantes afectivos. En otros lugares hemos descrito las consecuencias que esto tiene para la psique y para la clínica (El Gran Accidente: la destrucción del afecto), también en este número en Insignificancia y clínica: el paradigma borderline.
Populismo e insignificancia
Ahora bien, a qué viene la cuestión de la insignificancia relacionada con la Argentina. ¿Por qué hablamos de la continua fiesta de la misma? Si entre diversos intelectuales ha habido un acuerdo –más allá de sus diferencias teóricas- es en afirmar que la Argentina ha estado habitada por un régimen populista, para algunos un populismo progresista. Líneas arriba sostuve que
la significación del capitalismo pervive en el núcleo del populismo. Agregaría ahora y para mayor precisión: aun en el núcleo del populismo progresista.
Uno de los máximos defensores del populismo ha sido Enesto Laclau [1]. No me es posible realizar aquí un desarrollo crítico de sus teorizaciones – lo cual probablemente sea objeto de un próximo texto- , pero sí considero que es indispensable resaltar algunas de las mismas para poder dilucidar si hay relación entre populismo e insignificancia. Si cito a Laclau es porque su pensamiento –como dije líneas arriba- ha estado presente en diversos intelectuales como defensa del régimen argentino. Él mismo en múltiples apariciones radiales, televisivas y de periodismo escrito hizo presente sus ideas y apoyo al régimen populista gobernante. En el diálogo crítico que sostuvo con Žižek pueden hallarse núcleos de teorización que nos permitirán entender por qué planteamos la relación entre populismo progresista e insignificancia.
Adelanto que, por supuesto, el régimen que actualmente gobierna la Argentina –que no es populista (por lo menos por ahora: y no es poco decir ni gratuito que pueda haber populismo de derecha o izquierda)- perpetúa y acentúa y profundiza la insignificancia al estar animado por la misma significación, es decir, la del consumo y acumulación sin límites. Por supuesto, esto es para los que pueden, dejando al resto de la población pendiente de ese ideal e intentando por lo menos arañarlo de alguna manera. Si bien hay diferencia entre ambos regímenes, algo que los iguala es ese hecho, la promesa de felicidad ligada al consumo. Que es, justamente, una de las causas –tal vez la principal- que puso un límite al régimen anterior, ya que muchas de sus proclamas igualitarias y de justicia social se estrellaron contra el devenir de una economía que –además de ser el centro de la vida social, como lo es en el capitalismo- ha estado centrada en el consumo como horizonte de la vida de los sujetos. El aumento del mismo fue vivado desde el propio Poder Ejecutivo.
En otros momentos nos hemos ocupado en El Psicoanalítico del análisis crítico del régimen populista imperante en Argentina:
Así, Germán Ciari en Límites del progresismo cristinista, decía:
“La debilidad de las reformas, las dificultades para la gestión (desastrosa en áreas tan caras a la población más vulnerable como transporte público, control de la inflación y energía), las alianzas con sectores de poder enquistados en el conurbano bonaerense y las provincias, la persistencia de una política impositiva regresiva y multiplicadora de desigualdad, la escasez de figuras políticas, de debates y de ideas, acompañado de una apuesta ciega por el extractivismo, indican en conjunto que el cristinismo se encuentra atrapado entre límites muy estrechos y tiene escasa vocación política para impulsar transformaciones de la envergadura que reclaman, al menos para la izquierda, los desafíos del siglo XXI”.
Y sostuvo María Cristina Oleaga en Paradojas esclarecedoras del progresismo populista:
“El progresismo populista, el que ahora nos gobierna, arma un escenario dividido por una falsa oposición entre “ellos” y “nosotros” que apunta a rescatar de su descomposición al actual sistema representativo democrático. El populismo es hoy el arma más eficaz del capitalismo y así fue que logró reubicarse, cual Ave Fénix, luego del bendito cataclismo del 2001/02, durante el cual asomaron las experiencias de la Autonomía, polo definido de cuestionamiento al sistema de representación tradicional.
El progresismo populista se mueve con gestos grandilocuentes y luego, entre bambalinas, acuerda de la peor manera con los opresores. Así, le paga con creces a Repsol -a pesar del robo y el envenenamiento que esta empresa ha operado sobre los territorios originarios de los Mapuches, por ejemplo; o regala los recursos a las mineras en la cordillera; o da vía libre al fracking, a pesar de todo lo que se sabe ya de sus peligros; o hace acuerdos perdidosos con los chinos que ponen en jaque una inmensa porción de territorio. Sólo cito una muestra mínima de lo que está sucediendo. Eso sí: decimos NO al Monumento a Colón, aunque para ello destruyamos parte del patrimonio cultural”.
Estas aparentes contradicciones en realidad forman parte de un discurso que sostiene y al mismo tiempo niega o tergiversa aquello que anuncia como objetivo, como ideal social. Eso genera pérdida de sentido, es decir, insignificancia. Degradación de por lo menos parte de un discurso a señales que generan respuestas reflejo, no reflexivas. Para lo cual es condición necesaria, como veremos más adelante, la idealización de un líder.
Breves acotaciones sobre Laclau
No me adentraré –como adelanté- en los desarrollos sofisticados y complejos de Laclau, basados a su vez y sobre todo en el concepto de objeto a de Lacan, desarrollos en los cuales no hay fisura, todo encaja a la perfección [2]. Tampoco en la polémica que tuvo con Žižek, de la cual tomaré parte de las críticas que éste le formuló. Recordemos que ambos compartieron en un inicio posiciones (Laclau prologa el libro de Žižek El sublime objeto de la ideología), para luego entrar en una discusión que inclusive está citada en el libro de Laclau La razón populista. Lo hago, insisto, por haber sido Laclau el ideólogo más destacado (hubo otros, como Jorge Alemán) del régimen kirchnerista. Personalmente creo que sus desarrollos han creado confusión, ilusiones, entrampamientos. Será necesario hacer una lectura crítica de los mismos, y ver si es posible hallar en ellos elementos positivos para pensar la sociedad y su cambio. Aunque por lo que Žižek le cuestiona, la misma no parece una tarea sencilla.
Para Žižek, Laclau no piensa que se pueda ir por fuera del sistema capitalista y de la democracia burguesa, y que, en consecuencia, lo posible son luchas particulares al interior de esta “democracia” capitalista, tratando de mejorarla, haciéndola humana [3]. También le critica que sostenga que la economía haya dejado de ser un dato central, habiendo despolitizado a la misma. Sería así el populismo a la Laclau una suma de medidas paliativas, para minimizar los excesos del capitalismo. Como si no pudiera pensarse o siquiera imaginarse otro horizonte por fuera de éste. La Historia habría llegado a su fin. Žižek insiste en que Laclau no le da el lugar central a la economía en la caracterización que hace del capitalismo. Perdido el lugar de determinación principal, y despolitizada, la economía pasa a ser un elemento más, siendo que para Žižek sigue siendo el principal.
Žižek, Badiou, Castoriadis, cada uno a su manera, imaginan una suerte de toma de lo real por asalto. Ir más allá de lo instituido, abrir las compuertas –diría Castoriadis- del imaginario social instituyente. Este último es el más categórico: sin desechar las luchas particulares, es necesario un movimiento generalizado de los sujetos para trascender lo instituido. Žižek considera que las luchas particulares no hacen más que debilitar el proyecto colectivo al fragmentar a la sociedad. Personalmente diría: si esas luchas particulares no tienen en común ciertos elementos, es probable que ello ocurra.
Llama la atención que Žižek no señale algo central en el modelo, en los discursos y en el accionar de Laclau: y es que el populismo no lo es sin un líder, y sin el verticalismo que dicho líder produce y reclama. No por nada uno de los programas televisivos ligados directamente al régimen kirchnerista se llamaba “bajada de línea”. Y allí llegamos prácticamente al núcleo de la cuestión de la ligazón entre populismo e insignificancia: la idealización del líder –carismático en este caso, ya que sabemos que hay diversos tipos de liderazgo- y la organización de la masa a su alrededor, que ante la ausencia de éste se desorienta, desorganiza, paraliza y entra en pánico. Todo lo que podemos observar en estos días en Argentina. Claramente descrito por Freud en su texto sobre las masas, en el cual alertaba que, por lo contrario, cuanto más organizada era la masa más se evitaban estos fenómenos regresivos. Agrego: la posición de Laclau es la de pensar a la figura del líder que sabe leer/comprender/asumir las demandas populares, y que, habiéndose convertido en objeto causa de su deseo, –esta es una aseveración mía, por ser el líder ofrece un ideal de completud-, además “baja línea”, habiéndose transformado en Amo de la significación para sus seguidores. Aun cuando su crítica hacia Žižek es que éste pretende alcanzar a la Cosa (el objeto a, causa del deseo), no es algo diferente lo que ocurre en el encuentro con el líder. Resulta que el encuentro con La Cosa puede ser el encuentro con el/la amante, el líder, la revolución, un estado místico, etc.
Es una buena oportunidad para recordar lo que sostiene Omar Acha, en su texto La izquierda lacaniana: breve exploración:
“Según el consenso lacaniano de factura laclauiana, la izquierda posible prospera en un proyecto de “radicalización de la democracia”. O lo que es lo mismo, en la ampliación de los derechos en la sociedad civil, la participación democrática y la renegociación de la ciudadanía. (…)
El fondo político general de la izquierda lacaniana es un liberalismo democrático, de impronta republicana en algún caso, de factura populista en otro. Se parte, entonces, de una escisión entre lo social y lo político. La falta en el otro legitima la relatividad de toda demanda y la ausencia de teleología histórica. El resultado es un programa de “radicalización de la democracia” que renuncia de antemano a la “utopía” de un cambio revolucionario. El horizonte de un reformismo advertido de los pliegues del goce y el desafío de una ciudadanía comprometida con la política no obstante al tanto de su falta constitutiva, captura la proyección de la izquierda lacaniana”.
Algo más acerca de la relación entre populismo e insignificancia: habiéndose convertido el líder en Amo de la significación, siendo su discurso incuestionable, los sujetos pierden por lo menos buena parte de su capacidad crítica y reflexiva. Sin la presencia de dicho líder no saben a qué atenerse. No estoy hablando de un estado totalitario en el cual es bajo amenaza que se produce el fenómeno de adopción del discurso instituido: aquí lo es por fascinación, por la fascinación que La Cosa produce.
Este breve desarrollo no ignora que en Argentina ha sido solamente el régimen peronista -de raigambre progresista en el caso del kirchnerismo y exceptuando al que gobernó en la década de 1990- el que ha dado algún cauce a las demandas populares y que luego de sus reiteradas caídas (a veces a través de golpes militares, como en 1955 y 1976, mediante elecciones en el caso actual), el proletariado y una buena capa de la clase media han visto perder derechos y beneficios. Así, el populismo queda encerrado (y con él jóvenes, intelectuales, militantes, trabajadores) en sus propias aporías [4]. La gran novedad actual es el triunfo de la derecha mediante elecciones, algo que nunca había ocurrido previamente.
Lo que une, entonces, al populismo progresista y a la insignificancia es, por un lado, su ligazón al capitalismo: ese modo de ser de la sociedad que hace que “todo lo sólido se desvanezca en el aire”, y con ello el sentido, generando insignificancia. También –y esto es central- el pertenecer a una posición que considera que la política se realiza de modo vertical, es decir, desde “arriba”, bajando línea (esto no es exclusivo del populismo, obviamente), en este caso mediante la figura de un líder carismático que, captando las demandas populares, las realiza, o hace el gesto de realizarlas (una puesta en escena). Todo esto acunado en un discurso cuyos términos van convirtiéndose más en señales que en significantes que pueden retomarse críticamente. La fascinación que produce (es un semblante de La Cosa) lleva a la imposibilidad de dicha crítica.
Por cierto que en este escrito no quiero eludir la complejidad de la época y las preguntas que fácilmente pueden hacerse a partir de este desarrollo: Entonces, ¿Qué?, ¿De nada valen los esfuerzos por mejorar la vida de millones de personas que en el momento actual se encuentran mucho peor que hace pocos meses, o que han perdido derechos que habían adquirido? ¿Se trata esto de una elucidación “de escritorio” apartada de una realidad que es mucho menos pura que en cualquier teorización? ¿Acaso los últimos 12 años no estábamos mejor que ahora? Esto último es clave: sí, en parte sí, sobre todo desde el punto de vista del dinero y el consumo, también por algunos desarrollos e iniciativas culturales, educativas y científicas. El problema es que todo esto fue realizado sobre un piso de cristal bajo el cual la presión corporativa anidaba esperando el momento de quebrarlo, y –además- porque la centralidad del consumo fragiliza todo proyecto que se pretenda emancipatorio: siempre se quiere más, la frustración está por lo tanto a la vuelta de la esquina. Como ya dije: una vida individual y social centrada en el consumo –y además si este es sin límites y se propone como ideal de felicidad- produce insignificancia.
Desconocer esta realidad –que de distintas maneras hemos venido exponiendo y tratando además en diversas actividades grupales e individuales, encuentros, seminarios, conferencias, publicaciones en esta revista y en otras- agrega dificultad a poder salir de ella, la realidad de un populismo abrazado al capitalismo pero que hace guiños progresistas, para luego llegar a un callejón sin salida… No decimos que haga falta sentarse a esperar la revolución, sino que es necesario crear dispositivos que generen debate. Entre 2001 y 2003 las experiencias asamblearias –agotadas entre otras cuestiones por fallas propias, entre ellas porque no existía claridad acerca de tomar el poder administrativo/político de la sociedad, o porque no llegó a emerger de qué otra manera podía funcionar la sociedad, o porque se cayó en un debatismo indefinido… etc.- introdujeron una novedad y un germen que permanece como disposición. Es evidente que eso no alcanza para una transformación que, a la luz de la experiencia del siglo XX, no puede ser permanente: como sostuvo Castoriadis, la democracia como régimen -es decir, la existencia de un colectivo dispuesto a cuestionar sus fundamentos de modo permanente, a estar atento a sostener principios alejados de los de la significación capitalista o de cualquier significación que tenga entre sus contenidos al dominio de una parte de la sociedad sobre la otra- dicho régimen es un régimen inestable y nada garantiza su perpetuación. En ese sentido, la democracia como régimen es una actividad: una actividad ilimitada de reflexión sobre el piso de significaciones sobre el cual se asienta la sociedad. Piso que no es de cristal, pero debajo del cual se puede apreciar y aceptar que subyace el caos, el abismo, el sin fondo de lo histórico-social, fuente de creación ilimitada, no limitada a un fin determinado. Un caos, un sin fondo, un abismo que es fuente de creación, ya que implica que no hay sentido dado de antemano, y que, por lo tanto, los hombres son los responsables de dárselo a sí mismos. La lucha por la igualdad, la libertad, la justicia, la autonomía, etc. –tales las significaciones centrales de un proyecto de autonomía- , por lo tanto, deviene incesante y es, necesariamente, inacabada. Pero puede iniciarse ya mismo. De hecho, desde la creación de la democracia hace 2500 años que se ha iniciado, y la historia bien puede reducirse a la historia de la lucha entre dos significaciones: la del dominio y explotación de una clase social sobre otras -que hace por lo menos 500 años tomó la forma del capitalismo- y la de la del proyecto de la autonomía.
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